miércoles, 29 de junio de 2011

VÍCTOR MONTOYA

Nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivó desde su infancia en las poblaciones de Siglo XX y Llallagua, al norte de Potosí, donde conoció el sufrimiento humano y compartió la lucha de los trabajadores mineros. En 1976, como consecuencia de sus actividades políticas, fue perseguido, torturado y encarcelado durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez. En el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Chonchocoro-Viacha, escribió su libro de testimonio Huelga y represión (1979).
Liberado de la cárcel por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en 1977. En Estocolmo, donde fijó su residencia, cursó estudios de pedagogía en el Instituto Superior de Profesores y ejerció la docencia durante varios años. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Obtuvo el primer Premio Nacional de Cuento, UTO, 1984; el Premio de Cuento Breve del Semanario Liberación, 1988; el primer premio de Cuento de Escritores de la Escania, 1993; y fue ganador del Concurso Internacional Sexto Continente del Relato Erótico, 2010, convocado por Radio Exterior de España. Es miembro de la Sociedad de Escritores Suecos y del PEN-Club Internacional. Dictó conferencias en China, España, Alemania, Suecia, Francia, México, Venezuela, Estados Unidos y otros países. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.
En su extensa obra, que abarca novela, cuento, ensayo y crónica periodística, destacan los libros: Días y noches de angustia (1982), Cuentos violentos (1991), El laberinto del pecado (1993), El eco de la conciencia (1994), Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995), Palabra encendida (1996), El niño en el cuento boliviano (1999), Cuentos de la mina (2000), Entre tumbas y pesadillas (2002), Fugas y socavones (2002), Literatura infantil: Lenguaje y fantasía (2003), Poesía boliviana en Suecia (2005), Retratos (2006) y Cuentos en el exilio (2008).




FIEBRE DE SALSA EN ESTOCOLMO
de Víctor Montoya ©

Sábado. Nueve de la noche. Juan puso en el estéreo el disco compacto de boleros que compró la semana pasada. Y, mientras la música ganaba los espacios de su apartamento de soltero, se desvistió y entró en la ducha. Los boleros lo seducían y le despertaban la memoria sentimental, como si los vocalistas cantaran con precisión sus amores y desamores, y recuperaran en un solo instante toda su vida. Dicen que la distancia es el olvido..., acompañó con voz quebrada y silbosa desde la ducha, consciente de que esa canción siempre le tocó las puertas del corazón y en ocasiones hasta le arrancó lágrimas de nostalgia. Somos un sueño imposible que busca la noche..., musitó, convencido de que el bolero era la canción más carnal y espiritual que existía, y que los cantantes de esa música ponían su voz al servicio del amor, incluso renunciando al suyo para ir diciendo esas mentiras piadosas o esas palabras que las parejas no llegaban a decirse por pudor mientras bailaban y se arrimaban. Bésame, bésame mucho...
Juan ya se había duchado y afeitado, mirándose la cicatriz que le partía el pómulo. Se echó loción y desodorante, se puso una camisa estampada de medio cuello y unos pantalones que hacían juego con sus mocasines de cuero revuelto. Se cepilló los dientes y se peinó con gomina. Apagó el estéreo, se ajustó la malla del reloj y metió la billetera en el bolsillo del pantalón. Se colocó las gafas oscuras y se puso el sombrero de ala ancha, que compró más para parecerse a Pedro Navaja que a los gángsteres de Al Capone.
Diez de la noche. Durante la semana había trabajado más de ocho horas diarias, y ahora quería marcha, unas copas, un vacilón y una chica rubia para pasarlo bomba como todos los sábados por la noche. Se miró por última vez en el espejo del zaguán y ganó la calle rumbo a la salsoteca La Isla, donde lo conocían como a uno de los mejores bailarines en Estocolmo, pero también como a uno de los latinoamericanos más temidos por sus antecedentes criminales, generalmente por drogas, peleas, atracos a mano armada e intentos de violaciones.
Juan tomó el metro en la estación de Fittja. Se sentó en uno de los últimos asientos del primer vagón, disparado de graffitis de colores expresivos, y pensó que La Isla no era un antro de perdición, sino una de las salsotecas más cotizadas de la ciudad y uno de los centros más efectivos de integración cultural, sobre todo cuando se iba solo, pues eso de llevar a mujer conocida, era como llevar leña al monte. En La Isla se iba a sentir la brisa del Caribe, romper el estrés, bailar hasta la madrugada, divertirse y, si lo permitía la noche, cargarse a la primera mujer dispuesta a acabar la fiesta en la cama de un latinamerican lover.
Cuando llegó a la estación de Slussen, cambió de metro en dirección a Hässelby. Se paró cerca de la puerta de acceso al vagón, frente a una mujer gorda que lo miró con desprecio y a una muchacha hermosa que le regaló una sonrisa tímida. Él se arregló las gafas y el sombrero, carraspeó con disimulo y siguió pensando en que las suecas que invadían La Isla eran cosmopolitas por excelencia y sabían bailar contoneándose como fieras. No hacía falta saber el idioma sueco para comunicarse con ellas, pues casi todas habían estado alguna vez en España y hablaban el castellano como práctica.
Se apeó en la estación de Fridhemsplan, un barrio céntrico muy diferente al suyo y que durante los fines de semana tenía la magia de trocarse en uno de los refugios de la vida loca en Estocolmo. Subió la grada mecánica y se enfrentó a un hombre de rostro tétrico, quien vomitaba y orinaba cerca de la caseta de control y las puertas que daban a la calle.
En la entrada de la salsoteca había una cola obligatoria. Juan ocupó su puesto entre unas rubias platino, muy escotadas, y unos tipos de rostros duros como el granito, que estaban allí sólo para mirar a las muchachas que exhibían mínimas tangas y espléndidas anatomías.
En media hora de espera, Juan avanzó hasta el dintel de la puerta, donde advirtió a una mulata despampanante y envuelta en un halo de grandeza, como si en sus enormes nalgas cargara el emblema del triunfo, la belleza y la riqueza. Delante de ella estaba el portero, un joven que tenía los brazos de marinero y la cara de matón. Juan pagó la entrada y franqueó la puerta, mirando con desprecio a quienes no tenían más que cien coronas en la billetera; cincuenta para la entrada y cincuenta para una cerveza o dos Coca-Cola.
Ya en el vestíbulo, entre la guardarropía y el baño higiénico, lo golpeó el vaho cálido de la pista de baile, donde la música, retumbando entre luces fosforescentes, parecía descolgarse del techo. Avanzó hacia el bar entre cuerpos que se movían al compás de los últimos hits de Ricky Martin. Se apoyó en el mostrador, al lado de dos hombres acodados en la barra del bar, y pidió un Cuba Libre. Sorbió un trago, se secó los labios con el dorso de la mano, en tanto sus ojos, impávidos como carbones, miraban en una dirección y en otra. Repasó las mesas una por una y rastreó la pista de baile. Todas las mujeres eran iguales, excepto una que tuvo el privilegio de acelerarle el corazón. La vio al fondo de la barra, sentada sobre un taburete, sola, como esperando a alguien que no llegaba. Parecía un ángel suspendido en el aire; tenía pelo de valkiria y lucía un bronceado de lámpara, sus ojos eran verdes y brillantes como la esmeralda y el color de sus labios era similar al de sus uñas laqueadas de rojo carmín; vestía una blusa que dejaba adivinar las formas perfectas de su busto, un pantalón ajustado a las piernas y zapatos con hebillas y plataforma. De rato en rato, mientras la miraba por detrás de sus gafas oscuras, abriendo bien los ojos, como deseándola, ella sorbía la cerveza y miraba su reloj, miraba su reloj y sorbía la cerveza, hasta que levantó la mirada y se encontró con la cara de Juan, quien se quitó las gafas a modo de comunicación. Ella, cuya elegancia y belleza imponían el juego de la eterna seducción, se hizo la desentendida y empezó a moverse al ritmo de la música, mientras su mirada revoloteaba por doquier y sus pechos se agitaban bajo la finísima blusa de seda. Juan, al verla moverse a media luz, como una hermosa gata de ojos enigmáticos, quedó atrapado por su figura de contornos armoniosos, a tal extremo que cuando ella cruzaba las piernas, a él se le cruzaban los ojos.
Juan, consciente de que tenía mucho desparpajo con las mujeres, se le acercó con la copa en la mano y una sonrisa de conquistador. Ella no resistió a la tentación de esos ojos negros, penetrantes y atractivos, que durante largo tiempo la estuvieron observando a media luz.
–¿Esperas a alguien? –preguntó con voz pausada y colocándose otra vez las gafas.
–Sí... –contestó ella. Hizo un silencio, dudó un instante y prosiguió–: No, no espero a nadie...
–¿Entonces puedo hacerte compañía?
Ella calló, aunque aceptó con la mirada.
–¿Cómo te llamas?
–Annika –dijo–. ¿Y tú?
–Juan, Juan Moncada –contestó él, terminando de confirmar la teoría de que la mayoría de las suecas que estaban en la salsoteca hablaban o entendían español.
Ambos se retiraron de la barra, acompañados por la voz sonora de Juan Guerra, quien cantaba desde los altoparlantes: Quiero ser un pez/ para tocar mi nariz en tu pecera/ y hacer burbujas de amor por dondequiera... Se instalaron en una mesa vacía, donde apenas alcanzaban las luces fosforescentes, y donde él solía dar besos a tornillo a las muchachas más guapas de la salsoteca.
–Es la primera vez que te veo aquí –dijo Juan, intentando elevar la voz para sobreponerse a la música estridente.
Annika pidió otro vaso de cerveza al camarero, encendió un cigarrillo y contó que había estado de vacaciones en Cuba, que admiraba la retórica de Fidel y la gesta heroica del Che.
Juan, que siempre tuvo más interés por las mujeres que por la política, la escuchó atento, en silencio, hasta que la música: Me enamoré de ti, de Oscar D’León, lo devolvió a su realidad y lo invitó a demostrar sus habilidades en la pista, donde campeaban los latin lovers, las beautiful señoritas y la salsa, ese ritmo que sonaba a cuerpos morenos, a ron y caña de azúcar.
–¿Bailamos? –preguntó Juan, arrastrando la silla para ponerse de pie.
Annika asintió con la cabeza, apagó la hebra del cigarrillo y caminó con donaire delante de Juan, quien, como todo macho experto en el arte de cortejar a una hembra, la siguió por detrás, muy de cerca, protegiéndola de los codazos y las pisadas.
En la pista había un remolino de gente moviéndose más al compás de los flecos de luz que de la música. Estaba claro, no todos tenían la facilidad de aclimatarse a los huracanes de la música caribeña, como esas parejas que daban sus primeros pasos de salsa, observando cómo lo hacía el vecino e improvisando ondulaciones corporales y cefálicas de rock en un baile que exigía mucha flexibilidad corporal. En cambio Juan y Annika, como si tuviesen la música metida en las venas, se deslizaban sobre el piso con una total libertad de expresión y de movimientos, llamando la atención hasta de los más diestros bailarines de La Isla. No cabía duda, en la pista inundada de luces multicolores, Juan se convertía en el rey del mambo, cha-cha-cha, cumbia, rumba, salsa, merengue, guaguancó y reageton. Y, por si fuera poco, estaba siempre radiante y feliz, como si la noche hubiera sido la mejor de su vida. Brillaba la chispa de oro en su dentadura blanca y su corazón revoloteaba como un pajarillo asustado. Annika no se quedaba atrás, era capaz de embelesar a cualquiera que la viera bailar como aspa en medio de las luces fosforescentes, luciendo una sonrisa amplia y los atributos de su belleza nórdica.
Cuando el DJ puso la salsa erótica de Eddie Santiago: Quiero amarte en la yerba, Juan le puso una mano en la cintura y la otra en la espalda. En tanto Annika, aceptando que la salsa era un baile sensual en el cual el hombre dominaba a su pareja con las manos y los pasos, asumió una actitud de total entrega.
En la pista, donde todos se entregaban a la música con pasión infinita, la salsa erótica hizo subir la temperatura de los cuerpos al ritmo de: ¡Ay, José. Así no por favor/ ¡Ay, José!, hazlo otra vez./ No te pongas tan blandito,/ ponte un poco más durito... Juan aprovechó el texto de la canción para arrimarse contra los pechos de Annika, quien se dejó llevar por la cadencia del hombre que empezó a rozarle las nalgas con los dedos. No se miraron ni se hablaron, hasta que sus labios se fundieron en un beso. Cambió la música y ellos dejaron de bailar. Juan levantó el ala del sombrero y se secó el sudor de la frente. La saliva le pasaba densa por la garganta y sus palabras se disolvían en una respiración agitada.
–Descansemos un rato –propuso ella, mientras la voz melosa de Lalo Rodríguez pedía desde los altoparlantes: Devórame otra vez, devórame otra vez...
Cansados y sedientos, vaciaron sus copas de golpe. Se agarraron de las manos y se miraron a los ojos, atrapados en el torbellino de un amor apasionado y en medio de una voz que soplaba en sus oídos: ...Hasta en sueños he creído devorándome/ y he mojado mis sábanas blancas recordándote./ En mi cama nadie es como tú...
Juan pidió dos vasos de cerveza a su cuenta, sin dejar de escuchar impresionado los comentarios de Annika, cuya elocuencia le permitía incluso intelectualizar la historia de la salsa, salpicando sus comentarios con citas arrancadas de algunas obras literarias, como Los reyes del mambo tocan canciones de amor, La guaracha del Macho Camacho y La importancia de llamarse Daniel Santos. Era la primera vez que Juan estaba frente a una mujer que era algo más que sexo y belleza, por eso cuando ella le contó de su vida y de su trabajo como enfermera, él prefirió callar y no decir nada, por el temor a revelar que detrás de esa pinta loca se escondía un inmigrante de baja formación cultural, un elemento con antecedentes penales y un empleado ilegal que se ganaba el pan trabajando a la negra en una empresa de limpieza.
–Así que tú, a diferencia de otros latinos, hablas poco, ¿verdad? –inquirió Annika.
Juan, dispuesto a disimular su ignorancia como otras veces, dejó brillar la chispa de oro de su dentadura blanca y contestó con los mismos dichos de siempre:
Hablar es plata y callar es oro. Además, perro que ladra, no muerde.
–¡Ah, sí! –dijo Annika, con cierto asombro–. No conocía esos refranes, salvo ese que dice: En boca cerrada no entran moscas.
La fiesta llegó a su fin. La música dejó de zumbar en los altoparlantes y la salsoteca se fue vaciando como un teatro al cabo de la función.
Annika, consciente de que Juan estaba en sus manos, lo bañó con la mirada y lo invitó a tomar la última copa en su apartamento, ubicado a dos cuadras de La Isla. Él aceptó la propuesta y se aprestó a salir con ella. En ese trance, un tremendo ruido de voces y botellas estalló a sus espaldas. Juan volvió la cabeza con vértigo y vio a dos hombres de camisas remangadas hasta el codo y melenas alborotadas, enfrentándose como gallos de pelea en medio de un ruedo de rostros espantados y ojos expectantes. Uno de ellos, nariz aguileña y pómulos prominentes, estaba apoyado de espalda contra la pared y desprendía una mirada amenazante; en tanto el otro, que llevaba una cinta amarrada en la frente y un chaleco de alpaca, agitaba los brazos gritando a viva voz: ¡Acércate, cabrón! ¡Te voy a romper la cara!...
Por un instante cundió el pánico y la confusión. Los adversarios se lanzaron al ataque y se trenzaron en un remolino de puñetes y patadas, como si la furia les hubiese reventado en las manos y los pies.
Juan, que estaba muy metido en lo suyo, ni siquiera se dio cuenta de la bronca que se armó a sus espaldas. Una fiesta sin peleas, no es fiesta, se dijo. Pero cambió de opinión cuando vio que uno de los hombres, la cara pálida como la luna y los ojos retintos como la noche, se plantó delante de su adversario, las piernas abiertas y el puñal en la mano.
¡Concha su madre! A estos indios les volvió a salir la pluma, dijo una voz masculina, arrastrándose desde la barra del bar.
Cuando llegó el portero, abriéndose paso entre los curiosos, era ya demasiado tarde, pues el hombre que estaba armado acabó de asestar cuatro puñaladas en el pecho de su rival. La víctima, sangrando por la nariz y los labios, avanzó unos pasos entre espasmos y retorcijones, antes de desplomarse cerca de las patas de una mesa, donde puso los ojos en blanco y exhaló el último suspiro.
¡Basta ya, huevón!, gritó el portero, abalanzándose sobre el autor del crimen, quien, puñal en mano, repetía obstinadamente: ¡Ahora puedes quedarte con esa puta, carajo!...
Cuando Juan escuchó la palabra puta, en medio de un alboroto aterrador, comprendió que los dos hombres, heridos en sus sentimientos, emprendieron a puñetazos y puntapiés por el amor de una mujer. Los celos terminaron en golpes y los golpes en un crimen.
Annika, en honor a su ética profesional, se acercó de inmediato hacía el hombre que yacía en el suelo, teñido por la sangre que manaba a borbotones por los cuatro agujeros de su pecho. Se arrodilló y le aplicó masajes de primeros auxilios, pero sin volverlo a la vida por mucho que lo intentó con el método boca a boca.
Allí permanecieron taciturnos y sin hablar. Llegaron los policías y la ambulancia. Los enfermeros se llevaron el cadáver en una camilla, mientras los policías, tras detener al asesino, lo esposaron llevándoselo a empujones.
En el ámbito del local, que durante la noche fue escenario del baile y la alegría, quedó un manto de tragedia y en el piso quedaron silueteados con tiza los contornos del cuerpo de ese hombre que, tras haber conocido la gloria caliente de la salsa, se alejó de este mundo con el rostro congelado por el frío de la muerte.
–Es el primer crimen que se comete en esta salsoteca –dijo Juan, intentando apaciguar los nervios exaltados de Annika y recordando instintivamente las riñas en las que él estuvo implicado en el pasado.
–Lo extraño es que todo pasó muy rápido –dijo Annika–, como en la canción de Rubén Blades, quien cuenta en pocos minutos, y con el respaldo sonoro de las congas, la crónica negra de Pedro Navaja en un suburbio hispano de Nueva York.
Juan, al escuchar esa referencia musical, creyó reconocer en el texto de esa canción su propia historia.
–¡Vámonos! –acotó Annika, encaminándose en dirección a la puerta.
Tres de la madrugada. La noche había sido vencida por el día y el sol estallaba en las ventanas de los edificios. Subieron por las gradas mecánicas hacia St. Erikgsgatan, por donde transitaron en dirección al Este, abrazados y en silencio. Annika tenía un leve temblequeo en las piernas de tanto haber bailado y Juan sentía un mal sabor en la boca, como cuando comía kebab en la caseta del turco Mohamed.
Cruzaron por el puente, los brazos enlazados en la cintura y las miradas tendidas en las aguas serenas del lago, donde el sol reverberaba con toda su intensidad y los yates se mecían anclados a lo largo de los muelles y cantiles. Al final del puente, en el primer edificio del lado derecho, sobre una tienda de ropas y un salón de peluquería, estaba el apartamento de Annika.
–Vives en un lugar céntrico y cerca de La Isla –comentó Juan, las manos en la cintura y los ojos puestos en la nada.
Annika hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta con el hombro. Avanzaron por un pasillo adoquinado y se metieron en el mismo ascensor donde ella, en cierta ocasión, apenas entrada la noche, se encontró con una navaja en el cuello y un hombre que decía: La vida o la cartera. Pero Annika, dispuesta a batirse con quien se le pusiera enfrente, lanzó tal alarido que ella misma se quedó asustada al escucharse. Sin embargo, su gritó bastó para que el asaltante saliera disparado rumbo a la calle.
En el tercer piso del edificio, salieron del ascensor y se acercaron a una puerta en cuyo buzón se leía: Annika Svensson.
–Aquí vivo...
Juan se quitó las gafas, los zapatos y el sombrero en el zaguán. Pasó al living, seguido por los pasos de Annika, quien, acercándose al pequeño bar del armario de IKEA y esbozando el preludio de una sonrisa, ofreció con voz suave:
–¿Vino, cerveza o whisky?
–Whisky –contestó él, hundiéndose en el sillón de cuero negro y sin dejar de observar las paredes forradas con estantes repletos de libros, discos, casetes, cuadros, fotografías y estatuillas de madera y pedernal.
Annika sirvió dos copas. Una se la pasó a Juan y la otra la dejó sobre la mesa de mármol.
–Vuelvo enseguida –se excusó.
Primero entró en el baño, dejó correr el agua del inodoro y se lavó su pilosa entrepierna en el bidé. Luego entró en el dormitorio y, al poco rato, volvió con el rostro cubierto de alegría y envuelta en un kimono que se le precipitaba por las vertiginosas curvas de su cuerpo.
–Eres tan bella que todo tu cuerpo es luminoso como una lámpara encendida –piropeó Juan, reacomodándose en el sillón y sorbiendo un trago de whisky.
Annika puso en el estéreo la salsa consciente de Rubén Blades. Se sentó al lado de Juan, cruzó las piernas, levantó la copa y escuchó a medias la historia de Pedro Navaja, mientras recordaba el suceso que le tocó vivir en La Isla. Juan le iba a decir algo, pero ella se levantó de golpe y cambió la salsa por la música de Silvio Rodríguez.
–Es mi trovador favorito –dijo, volviéndose a sentar–, porque hace la revolución cantando canciones de amor...
Cuando Juan escuchó América, te hablo de Ernesto, pensó que Annika, si no era militante de izquierdas, al menos era una mujer consciente, con el corazón puesto al lado de los desheredados y los pensamientos puestos al servicio de las corrientes libertarias.
Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan/ para que no las puedas convertir en cristal... Annika, seducida por la voz de su trovador favorito, afianzó la cabeza contra el hombro de Juan y enseñó el naciente de sus senos por entre la abertura del kimono, cuya transparencia dejaba vislumbrar el color de sus prendas interiores y el fulgor de su belleza.
Juan se volvió hacia ella, la atrapó con las manos y la besó con una pasión devoradora, desatando los deseos retenidos en las concavidades de ese cuerpo que se agitaba bajo el roce de las caricias. Así permanecieron por algún tiempo, mirándose a los ojos y buscándose con los labios. La música desfalleció en el estéreo y las llamas de la excitación se encendieron a flor de piel. Juan recorrió la mesa con el pie y se levantó del sillón. Alzó a Annika en los brazos y la llevó hasta el dormitorio, por cuya ventana, de persianas suspendidas y cortinas descorridas, penetraba la luz del sol, haciendo carambola en los objetos más cercanos. La tendió sobre la cama y, a poco de desatarle el ancho cinturón del kimono, le quitó la tanga a besos, mientras él se desabotonaba la camisa y se desabrochaba el pantalón.
Los cuerpos, desnudos y sedientos de amor, sucumbieron a las caricias de las manos y los labios, hasta que Annika, la cabellera esponjosa, la voz suave, la figura esbelta, la piel satinada y los senos hechos de miel y de nácar, separó los muslos y entregó su vellocino de oro al argonauta que la conquistó con la mirada oscura y la lanza ardiente como el fuego. Al final, ambos aflojaron la tensión de sus músculos en un orgasmo profundo y prolongado, y lanzaron gemidos redondos en la claridad del dormitorio, donde Juan, por primera vez, descubrió que la lucidez sexual de una mujer era capaz de torcer el curso de las ideas tradicionales de un macho.
Algo después, quedaron dormidos.
Al despertar al mediodía, con una resaca estallándole en la cabeza, Juan advirtió que Annika no estaba ya en la cama ni en el apartamento. Se vistió desganado y entró en la cocina, en cuya mesa encontró una nota que decía: Cuando te vayas, no olvides asegurar la puerta. Annika.
Juan ocupó el baño y se lavó la cara, mirándose en el espejo la cicatriz que le partía el pómulo. En el zaguán, donde quedó impregnado el perfume de Annika, se calzó los mocasines de cuero revuelto, se colocó las gafas oscuras y se puso el sombrero alón de medio lado. Aseguró la puerta a sus espaldas, tomó el ascensor hasta la planta baja, ganó la calle inundada de sol y se alejó por la acera tarareando el estribillo de Pedro Navaja: La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡Ay, Dios!...





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Nº 47 – Junio de 2011 – Año II


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