viernes, 1 de junio de 2018

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 77 – Junio de 2018 – Año IX
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral

Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a  zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

“Gold dust Flying Fish” 
(Pez volador polvo de oro)
Mónica Villarreal (2018)
 (Acrílico sobre papel, 12” x 9”)
Serie “Flying Fishes” (Peces voladores)
Sumario:
• Adán ECHEVERRÍA (México)
• Isabel FURINI (Argentina - Brasil)
• Daniel ABELENDA BONNET (Uruguay)
• Haidé DAIBAN (Argentina)
• Jimena ANTONIELLO LIGÜERA (Uruguay - España)
• Julián van QUEKELBERGE (Argentina-Gran Bretaña-España)
• Nechi DORADO (Argentina)
• Enrique JARAMILLO LEVI (Panamá)
• Luis Ángel MARÍN IBÁÑEZ (España)
• Niels HAV (Dinamarca)
• Humberto SILVA MORELLI (Chile)
• Elisabetta ERRANI EMALDI (Italia)



ADÁN ECHEVERRÍA

Mérida (Yucatán), México, 1975. Poeta y narrador. Premio Estatal de Literatura Infantil Elvia Rodríguez Cirerol (2011), Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía, Nacional de Poesía Tintanueva (2008), Nacional de Poesía Rosario Castellanos, (2007). Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, en Novela (2005-2006). Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical por la Universidad Nacional de Yucatán. Más de sus obras y trayectoria literaria en:
Realidades y Ficciones – Revista Literaria:
Suplemento de Realidades y Ficciones:



DESHECHA ILUSIÓN DE ARRABALEROS
Adán Echeverría ©

Por más intentos no me era posible orinar en el vaso de plástico que el oficial en turno me había entregado. La ira, como calambres erráticos, se reflejaba al apretar las manos. Un hilillo de sangre escurrió por los dedos del puño al clavarme las uñas. A la espalda, la voz del que me condujo al baño: “No te hagas pendejo, ¡orina!”; “Ven y ayúdame” dije girando hacia él, sacudiendo el pene y recuerdo el golpe rompiéndome la ceja. ¡Cómo querían que orine si no había tomado cervezas!
Habíamos pasado la noche planeando un negocio. La excitación crecía al descubrirnos más allá del tiempo extra viviendo a expensas de los padres y éramos capaces de gastar un poco más de lo común para cualquier hombrecito de arrabal de esta ciudad clavada en el sureste. El año que apenas inició pintaba bien. Teníamos trabajo.
A mis veintidós logré colocarme en una consultoría ambiental y pasaba la tarde platicando con José en su taller de cómputo: “Pregúntame qué hago”, después del teatro de la interrogación le respondía: “Nada...; ahora pregunta ¿cuánto cobré?” de nuevo la mímica superflua, en esta farsa de profesionista comprometido con la naturaleza y el cuidado del ambiente, y responder: “Tres mil quinientos”; “Alcanza pa’ que des tu tanda”.
Esperaba que los demás del grupo abandonaran las oficinas en las que permanecían desde el amanecer -apenas atisbando el sol creciente: Ángel de la imprenta donde se desempeñaba como diseñador gráfico por computadora; que Héctor, encerrado en la bóveda, diera tiempo a los de caja para cuadrar sus cuentas, y le permitieran salir del banco; que Carlos se librara de la última reunión en el despacho de su tío, rodeado de papeles, dictados, memorandums y clientes que buscan los mejores beneficios del divorcio; y que José terminara la reparación de la última compu del día, contento por los nimios conocimientos que tenían sus clientes en esta materia, idóneo para cobrar lo que fuera sin que pusieran objeción, según decía. Una vez juntos, celebrar el viernes, sin necesidad de pretexto, “una flor pintada de azul ¿no es un motivo?”, decía José al iniciarse la juerga que se prolongaba sábado y domingo hasta el medio día; descansar un rato, a misa por la noche con la novia del momento, después a cenar. No nos fastidiaba vernos y contar las mismas historias de siempre.
Yo era el mayor. El único con carrera concluida a pesar de haber crecido con ellos recorriendo callejones y privadas del fraccionamiento Pacabtún, en las inmediaciones de la colonia Fidel Velásquez. Tú tienes poco tiempo en la ciudad, por eso no conoces este barrio formado por casas ordenadas de forma paralela, separadas por una avenida que cruza a todo lo largo y remata al norte en el parque de béisbol y al sur con lo que aún se conoce como la Conasupo, ya convertida en estación de policía. Calles estrechas y apretadas. Hileras de viviendas minúsculas, fruto final del gobierno de los setenta años. Arrimadas unas junto a otras, con paredes delgadas, para escuchar a los vecinos deambular por habitaciones pequeñas. Manzanas de edificios atravesadas en la parte media por un andador. En las bocacalles se distinguen las de dos pisos mirando a la avenida, para camuflajear la pobreza de este complejo habitacional de excordeleros.
Fuimos juntos a la secundaria. Al terminarla, presenciamos como los compañeros de salón se agremiaban en banditas, reuniéndose en los parques o en los andadores a tirar placas (ya sabes, señas que los identifiquen como banda), planear el golpe, probar lo ilícito, echando apuestas para descubrir su hombría. Grupos tribales de jovenzuelos que con el tiempo tomaron fuerza, agitando, junto con navajas y alguna otra arma, el rencor de su violencia contenida. Desde siempre barrio bravo, peligroso para andarse por las noches.
Mientras la mayoría de los chavos de nuestra edad se decidía por una carrera delictiva, nosotros entramos a los grupos juveniles de la iglesia (esa otra forma de pasar el tiempo), que con la llegada del nuevo párroco, de visión renovadora, atiborraba el atrio de la parroquia con feligreses sumisos y sedientos de perdón (victimarias multitudes) siempre listos para presenciar sus conciertos eclesiásticos de música y pirotecnia, y depositar su limosna con el compromiso de liberar la culpa.
Crecimos en este ambiente. Sin embargo, la religión no permeó en nosotros y la tomábamos como un sitio ideal para la cacería de niñas tiernas ¿para que engañarnos? Nos entusiasmaba celebrar al párroco Carrillo sus filiaciones políticas. Brindaba esperanzas de revuelta intelectual, cultural, con cada sermón, donde injuriaba e intentaba desenmascarar a políticos y servidores públicos renombrados (rayando en la calumnia, pero ¿qué importancia?; vitoreábamos su atrevimiento).
Poco a poco esa esperanza se diluyó ante la incongruencia de las palabras pronunciadas y el poco compromiso que demostraba una vez que bajaba del altar. Dentro de estas situaciones de lo cotidiano nuestra relación de amigos creció y esas vivencias animaban nuestras borracheras.
Descubrimos ideales afines al recorrer clandestinos durante las salidas semanales a las barras libres de los antros del Paseo de Montejo. Probamos las posibilidades ilusorias de la marihuana y aprendimos como cortarnos la borrachera con una ligera grapa de coca. En esos constantes festejos, siempre surgía en la plática, bajo el tintineo de caguamas, el recuento de conocidos que habían pisado el bote, o de niñas, compañeras de escuela, embarazadas sin haber cumplido los veinte, y festejábamos nuestra suerte de sentirnos intocables. Éramos un grupo fortalecido por las experiencias.
En este barrio de obreros desertar de la escuela es común, (tienes razón, en muchos sitios del país se da lo mismo). Madurar temprano es obligatorio. Enfrentarse a la vida implica tener que trabajar desde chavo, ganarse los buenos “baros” para invitar a una “nena” al cine y que todavía alcance para el reven del fin de semana. Así sucedió para mis compas que, sin envidiar mis logros, se conformaban con su trabajo de empleados; yo los consolaba, o, mejor dicho, tal vez asumía la realidad de los profesionistas del país diciendo: “Al menos ustedes tienen seguro social, yo ni prestaciones ni aguinaldo”.
Durante aquellos años mi madre se empeñaba en hacer hasta lo imposible por seguir costeándome la escuela y no me podía dar el lujo de gastar dinero extra. Por lo que mi comportamiento era más bien semejante al de un parásito para mis amigos, quienes sí podían costearse la borrachera y que, por amistad, siempre me invitaban, hasta el momento en que dejé de tomar por completo, aquejado de colitis recurrente, que me ponía, en serio, mal, muy mal, con apenas probar alcohol, lo que ahora me permite ahorrar dinero.
Tal vez nadie pensó que la noche que nos detuvieron las cosas fueran a cambiar de forma radical. Esa noche en que todo se resolvió, nos sentíamos hombres diferentes a lo que el destino se hubiera empeñado en querer para nosotros. Se notaba la diferencia con las salidas de años atrás cuando nos conformábamos con tomar las chelas en casa de Héctor, de pie junto al muro de la terraza, mirando el ir y venir de la gente por la avenida, después de juntar los pocos pesos que podíamos sacar a nuestros padres, o de los empleuchos en que nos desenvolvíamos. Era distinto, teníamos la frente en alto, la vista hacia delante, siempre hacia adelante. Todos con buena paga podíamos brindar por la suerte en un restaurante de clasemedieros, y nos atrevíamos a planear la creación de un negocio propio. ¿Qué mejor que una sociedad entre cuates de toda la vida? Acordamos la cantidad que cada quien tendría que depositar en la cuenta de Carlos, electo, esa noche, tesorero.
Apuraron la última cerveza (yo, mi agridulce limonada) y pedimos la cuenta. Se hacía tarde. El fin de semana concluía, y sintiéndonos “jóvenes responsables tocados por la fortuna, prófugos del destino de los arrabales”, teníamos que descansar para iniciar la jornada el lunes.
Fue patético llegar a la Delegación. Rayaban las dos de la mañana. Al entrar, se abría una salita de espera. Del lado derecho se encontraba el escritorio del oficial en turno. Frente a él, a la izquierda, una banca larga de madera en la que permanecía, amodorrada, una mujer joven, vestida con bata clínica; no recuerdo su rostro pero la imagino fea. Dos hombres me sujetaban los brazos como si aún tuviera intenciones de escapar después de lo sucedido. Sin contener el enojo, exigí justicia ante la violación de mis derechos. No importó ni una de mis quejas. Pregunté por mi amigo pero nadie contestó. Hicieron que me quitara la camisa, y después que la mujer de bata clínica me revisó, se asentó en el acta que no presentaba marcas de maltrato. Deposité en el escritorio la cartera, contaron el dinero, me obligaron a desprenderme del cinturón, del reloj y los cordones de los zapatos (no me fuera a suicidar). Luego de redactar en una hoja las pertenencias y hacerme firmar, el que parecía jefe me devolvió la camisa, y me entregó el vaso de plástico para depositar la muestra.
Detuve el automóvil. El semáforo en luz roja. Las calles desiertas: “Cruza, a esta hora los semáforos son precaución”; cerciorándome que no había peligro, avancé. A escasos metros, del otro lado del camellón, una patrulla encendió sus luces. No avanzamos más de dos esquinas para escuchar la sirena anunciando que debía detenerme. Fue hasta que el oficial me solicitó los papeles cuando me percaté que no estaban en la guantera. Solo pude entregar la licencia de conducir.
Me pidieron que bajara del carro, y ante el discurso de las faltas que había cometido aclaré: “Son más de las doce... el semáforo es precaución..., venimos de cenar… los llevo a su casa... yo ni siquiera tomo”. En su hablar atropellado, el agente me hizo ver los problemas en que estábamos metidos; yo me resistía: “¡El intermitente evita que uno sea asaltado al detenerse mucho tiempo...!”, intenté explicar, llegar a un acuerdo. No tenía justificación, el semáforo marcaba rojo estático: “... son más de las doce... no venían carros...”. Se acercó su “pareja” con el reglamento vehicular en la mano y la mirada endurecida, como si se tratará de un atraco de suma importancia. Con voz ronca y demostrada prepotencia (y él sí tenía aliento alcohólico) dijo, al mismo tiempo que señalaba en el librito: “El artículo 27 es claro: ‘…los conductores tienen que hacer alto total’...”; enojado con su actitud espeté: “Permíteme.., el artículo que dices, no es el que estás mostrando, estás señalando el 123…”; y ocurrió: A mis espaldas crecía, como un gigante que despierta y se levanta entre las montañas de la más tímida prudencia, el aleteo de una voz “apocalíptica”: “¡Vergüenza debe sentir tu familia porque eres policía!, ¡Analfabeta!”, fue el grito; escupitajo de fuego lanzado por Ángel que presenciaba la escena sentado en el borde de la ventanilla del copiloto con esa sonrisa idiota en el rostro, jugándose una broma.
De personalidad introvertida, Ángel tenía que tomarse unas cervezas para comenzar a disparar chistes y expresar su visión de las cosas que le molestaban. Tal vez el hecho de ser el mayor de tres hermanas, de madre soltera, le hacían ser comedido en su actuar cotidiano, eso de dar el ejemplo y cosas así. Pero el alcohol hacía surgir en él lo disidente. Desde la secundaria había tenido estas actitudes para con la autoridad, pero nunca se trataba de meternos en problemas serios, más bien, cuando no lograba salirse con la suya, bastaba alguna reprimenda, una madriza acaso; como cuando llegó borracho de una barra libre y un grupo de chavos banda intentaron asaltarlo, ¿no, el idiota, se empezó a reír y gritarles ‘ora si se jodieron, no tengo ni un centavo, me gaste la lana en la disco’, no le quitaron hasta los zapatos, lo dejaron en cueros y además se lo madrearon?
Los otros tres compañeros intentaron callarlo. Fue tarde para detener el caos: El policía, ofendido, arrancó a Ángel de la ventanilla, lo tiró al suelo y le dio de patadas. Héctor ordenó a José que te llamara de inmediato: “Háblale a Escamilla que sepa lo que nos está pasando”, “No tengo crédito” fue la respuesta al cerrar el celular. Carlos corrió como el maricón que siempre ha sido. Logré arrebatar mi licencia, subir al auto y arrancar cargado de adrenalina mientras que cada uno de mis tripulantes abordaba como bien podía. Esquinas adelante varias patrullas cerraron el paso. Solo el conductor debía ser detenido, pero Ángel, no sé si por estúpido, o por amistad, siguió insultando hasta que lo cargaron. Los demás tuvieron que irse.
Compartí la celda con tres personas. Mi consuelo, pensaba, es que duermen y no tengo que soportar sus miradas. Eran un objeto más de la oscura escenografía. No logré cerrar los ojos. A esta hora los chavos habrían dado aviso a mi madre, y tenía la certeza de que también al padre Carrillo. Este pensamiento me mantenía alerta, contagiaba algún tipo de seguridad. En cualquier momento vendrían a sacarnos: cuando sepan que somos de su equipo de trabajo se arrepentirán de habernos detenido, no hicimos nada grave. El jefe de la policía no es bien visto por la gente, menos en sectores de clase baja donde el padre Carrillo tiene poder de convencimiento. ‘Ora sí se va a armar la revolución’. Nunca imaginé el proceder de la autoridad. A pesar de que sí, y en serio te lo digo, sí sentía miedo, el odio era mayor y quería venganza. Confiaba que los cuates, afuera, estaban buscando la forma de sacarnos. Estaba seguro que te habían ido a ver, y pronto la prensa estaría amotinada en la entrada. Despertarían a los muchachos del grupo juvenil que dirigíamos: ¿los detuvieron?..., sí... es terrible la represión de este gobierno para los jóvenes..., cómo se atreven..., son muchachos serios..., uno de ellos (yo, por supuesto) ni siquiera toma..., lo hacen porque son de Pacabtún. Imaginaba que en poco tiempo habría una manifestación exigiendo nuestra libertad. Tendría que tener un discurso listo. Los perdonaría, claro. A todos. Sin rencores. Eso hablaría bien de mí. El padre Carrillo estaría orgulloso... No se porque, pero pensé que por ser del equipo de trabajo del sacerdote, la policía tendría cierta consideración para con nosotros: ¿acaso no éramos figuras públicas, ejemplo para otros jóvenes?
La incomodidad de la celda me traía a la mente otro tipo de sentimientos. Es verdad que me sentí burlado, violentado en mis derechos, casi un prisionero político, más con el paso del tiempo y el silencio viscoso que atravesaba los oídos, interrumpido, apenas, por el sonido de alguien escribiendo a máquina, ese sentimiento se transformaba en angustia, dolor en el pecho: ¡Qué coño hago aquí!, ¿cómo es posible que esté viviendo esto? Yo, un profesionista, universitario. Es imposible que esté sucediendo, tengo que despertar de alguna forma, ¿dónde carajos estará Ángel? ¿a dónde lo llevaron? ¿qué va a pasar conmigo? Tal vez era peor que nos relacionaran como servidores de la parroquia del padre Carrillo. Lo hicieron. Y considerando los últimos sermones que se había gastado el padrecito contra la policía..., pues... ser coordinador del grupo juvenil tal vez no es lo mejor de mi currícula para zafarme de esta situación.
Dolía la cara, la ceja sobre todo. Hervían los músculos y sentí como si los ojos pudieran escupir injurias que no alcancé a pronunciar. La luna contemplaba el encierro filtrándose por la pequeña ventana y sus barrotes. Un tufo asqueroso inundaba el ambiente. No podía cerrar los párpados. La madrugada comenzaba a refrescar y me refugié en un rincón de la celda.
Trajeron a Ángel hasta mucho después, aunque el remolino de imágenes en la mente, y el hecho de haber dejado mi reloj junto con mis pertenencias me hacía imposible calcular el tiempo. No logré verle la cara pero pude escuchar como le gritaban, y cómo, con voz cortada, él accedía a todo lo que pedían. No era el mismo de horas atrás, definitivamente, lo habían doblado. Lo cruzaron frente a mi celda con la cabeza cubierta por su camisa machada de sangre, y pensé: ¿no me digan que no hubo maltrato físico? Me pegué lo más que pude a los barrotes del encierro, trataba de ver donde lo ponían, le grité para que me escuchara, pero un policía, con un cachazo de rifle sobre los barrotes, me hizo retroceder. No logré percibir la voz del amigo, solo murmullos de los guardias. Lo dejaron solo. Él se mantuvo en silencio mientras yo me desgañitaba exigiendo llamar por teléfono.
Leí la noticia casi dos días después que sucedió, ya como crónica, una vez que ya estaba acomodado en el cuarto que mi ex compañero de estudios me prestó mientras rehacía mi vida; fue tal el escándalo suscitado, que toda la ciudad habló alguna vez del suceso. Me sentía ofuscado por la situación que no tenía ganas de mirar ni hablar con nadie. Cuando la leí supe que tenía que entrevistarme contigo, porque, aunque como dices, tal vez no haya nada que hacer y nadie alcance a creer la historia, quiero ser yo el que se libere de este pensamiento. Purgarme del recuerdo, si así lo quieres tomar.
Me encontraba sentado en la parte trasera del carropatrulla cuando abordó uno de los uniformados, que apenas había aparecido, y diciendo que a la policía se le respeta, me golpeó en la cara con la mano abierta. Por reflejo me agarré de su placa, y jalándolo hacia mí, intenté ver su número, pero el dorado en la placa resplandecía tanto que los números giraban haciéndose borrosos, ilusorios, indescifrables, al grado que tuve que dejar caer los párpados y ocultar la vista. Exigí me dijera su nombre. No lo hizo y ante mi confusión logró zafarse y bajar del carro. Tomando sus lentes entre las manos, los rompió gritando que yo lo había atacado. Entraron al automóvil, más agentes; alcancé a meter los brazos para cubrirme. No tengo marcas de golpes ya que se fijaron de no utilizar los nudillos. Casi en la inconciencia, desparramado en el asiento trasero, alcancé a entender murmullos sobre el escarmiento que pensaban darnos. Hice un esfuerzo para oír mejor. Horas más tarde, en la celda, cuando al fin puse en orden mis recuerdos, en ese rincón apestoso a vómitos y orines, comprendí que dijeron algo como: “...son gente del curita de Pacabtún, ...los he visto de dirigentes en varios eventos..., el jefe va a quedar encantado..., y si no... pues... nos vamos a divertir ¿qué no...?”.
Al despabilarme por completo observé que nos dirigíamos a la Delegación. Me recosté junto a la ventanilla del vehículo a rumiar la furia. Quería ignorar la presencia de Ángel y sus arrebatos que nos tenían aquí. Le echaba la culpa y estaba encabronado hasta la médula con él. Debió presentirlo porque esquivaba mis ojos. Yo hacía esfuerzos por digerir el odio que crecía en el pecho al momento de llegar a un crucero en que el semáforo marcaba rojo. “Cruza, no viene nadie” indicó el copiloto, y me acerqué hacia la rejilla que nos separaba de los asientos delanteros: “Qué a toda madre, ¿ustedes si pueden volarse un alto?, ¡Qué a toda madre!”, “Este no es un carro de paletas, muchachito”. En el colmo de la ironía comencé a aplaudirles: “¡Bravo, bravo, Superman!, qué bueno que te tenemos en esta ciudad para que nos protejas”. El carro se detuvo, los oficiales descendieron, abrieron las puertas traseras, pistola en mano nos obligaron a bajar y tirarnos al suelo.
Sentí la heladez del cañón del arma sobre la sien izquierda, y la aspereza del pavimento en la mejilla derecha. Apreté los párpados y todo fue oscuro por un larguísimo momento. Escuché voces pequeñas sonando en la radio, el arribo de otros vehículos, gritos y más golpes. No pude ver a donde condujeron a Ángel, pero estoy seguro que lo escuché suplicar, llorar. Quise ayudarlo, levantarme del suelo, pero un pie oprimía la cabeza contra el piso y alguien tenía asentada una rodilla sobre mi espalda.
Dentro de los gritos que escuchaba se intercalaban risas y, sobre todo, gemidos: “No que son el azote de Pacabtún, no que son los más cabrones del barrio, más bien parecen muñequitas...”, eran algunas de las líneas que alcancé a atrapar en el remolino de voces y ruido. Hicieron que me levantara y al abordar, Ángel ya no estaba y yo no entendía la razón de tanta violencia.
Cuarenta y ocho horas bastaron para que el negocio que habíamos planeado se fuera por la borda. En ese tiempo, que pasamos encarcelados, Ángel y yo perdimos el empleo y sentí cómo nos enemistamos. El golpe para mi madre, con la cual aún vivía, fue demasiado. Tuvo que pagar la fianza de ambos porque la madre de Ángel no quiso ayudarlo, además de pagar al policía los lentes que quedó asentado en el acta yo había roto. Tan solo entré a la casa para ver mis cosas guardadas en cajas de cartón: “Cuando regrese del trabajo no quiero que sigas aquí y espero me devuelvas lo que pagué por sacarlos”, había dicho al irse.
Héctor, Carlos y José intentaron buscarme pero me las arreglé para no topar más con ellos. Me cambié a un fraccionamiento al otro lado de la ciudad, a casa de un ex compañero de la escuela.
A las cinco de la mañana por fin me permitieron hacer la llamada a que tenía derecho. Intenté varios números, excepto el de mi casa, nadie contestó. Al fin hablé a casa de Héctor, y para mi sorpresa contestó José. Dos del grupo habían sido arrestados, golpeados y la estaban pasando mal, y los otros tres seguían festejando la noche: “No hay nada que hacer, carnal. Hablamos con el tío de Carlos, y de ley tienen que pasar cuarenta y ocho horas encerrados. Y el padre Carrillo quiso darnos un sermón que, por supuesto, tuvimos que ignorar. En desagravio, decidimos brindar porque ahora solo nosotros tres quedamos limpios de pisar el bote. ¡¿Dime si no es motivo para festejar?!”
¿Cómo explicarte lo que sentí en ese momento? ¡Crecimos juntos, coño! Se suponía que debíamos cuidarnos unos a otros.
Al abandonar la cárcel traía los pasos de Ángel detrás de mí. Subí al carro de mi madre y desde ahí pude ver como él le agradeció y se despidió de ella. Me lanzó una mirada seca y sin decir palabra se alejó. “No quiso que lo llevemos”. “Que se joda” dije a mi madre cuando arrancó el vehículo.
Tal vez pueda imaginar lo que pasó por su mente. El aislamiento pudo más con él que conmigo. De alguna forma habrá pensado, como yo, en la traición de los amigos, el abandono de su familia, la negación del sacerdote. Pero más que nada, y porque creo que lo conocía bien, estoy seguro que no pudo perdonar la humillación que le hicieron los policías; no por la detención, sino porque sus hermanitas tuvieron la oportunidad de verlo derrotado. La venganza le caló muy fuerte. No me enteré por los cuates, ni los he vuelto a ver, aunque estoy seguro que quizá nos veamos en el entierro.
Es difícil pensar que no tuvo tiempo para planearlo y que lo hizo, al sucumbir y quedar preso de un arrebato, como si se tratara de juzgar las acciones de un loco, eso han intentado hacer creer. No lo acepto. Más bien, estoy seguro que durante el encierro se habrá dado valor. Al salir averiguó el nombre de los policías. ¿Quién iba a decir que los malditos estarían adscritos a la estación de Pacabtún y que vivían en la Fidel Velásquez? Son raza, como se dice en el argot, ¿cómo pudieron chingar a quienes han crecido en la misma barriada?
La faramalla del arresto se había publicado como una redada exitosa contra vándalos del fraccionamiento, e incluso, y eso lo supe hasta que tú me enseñaste la foto de Ángel publicada en Presidio, se pararon el cuello al atrapar (según ellos) a la escoria que azota el barrio. Su rostro ensangrentado daba lástima, alrededor de él, aparatos electrónicos, dizque robados, una pistola, algunas balas, y en el pie de foto, “...asaltantes que han sido protegidos diversas ocasiones por el padre Carrillo...” no quise leer más.
Esperó lo suficiente. Al salir del trabajo los habrá seguido a sus casas. Estudió sus rutinas. Te digo que era muy callado pero cuidadoso, con una dedicación y paciencia enormes, ¡era diseñador gráfico! Lo increíble me sigue pareciendo la sangre fría mostrada, la rapidez con que debió actuar. Terminar con una familia, salir, caminar hasta la casa del otro policía, con el tubo asesino en las manos, y no titubear hasta consumar su deseo. Lo detuvieron cerca de la carretera a Cancún y puso tanta resistencia, (parece que lesionó a uno o dos agentes con arma blanca) que lo tuvieron que matar. Al menos quiero pensar que se resistió y no que lo cazaron como a un maldito animal.
Miro el descenso del ataúd y escucho al padre Carrillo diciendo esa sarta de estupideces sobre la ley del Talión y los mensajes de Cristo de poner la otra mejilla (ni una palabra sobre lo acontecido, sin reproches sociales). ¿Cómo Ángel iba a poner la otra mejilla, luego que le arrebataron la tranquilidad de vida que había logrado formarse? Ni en su cadáver pude observar al amigo. Las costuras de la autopsia lo dejaron irreconocible. A lo lejos los otros tres del grupo. No dudo sobre el sentimiento recorriendo (arañando, desgarrando) sus recuerdos. Muy aparte contemplo el cortejo en desbandada, cada quien a enfrentar sus remordimientos.




ISABEL FURINI


Narradora, poeta y educadora argentina. Vive en Brasil desde 1980. Columnista del diario Paraná Imprensa y editora de la revista Carlos Zemek de Arte y Cultura. Publicó treinta y cinco libros en Brasil, entre ellos “Os Corvos de Van Gogh” y “,,, e outros silêncios”; participó de una antología en Buenos Aires. Publica poemas en el Almanaque Chuva de Versos, en la revista Mallarmargens, de Brasil, y en las revistas de Portugal: CEN, eisFluências y Fénix.
Miembro de la Academia de Letras del Brasil (PR) y de la Academia Poética Brasileña; Embajadora de la Palabra de la Fundación César Egido Serrano (España). Primer premio en el Concurso de Coninter, Portugal, 2015; en el Concurso de la Academia Campolarguense de Poesía (PR), 2013; en el Concurso de la Academia de Letras Itapemense (SC), 2010; en el Concurso Internacional Missões (RS), 2005, y en el Concurso Estadual de Poesía de São José dos Pinhais (PR), 2002; Segundo premio en el Concurso de la revista Catarsis, de España, 2009; Tercer premio UFF (Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro), 2011; entre otras distinciones.


EL LLANTO DE MANOLA
Isabel Furini ©

Irreflexivas
bellas jóvenes danzan en la fotografía
y despiertan sueños dormidos
(sueños de danza y de vino)
y el llanto de Manola

solamente quedaron las fotografías
como monólogo arcaico de su juventud.


LA NOCHE DE PEDRO PÁRAMO
Isabel Furini ©

Silencia el trueno amordazado en el árido desierto,
la noche macilenta
aprisionada por las violentas gárgolas del rencor, arquea.

Noche que alimenta sombras, matriz de espectros
que deambulan por la árida tierra de los muertos.
Noche disfrazada de efigie de proa
náufraga en angustiados alfabetos.

(El abismal relato de Juan Rulfo penetra en los oídos
y en el alma,
mientras falanges descarnadas excavan remembranzas.)

Nada se mueve en lontananza.
Nada se mueve en esa noche sin estrellas.
Noche de niños muertos
enterrados en cajones blancos con arabescos.

Noche deshabitada – sin esperanzas, muerta,
casi un contorno de casas en penumbra,
las puertas aúllan y agrietan lúgubres sombras.

Sucumbe, verticalmente, la noche e impulsa el viento
que arremete contra ese pueblo polvoriento y olvidado,
trancado entre paredes de espectros y de traumas.

Pedro Páramo acecha nuestros pasos
con sus ojos crueles nos transforma en monolitos de piedra
y quedamos como estatuas avasalladas, inertes,
en el árido desierto de Comala.


RAÍCES (LIENZO DE FRIDA KAHLO)
Isabel Furini ©
“Árbol de la esperanza, mantente firme.”
Frida Kahlo.
El viento zozobra entre sombras
y chicotea el pasado

torbellinos de sombras zozobran
en el plenilunio de las emociones

Crecen hojas
hojas
hojas
se multiplican
en el angustiado movimiento de las horas
(avanzan por el cuerpo
echan raíces
enlazan sueños
bloquean ilusiones)

las hojas transitan entre la euforia y la tristeza

como en un trapecio en movimiento
su cuerpo es sacudido por el viento de las emociones
lloran los sueños
y en la boca muda
revolotean elocuentes silencios

Frida tira una red en el mar de imágenes
(entre sueños
rosas y quetzales)
y eterniza efigies con la maestría azteca
heredada de sus ancestrales.



DANIEL ABELENDA BONNET

Poeta y narrador, nacido en 1962 en Salto, Uruguay, ha vivido desde 1970 en el Departamento de Colonia, donde se inició desde los quince años en el periodismo escrito, y fue corresponsal de medios de Montevideo.
Más de sus obras y trayectoria literaria en:
• Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 16:
• Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:



DIARIO DE VIAJE (Cleveland, 1989)
Daniel Abelenda Bonnet ©
Life is a one-way ticket
L. Hughes

Los trenes saliendo de Terminal Tower
Hieren la llanura blanca y helada
Del Midwest
Sentado en el andén intento
Una carta improbable a
Una dirección demasiado
Al Sur…
El tren toma velocidad
La ciudad va quedando atrás
Tras la ventanilla pasa
Todo mi pasado.
Pero yo sigo viajando:
Es mejor viajar con esperanza
Que llegar.


TOMORROW (a Luis A. Carro)
Daniel Abelenda Bonnet ©

Escribe ahora, amigo,
Escribe hoy mismo
Cada palabra tuya,
Cada palabra nuestra
Bien podría ser la última
Pues “mañana nunca llega”.


BRASILIA (a Roberto Bianchi)
Daniel Abelenda Bonnet ©

Tienes que partir
Hacia lo que no es
Para que sea
Tienes que soñar
Lo que no existe
Para que exista
Como gritar en el desierto
O levantar una ciudad
En medio de la nada.

(Lo imposible solo lleva un poco más de tiempo).


CÍRCULOS
Daniel Abelenda Bonnet ©
“…solo que ahora
el tiempo vuelve a nosotros
en un círculo
que comienza a cerrarse.”
Suerte, Charles Bukowski
Mienten relojes y almanaques:
el tiempo no discurre lineal:
La vida gira circular
Espirales invisibles
de pasos o palabras
que abrimos o cerramos
—acaso sin darnos cuenta.
Eso es todo, compañeros.
Y tendremos suerte
Si podemos sentirnos
Dolorosamente vivos.


MEGALÓPOLIS
Daniel Abelenda Bonnet ©

Enero derrite las torres
Que parecen de goma
Adentro la gente se muere
De desesperación y angustia
Por no saber rezar
Y frente a escaparates luminosos
Adora a un dios de neón
El cemento obtura las voces:
¿quién recordará tu nombre?
¿quién escuchará tu historia
en la multitud solitaria?


CAMBIO DE AIRE
Daniel Abelenda Bonnet ©

Este poema, botella al mar,
no podrá, lo sabemos,
alterar nuestras vidas:
dos cursos inciertos
navegando en un mar agitado.
Este poema, acaso,
solo pueda cambiar
el aire a tu alrededor,
darle sentido a tu sonrisa
—cuando cueste ya sonreír—
y el mundo empiece
a perder su magia.



HAIDÉ DAIBAN

Reside en Buenos Aires, Argentina. Farmacéutica, ex docente de la Facultad de Farmacia, UBA. Alumna de la escritora Syria Poletti con la que editó Cuentos desde el taller. Con Lucila Févola fue cofundadora de la revista literaria “Tamaño Oficio”, con la que colabora desde hace veinticinco años.
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CLÍO
Haidé Daiban ©

Clío caminaba erguida, sus ojos clavados en un punto del horizonte. Un mechón cano caía elegante sobre la frente surcada de finas arrugas.
Llevaba en la mano un primoroso paquetito de confitería, como si fuera un delicado cristal, casi suspendido.
Con paso marcial. Aunque algo cansino, siguió por la calle alamenada, llevando consigo también una serie de apellidos cargados de historia.
Cada tanto oteaba las casas de enfrente, sombrías, centenarias, quizá deshabitadas, por su aparente soledad. Todas ellas rodeadas de jardines umbríos, centenarios, que le hacían el marco adecuado. Esa vista tan conocida la llenaba de recuerdos y alegrías.
Aspiraba el aroma de las flores que la circundaban y tenía ante sí, otra vez, aquellos pincelazos de tiestos cargados de colores y aromas. Aquellos, de la vieja casona paterna.
Los jacarandás estaban en flor y como una sonámbula continuaba por la vía violeta, pisando impávida, las flores caídas, como si estuviera acostumbrada (y lo había estado), a pasar sobre las corolas que en otro tiempo habían echado a su paso los mejores pretendientes de la ciudad.
De pronto, su rostro cejijunto, desaprobaba alguna fachada atrevida que importunaba con sus “modernidades” al barrio.
Llegó a la Avenida y cruzó manteniendo siempre su mano erguida, que sostenía aún el paquetito. Pasó frente a la antigua iglesia, se persignó y observó el campanario. El reloj marcaba desde lo alto las cinco en punto, aceleró el paso. Era la hora del té.
Revió instintivamente, todas las tardes de su vida y comprobó por enésima vez que nunca faltó en su cuenta una sola tarde sin el reglamentario five o’clock tea. Como decía su madre inglesa debía sorberse en tazas de transparente porcelana, y con delicadeza y elegancia, sin levantar el meñique.
A Clío le parecía verlas brillar aún, sobre el mantel bordado, rodeado de cakes y puddings. Mamá cuidaba de aquellas piezas, con celo, y ella las admiraba tras la vitrina del comedor. Suspiró quedamente. Clío sabía que solo tomaría el té en ellas cuando su hermana Anastasia la invitara. ¡La heredera! Frunció la nariz con desdén cuidando que nadie notara el gesto.
Se detuvo de repente frente a una vidriera, observó los encajes y puntillas. Arrobada sonrió para sí. Mi vestido, pensó, ese sí que era de encaje de Bruselas, padre nunca olvidaba de traérmelos en cada uno de sus viajes.
Acomodó el paquetito y siguió, soberbia, calle abajo, trotando sin querer con el declive que imponía la vereda. Así solía hacer de chica cuando la acompañaba su nodriza-madre Francisca. ¡Si!, Francisca fue su sombra. Donde ella estuviera, Francisca la seguía. Aunque en la estancia de su padre, allá por Casares, más de una vez la engañó. Y sus buenas escapadas se hizo al pueblo.
Entre la gente aquella, mezclada en la feria, en la placita, ella era una más. Y se olvidaba de la rigidez de los muebles, de la frialdad de los mármoles que tenía el casco de “La Augusta”, como le decían todos.
Mientras recordaba, Clío caminaba con paso lento. Por fin, jadeando un poco, se detuvo frente a la casa. Estaba deteriorada y emergían mechones de color debajo del muro descascarado. Era de una sola planta, faltaba el jardín, que había sido tapiado burdamente, sin consideración. A su lado crecía un monoblock rígido, enhiesto. Era un dedo de cemento que apuntaba al cielo.
Clío estaba cansada de la caminata, sosteniendo con el dedo meñique el paquetito, sacó su llavero de plata y abrió la puerta de entrada. Cruzó el patio enmacetado, giró la llave que abría la puerta de su cuarto y entró.
Estaba oscuro, dentro y no se escuchaban ruidos en la casa. Aún no habría llegado la señora Martín con sus niñas, que volvían del colegio. Eran una compañía aunque tuviera que compartir la casa y el alquiler ayudaba un poco, la jubilación todavía no la habían aumentado como prometió el gobierno. Ya vendrían tiempos mejores, o quizá nunca suceda, no se sabe.
Se acomodó el cabello con las manos. Se lavó y tendió el pequeño mantel bordado por su abuela, colocó las dos masas recién compradas en el último platito de porcelana que le quedaba.
Sacó de la vitrina la taza de porcelana para el té y se dispuso a merendar.


EL SOCIÓLOGO DEL DESECHO
Haidé Daiban ©

El estudiante de sociología leía y leía todo lo que le caía en sus manos, la selección se hacía casi naturalmente. Él no iba a perder tiempo en poliqueterías, su materia era importante, tan trascendente como para o desviarse por capricho por otros andariveles.
Desde que conoció al doctor Soignet, no podía dejar de pensar en el problema de la civilización de consumo, y en una de sus consecuencias: la basura. Y allí se involucraba la ecología, el cuidado del ecosistema. La importancia de qué, cómo, cuándo y cuánto se desechaba en la ciudad.
Por lo tanto le tenía que acuciar la duda de: qué se comía, de qué manera, qué calidades.
Esto era no solo interesante sino también excéntrico de investigar.
Si bien había estudios y algunas estadísticas concienzudas al respecto, no del país, él seguiría con el examen de cada desecho que encontrara, porque estaba convencido que ello ayudaría al desarrollo de la sociedad, a la conciencia colectiva, para evitar desmanes, contaminaciones, desbordes en el uso cotidiano que podría implicar, por ejemplo, un estorbo en el momento de la recolección y un verdadero problema para su posterior destrucción o la presencia o no de plagas.
Tenía una idea clara de lo que significaba Reciclar y qué materiales y cómo hacerlo.
Deseaba además saber qué se comía con más asiduidad y por qué. Allí intervenía la economía: industrias, manufacturas, importaciones y exportaciones y demás temas que se alejaban de su mira.
Todo esto le daría, por supuesto, una proyección de la nutrición, la desnutrición, gastos en alimentos, gas, luz y cantidad de agua corriente usados.
En una palabra quería saber del derroche, de la ignorancia alimenticia de cada uno y de todos los individuos vivientes, si fuera posible. Aquí se seguía complicando pues entraban los nutricionistas, dietólogos y hasta sicólogos.
¿Obsesión? Sí, casi una obsesión.
Pensó en un proyecto de envergadura, serio y decidió comenzar por los barrios donde suponía que habría más desechos, los que correspondían a los de mayor nivel económico. Luego seguiría por los hoteles.
El estudiante de sociología se convirtió en recolector de basuras .Su experiencia creció y creció hasta tal punto que con solo oler, o palpar tras sus guantes ya sabía de calidades, peso y lo más extraño de quién o quiénes eran los desechadores.
Al fin, no le hizo falta conocer previamente barrios o residencias, la basura le hablaba por sus dueños, por los mismísimos consumidores. Entonces diseñó tablas que abarcaban épocas del año con sus aumentos o disminuciones de bultos de desperdicios.
Así, llegó a ser contratado por revistas especializadas y aun por revistas “del corazón”, para que todos se enteraran de los íntimos secretos de personajes o artistas conocidos. “Lo que comes eres”, ese fue el título de la nota.
Aquellos años, y me refiero a décadas pasadas, fueron las mejores para este estudiante. Una verdadera gloria de variedades, calidades y grandes cantidades de productos, que permitían hacer a nuestro sociólogo nuevas curvas, gráficos y barras explicativas con colores y algunos con alturas nunca imaginados. Las computarizó y logró intercambiar datos con otros estudiosos del país y del exterior.
Pero las sorpresas de la vida son tantas que el estudiante jamás creyó aquello de las vacas gordas y las flacas. ¡Qué tenía que ver la Biblia con su realidad!
A medida que pasaban los meses y los años, digamos, algunos años más, los paquetes, los bultos, desaparecían de las esquinas, los contenedores estaban hasta la mitad y había que descolgarse para llegar hasta los restos. Las grandes abultadas, hermosas y opíparas bolsas que ocupaban las puertas de los consorcios, se fueron reduciendo en número y tamaño.
Es por esto que nuestro estudiante de sociología especializado en Residuos se convirtió en un paria que buscaba pasadas glorias. Llegaron a insultarlo pensando que era un marginal tratando de ensuciar veredas y calles de Buenos Aires.
Igualmente su trabajo continuaba y la proeza de hallar tesoros como una lata de caviar, o de pulpo gallego, o una botella de champaña o buen vino se esfumaron.
Lo que nadie había notado era que el estudiante había cambiado sus hábitos por ejemplo: las comidas casera con las que se alimentaba de jovencito, de cocción rápida, fueron coincidiendo con aquellas que se correspondían con los residuos de ricos y famosos. Pasó así de las milanesas con puré al lomo al funghi, de la cerveza al buen Malbec, de la pastafrola y las masas secas a los profieroles y la “patisserie” francesa. Estudió cocina latinoamericana y europea y se entusiasmó con recetarios que confeccionó con el fin de terminar con desechos mínimos. ¡Todo una hazaña!
Y ahora, justo ahora, que su gusto se había refinado y se sentía importante en las cenas, hablando de especialidades y menúes exóticos y aun de orígenes variados de alimentos, ahora en que la cocina “distinta” se había instalado en su casa, comprueba, que debe dudar de todo, y lo más difícil, que quizá deba volver a renovarse o cambiar.
¿Cambiar?, se dijo, eso jamás y empezó por rechazar platos que no lo conformaban, a elegir y preferir, a separar y evitar. No quería bajar ni un solo escalón de su pedestal. Esta actitud se prolongó demasiado y tuvo resultados negativos
Su insatisfacción y su cuerpo ya magro, declaró una anorexia, que si bien no era grave, lo condujo como era de suponer a un hospital. Allí lo obligaron a comer sin elegir a comer lo apropiado para paliar su debilidad.
La primera transfusión de sangre que le hicieron, correspondía a un donante de clase media baja, de esos que comen huevos fritos, también papas fritas y panchos callejeros. Sin buscarlo nuestro estudiante se vio involucrado aunque en forma indirecta, con el menú de su primera juventud y la nostalgia de aquellos olores, de aquellos sabores, irrumpió en su vida.
Fue una contaminación transfundida. Tan fuerte le penetró, que en su salida del hospital lo primero que hizo fue dirigirse a la cantina más cercana y como Proust volver al camino de sus ancestros. La reconciliación fue instantánea.
Entró en el local y mientras pelaba unos maníes que se exponían por tonelada en barriles, ordenó una pizza con fainá, la acompañó de cerveza sin elegir siquiera la marca, y como postre se deleitó con un flan casero con dulce de leche y chantilly. Luego nada de té de rosas o de arándanos, siguió con un simple café.
Al día siguiente telefoneó a la casa de su madre y le rogó que cocinara aquél minestrone que solía cocinar los domingos y agregó, tímidamente: Mamá, y si tenés tiempo, los fideos con tuco y estofado, por favor. Gracias…
Créase o no todos sus estudios continuaron y tuvieron el éxito que merecía esa vocación indeclinable, la que le llevó tantos años de investigación y hallazgos.


LIBROS-LIBROS
Haidé Daiban ©

Juan Carlos compró estanterías. Estantes y más estantes para armar la anhelada biblioteca.
Mientras tanto los libros se hallaban apilados en el suelo. Un día era apoyar la enciclopedia que ya no cabía en el costado del placard, otro era sumarle las novelas que había comprado en librerías de viejo, esas de la Avenida de Mayo o de Corrientes. La pila fue acompañada de otra más alta, con libros de la Facultad. Sí, eran libros en uso que durante el período de clases se acumularon como al descuido y él no sabía cuándo ni cómo atesoró allí, en el rincón junto a la columna.
En el lapso entre exámenes, la columna se mimetizó con otra pila adyacente a la primera y vecina a las otras. Esa zona de la habitación era intransitable.
Pensó que algunas valijas en desuso podían resguardar los libros menos frecuentados y comenzó la segunda fase, separar en la valija de lona, los libros de bolsillo, esas novelitas de los años juveniles. En una segunda de cuerina, destartalada ya por el uso, ubicó los de arte y decoración y dejó el bolso grande, más maleable para los de filosofía y religión.
Ese orden desordenado, le dio a su cuarto de estudios un aspecto de compraventa y el olor a papel, polvo y tiempo, hicieron lo demás.
Pero ahora, después de varios años de saltar sobre las pilas de libracos, de abrir y cerrar valijas y de acomodar debajo del escritorio volúmenes que ni él sabía de qué se trataba, se decidió a la compra.
Era una compra de emergencia pues el espacio se le cerraba Y muy pronto no podría entrar ni salir del lugar. Sin embargo le costó la decisión puesto que ese era su refugio y cada cuerpo superpuesto, polvoriento, de tapas coloreadas y hojas herméticas a la espera de sus ojos, Eso, era su vida.
En el primer fin de semana, armó la biblioteca y se dispuso a ordenar. Para ello tuvo que separar primos de entenados e hijos varios. Doloroso trabajo técnico, frío, pero también necesario.
Parecía que muchos de aquellos tomos se resistían o se quedaban adheridos a sus compañeros de años, o se deslizaban de las pilas, como escondiéndose…
No, es evidente, se decía, que no quieren cambios. ¡Pedazo de idiotas! No entienden de comodidades. ¡Qué embromar!
Los fue ordenando, clasificando y hojeando, como quien pregunta al amigo reencontrado: ¿Qué tal, viejo? ¡Vos por aquí!
Y al fin se dejaron acariciar hasta los más reacios.
En una semana estuvo todo en orden, dos paredes y media llenas, atestadas de años, gustos marcados por su adolescencia y su adultez.
Y el cuarto fue entonces un gran vacío sostenido por paredes sólidas, tapizadas, que le brindaban un poco de calidez. Calor de hogar, decía Juan Carlos cuando recorría los estantes.
El ventanal del cuarto se cerró para no herir a sus amigos con el polvo y la luz, con el mundo de afuera.
Esta nueva estética le ayudó a encontrar a cada uno de sus queridos libros, a descubrir marcas y subrayados que perdieron su verdadera significación, pero allí estaban. Recuperó flores secas, anotaciones y boletos capicúa, entre páginas amarillas.
Y terminó adaptándose al cuarto, a la biblioteca, que de noche era el gran fantasma que lo espera agazapado contra las paredes. Se adaptó a su rincón de lectura, con la lámpara de la abuela, la rescatada del altillo, iluminando su sillón bergere, el de los brazos cálidos y los hombros protectores.
Tantas eran las horas de lectura, las manos sosteniendo libros, su vista solo en sus tesoros, su aislamiento progresivo, que creyó compenetrarse en esos cuerpos tan mudos y tan dicharacheros a la vez.
Sus manos se fueron blanqueando a la sombra de su cuarto, ajenas como él, al mundo exterior, al sol, al apretón de manos.
Todo él era blanco papiráceo. Sin embargo sus dedos mantenían agilidad en la ejercitación del hojeado. Por momentos perdía la sensación de corporeidad, de tiempo o espacio y le empezó a gustar la compañía del libro entre sus brazos mientras dormitaba. A veces leía apoyado contra la pared, rígido e insensible a todo.
Los libros de su propiedad tuvieron dos categorías, no de buenos o malos, ni de amarillentos o apolillados, nuevos unos y desvencijados otros y así se percató, que por momentos algo sucedía pues tenía preferencias por las texturas y los colores de las tapas, por los olores a tiempo, a tinta fresca, como si el contenido fuera relegando su primacía.
Ese era el panorama: estaba él, Juan Carlos, las paredes atestadas, su lámpara que lo unía a su pasado, a un recuerdo vago de abuelas y pastelitos, a cuentos, a hogar y a patios. Estaba también su sillón y el gran ventanal, ahora cerrado.
Una tarde, quizá de otoño, suponen muchos, la nostalgia lo invadió mientras leía vaya a saber qué y en un inconsciente ataque de vida, abrió el ventanal. La calle estaba quieta, vacía. Nadie se alertó con su presencia ni con el ruido chirriante de las bisagras enmohecidas.
El viento comenzó a agitarse inquieto y en un alarde de otoño, se arremolinó frente a él y en cada giro, Juan Carlos sintió que se despedazaba, volaba, desencuadernándose sin escrúpulos y llenando el aire de finas hojas de papel, que revoloteando se alejaron por las calles de Buenos Aires.



JIMENA ANTONIELLO LIGÜERA

Nació en Montevideo, Uruguay, en 1978. Es guionista de cine y televisión, narradora y poeta. Se encuentra radicada en Madrid desde el año 2003, pasando algunos meses del año en Los Ángeles, Estados Unidos. Estudió Letras en la Facultad de Humanidades de Montevideo y en la Universidad Complutense de Madrid, donde posteriormente se doctoró en Estudios Avanzados en Cristianismo Antiguo; también estudió Periodismo, Comunicación y Marketing, y realizó una especialización (maestría) para guión en la Escuela de Imagen y Sonido CES de Madrid.
Más sus obras y trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:



ANTOJOS
Jimena Antoniello Ligüera ©

De tiempo en tiempo,
cuando la soledad se cuela
en mi mochila
tengo ese antojo
añejo,
repetido,
de verte sorber el café
en una tarde de martes.
¡Doce años es tanto tiempo!
Vos estarás más o menos igual:
con otra arruga al hombro
y una familia que crece. Yo
debo estar más alta,
más madura,
más comprometida,
más previsora. Pero me
acuerdo y tengo ganas
de ese ciclo
que hemos incumplido vos y yo.
Se me antoja repetirte
que te agradezco los años,
la intimidad
y el proyecto de volver
por el último café
a Montevideo.


FEDRA
Jimena Antoniello Ligüera ©

Me rindo.
Rindo mi cuerpo, ni nombre,
mi concavidad y mis brazos.
Me declaro necia y sedienta
de una única noche
contigo.
Y me da igual la desidia, el deber
o los hijos. ¿No ves que no puedo
pensarte de otro modo
que no concierna quererte con
esa locura
adolescente que visitaste en mí
hace ya mil años?
Y cada día se me olvida
confesarte que te quiero, o te quise;
ya no sé.
Pero me rindo: ante tu juego, tu mano,
tu deseo. Mi capricho. Si lo quieres.
Si me quieres.
Y no entiendo por qué te empeñas
en negarme la única verdad
que guardaría mi cordura.
Me rindo: vencerás las cien veces
que decidas condenarme.
Se inclina ante ti mi obsesión, mi
amor, la ternura que puedo ofrecer
a tus caricias profanas. Una única vez.
La última, si lo quieres.
Si me quieres.


DESLIZ
Jimena Antoniello Ligüera ©

¿Desatino?
Ofrecerte
sin receta,
la concavidad de mi sexo
y las desgarradoras
ganas
de impregnar mis átomos,
con el sudor de tu cuerpo.
Me conformo con un instante
fugaz
de tu intromisión
feroz, balanceante y con estruendo
hasta que arranques
la obsesión
con que te pido a gritos.
Pervierte mis jadeos,
mientras juegas con mi alma.


EXPLÍCITO
Jimena Antoniello Ligüera ©

Quiero entrar en tu juego
necesito la fricción
la arrogancia de tu mano
la sutileza de tu
susurro
deslizándose en mi piel…
La fuerza de tu sexo
desenterrando
mis deseos
de un modo inaudito, estridente
y voraz.
Tu propuesta,
tu forma,
el aroma irreverente
de tus actos
ha generado adicción
en las partículas
de mi existencia.
Acabarás conmigo,
arrancarás la luz
que aún me queda,
las fuerzas y el aliento.
Me absorbes a
mordiscos,
tendiéndome
una trampa mortal
entre tu cuerpo
y mi ficción
envenenada.



JULIÁN VAN QUEKELBERGE

Novelista, cuentista y poeta. Licenciado por el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda (Argentina). Ha realizado diversos cursos de arte, cine, video, iluminación y fotografía. Ha hecho exposiciones de arte fotográfico e ilustrado con dicho arte diversas publicaciones. Asistente de dirección de cine publicitario, entre otras actividades. Domina tres idiomas: inglés, español, portugués y tiene conocimientos de Italiano.
Más sobre sus obras y trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 70: http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2016/09/suplementode-realidades-y-ficciones-n.html



LA TARÁNTULA
Julián van Quekelberger ©

La tarántula
Teje
La gran tela
Rosada
Los caminos
Del cepo
La estrella
Y la luna

Atrás
Observa la niña.
Su madre
Enhebra la aguja
Cose sus labios
Tapa los oídos
Con nido de pájaros

Puedo ver
A través
De las máscaras
Y la tela de araña
De dulce veneno

En los ojos de niña
El  confuso  reflejo
Un atardecer de fuego
El clítoris quemándose
La tela de araña
Cubriendo su vida
Cubriendo las jaulas.


SODOMA Y GOMORRA
Julián van Quekelberger ©

Camino por Sodoma y Gomorra. Me produce atracción y rechazo. Se huele aliento a alcohol, a acetona, a porros y perfumes dulzones. Hay pases de sobrecitos y billetes. Se escuchan risas que esconden el llanto, la oscuridad de ciertos encuentros. 
En la barra del pub, un borracho tira un bollo. El camarero le da el vuelto, un puñado de tapas de cerveza. El borracho no se entera y las guarda. “Engaña tú antes de que te engañen” es el lema del camarero.
Nadie cree en nada. La gente ahora tiene un falso dios: el dinero y la abundancia.
De los pequeños taburetes rebalsan los obesos culos de las turistas. Engullen salchichas, fetas de panceta, patatas fritas salteadas con huevos, alubias, panes untados con mantequilla.
En la puerta del puticlub, una inglesa felina de mediana edad —flor a punto de marchitarse— observa los zapatos de los hombres, las ropas, los relojes y por último sus caras, calculando con precisión cuánto tendrán en sus cuentas bancarias. Qué pena —pienso—, aunque ella dirá lo mismo de mí. Hace años que tengo esa náusea que produce caer sin paracaídas, atravesar las nubes, los años. Todo está ocurriendo y a la vez se repite, ya sabes, la desunión y la discordia, la subcultura de la resaca, la escisión y la divergencia, esa relatividad de la ética, un chaquetón elástico que a cualquiera le sirve. Ni siquiera eso. Ni siquiera cero. Ni siquiera nada. Ni siquiera derecha, arriba, izquierda. 
Entro a trabajar. Cierro los candados. La noche es larga. Te pagan, te domestican, te quedas en la jaula. Por una semana me acompaña el recepcionista. Hablamos del otro lado de la historia y la moneda. Estudió filología británica. Fue artista plástico comercial y como el marchante lo engañaba, desistió. En el mundillo nocturno, todos han tenido tiempos mejores, o eso dicen.
Nos sorprende un joven dado vuelta. Desnudo, trepa por la valla del hotel. Su compañero salta y grita festejando la ocurrencia.
—¿Tienes dinero, quién eres tú? —pregunta torciendo la cara y mirándome con ojos vidriosos.
—No, I have no money.  I am “The whatch man”.
—Fucking perdedor —gruñe mirando hacia arriba. Se tambalea e intenta fijar sus ojos en mis ojos. Vuelve a insistir, ahora con un tono más suave y andrógino mientras hace gestos obscenos como si me follara. 
Estoy en el ojo del huracán de la tragedia. Es la cúspide de la decadencia, la plenitud del derrumbe.
Mi compañero me comenta que volverá a pintar, aunque sea para joder o incordiar. Yo lo animo. Le pido que golpee lo más fuerte que pueda, que pelee a muerte, porque es la única forma de vivir. Pinta la hermosa decadencia, el bello cataclismo, la espuma en la cresta del tsunami, los culos enormes como catedrales, los vómitos congelados en el aire, los corazones de neón prendiendo y apagándose como un latido artificial, cubierto por las cenizas del volcán. Pinta la atmósfera momificada que nos cubre, esta máquina automática del tiempo. Monstruosa. Imparable.
Un grupo de guiris se apalean. A uno le rajan a navajazos las tripas y a otro el cuello. La música de los pub suena a tope, el karaoke, las sirenas. Los gritos no se oyen. La ciudad ausente está de fiesta y en llamas. Una mujer alta lleva esposado de su brazo a un enano, altivo, moderno, de camiseta rosada ajustada y collares.
—Ella se paga el bufón de la corte y se divierte —me comenta el portero del puticlub—. El enano trabaja de eso. Ese es su trabajo, hacer de enano. Lo contratan para reírse con él o de él. No sé muy bien. Él tampoco lo sabe.
—Qué falta de respeto —protesto, haciéndome el moralista pero soy tan hipócrita y sorete como ellos. Estos estímulos despiertan mi monstruo. ¿Se la follará? —me pregunto.
El del puticlub ve la chispa de maldad en mis ojos y dice:
—A veces el enano liga y mucho. Se ha follado a más de una. Y cuando está eufórico realiza streepteses sobre la barra y exhibe su enorme socotroco. Todos aplauden. Todos felices. En el circo, en el zoológico de la humanidad, no hemos avanzado tanto desde la Edad Media. El progreso social es solo una puta ilusión.
—Humillante y grotesco —agrego—. Una falta de respeto, que el enano consciente.
—Por dinero baila el mono. El enano no tiene muchas oportunidades de comprar su libertad o su “dignidad”. Eso no existe en el mundo enanil. Vivimos otros tiempos, espabila. Es otra época, mucho más acelerada, vertiginosa, perversa, con cócteles Molotov de pastillas, desenfreno, luces de colores, olores a comidas multiculturales, sobreabundancia, el vacío del abismo.
—¡Vengan a ver a la hermosa enana! ¡Adolescente! ¡Virgen! ¡Putísima! —grita el portero.
La enana observa de reojo al enano sujeto con cadenas a la esbelta turista. Corre de forma patizamba, dando apurados saltos que apenas tocan el suelo.  La enana levanta la copa de champagne y, de forma fugaz, él la saluda, mientras ella aguarda a los clientes, se maquilla, se pinta los labios, y escribe con el rouge rojo sobre la pared blanca: “Labios que no encuentran otros labios”. “Ojos que no ven ventanas en los ojos, la isla, el cofre del tesoro, un paraíso en el infierno”.
Yo los libero de tabúes, de culpas y pecados, del sexo y el dolor.
Testimonio de un cuerpo. Cuchilladas en el alma.
Acuno a mis marineros sin barco ni océano.
Pagan.
Penetran mi envase procaz
de diabla, de diosa, de niña.
Me trituran.
Exprimen el néctar de las flores. Encienden mi piel de billetes.
“Se llevan un cielo de nubes
 y humo”.



NECHI DORADO

Nació en Buenos Aires, Argentina, un 30 de enero. Periodista —prensa alternativa—, narradora y poeta. Escribe cuentos, relatos y esboza poemas que son difundidos por varias revistas literarias virtuales y escritas.
Colaboradora en las ediciones literarias de Argenpress Cultural, Arena y Cal, Revista Literarte (declarada de Interés Nacional por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación), Gaceta Virtual, Revista Narrativas, Calameo - Biblioteca de las Grandes Naciones, Realidades y Ficciones, Isla Bahía, Avatares Centro de Narrativa y Poesía, Del Tuyú Noticias, y otras.
Autora del libro de cuentos y relatos Destapando el silencio (2010, edición agotada) y Con sustancia dxs (2016, ilustraciones Beatriz Palmieri), ambos de Ediciones Amaru.
Participó también en Antología Surgente (Sur Editores), Poetizando, Revista Literaria Alternativa Epigrama de Venezuela, Al sur del sur, Miradas al Sur, La Iguana y otros espacios.
Primera Mención en el 6º Certamen Internacional de Poesía Ediciones Literarte con el poema A mi niña Paloma. Miembro de REMES. Miembro de la Sociedad Argentina de Escritores - SADE.
Militante política de Derechos Humanos en búsqueda permanente de la justicia social, en un mundo donde los valores van muriendo por asesinato.
Más sobre esta escritora en Suplemento de Realidades y Ficciones:



ZORZALES PEREGRINOS
Nechi Dorado ©

“Venas” de la artista plástica
argentina Beatriz Palmieri.
Perdió su propio rastro y empezó a buscarlo en un claro de luna. En el rayo de un sol malhumorado. En el capricho del viento, en madrugada. Enraizada en arcanos ancestrales empujaba cada hilo conductor de su propia maraña heredada.
Odió ese fuego que sentía extra mundano, casi hierático ardiendo como caldero circulando por sus venas a las que imaginó flacas, pálidas, como si fueran una vara de plástico envolviendo los secretos de un pequeño grimorio [1], su propia vida, su esencia. Era como si las venas mantuvieran atada su debilidad inadvertida por todos, resguardándola en un cofre de silencios.
Pensó en esa especie de potrada ya crecida, que la impulsó a desafiar los peores temporales, tratando de sobrevivir como una pajarilla revolcada en un nido de estiércol. Rememoró su pasado fantasmagórico bailoteando entre las horas de su hoy desgastado. Sonrió a medias al recordar la admiración que provocaba a todo aquel que la conociera:
—Es tan fuerte, decían
—Soy tan débil, sabía.
Así transcurría lo que conocía como vida, ella misma fue creadora de una imagen distorsionada sin darse cuenta, creyéndose arquitecta de su propio desgarro inadvertido, aceptando cargar culpas no propias, tragando agravios en un mundo donde las injurias son como una constante naturalizada. Aunque perturben.
En el ocaso de su vida ya deshecha antes de tiempo, antes de ahora, no fue suficiente el canto de los zorzales peregrinos para espantar de su alma tantas ausencias. Así siguió caminando quién sabe hasta cuándo.

[1] grimorio: tipo de libro de conocimiento mágico europeo, generalmente datado desde mediados de la Baja Edad Media hasta el siglo XVIII, y son muy pocos los que se datan en fechas anteriores al siglo XIII.


EL HOMBRE QUE CREYÓ SER
Nechi Dorado ©

“Hombrecito gris”
de Beatriz Palmieri.
Caminaba el hombre por las calles adoquinadas del viejo poblado con la lentitud que el peso de los años exigía a los pasos. Cada mañana, cuando el sol se acomodaba sobre el cielo y las aves saludaban con trinos de colores el despertar imprescindible para que la vida transcurriera solemne, rutinaria, creía ser la reencarnación de algún personaje de esos que bailotean, marcando presencia, por las hojas amarillentas del libro que acumula retazos de la historia del mundo.
Así fue que un día dijo haber sido Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo para hacerse una corona. Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le temiera y tampoco tuvo hijos para poder deglutir.
Entonces, dejó a un costado de su casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje, a la mañana siguiente.
Amaneció otro día creyendo haber sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No tenía caballo y por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le faltó coraje, le sobró cobardía y entonces dijo:
—Mejor cambio, me dedico a otra cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se murieron los códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado extraño.
Fue cuando se le ocurrió que mejor era ser santo y al no encontrar a nadie que se hincara a su paso; o que se asustara con sus órdenes que sonaban tragicómicas y al carecer de un espíritu gregario capaz de aglutinar voluntades, de buenas a primeras cambió el rol asumido por unas horas y se borró del santoral donde creyó estar ubicado. Fue bajando despacito hacia la entraña de una tierra partida donde volvía a ser el hombre gris que fuera hasta ese día de su revelación final.
Una vez allí, acosado por una realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó ser distintos entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.
No pudo ser Napoleón, como pensara. Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le faltó un 18 de Brumario, lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara la historia. Cambió de rumbo, buscó por otro lado.
Se imaginó siendo Apolo pero volvió a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco Cíclope, pues le sobraba un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía barca y por más intentos que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan solo una cabeza.
Tampoco pudo ser filósofo como creyó que podría ser, porque no le interesó el principio fundamental del universo y además le estaban sobrando mitos y no tuvo forma de acceder a la escuela de Mileto. No la encontró en la guía.
Quiso ser Anaxímenes, pero le faltó aire. El poco que había estaba contaminado.
Se sintió Heráclito, pero estaba incompleto y le falló el juego de los opuestos que no supo iniciar.
Trató de ser Pitágoras, pero le faltaron números y cuando quiso ser Parménides se le mezclaron todos los seres creando un caos infernal en su pobre cabecita alucinante. Entonces, inició un viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería más fácil encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser Franco, por un rato, pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría falta un Guernica. Además, si bien era un hombre gris con su cerebro medio volado, mantenía pedacitos de alma enamorada. No podía así nomás, por propia voluntad, dejar su esencia herrumbrándose en el margen de su vida.
Pensó que bien podría ser un Jesús contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a los enfermos. Redimir a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque ellas también tienen alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar los demonios que habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que quería sino parte de otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si todo eso fuera poco impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una imagen de Jesús ubicada muy lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que había nacido. Y vio manchones de sangre, sintió ruidos que parecían partirle los tímpanos. Huyó de ahí, había alrededor demasiado espanto. Demasiado odio. Demasiado escarnio. ¡Ya no quería ser judío!
La realidad, sacudiéndolo por sus hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser Jesús de ningún modo. No había cerca leprosos, no encontró la Decápolis así como tampoco pudo encontrar a un “demonio mudo” en este mundo donde los demonios se reúnen en ágapes festivos. Y hablan en todos los idiomas, dan órdenes y se reparten los pedazos de tierra y riquezas que generan los pobres.
Se convenció a duras penas que ser Jesús no era para él, que además no soportaba los genocidios y allá por donde el Cristo anduviera, eran moneda corriente.
Todo esto lo descolocó mucho más y ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que lo reemplazara. Apostaba a la elección por descarte.
Quiso ser Hitler y le faltaron judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le seguía sobrando amor y eso resultaba excluyente.
Cuando trató de ser pintor notó con tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra quedaría incompleta. Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta deshilada que creyó era un pincel de trazo desparejo incapaz de filetear bordes.
Una mañana, cansado de tantas frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue invadido por una terrible sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y tuvo miedo de ahogarse en esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado en las puntas de las estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en un cielo amorfo, oscurecido.
El hombre gris, con el pelo alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso sentirse rey pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser rey, pensó, primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no se rompen así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no hay rey si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de cordura y mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.
—¡Ya se quién soy! Exclamó una mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y puedo volar, acariciaré el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca, seré grande, intocable. Seré un hombre sin sueños abortados.
Subió a la parte más alta del techo de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas y comenzó a agitarlos.
El hombre gris cayó al vacío de su propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su proeza estampado contra el piso adoquinado del viejo poblado.
En el mismo lugar donde naufragaran sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más descarnada, el hombre se despidió de la vida sin haber llegado a saber quién fue realmente.


EL LOCO
Nechi Dorado ©

“Loco”
de Beatriz Palmieri.
“Un sol timorato entregado ante el avance de espesos nubarrones espectrales, atrincheró sus rayos desparejos. Avanzaba con la serenidad del que no sabe hacia dónde va realmente. Era como un ente desmemoriado girando en un mundo de amnésicos e indolentes. Desde el centro del nimbo podía sentirse un rugido desesperado que al chocar contra la luz derrumbaba todo lo que encontraba. Boooommmm-boooooommmmm-fiiiiiiuuuuuuuuuuushhhhhhhhh-crashhhhhhhh… Y después vendría el silencio mojado. Siempre fue igual”
Así describía el hombre, de paso trasnochado y lengua entreverada, la inminencia de una tormenta cada vez que se aproximaba sobre la ciudad imaginaria que aparecía sombría en su mente enferma, aunque bien podría haber sido alguna vez la suya.
En el barrio lo llamaban “El loco”; sin embargo, nunca supe si de verdad lo era. Lo único que puedo asegurar es que ese hombre de edad indefinida, pero viejo, empujado a saltar el umbral que separa la cordura de la enajenación, fue sobreviviente de una guerra programada por otros hombres en un sitio que quedó tatuado en su alma para siempre.
No sé si habrá sido en Iraq, en Colombia, en Siria, o en Somalia. No sé si habrá sido en Libia, en el Golfo, o en Afganistán. Quizás fuera en Palestina ¿Cuál sería la diferencia si el denominador común es el odio irracional que se descarga generando la aniquilación del ser?
Solo pude notar que sobre su alma deshilachada dejó raíces el dolor extremo dando frutos de obscenidad indescriptible.
Su sol timorato lo acompañó atrincherando sus rayos desparejos hasta el último instante de su desgraciada vida.
Lejos de allí, bajo astros luminosos, otros hombres, in pace leones, in proelio cervi [1], a los que nunca a nadie se le ocurrió llamarlos locos, ultiman detalles para desatar nuevas contienda abriendo paso a espesos nubarrones espectrales que habrán de convocar nuevas enajenaciones programadas.

[1] En tiempo de paz son leones, pero en la guerra son ciervos (Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-230), teólogo cristiano.



ENRIQUE JARAMILLO LEVI

(Colón, Panamá, 11/12/1944). Narrador, poeta y ensayista. Licenciado en Filosofía y Letras, docente universitario. Muchos de sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías nacionales e hispanoamericanas. Su trayectoria y títulos de sus obras pueden consultarse en la página de Wikipedia citada al pie. También fue galardonado con varios premios literarios. Fundador, director y editor de la revista literaria “La Maga”.
Más de sus obras y trayectoria literaria en:
Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 22:
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 71:



EL OTRO FRÍO
Enrique Jaramillo Levi ©

Llegó un momento en que ya no quiso permanecer por más tiempo de pié en el balcón contemplando el vacío avasallante del horizonte y se metió a la casa cerrando tras de sí la puerta. Hacía demasiado frío allá afuera, y además nada había que ver. Pero él sabe muy bien que lo que más le congela el alma es ese otro frío atroz, la huida sin retorno de ella, esa que desde días atrás le nubla la razón, le avanza milimétricamente por la sangre empezando a paralizarlo. Y entonces, en un instante, sabe también que ya no quiere luchar más. Dejándose caer en la vieja poltrona oscura de la sala, cuando cierra los ojos siente atravesar los cristales de las ventanas ese blanco blanco blanquísimo de la nieve externa, la extrema nieve hostil que, tomándose su tiempo, primero repta y ya después se precipita sin piedad como un imparable torrente sobre la frágil estructura de su ser silenciándolo para siempre.


EN EL RÍO DE UN SUEÑO
Enrique Jaramillo Levi ©

Había un río, yo me bañaba en él, cosa que nunca hago. Estaba desnudo. Un pez empezó a circunvalarme las piernas. Se me iba acercando, eso me excitó. De repente su boca me chupaba el pene. Me dejé sorber. Lo atrapé después por la cabeza y lo saqué del agua. Tenía, diminuta, tu cabeza; pero seguía siendo pez. Después encontré a dos hijos nuestros jugando en la orilla, y tú los cuidabas. Al final los amamantaste, uno en cada teta. Al terminar, los pusiste en el agua y se fueron nadando para no volver. Y yo miraba, triste. Me desperté llorando. Pero también eso era parte del sueño. Y cuando realmente estuve lúcido a la mañana siguiente, supe que los niños eran reales, nuestros, y se habían ido para siempre. Como nuestro amor de antes. Pero al mismo tiempo entendí que el amor de ahora era el verdadero. Lo supe porque estabas en la cama, a mi lado y, muy sonreída, me mirabas. Ahora con cara de pez y cuerpo de mujer divina.


LECCIÓN
Enrique Jaramillo Levi ©

Tras armar en retrospectiva, pieza a pieza, con la paciencia fría de un monje trapense, el complejo rompecabezas de su larga vida, el próspero empresario logró finalmente comprenderla en su conjunto, se arrepintió de buena parte de la frivolidad de lo vivido, y puso manos a la obra. Fue desarmando luego como mejor pudo lo experimentado, pero eso tampoco lo hizo feliz, porque comprendió que en realidad no se puede desandar impunemente lo andado. Por lo que vivió entonces sin pausa memorable, a la mayor velocidad posible, un ensamble impecable -sociales, eróticas, religiosas, filantrópicas, de viajes- de profundas vivencias sin fin. Esto, sin darse cuenta, condujo finalmente a su muerte súbita. Y es que la tensión in crescendo, como si en ello se le fuera la vida, no importa con qué fines o pretextos, no es nunca buena consejera, y a menudo el corazón más recio o más noble, como en este caso, lo resiente.


LA MALA COSTUMBRE
Enrique Jaramillo Levi ©

Jacobo tenía la mala costumbre de robarse todo lo que podía, tranquilamente, como si fuera lo más natural del mundo. De hecho, para él lo era, desde niño. Y nadie, ni sus maestros, ni el cura del pueblo, ni siquiera su padre, pudieron jamás quitarle ese hábito. Porque incluso a este le robaba: dinero, ropa, alguna joya heredada de los abuelos. El padre lo sabía y se avergonzaba, pero nunca quiso castigar, golpear ni siquiera amenazar al hijo, mucho menos acusarlo con la policía para que lo pusieran preso cuando alcanzó la mayoría de edad.
Por supuesto, trató de hablarle al hijo muchas veces, de hacerlo entrar en razón. Pero cuando se cree tener otra razón más poderosa que la ajena, más cautivadora, y esta se vuelve obsesión, no hay nada más que hacer. Y Jacobo estaba convencido de que robar era en realidad uno de los derechos humanos que habría que establecer. Pero sobre todo saber robar: debía tenerse en ello un refinamiento inobjetable, hacer del hurto un auténtico arte. Para lo cual día a día se perfeccionaba con esmero y perseverancia.
Lo curioso es que Jacobo quiso, en esa materia, ser del todo autodidacta. Rehusó siempre tener profesores, imitar a nadie. Creía a pies juntillas que su propio ingenio y destreza le bastaban. Así es que poco a poco fundó su propia escuela, se ejercitó al máximo poniendo en juego todas sus habilidades; y esa escuela, a medida que Jacobo se perfeccionaba, se tornó academia.
Algo había de magia en su forma de no dejar huellas, de hacer invisible cualquier trazo, cualquier residuo, de no hacerse notar en lo que hacía. Y nada más cuando se sintió del todo preparado, se dispuso a consagrar abiertamente su oficio.
Así, una mañana, a plena luz del día, realizó la hazaña de su vida: dio un espectacular golpe de gracia. De cuerpo entero, se robó a sí mismo; y fue tan rápido y eficaz que, aunque parezca mentira, él mismo no se dio cuenta de nada.
Su padre, ya viejo y achacoso el pobre, lleva años buscándolo.



LUÍS ÁNGEL MARÍN IBÁÑEZ

Nacido en Zaragoza, en 1952, reside en La Palma desde 1987. Licenciado en Filosofía y Letras. Poeta muy original, al fundir la razón, el delirio y el ensueño en el poema, haciendo del instante y la imagen su epicentro, en un soñar y no soñar a la vez… en una lucha entre el Ser y el No Ser. Ha sido ganador, entre otros, del Premio “Platero” de la Organización de Naciones Unidas; Premio Instituto Cultural Latinoamericano, de Argentina; Premio La Porte des Poétes de Paris; Premio Centro de Escritores Nacionales, de Argentina; Lating Heritage Foundation, de Estados Unidos; Certamen de poesía en castellano Tamariu; Premio Certamen Internacional de Poesía Lincoln-Martí, de Miami (Estados Unidos); finalista en el Premio de la ciudad de Segovia y Villa de Madrid. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, rumano, portugués y chino. Integrante en varias antologías poéticas de la lengua española, tiene trece poemarios publicados.


CANTATA DE LA BLANCA SOLEDAD
Luis Ángel Marín Ibáñez ©

La Soledad no es invisible
su silencio busca el pañuelo
de la lámpara apagada,
y el blanco sextante
que reduce los desiertos.

Cuando el Ser no se pertenece
la sombra del desierto
puede ser una caricia.

Retirarse a Sí mismo
semeja volver al refugio
donde nunca habitamos.

Al volar entre los mares
el corazón se siente deslumbrado,
arde el destino
y tiembla la fragua arrodillada.

La Vida es la ola recurrente
de la Ausencia
un himno ojival
y la ofrenda simulada en el Poema.

Demasiadas veces
al otro lado del comienzo
o al final,
la luz y la oscuridad
no nos reconocen.


BALADA DEL PLOMO Y LAS HERIDAS
Luis Ángel Marín Ibáñez ©

Hoy las penumbras no quieren rezar
y extienden el fuego entre los ojos
el último poema
imaginarte descalza por la Ausencia

La luna se ha convertido
en un soliloquio que me cerca

Habito en el páramo
donde los besos han olvidado cantar

Solo el crepúsculo me presta
angostos retablos
que devuelven a las horas sus colores

Cambiar el santo y seña
ha sido partir el corazón
en tres mitades

Tu nombre tiene forma de campanario.


ELEGÍA DEL HOMBRE DESHABITADO
Luis Ángel Marín Ibáñez ©

Rescatada la palabra
gota a gota la belleza vuelve
a pronunciar su nombre.

El crucifijo es tan regio
que no necesita de invenciones.

Y las fechas de la libertad
forman un arcoíris sobre la lámpara.

Al dejar la hiedra tirada
sobre el beso
el amuleto de las sombras
vuelve a esperar al alma a su salida.

La plata siempre rodea
la cintura del mar
como un blasón sobre el delirio.

Y el éxtasis semeja un padrenuestro
que alarga las alcobas
deshojando la carne
socavada el los sextantes.

Pero demasiadas veces la desnudez
tiene el latido de una estactita
donde el hombre deshabitado
es el epicentro del segundo nacimiento.



NIELS HAV

(Gudum, Dinamarca, 7/11/1949). Reside en Copenhague. Existe una interesante colección de poemas, We Are Here, publicada por la editorial Book Thug, de Toronto. Su poesía y sus relatos de ficción han sido publicados en varias revistas y antologías, y traducidos al inglés, árabe, español, italiano, turco, alemán y chino. Viajero en plenitud y amplitud, ha recorrido Europa, Asia y América del Norte y Sudamérica.
Más sobre sus obras y trayectoria literaria en Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 10:



MUSULMANES Y MÚSICOS [1]
Niels Hav ©

Los musulmanes son personas que creen
en la religión del Islam
algunos de ellos son músicos,
y algunos de ellos son estadounidenses.

Pero no todos los músicos
son musulmanes,
y no todos los estadounidenses
son músicos.

Sí,
—esto es complicado—
las personas son diferentes.


CON CHARLIE CHAPLIN EN YULIN [1]
Niels Hav ©

Se ha dicho que la Gran Muralla China
puede ser vista desde la luna
—costoso y complicado verificarlo—
pero se puede dar por sentado
que la luna se ve desde la Gran Muralla.

Cuando Charlie Chaplin conoció a Genghis Khan un día en Yulin
se detuvieron en la gran muralla o en la torre vigía Zen Bei Tai
para escrutar la luna e intercambiar principios:
“La mayor felicidad está en el triunfo sobre los enemigos, arrasarlos,
tomar sus esposas e hijas”, dijo Genghis Khan.
“Lo siento, no intento ser emperador”, repuso Chaplin,
“ese no es mi asunto, intento vivir para la felicidad de otros”.

A diferencia de la luna que es una metáfora para el amor y el anhelo,
la Gran Muralla es una débil metáfora para la construcción de imperios,
todos los imperios declinan al final.
Ahora Genghis Khan es un asado mongol y
Charlie Chaplin está muerto. Dios con buen sentido del humor
creó este mundo, mucha de nuestra gloriosa historia
es una gran broma. Vamos, no olvidemos cómo reír.


CONFIDENCIAS [2]
Niels Hav ©

El invierno es tan brutal,
por eso, es en todo momento preferible
a los atardeceres histéricos del verano,
de los que nadie puede resguardarse.

Igual que las mujeres que en la víspera del sábado siempre prefieren
al tío asqueroso, marcado de por vida,
en lugar del chico encantador que puso oreja
a sus confesiones lastimeras.

Yo las entiendo muy bien: solo las madres
y los estúpidos pueden manejar estas mucosidades.
Como cualquier persona normal, odia
los domingos de verano; especialmente el atardecer.


LAS HORMIGAS MONSTRUOSAS [3]
Niels Hav ©

Tengo la impresión de que nosotras las
pequeñas hormigas monstruosas estamos solas
en este místico planeta.

El universo está integrado por cien billones de galaxias: nuestra galaxia no es más que espuma de mar en el cosmos. Si existen civilizaciones sensibles en solo una millonésima parte de esos planetas, estamos muy lejos de estar solos. Pero, ¿qué está pasando en la Tierra en este momento?
Hace poco fui a una manifestación en Copenhague en contra del Estado Islámico (ISIS). Llovía, como siempre en Dinamarca cuando sucede algo importante, pero hubo una buena cantidad de participantes de todos modos. Sin banderas ni proclamas, caminamos sobriamente a través de la ciudad, bajo los paraguas, mientras caía la lluvia; caminamos en solidaridad con las víctimas de esos ignorantes fanáticos. Mientras avanzábamos, hablé con un par de mujeres danesas de origen turco. “Estamos en contra de lo que está pasando”, dijeron. “Decapitar es contrario al Islam; es un invento francés”. Es cierto: durante la Revolución francesa, la guillotina se empleó con aplicación. Las ejecuciones se convirtieron en un entretenimiento público, dominaba la histeria y la revolución se hundió en sangre.
Pero, ¿cómo entender lo que le está pasando por la cabeza a la gente del Estado Islámico? ¿Se trata de musulmanes ortodoxos que, de alguna manera, malinterpretaron los principios fundamentales del Islam? El siglo XX fue un infierno de guerras y conflictos: en Europa, se intentó reemplazar la religión con ideología, primero con el comunismo y luego con el fascismo. Hoy, en el siglo XXI, islamistas fanáticos están tratando de reinstaurar la religión como sistema político, imponiendo una confrontación con el modernismo y el imperialismo estadounidense.
No puede sino fracasar. Nosotros los seres humanos usamos la religión como un pilar en el que apoyarnos en un mundo desconcertante. Sin embargo, la convicción religiosa es una cuestión privada, no pública. La esencia de todas las religiones y culturas es la misma: poetas, filósofos, profetas y gurús buscan iluminarnos, mostrarnos el camino hacia la buena vida, en armonía con el espíritu que rige el universo.
Cortar cabezas no fue un invento francés; es un ritual humano antiguo y macabro que se practicó en muchas partes del mundo. En las ciénagas danesas se descubrieron cuerpos que habían estado allí durante miles de años. El pantano los preservó intactos, y algunos tenían cortada la cabeza o una soga alrededor del cuello. Este hallazgo de cuerpos en las ciénagas inspiró a Seamus Heaney, el poeta irlandés ganador del premio Nóbel, y le proporcionó material para algunos de sus poemas más intensos, con títulos como “El hombre de Tollund” y “El hombre de Grauballe”. Heaney traza un paralelo entre esas ejecuciones rituales prehistóricas y la lucha política en Irlanda durante la segunda mitad del siglo XX. También en la Irlanda moderna la gente era arrastrada en la mitad de la noche y sufría torturas seguidas de una ejecución brutal, antes de que sus cuerpos fueran arrojados al pantano.
El conflicto violento entre católicos y protestantes en Irlanda duró casi medio siglo, y hoy es historia, y se están recuperando los cuerpos de las personas ejecutadas. Los asesinatos están siendo investigados. Este año, Gerry Adams, presidente del Sinn Fein, un partido político líder en Irlanda del Norte, fue arrestado para ser interrogado en relación con el secuestro y asesinato de una mujer en 1972, y permaneció detenido durante cuatro días. Adams fue liberado sin cargos, pero se está compilando un expediente. El proceso de la justicia está en marcha, y aquellos que sean hallados culpables deberán rendir cuentas.
Los verdugos del Estado Islámico trabajan mucho: decapitan gente y posan en Internet con las cabezas de sus víctimas. Es macabro, pero vale la pena notar que, en sus actuales esfuerzos, estos yihadistas no se quedan satisfechos con decapitar a los vivos. También tienen tiempo para atacar las estatuas de poetas y filósofos muertos hace mucho tiempo. Se trata de una extraña clase de respeto, pero, al menos, muestra que estos vándalos atribuyen una importancia crucial a la palabra escrita.
Durante el conflicto en Siria, un grupo yihadista decapitó estatuas del poeta y filósofo Abul ‘Ala al-Ma’arri (973–1058). Su obra puede llevar las emociones al límite incluso hoy, casi mil años después de su muerte. Seguramente porque este poeta ponía en duda toda forma de religión pública, al-Ma’arri sigue siendo ampliamente citado por los ateos árabes modernos. Su escepticismo religioso se expresa en un poema que sostiene lo siguiente:
La humanidad sigue a dos sectas mundiales:
Una, inteligentes sin religión,
la otra, religiosos sin intelecto”.
No es de extrañar que esto molestara tanto a los islamistas rabiosos, que consideraron necesario decapitar las estatuas de este poeta, que estaba tan adelantado a su época. En su famosa obra en prosa conocida como La epístola del perdón (Resalat Al-Ghufran), Abul’ Ala al-Ma’arri visita el paraíso y se encuentra con poetas árabes del periodo pagano, lo cual contradice la doctrina musulmana, que sostiene que solo aquellos que creen en Dios encontrarán la salvación. Debido a este aspecto de la obra de al-Ma’arri, esta ha sido comparada con La divina comedia de Dante, que apareció cientos de años después.
Tal como sucede hoy en Irlanda, los verdugos del Estado Islámico serán juzgados tarde o temprano. Déspotas e imperios desaparecerán; los asesinos despiadados y los sistemas políticos violentos solo duran un tiempo, y luego el régimen se derrumba desde dentro, como si, en su estructura más profunda, la realidad estuviera regida por la razón. Quizás, después de todo, Dios esté metido en el asunto.
Cada mañana, cuando nos levantamos, tenemos que decidir por nosotros mismos si queremos ser parte del problema o parte de la solución: una hormiga monstruosa o un ser humano. La tierra, el sol, la luna, los planetas, las estrellas son espuma de mar en el cosmos. Las galaxias se alejan unas de otras a velocidad vertiginosa. Ustedes y yo somos parte de esa aceleración: la chispa de la vida también late en nosotros. En nuestro pequeño cerebro, con su delgada cáscara, hay oportunidades maravillosas. Estar vivo es un milagro.


Las dos sectas universales
al-Ma’arri ©

Todos yerran: musulmanes, judíos,
cristianos y zoroastrianos:

La humanidad sigue a dos sectas mundiales:
Una, inteligentes sin religión,
la otra, religiosos sin intelecto.


El engaño de los ritos sagrados
al-Ma’arri ©

¡Tontos, despierten! Los ritos sagrados para vosotros
no son sino un engaño concebido hace tiempo por hombres
que codiciaban riquezas y obtuvieron lo codiciado
y murieron en la bajeza… y su ley es polvo.

[1] Traducción de Julián Hernández Cajamarca.
[2] Traducción de Sergio Bad.
[3] Traducción del inglés al español de Judith Filc.



HUMBERTO SILVA MORELLI

Odontólogo, profesor y poeta. Nació en 1927 en Chile. Vive en Santiago. Fue docente en la Facultad de Odontología y después en la de Medicina. Dictó clases hasta 1982. Colaborador y columnista en Anajnu. Como poeta ha sido distinguido por la Unesco, al ser incorporado a la lista de poetas reconocidos por dicha entidad.


DENTRO DE CADA CORAZÓN
Humberto Silva Morelli ©

Dentro de cada corazón
late la belleza del vivir…
para sentir
la creación
mil veces repetida…
mil veces renacida

Corazón
creación
ilusión…
forman la vida amada
enamorada…
que viene amarrada
con una flor.

Y así fluye la ilusión
como un río embravecido…
que se deslumbra
en los brazos de Cupido…
con sueños de amor.


SIN SABER
Humberto Silva Morelli ©

Sin saber
no existe el querer.

Sin sapiencia
no existe la ciencia.

Un país sin amor
es un país de dolor…
que no tiene sabiduría…
que no tiene corazón.

Es un país cuya agonía…
ignora a la razón…
porque tiene rabia y rencor…
carente de amor.

Al educar
se logra cambiar
el rencor
por el amor.

Al educar
se logra amar
y ser amado…

Se logra amar
como ama un corazón enamorado.



ELISABETTA ERRANI EMALDI

(Alfonsine, Ravena, Italia, 1952). Escritora, guionista y pintora. Ha estudiado en París y Londres. Ha viajado muchos años por todo el mundo como asistente de director de cruceros, gerente de tienda, intérprete, guía turística e inspectora. En 1992 la prensa de su país ha prestado mucha atención a la novela Los artesanos del amor. En 1998 ilustró dos libros del escritor Peter Seddio.
Obtuvo ocho premios importantes, entre otros el internacional “Los Protagonistas de 1998” por su poemario Yo, ¿quien soy? Los candidatos de este último premio (solo veinte), fueron seleccionados entre un centenar de escritores de gran nivel. Ha recibido otros cuatro premios internacionales por sus novelas y sus respectivos guiones.
Sus obras han sido leídas y comentadas en varios programas de radio y televisión de diversos países. Se la ha entrevistado por sus obras en diversas oportunidades. Dibujos y poesías de su autoría han sido publicados en varias antologías y revistas en Italia, España, México, Perú, Argentina, Canadá y Estados Unidos, entre otros.


EL MILAGRO DE LA CREATIVIDAD
Elisabetta Errani Emaldi ©

Genialidad, chispa del amor Altísimo
que contagia el inconsciente del hombre, que vibra
de buenas intenciones hacia la creación.

Ingenio, flor de loto resplandeciente que danzas
suavemente sobre el corazón de los poetas,
narradores, músicos y de todo
aquellos espíritus en conexión con la Luz.

El milagro de la creatividad
se desarrolla en las mentes libres,
libres del miedo y las barreras,
las que han abierto las puertas de cristal
a la evolución de sus almas.


LA MULTIDIMENSIONALIDAD DE LA AMISTAD
Elisabetta Errani Emaldi ©

Las verdadera amistad florece del corazón,
de quien reconoce el alma antigua,
del eterno compañero de luz, con la que
ha vagado por los océanos de la
multidimensionalidad y de la vida.

La amistad es la sonrisa del alma
que recuerda el espíritu, compañero,
eterno, el de siempre.

El amigo es amor cuántico e infinito
de quien reconoce el Divino del
uno en todos, del todo en uno.


EL ALMA EN PENA DE CHARLES BAUDELAIRE
Elisabetta Errani Emaldi ©

Tu vida fue como la de un ángel caído,
secuestrado por la oscuridad,
atraído por la espiritualidad,
evasivo a través de las nieblas de los páramos,
aparecías entre los prados verdes,
iluminados por el sol de la mañana.

Aunque los sentimientos que te inspiraron fueron
puros, románticos, solías expresarlo en una
nueva forma, a través de unos símbolos que reflejaron
las sensaciones del mundo inconsciente.

Desesperado poeta,
en tanto aspirabas a la liberación
del alma, te dejaste atraer por el deteriorado mundo
metropolitano y moderno,
encantado y seducido por los Edenes ilusorios,
perseguido por la maldición
y el vicio, caíste al abismo.

Alma en pena, abriste el camino a la simbología
y al experimentalismo.

Fuiste el poeta de la ciudad frenética, pervertida,
la de los vicios, la de las miserias de los hombres,
pero también en busca inquieta de lo ideal,
una forma de escapar de la vida monótona y repetitiva.




SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 77 – Junio de 2018 – Año IX
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral
Exp. 5347864 del 20/10/2017, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.




Propietario y Director: Héctor Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 75:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/12/ 




Colaboradores

Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 72:




Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17:
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2014/06/



El listado completo de colaboraciones al Suplemento de REALIDADES Y FICCIONES se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite AUTORES.

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 @RyF_Supl_Letras

Las opiniones vertidas en los artículos de esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.


"Realidades y Ficciones"
Mónica Villarreal (2014)
acrílico y óleo sobre
papel-lienzo, 30 cm x 30 cm


     

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