miércoles, 9 de marzo de 2011


PATRICIA EGUIGUREN EGUIGUREN

Nació en Quito en 1959. Realizó sus estudios de licenciatura en Ciencias de la Educación, con especialización en Letras y castellano, en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Luego, cursó el ciclo doctoral en Literatura y, posteriormente, la maestría en la misma universidad. 
Ha dictado varias conferencias sobre literatura ecuatoriana a estudiantes de Wasbash College y Hanover College (Indiana, USA), así como conferencias sobre idioma español a estudiantes de IES Abroad (Institute for the International Education of Students). Participó como ponente en el I Congreso Internacional de Literatura, realizado en Cuenca, en el 2007 y en varias ocasiones, con ponencias sobre la literatura de Luis Aguilar Monsalve. 
Desde hace aproximadamente quince años trabaja en corrección de estilo, además de sus cátedras de Redacción y Estilo, Lenguaje y Composición en la Universidad Internacional del Ecuador, donde es profesora desde 1998. Fue catedrática en la Universidad de las Américas (2005-2008). 
Ha realizado la revisión, corrección y sugerencias a las obras: La otra cara del tiempo, Dejen pasar al viento, Creo que se ha dicho que vuelvo, El umbral del silencio, En busca de sor Edwina Marie y Mínimo Mirador, del escritor Luis Aguilar Monsalve; Mar azul, de Estela Parral de Terán; Pasajeras del mismo vuelo, de Alba Luz Mora. Realizó la presentación de la obra de Estela Parral de Terán, y de los relatos Creo que se ha dicho que vuelvo, de Luis Aguilar Monsalve. Contribuyó con la revisión y corrección de la Historia de la Universidad Internacional del Ecuador; es editora de la revista de la UIDE y del periódico UIDEAS de la misma universidad. 
Ha publicado ensayos en las revistas Rampa e Isla Negra, de Colombia; y en la revista “Podium” de la Universidad Espíritu Santo, de Guayaquil. Recientemente, publicó el estudio introductorio para la obra La otra cara del tiempo y otras historias, editada por Libresa en su colección Antares, de difusión nacional. Algunos de sus ensayos han sido traducidos al inglés y al francés y se encuentran disponibles en “Google.com”. 




PANORAMA DE LA CRÍTICA LITERARIA ECUATORIANA EN EL SIGLO XX 
por Patricia Eguiguren E. © 

Este breve estudio tiene por objeto mostrar, de la manera más objetiva posible, el panorama de la crítica literaria ecuatoriana en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad. No se pretende aquí ensalzar, sin más, a los autores y críticos ecuatorianos ni tampoco menospreciarlos, sino realizar un balance imparcial de lo que hasta ahora se ha realizado en materia de crítica literaria en Ecuador, centrándose –de cierta forma– en los avances de la corriente estilística. 
Es un hecho que en nuestro país, la crítica literaria no ha sido significativa ni en cantidad ni en calidad. Ello –a diferencia de lo que ha sucedido, por ejemplo, en Europa– parece no corresponder a la situación de la literatura ecuatoriana que ha mostrado un desarrollo nada desdeñable (bastante se ha escrito sobre la literatura ecuatoriana, y existe una amplia bibliografía al respecto). La escasez de crítica literaria parece responder, más bien, a las duras condiciones socioeconómicas, que han obligado a la mayoría de los estudiosos a sobrevivir dictando clases; aunque no podemos desconocer cierta falta de interés, en general, para la investigación literaria y la crítica en particular. En efecto, como bien lo expresó Alfonso Carrasco Vintimilla, hace algunos años ya, aparte de unos pocos trabajos aislados, todavía no existe auténtica crítica literaria en nuestro país. Entre esos escasos trabajos, se pueden mencionar La pluma y el cetro, ensayo histórico que comprende también una explicación acerca de la evolución cultural y artística de Ecuador; Icaza, límite del relato indigenista, de Manuel Corrales Pascual, que constituye el estudio más completo sobre el novelista guayaquileño; Literatura Ecuatoriana, de Hernán Rodríguez Castelo, tal vez el más ambicioso proyecto de presentar el panorama histórico-literario del proceso de nuestra literatura; Humanismo de Albert Camus, de Juan Valdano; y, por supuesto, están también las revistas El guacamayo y la serpiente, publicada por el Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y los trabajos de ecuatorianos que viven en el extranjero, como Antonio Sacoto, Enrique Ojeda, Jaime Montesinos... Pero con un poco de optimismo y respondiendo al afán de ser objetivos, hemos ampliado la lista de estudios que consideramos significativos dentro de la crítica literaria ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX, al incorporar obras como Crítica literaria en Ecuador (compiladora: Gabriela Pólit Dueñas), que recoge artículos de Francisco Javier Cevallos, Hernán Rodríguez Castelo, Fernando Balseca, Regina Harrison, Michel Handelsman, Humberto E. Robles, Wilfrido H. Corral, Iván Carvajal, Raúl Vallejo y Alicia Ortega. Este libro no sólo analiza la última década del país en lo dicho y hecho, sino que propone un nuevo horizonte de lectura en la época de ruptura de ejes de análisis, antes considerados únicos o inamovibles. 
Lamentablemente, en ciertos casos como el de Antonio Sacoto, sus trabajos críticos se ven opacados por una sintaxis tan deficiente (y algunas –no pocas– faltas ortográficas) que impiden al lector fijarse en lo esencial de la obra. No es el objetivo de nuestro trabajo juzgar la obra de los autores aquí mencionados, pero si partimos del principio de que la labor crítica se la debe realizar con seriedad, y no podemos dejar de anotar la responsabilidad que tanto críticos como escritores (y editoriales) tienen en la formación de nuevos lectores. 
De todas formas, de una entrevista realizada por Sacoto a Hernán Rodríguez Castelo, hemos entresacado algunas ideas y nombres que nos ayudarían a delimitar mejor la situación del ensayo ecuatoriano contemporáneo, en nuestro caso, del literario, que en significación, corre más o menos paralelo al de otros países, aunque a veces con un lamentable retraso. Rodríguez Castelo, valiéndose del método generacional, pero también atendiendo al tipo de ensayo, realiza una reseña de lo que ha ocurrido en nuestro país en el siglo XX. Empieza mencionando el legado de algunas figuras nacidas entre 1890 y 1905: Gonzalo Zaldumbide (dentro de lo específicamente literario), Aurelio Espinosa Pólit (con un ensayo tan sólido que a veces rebasa los límites de la ensayística) y Benjamín Carrión (cuya obra, aunque de carácter literario, se orienta más a la búsqueda de la identidad nacional). Aquí debemos añadir necesariamente los nombres de Miguel Sánchez Astudillo y Alejandro Carrión. Después, vendrán Filoteo Samaniego y Francisco Granizo, con penetrantes ensayos sobre poesía y el propio Rodríguez Castelo, cuya obra intenta la búsqueda del ser nacional a través de la literatura. Dentro de un pensamiento más radical Rodríguez Castelo sitúa a Enrique Adoum, quien luego se dedicará más a la lírica; Agustín Cueva, Fernando Tinajero y Juan Valdano Morejón. 
Podemos completar este cuadro con un balance de la crítica literaria ecuatoriana en la segunda mitad del siglo XX, de acuerdo con el estudio realizado por Cecilia Gálvez de Valdez. En efecto, iniciada antes de los años 70, encontramos una tendencia apegada a lo clásico y basada en la Retórica y la Estilística. Queremos anotar que esta tendencia no terminó ahí, sino que continúa en nuestros días con la presencia de un penetrante crítico que ha sabido incorporar el instrumental técnico proporcionado por la estilística: Galo René Pérez (lamentablemente, fallecido hace poco). En esta época, la labor crítica se ligaba frecuentemente a la Historia de la Literatura (Isaac Barrera es quizá el historiador más connotado entre nosotros) y a la Didáctica. En otro ángulo, desde la preocupación por la cultura, y muy relacionada con la generación del 30, encontramos a Benjamín Carrión. Más tarde, empieza a desarrollarse una crítica de carácter científico y técnico, que proviene de las universidades, especialmente de las de Quito, Guayaquil y Cuenca, donde destacan las figuras de Manuel Corrales, Efraín Jara Hidrovo, Diego Araujo, Laura Hidalgo, Alfonso Carrasco Vintimilla, Cecilia Ansaldo y otros jóvenes críticos que se iniciaron cuando ya Agustín Cueva, Hernán Rodríguez Castelo y Miguel Donoso Pareja –seguidos por Juan Valdano y Fernando Tinajero– eran figuras clave. Y en cuanto a la tarea crítica de los últimos años, es necesario citar otros nombres significativos que han incursionado en el estudio de la cultura y el texto literario: Iván Carvajal (que a nuestro humilde parecer –y sin que esto tenga el más leve atisbo de vano halago– es el crítico más riguroso y certero del país), Fernando Balseca, Alicia Ortega, Raúl Vallejo, María Augusta Vintimilla. No olvidemos, finalmente, a los que trabajan en el extranjero en aras de la difusión de la cultura ecuatoriana: Wilfrido Corral, Humberto Robles, el ya citado Antonio Sacoto y el “ecuatorianista”, Michel Handelsman. 
En la entrevista mencionada, Rodríguez Castelo, al referirse a la situación de la crítica literaria en Ecuador, apunta varias ideas que cabe tener en cuenta: en primer lugar se confunden, a veces, los estudios sobre la literatura (a partir del auge del formalismo ruso) con la crítica literaria en particular. En segundo lugar, también él concuerda en que la crítica en Ecuador ha sido demasiado generosa, subjetiva, excesivamente gratuita. En tercer lugar, opina que el otro extremo tampoco es beneficioso: tal vez nos estamos volviendo demasiado cientificistas con la crítica que se hace desde las universidades y no desde el periodismo, que sería una forma menos técnica, pero más actual y accesible al público. Rodríguez Castelo se sitúa en un punto medio entre ambos extremos, aunque acepta que su crítica es rigurosa. 
Diez años antes (a propósito del “I Encuentro de Literatura”, celebrado en Cuenca), Laura Hidalgo se preguntaba si el rechazo a la nueva forma de hacer crítica, más científica, se debería a la cotidiana pereza que generalmente nos impide detenernos a profundizar en el análisis y opinar con fundamentos o si, tal vez, dicho recelo respondería a un temor por dejar de una vez por todas el “tendencioso bla bla”, o bien, si tal adhesión a la crítica tradicional no radica, más bien, en el deseo de evitar todo aquello que signifique un paso adelante en cualquier campo, en el contexto latinoamericano. 
La respuesta a estas preguntas la encuentra Laura Hidalgo en las puntualizaciones hechas por Ángel Rama en el “Encuentro de escritores” de Quito. El crítico hizo una distinción que más tarde sería bien conocida en nuestro país, como lo han demostrado las palabras de Rodríguez Castelo en la entrevista que citamos arriba: por un lado, la crítica periodística, de difusión masiva, como guía para el público lector y, por otro, un nivel más alto, dirigido a especialistas. También Manuel Corrales Pascual opina que el término “crítica literaria” es ambiguo y que trata de significar al menos las dos actividades a las que ya nos hemos referido. Pero sobre todo, él cree –pensamos que esto es hoy por hoy una verdad ya indiscutible– que es necesario e indispensable realizar una crítica reciamente fundada en las ciencias “del sentido” y que deberá dotar a los críticos del instrumental técnico necesario para cumplir con este objetivo. 
Al referirse a la crítica especializada, Ángel Rama opina que: “Es positivo utilizar todas las corrientes posibles. ¿Por qué atacarlas, si se las ataca a nombre de otras, las estilísticas, por ejemplo? ¿Se las ataca por ser extranjeras? América es clara y precisa... está situada en el Universo [...] El peligro está en utilizar los medios críticos en forme mimética y neutralizada, en forma mecánica”. Al parecer, esta respuesta satisfizo a muchos, porque sobre todo quienes representaban a las universidades concordaron en que era necesaria una crítica orientada más hacia lo científico y menos hacia lo subjetivo e impresionista. El tiempo les ha dado la razón (al menos hasta ahora). 
Pero si, como vimos antes, en otras latitudes la crítica literaria ha cometido graves desaciertos, nuestro país no es la excepción. Escritores como Miguel Donoso Pareja han hecho notar que no todo lo que dicen nuestros críticos es acertado, verbigracia, algún juicio de Agustín Cueva, quien calificó a Raúl Pérez Torres, en su Teoría del Desencanto (1985), de “narrador hecho y derecho” cuando todavía en sus textos se encontraban graves errores, como el anotado por Miguel Donoso. Pero tal parece que este mal ya estaba presente entre nosotros desde tiempo atrás. Esto lo sabemos por artículos como el de Alfredo Rodas Reyes, en el cual se refiere a los desatinos del P. Reginaldo Arízaga, en su obra Valores ecuatorianos
Creo que la virtud del patriotismo es tan grande en el P. Arízaga que a ello se debe ese como entusiasmo ciego que le hace colocar en el plano de lo internacional, a los escritores de que habla, quedando los demás para ocupar por lo menos el sitial de los autores de la fama nacional; cuando lo más prestigioso y bien aceptado es ver cómo el crítico va señalando, sin prejuicios ni exageraciones, el puesto que a cada escritor corresponde en el templo de la literatura patria o en el senado de las letras universales
Por todo ello, no se puede desconocer que en materia de crítica literaria, en nuestro país el saldo es más bien nulo, si no en contra. Así lo demuestra Alfonso Carrasco cuando se refiere a la producción ecuatoriana de reflexión en sus tres enfoques: la teoría literaria, la historia de la literatura y la crítica literaria. En todos los casos, se acusa una fuerte falta de investigación. En el primero, si bien algunos críticos han expuesto ciertos principios teóricos, estos se basan, por lo general, en una repetición de teorías clásicas y extranjeras. En lo referente a una historia de la literatura, ecuatoriana como tal, Carrasco apunta que no ha sido posible, porque no existen análisis y estudios completos sobre autores y temas concretos, aunque actualmente hay más empeño en realizar monografías que traten con profundidad estos aspectos. En cuanto a la crítica literaria en sí, el balance es un poco más favorable. 
Siguiendo a Vargas Llosa, Carrasco menciona tres tendencias de la crítica literaria, a saber: a) la clásica o impresionista; b) la científica; c) la historicista. Esta distinción, que puede ser ciertamente muy elemental, nos va a ser bastante útil para ubicar y seleccionar a los autores más representativos de la crítica literaria ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX, en especial a tres de ellos: Alejandro Carrión, Miguel Sánchez Astudillo y Galo René Pérez, los tres de tendencia estilística. 
Concordamos con Carrasco en que el lenguaje de la crítica impresionista es el más cercano al literario: es, de hecho, literatura de la literatura. Ya podemos imaginar, que el problema no radica entonces ahí, sino en que –por un lado– no se aproxima al conocimiento científico y, por otro, a veces llega a excluir la interpretación y la valoración. Por ello, si no se ejecuta con “aliento y estilo”, es nula. Sin embargo, importantes críticos de otras latitudes, como Anatole France, Proust, Azorín, Ortega y Gasset, Arciniegas, Uslar Pietri... la han practicado y, a veces, con mucho éxito. En nuestro país –aclara Carrasco– Raúl Andrade ha logrado excelentes páginas que demuestran su talento y estilo. Y es que, como en casi todo el mundo, es también la más frecuente entre nosotros, con la diferencia de que en nuestro país se halla orientada en su mayoría hacia dos polos: bien a una actitud donde priman las diferencias de todo tipo (menos literarias), especialmente ideológicas y temperamentales, o bien al comentario tan laudatorio y generoso que parece responder, como alguien dijo por ahí, al mandamiento: “alabaos los unos a los otros”. Para Carrasco, injustamente, se ha erigido como modelo de este tipo de crítica a Benjamín Carrión; y dice que es injusto porque cree que se debe reconocer su gran capacidad para descubrir nuevas vocaciones literarias. No creemos que este indiscutible gran mérito de Carrión pueda librarlo de su excesiva generosidad que lo sitúa definitivamente en aquella crítica de tipo laudatorio, muy común en nuestro país, tanto en el ensayo como en el comentario periodístico. 
Estamos de acuerdo, eso sí, con Alfonso Carrasco en que su generosidad se extendía a todo movimiento que demostrara valor, estímulo, empuje, pues así lo exigía el momento. Sin embargo, los días en que era más frecuente esa clase de crítica parecen estar contados, como veremos enseguida. 
En la segunda tendencia, encontramos casi todas las corrientes actuales, (estilística, estructuralismo, formalismo, semiótica...), algunas de las cuales constituyen más bien teorías. En nuestro país, empiezan a aplicarse después de la primera mitad del siglo XX. Antes de ello, no podemos hablar de una labor crítica metódica, que se acercara a lo científico, peor aún de estudios que recojan sistemáticamente lo que se había hecho en crítica literaria, excepto uno que otro artículo aislado, por ejemplo, uno de Manuel Moreno Mora, titulado “La crítica literaria en el Ecuador”, que consultamos con la esperanza de encontrar un análisis sistemático del tema. El artículo resume lo que sería un estudio de la psiquis del poeta; es una explicación sicológica de la inspiración, de la creación, de la intuición, del “tono” del creador y del crítico y del sentimiento estético, pero sobre la “crítica literaria en el Ecuador” nada dice. 
Por el contrario, por artículos como el ya citado “Algo sobre un libro de crítica literaria”, sabemos que casi al finalizar la primera mitad del siglo XX: 
La crítica [...] yace en tal estado de postración en el Ecuador que [...] a ello obedece el poco conocimiento y el ningún aprecio que se tiene de nuestros verdaderos literatos, así como el desmedido culto por autores que [...] se presentan a la palestra de las letras así esté el alma privada de aptitudes artísticas y aun cuando el cerebro esté ayuno de capacidad o de ilustración. 
No dudamos de la veracidad de estas palabras y más bien nos alegramos de que hoy, después de aproximadamente sesenta años, artículos como este hayan favorecido en algo a la tarea crítica, aunque no nos hemos librado todavía de aquella crítica laudatoria y sin fundamento. Así lo manifiesta Miguel Donoso, en el artículo ya mencionado. 
Sin embargo, podemos comprobar también que la crítica de carácter impresionista y de opinión, bastante frecuente en la primera mitad del siglo XX, no respondía al hecho de que en nuestro país se desconocieran por completo nuevas (para la época) teorías y herramientas de análisis, aunque estas mismas herramientas implicaron que la crítica llamada “sicologista” fuera luego tan severamente juzgada. En 1913, Nicolás Jiménez publica “La crítica y la Psicología” donde da cuenta de los avances de la crítica literaria producida con la ayuda de esta ciencia: “Casi nos atreveríamos a afirmar que la psicología es la ciencia que más ha contribuido a la evolución de la crítica literaria”. En este artículo, el autor recuerda cómo la crítica estuvo tradicionalmente ligada a la retórica, a la gramática, a la filosofía o a la moral. Hasta ese entonces no era muy común que el crítico rastreara el carácter ni su personalidad poética. Empezó entonces a considerarse a la obra poética –así como al resto de las artes– como una manifestación de reacciones de carácter subjetivo. Por ello, en cuanto arte fue (y sigue siendo) objeto de la crítica; en cuanto exteriorización de reacciones subjetivas, se pensó que lo mejor sería asignársela a la Psicología. De ahí que en el mundo entero empezaran a proliferar estudios sobre la creación poética, en general, y sobre determinados artistas, en particular. Estos análisis, basados en datos biográficos y bibliográficos, constituían verdaderos exámenes del carácter y personalidad del autor. La mera opinión individual perdió validez y su prestigio disminuyó cuando se comprendió que no podía ser imparcial. Debió haberse pensado ya entonces en la significación propia del texto, porque por aquella época –como explica Jiménez– ya era posible realizar una exposición de datos provenientes de un prolijo análisis de la obra literaria, lo cual, unido al estudio de la personalidad del artista, pretendía demostrar casi matemáticamente la especificidad de la obra. Ahora bien, esto aún no significa desentrañar el misterio mismo del poema ni explicar por qué nos causa emoción, aunque Jiménez afirma que: “En la crítica literaria, la apreciación de los variables grados de belleza de una obra de arte, va acompañada del conocimiento exacto y cabal de los elementos constitutivos y salientes de la misma”
Pero lo que aquí nos interesa más es subrayar el conocimiento que ya por entonces existía en Ecuador acerca de la conexión entre la crítica sicológica y la estilística. En este mismo artículo, podemos ver algunos aspectos de la corriente que es materia de nuestro estudio. Los resumimos a continuación: 
a) Acercamiento al texto mediante un análisis más o menos minucioso, sereno, imparcial y más científico. 
b) Estudio de la personalidad creadora del poeta y, con ello, intento de aproximación a su alma. 
c) Consideración de los tres aspectos constitutivos del texto poético: afectivos, intelectuales e imaginativos. 
Las fronteras entre la crítica sicológica y la estilística, ciertamente, son difusas. Y ya por entonces existía la conciencia del riesgo que implicaba el que la sicología absorbiera a la literatura. Tal es el caso de ciertos estudios realizados no por críticos literarios, sino por sicológicos y médicos, verbigracia, “Emilio Zola: su vida, sus costumbres, su temperamento”, del doctor Eduardo Tolouse. Jiménez reconoce que este tipo de crítica está fuera de los límites de lo literario. Lo que nos llama la atención es que –según Jiménez– esta clase de crítica, que recurre a la fisiología y a la medicina, sólo puede aplicarse a “individualidades geniales, a aquella que presentan algo de anormal”. Pensamos que todo artista verdadero tiene, en mayor o menor grado, algo de genialidad; que siempre es –para usar las mismas palabras de Jiménez: “un organismo complejo, un individuo rico en aptitudes, un artista dotado de una asombrosa diversidad de facultades y de un juego sumamente variado y poderoso de funciones cerebrales y anímicas”. 
En todo caso –y creemos que para bien– a partir de la década del 70, empieza a ser cada vez más frecuente en nuestro país una clase de crítica más científica, con trabajos serios, discutidos con mayor altura, en un clima de respeto y amistad, lo cual permite la superación de antiguas rencillas y discrepancias superficiales. En 1978, por ejemplo, se celebró en Cuenca el “Primer Encuentro Ecuatoriano de Literatura”, donde se presentaron significativos trabajos sobre nuestras letras. Sin embargo, la labor crítica, vista como aproximación valorativa del texto, no parecía todavía haber alcanzado mejores cotas hasta esa fecha. Así lo hace notar Manuel Corrales, aunque aclara que en algunas universidades como la Católica, sede en Quito, en la misma década se había comenzado ya a trabajar en un proyecto –un proceso de carácter fisiológico, que incluía varias etapas y que podía tener múltiples proyecciones– para actualizar el instrumental técnico, a fin de que los críticos ecuatorianos, al contar con sólidas bases, pudieran alcanzar una mayor penetración en el texto. Este proyecto suscitó algunas objeciones y por ello Corrales se ocupa de aclarar bien cuál es el objetivo de este proceso. Pensamos que la aclaración de Corrales se refiere concretamente a las objeciones hechas por Carrasco Vintimilla respecto de obras como El lenguaje poético de César Dávila Andrade, publicada por la PUCE en 1977. Así estaban las cosas en 1978, año en que aparece también el primer número de la revista “Cultura” (editada por el Banco Central) que, sin ser exclusivamente literaria, se ha preocupado de publicar significativos estudios en el campo de las letras. 
Carrasco Vintimilla también concuerda en que la crítica de carácter científico empieza a ocupar un lugar en el estudio de las letras ecuatorianas. Se empezó por la estilística idealista y se continuó con el estructuralismo, el formalismo, la semiótica literaria. Pero Carrasco advierte que todavía no deberíamos vanagloriarnos de ello pues –si el objetivo de esta clase de crítica es explicar por qué una obra literaria produce determinada emoción estética en el lector y cuáles son los componentes y las leyes internas que rigen este universo– aún no se ha llegado en Ecuador a un nivel de auténtica crítica, pues no se ven frutos; en efecto, en vez de estudios definitivos sobre autores o géneros, los libros de crítica se reducen a trabajos esporádicos y más o menos perspicaces, algunos de los cuales se han editado más bien en otros países, lugar de residencia de sus autores (Antonio Sacoto, Enrique Ojeda, Jaime Montesinos...) Por lo demás, opina Carrasco que tal vez Hernán Rodríguez Castelo es el único ecuatoriano que hasta ese entonces poseía una obra sólida, en materia de crítica. Valora también la obra de Manuel Corrales Pascual, aunque, claro, no es propiamente ecuatoriana. 
Basándose principalmente en el análisis de los estudios realizados en las universidades de Quito (PUCE) y de Cuenca (concretamente en El lenguaje poético de César Dávila Andrade, suscrito por Jaime Romo y otros autores) Carrasco advierte sobre el peligro de caer en una “crítica cientifista, falsa e inútil”, a fuerza de pretender la renovación, sobre todo, cuando el investigador pone la ciencia por encima de su tarea crítica. Por ello, dice, los estilistas, estucturalistas, formalistas, semióticos, etc. “puros”, aunque hayan aplicado métodos rigurosamente matemáticos, rigurosamente científicos, sólo han producido obras que no nos acercan al misterio de la construcción poética. Eso sí, dichos estudios han resultado valiosos cuando se los ha aplicado para la reflexión teórica. Ejemplo: los estudios de los formalistas rusos, que constituyen magníficas “reflexiones sobre la esencia de la literatura, de los géneros, del ritmo, del lenguaje poético”, como la obra de Jean Cohen “Estructura del lenguaje poético”, en la cual intenta determinar la esencia del lenguaje poético. Otro ejemplo serían los análisis teóricos de Barthes, Bremond, Todorov y otros estructuralistas franceses. Pero en estos casos no se hace crítica, no se intenta una aproximación al valor de una obra concreta, cuando lo verdaderamente importante es que, una vez analizada la obra, el crítico “pueda integrarla en una forma estética, única e irrepetible” (Por ello, Carrasco piensa que el objetivo último de la crítica no se ha cumplido en la ya mencionada obra sobre Dávila). Este principio fundamental que guía las reflexiones de Carrasco responde a los postulados de nuestra corriente, la crítica estilística, para la cual –lo repetimos una vez más– sólo a través de la intuición es posible llegar a descifrar el misterio de la construcción poética. 
La tercera tendencia de la crítica, la historicista, o como la llama Carrasco “crítica histórico-sociológica”, prácticamente era desconocida hasta entonces en nuestra nación, a excepción de la obra de Ángel F. Rojas (cuyos sucesores serían Agustín Cueva y, en cierta forma, también Edmundo Ribadeneira), aunque tampoco había avanzado mucho en otras latitudes. 
En su prólogo a la Nueva canción de Eurídice y Orfeo, de Jorge Dávila Vázquez, Alfonso Carrasco analiza, desde el punto de vista estilístico, elementos significativos del poema, entre ellos: la aparente estructura dialogada, “recurso que confiere tensión y dramatismo muy próximos a la tensión absorbente y comprometedora del teatro”, pero que en el fondo resulta ser un monólogo para mostrar la soledad y la incomunicación (p. xii); el uso de epítetos y calificativos que anulan la llamada coloquial de Orfeo para convertirla en una dolida apelación al ser amado (p. xiii); las metáforas para reforzar la idea de la inutilidad de las palabras (p. xiv): la utilización de leit–motivs, antítesis, etc., etc. Pero ya sabemos que lo valioso de la aplicación del método estilístico es que al final integra la obra en un todo. Pensamos que Alfonso Carrasco lo logra, cuando –luego de un penetrante análisis de todos estos y otros recursos– concluye: 
El tono y el ritmo se tornan agitados, angustiosos, melancólicos, desesperanzados. Pero este Orfeo es distinto al del mito: no buscará como solución el suicidio sino la entrega, al darse a la vida; al final nos domina aquel ritmo vertiginoso y exultantemente desesperado [...] como ascensión por una escala hacia... hacia la vida y nada más (pp. xxii–xxiii). 
En síntesis, en nuestro país –aunque contáramos con críticos representativos como Benjamín Carrión– no se puede hablar de una crítica literaria sistemática, basada en un instrumental técnico y científico, hasta la segunda mitad del siglo XX y aún entonces esta labor oscila entre una crítica impresionista y una con visos de ciencia. Mientras tanto, en lo concerniente a la producción literaria, tenemos a grandes escritores, como los que integraron la generación del 20 (que dejó como legado a nuestro más grande maestro de la lírica, Jorge Carrera Andrade); posteriormente, nos sentimos orgullosos de poetas de la talla de Gonzalo Escudero, Alfredo Gangotena, César Dávila Andrade y Hugo Mayo (seudónimo usado por Miguel Egas) y en narrativa, tenemos a la generación del 30 (Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta –que integraron el Grupo de Guayaquil) y junto a ellos, obviamente, a Jorge Icaza y José de la Cuadra; José Alfredo Llerena, Pedro Jorge Vera, Alejandro Carrión. Finalmente, Ecuador se jacta de contar, en la actualidad, con poetas como Jorge Enrique Adoum e Iván Carvajal.





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Nº 24 – Marzo de 2011 – Año II


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