SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 77 – Junio de 2018 – Año IX
ISSN 2250-5385 –
Edición trimestral
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido,
ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número
trimestral).
“Gold dust Flying Fish”
(Pez volador polvo de oro)
Mónica Villarreal (2018)
(Acrílico sobre papel, 12” x 9”)
Serie “Flying Fishes” (Peces voladores) |
Sumario:
• Adán
ECHEVERRÍA (México)
• Isabel FURINI (Argentina - Brasil)
• Daniel
ABELENDA BONNET (Uruguay)
• Haidé DAIBAN (Argentina)
• Jimena
ANTONIELLO LIGÜERA (Uruguay - España)
• Julián van
QUEKELBERGE (Argentina-Gran Bretaña-España)
• Nechi DORADO (Argentina)
• Enrique JARAMILLO LEVI (Panamá)
• Luis Ángel
MARÍN IBÁÑEZ (España)
• Niels HAV
(Dinamarca)
• Humberto
SILVA MORELLI (Chile)
• Elisabetta ERRANI EMALDI (Italia)
ADÁN ECHEVERRÍA
Mérida (Yucatán), México, 1975.
Poeta y narrador. Premio Estatal de Literatura Infantil Elvia Rodríguez Cirerol
(2011), Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía,
Nacional de Poesía Tintanueva (2008), Nacional de Poesía Rosario Castellanos,
(2007). Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, en Novela (2005-2006). Biólogo
con Maestría en Producción Animal Tropical por la Universidad Nacional
de Yucatán. Más de sus obras y trayectoria literaria en:
Realidades y Ficciones – Revista
Literaria:
Suplemento de Realidades y
Ficciones:
DESHECHA
ILUSIÓN DE ARRABALEROS
Adán Echeverría ©
Por más intentos no me era posible
orinar en el vaso de plástico que el oficial en turno me había entregado. La
ira, como calambres erráticos, se reflejaba al apretar las manos. Un hilillo de
sangre escurrió por los dedos del puño al clavarme las uñas. A la espalda, la
voz del que me condujo al baño: “No te hagas pendejo, ¡orina!”; “Ven y ayúdame”
dije girando hacia él, sacudiendo el pene y recuerdo el golpe rompiéndome la
ceja. ¡Cómo querían que orine si no había tomado cervezas!
Habíamos pasado la noche planeando
un negocio. La excitación crecía al descubrirnos más allá del tiempo extra
viviendo a expensas de los padres y éramos capaces de gastar un poco más de lo
común para cualquier hombrecito de arrabal de esta ciudad clavada en el
sureste. El año que apenas inició pintaba bien. Teníamos trabajo.
A mis veintidós logré colocarme en
una consultoría ambiental y pasaba la tarde platicando con José en su taller de
cómputo: “Pregúntame qué hago”, después del teatro de la interrogación le
respondía: “Nada...; ahora pregunta ¿cuánto cobré?” de nuevo la mímica
superflua, en esta farsa de profesionista comprometido con la naturaleza y el
cuidado del ambiente, y responder: “Tres mil quinientos”; “Alcanza pa’ que des
tu tanda”.
Esperaba que los demás del grupo
abandonaran las oficinas en las que permanecían desde el amanecer -apenas
atisbando el sol creciente: Ángel de la imprenta donde se desempeñaba como
diseñador gráfico por computadora; que Héctor, encerrado en la bóveda, diera
tiempo a los de caja para cuadrar sus cuentas, y le permitieran salir del
banco; que Carlos se librara de la última reunión en el despacho de su tío,
rodeado de papeles, dictados, memorandums y clientes que buscan los mejores
beneficios del divorcio; y que José terminara la reparación de la última compu
del día, contento por los nimios conocimientos que tenían sus clientes en esta
materia, idóneo para cobrar lo que fuera sin que pusieran objeción, según
decía. Una vez juntos, celebrar el viernes, sin necesidad de pretexto, “una
flor pintada de azul ¿no es un motivo?”, decía José al iniciarse la juerga que
se prolongaba sábado y domingo hasta el medio día; descansar un rato, a misa
por la noche con la novia del momento, después a cenar. No nos fastidiaba
vernos y contar las mismas historias de siempre.
Yo era el mayor. El único con
carrera concluida a pesar de haber crecido con ellos recorriendo callejones y
privadas del fraccionamiento Pacabtún, en las inmediaciones de la colonia Fidel
Velásquez. Tú tienes poco tiempo en la ciudad, por eso no conoces este barrio
formado por casas ordenadas de forma paralela, separadas por una avenida que
cruza a todo lo largo y remata al norte en el parque de béisbol y al sur con lo
que aún se conoce como la
Conasupo , ya convertida en estación de policía. Calles
estrechas y apretadas. Hileras de viviendas minúsculas, fruto final del
gobierno de los setenta años. Arrimadas unas junto a otras, con paredes
delgadas, para escuchar a los vecinos deambular por habitaciones pequeñas.
Manzanas de edificios atravesadas en la parte media por un andador. En las
bocacalles se distinguen las de dos pisos mirando a la avenida, para
camuflajear la pobreza de este complejo habitacional de excordeleros.
Fuimos juntos a la secundaria. Al
terminarla, presenciamos como los compañeros de salón se agremiaban en
banditas, reuniéndose en los parques o en los andadores a tirar placas (ya
sabes, señas que los identifiquen como banda), planear el golpe, probar lo ilícito,
echando apuestas para descubrir su hombría. Grupos tribales de jovenzuelos que
con el tiempo tomaron fuerza, agitando, junto con navajas y alguna otra arma,
el rencor de su violencia contenida. Desde siempre barrio bravo, peligroso para
andarse por las noches.
Mientras la mayoría de los chavos de
nuestra edad se decidía por una carrera delictiva, nosotros entramos a los
grupos juveniles de la iglesia (esa otra forma de pasar el tiempo), que con la
llegada del nuevo párroco, de visión renovadora, atiborraba el atrio de la
parroquia con feligreses sumisos y sedientos de perdón (victimarias multitudes)
siempre listos para presenciar sus conciertos eclesiásticos de música y
pirotecnia, y depositar su limosna con el compromiso de liberar la culpa.
Crecimos en este ambiente. Sin
embargo, la religión no permeó en nosotros y la tomábamos como un sitio ideal
para la cacería de niñas tiernas ¿para que engañarnos? Nos entusiasmaba
celebrar al párroco Carrillo sus filiaciones políticas. Brindaba esperanzas de
revuelta intelectual, cultural, con cada sermón, donde injuriaba e intentaba
desenmascarar a políticos y servidores públicos renombrados (rayando en la
calumnia, pero ¿qué importancia?; vitoreábamos su atrevimiento).
Poco a poco esa esperanza se diluyó
ante la incongruencia de las palabras pronunciadas y el poco compromiso que
demostraba una vez que bajaba del altar. Dentro de estas situaciones de lo
cotidiano nuestra relación de amigos creció y esas vivencias animaban nuestras
borracheras.
Descubrimos ideales afines al
recorrer clandestinos durante las salidas semanales a las barras libres de los
antros del Paseo de Montejo. Probamos las posibilidades ilusorias de la
marihuana y aprendimos como cortarnos la borrachera con una ligera grapa de
coca. En esos constantes festejos, siempre surgía en la plática, bajo el
tintineo de caguamas, el recuento de conocidos que habían pisado el bote, o de
niñas, compañeras de escuela, embarazadas sin haber cumplido los veinte, y
festejábamos nuestra suerte de sentirnos intocables. Éramos un grupo
fortalecido por las experiencias.
En este barrio de obreros desertar
de la escuela es común, (tienes razón, en muchos sitios del país se da lo
mismo). Madurar temprano es obligatorio. Enfrentarse a la vida implica tener
que trabajar desde chavo, ganarse los buenos “baros” para invitar a una “nena”
al cine y que todavía alcance para el reven del fin de semana. Así sucedió para
mis compas que, sin envidiar mis logros, se conformaban con su trabajo de
empleados; yo los consolaba, o, mejor dicho, tal vez asumía la realidad de los
profesionistas del país diciendo: “Al menos ustedes tienen seguro social, yo ni
prestaciones ni aguinaldo”.
Durante aquellos años mi madre se
empeñaba en hacer hasta lo imposible por seguir costeándome la escuela y no me
podía dar el lujo de gastar dinero extra. Por lo que mi comportamiento era más
bien semejante al de un parásito para mis amigos, quienes sí podían costearse
la borrachera y que, por amistad, siempre me invitaban, hasta el momento en que
dejé de tomar por completo, aquejado de colitis recurrente, que me ponía, en
serio, mal, muy mal, con apenas probar alcohol, lo que ahora me permite ahorrar
dinero.
Tal vez nadie pensó que la noche que
nos detuvieron las cosas fueran a cambiar de forma radical. Esa noche en que
todo se resolvió, nos sentíamos hombres diferentes a lo que el destino se
hubiera empeñado en querer para nosotros. Se notaba la diferencia con las
salidas de años atrás cuando nos conformábamos con tomar las chelas en casa de
Héctor, de pie junto al muro de la terraza, mirando el ir y venir de la gente
por la avenida, después de juntar los pocos pesos que podíamos sacar a nuestros
padres, o de los empleuchos en que nos desenvolvíamos. Era distinto, teníamos
la frente en alto, la vista hacia delante, siempre hacia adelante. Todos con
buena paga podíamos brindar por la suerte en un restaurante de clasemedieros, y
nos atrevíamos a planear la creación de un negocio propio. ¿Qué mejor que una
sociedad entre cuates de toda la vida? Acordamos la cantidad que cada quien
tendría que depositar en la cuenta de Carlos, electo, esa noche, tesorero.
Apuraron la última cerveza (yo, mi
agridulce limonada) y pedimos la cuenta. Se hacía tarde. El fin de semana
concluía, y sintiéndonos “jóvenes responsables tocados por la fortuna, prófugos
del destino de los arrabales”, teníamos que descansar para iniciar la jornada
el lunes.
Fue patético llegar a la Delegación. Rayaban
las dos de la mañana. Al entrar, se abría una salita de espera. Del lado
derecho se encontraba el escritorio del oficial en turno. Frente a él, a la
izquierda, una banca larga de madera en la que permanecía, amodorrada, una
mujer joven, vestida con bata clínica; no recuerdo su rostro pero la imagino
fea. Dos hombres me sujetaban los brazos como si aún tuviera intenciones de
escapar después de lo sucedido. Sin contener el enojo, exigí justicia ante la
violación de mis derechos. No importó ni una de mis quejas. Pregunté por mi
amigo pero nadie contestó. Hicieron que me quitara la camisa, y después que la
mujer de bata clínica me revisó, se asentó en el acta que no presentaba marcas
de maltrato. Deposité en el escritorio la cartera, contaron el dinero, me
obligaron a desprenderme del cinturón, del reloj y los cordones de los zapatos
(no me fuera a suicidar). Luego de redactar en una hoja las pertenencias y
hacerme firmar, el que parecía jefe me devolvió la camisa, y me entregó el vaso
de plástico para depositar la muestra.
Detuve el automóvil. El semáforo en
luz roja. Las calles desiertas: “Cruza, a esta hora los semáforos son
precaución”; cerciorándome que no había peligro, avancé. A escasos metros, del
otro lado del camellón, una patrulla encendió sus luces. No avanzamos más de
dos esquinas para escuchar la sirena anunciando que debía detenerme. Fue hasta
que el oficial me solicitó los papeles cuando me percaté que no estaban en la
guantera. Solo pude entregar la licencia de conducir.
Me pidieron que bajara del carro, y
ante el discurso de las faltas que había cometido aclaré: “Son más de las
doce... el semáforo es precaución..., venimos de cenar… los llevo a su casa...
yo ni siquiera tomo”. En su hablar atropellado, el agente me hizo ver los
problemas en que estábamos metidos; yo me resistía: “¡El intermitente evita que
uno sea asaltado al detenerse mucho tiempo...!”, intenté explicar, llegar a un
acuerdo. No tenía justificación, el semáforo marcaba rojo estático: “... son
más de las doce... no venían carros...”. Se acercó su “pareja” con el
reglamento vehicular en la mano y la mirada endurecida, como si se tratará de
un atraco de suma importancia. Con voz ronca y demostrada prepotencia (y él sí
tenía aliento alcohólico) dijo, al mismo tiempo que señalaba en el librito: “El
artículo 27 es claro: ‘…los conductores tienen que hacer alto total’...”;
enojado con su actitud espeté: “Permíteme.., el artículo que dices, no es el
que estás mostrando, estás señalando el 123…”; y ocurrió: A mis espaldas
crecía, como un gigante que despierta y se levanta entre las montañas de la más
tímida prudencia, el aleteo de una voz “apocalíptica”: “¡Vergüenza debe sentir
tu familia porque eres policía!, ¡Analfabeta!”, fue el grito; escupitajo de
fuego lanzado por Ángel que presenciaba la escena sentado en el borde de la
ventanilla del copiloto con esa sonrisa idiota en el rostro, jugándose una
broma.
De personalidad introvertida, Ángel
tenía que tomarse unas cervezas para comenzar a disparar chistes y expresar su
visión de las cosas que le molestaban. Tal vez el hecho de ser el mayor de tres
hermanas, de madre soltera, le hacían ser comedido en su actuar cotidiano, eso
de dar el ejemplo y cosas así. Pero el alcohol hacía surgir en él lo disidente.
Desde la secundaria había tenido estas actitudes para con la autoridad, pero
nunca se trataba de meternos en problemas serios, más bien, cuando no lograba
salirse con la suya, bastaba alguna reprimenda, una madriza acaso; como cuando
llegó borracho de una barra libre y un grupo de chavos banda intentaron
asaltarlo, ¿no, el idiota, se empezó a reír y gritarles ‘ora si se jodieron, no
tengo ni un centavo, me gaste la lana en la disco’, no le quitaron hasta los
zapatos, lo dejaron en cueros y además se lo madrearon?
Los otros tres compañeros intentaron
callarlo. Fue tarde para detener el caos: El policía, ofendido, arrancó a Ángel
de la ventanilla, lo tiró al suelo y le dio de patadas. Héctor ordenó a José
que te llamara de inmediato: “Háblale a Escamilla que sepa lo que nos está
pasando”, “No tengo crédito” fue la respuesta al cerrar el celular. Carlos
corrió como el maricón que siempre ha sido. Logré arrebatar mi licencia, subir
al auto y arrancar cargado de adrenalina mientras que cada uno de mis
tripulantes abordaba como bien podía. Esquinas adelante varias patrullas
cerraron el paso. Solo el conductor debía ser detenido, pero Ángel, no sé si
por estúpido, o por amistad, siguió insultando hasta que lo cargaron. Los demás
tuvieron que irse.
Compartí la celda con tres personas.
Mi consuelo, pensaba, es que duermen y no tengo que soportar sus miradas. Eran
un objeto más de la oscura escenografía. No logré cerrar los ojos. A esta hora
los chavos habrían dado aviso a mi madre, y tenía la certeza de que también al
padre Carrillo. Este pensamiento me mantenía alerta, contagiaba algún tipo de
seguridad. En cualquier momento vendrían a sacarnos: cuando sepan que somos de
su equipo de trabajo se arrepentirán de habernos detenido, no hicimos nada
grave. El jefe de la policía no es bien visto por la gente, menos en sectores
de clase baja donde el padre Carrillo tiene poder de convencimiento. ‘Ora sí se
va a armar la revolución’. Nunca imaginé el proceder de la autoridad. A pesar
de que sí, y en serio te lo digo, sí sentía miedo, el odio era mayor y quería
venganza. Confiaba que los cuates, afuera, estaban buscando la forma de
sacarnos. Estaba seguro que te habían ido a ver, y pronto la prensa estaría
amotinada en la entrada. Despertarían a los muchachos del grupo juvenil que
dirigíamos: ¿los detuvieron?..., sí... es terrible la represión de este
gobierno para los jóvenes..., cómo se atreven..., son muchachos serios..., uno
de ellos (yo, por supuesto) ni siquiera toma..., lo hacen porque son de
Pacabtún. Imaginaba que en poco tiempo habría una manifestación exigiendo
nuestra libertad. Tendría que tener un discurso listo. Los perdonaría, claro. A
todos. Sin rencores. Eso hablaría bien de mí. El padre Carrillo estaría
orgulloso... No se porque, pero pensé que por ser del equipo de trabajo del
sacerdote, la policía tendría cierta consideración para con nosotros: ¿acaso no
éramos figuras públicas, ejemplo para otros jóvenes?
La incomodidad de la celda me traía
a la mente otro tipo de sentimientos. Es verdad que me sentí burlado,
violentado en mis derechos, casi un prisionero político, más con el paso del
tiempo y el silencio viscoso que atravesaba los oídos, interrumpido, apenas,
por el sonido de alguien escribiendo a máquina, ese sentimiento se transformaba
en angustia, dolor en el pecho: ¡Qué coño hago aquí!, ¿cómo es posible que esté
viviendo esto? Yo, un profesionista, universitario. Es imposible que esté
sucediendo, tengo que despertar de alguna forma, ¿dónde carajos estará Ángel?
¿a dónde lo llevaron? ¿qué va a pasar conmigo? Tal vez era peor que nos
relacionaran como servidores de la parroquia del padre Carrillo. Lo hicieron. Y
considerando los últimos sermones que se había gastado el padrecito contra la
policía..., pues... ser coordinador del grupo juvenil tal vez no es lo mejor de
mi currícula para zafarme de esta situación.
Dolía la cara, la ceja sobre todo.
Hervían los músculos y sentí como si los ojos pudieran escupir injurias que no
alcancé a pronunciar. La luna contemplaba el encierro filtrándose por la
pequeña ventana y sus barrotes. Un tufo asqueroso inundaba el ambiente. No
podía cerrar los párpados. La madrugada comenzaba a refrescar y me refugié en
un rincón de la celda.
Trajeron a Ángel hasta mucho
después, aunque el remolino de imágenes en la mente, y el hecho de haber dejado
mi reloj junto con mis pertenencias me hacía imposible calcular el tiempo. No
logré verle la cara pero pude escuchar como le gritaban, y cómo, con voz
cortada, él accedía a todo lo que pedían. No era el mismo de horas atrás,
definitivamente, lo habían doblado. Lo cruzaron frente a mi celda con la cabeza
cubierta por su camisa machada de sangre, y pensé: ¿no me digan que no hubo
maltrato físico? Me pegué lo más que pude a los barrotes del encierro, trataba
de ver donde lo ponían, le grité para que me escuchara, pero un policía, con un
cachazo de rifle sobre los barrotes, me hizo retroceder. No logré percibir la
voz del amigo, solo murmullos de los guardias. Lo dejaron solo. Él se mantuvo
en silencio mientras yo me desgañitaba exigiendo llamar por teléfono.
Leí la noticia casi dos días después
que sucedió, ya como crónica, una vez que ya estaba acomodado en el cuarto que
mi ex compañero de estudios me prestó mientras rehacía mi vida; fue tal el
escándalo suscitado, que toda la ciudad habló alguna vez del suceso. Me sentía
ofuscado por la situación que no tenía ganas de mirar ni hablar con nadie.
Cuando la leí supe que tenía que entrevistarme contigo, porque, aunque como
dices, tal vez no haya nada que hacer y nadie alcance a creer la historia,
quiero ser yo el que se libere de este pensamiento. Purgarme del recuerdo, si
así lo quieres tomar.
Me encontraba sentado en la parte
trasera del carropatrulla cuando abordó uno de los uniformados, que apenas
había aparecido, y diciendo que a la policía se le respeta, me golpeó en la
cara con la mano abierta. Por reflejo me agarré de su placa, y jalándolo hacia
mí, intenté ver su número, pero el dorado en la placa resplandecía tanto que
los números giraban haciéndose borrosos, ilusorios, indescifrables, al grado
que tuve que dejar caer los párpados y ocultar la vista. Exigí me dijera su
nombre. No lo hizo y ante mi confusión logró zafarse y bajar del carro. Tomando
sus lentes entre las manos, los rompió gritando que yo lo había atacado.
Entraron al automóvil, más agentes; alcancé a meter los brazos para cubrirme.
No tengo marcas de golpes ya que se fijaron de no utilizar los nudillos. Casi
en la inconciencia, desparramado en el asiento trasero, alcancé a entender
murmullos sobre el escarmiento que pensaban darnos. Hice un esfuerzo para oír
mejor. Horas más tarde, en la celda, cuando al fin puse en orden mis recuerdos,
en ese rincón apestoso a vómitos y orines, comprendí que dijeron algo como:
“...son gente del curita de Pacabtún, ...los he visto de dirigentes en varios
eventos..., el jefe va a quedar encantado..., y si no... pues... nos vamos a
divertir ¿qué no...?”.
Al despabilarme por completo observé
que nos dirigíamos a la
Delegación. Me recosté junto a la ventanilla del vehículo a
rumiar la furia. Quería ignorar la presencia de Ángel y sus arrebatos que nos
tenían aquí. Le echaba la culpa y estaba encabronado hasta la médula con él.
Debió presentirlo porque esquivaba mis ojos. Yo hacía esfuerzos por digerir el
odio que crecía en el pecho al momento de llegar a un crucero en que el
semáforo marcaba rojo. “Cruza, no viene nadie” indicó el copiloto, y me acerqué
hacia la rejilla que nos separaba de los asientos delanteros: “Qué a toda
madre, ¿ustedes si pueden volarse un alto?, ¡Qué a toda madre!”, “Este no es un
carro de paletas, muchachito”. En el colmo de la ironía comencé a aplaudirles:
“¡Bravo, bravo, Superman!, qué bueno que te tenemos en esta ciudad para que nos
protejas”. El carro se detuvo, los oficiales descendieron, abrieron las puertas
traseras, pistola en mano nos obligaron a bajar y tirarnos al suelo.
Sentí la heladez del cañón del arma
sobre la sien izquierda, y la aspereza del pavimento en la mejilla derecha.
Apreté los párpados y todo fue oscuro por un larguísimo momento. Escuché voces
pequeñas sonando en la radio, el arribo de otros vehículos, gritos y más
golpes. No pude ver a donde condujeron a Ángel, pero estoy seguro que lo
escuché suplicar, llorar. Quise ayudarlo, levantarme del suelo, pero un pie
oprimía la cabeza contra el piso y alguien tenía asentada una rodilla sobre mi
espalda.
Dentro de los gritos que escuchaba
se intercalaban risas y, sobre todo, gemidos: “No que son el azote de Pacabtún,
no que son los más cabrones del barrio, más bien parecen muñequitas...”, eran
algunas de las líneas que alcancé a atrapar en el remolino de voces y ruido.
Hicieron que me levantara y al abordar, Ángel ya no estaba y yo no entendía la
razón de tanta violencia.
Cuarenta y ocho horas bastaron para
que el negocio que habíamos planeado se fuera por la borda. En ese tiempo, que
pasamos encarcelados, Ángel y yo perdimos el empleo y sentí cómo nos
enemistamos. El golpe para mi madre, con la cual aún vivía, fue demasiado. Tuvo
que pagar la fianza de ambos porque la madre de Ángel no quiso ayudarlo, además
de pagar al policía los lentes que quedó asentado en el acta yo había roto. Tan
solo entré a la casa para ver mis cosas guardadas en cajas de cartón: “Cuando
regrese del trabajo no quiero que sigas aquí y espero me devuelvas lo que pagué
por sacarlos”, había dicho al irse.
Héctor, Carlos y José intentaron
buscarme pero me las arreglé para no topar más con ellos. Me cambié a un
fraccionamiento al otro lado de la ciudad, a casa de un ex compañero de la
escuela.
A las cinco de la mañana por fin me
permitieron hacer la llamada a que tenía derecho. Intenté varios números,
excepto el de mi casa, nadie contestó. Al fin hablé a casa de Héctor, y para mi
sorpresa contestó José. Dos del grupo habían sido arrestados, golpeados y la
estaban pasando mal, y los otros tres seguían festejando la noche: “No hay nada
que hacer, carnal. Hablamos con el tío de Carlos, y de ley tienen que pasar
cuarenta y ocho horas encerrados. Y el padre Carrillo quiso darnos un sermón
que, por supuesto, tuvimos que ignorar. En desagravio, decidimos brindar porque
ahora solo nosotros tres quedamos limpios de pisar el bote. ¡¿Dime si no es
motivo para festejar?!”
¿Cómo explicarte lo que sentí en ese
momento? ¡Crecimos juntos, coño! Se suponía que debíamos cuidarnos unos a
otros.
Al abandonar la cárcel traía los
pasos de Ángel detrás de mí. Subí al carro de mi madre y desde ahí pude ver
como él le agradeció y se despidió de ella. Me lanzó una mirada seca y sin
decir palabra se alejó. “No quiso que lo llevemos”. “Que se joda” dije a mi
madre cuando arrancó el vehículo.
Tal vez pueda imaginar lo que pasó
por su mente. El aislamiento pudo más con él que conmigo. De alguna forma habrá
pensado, como yo, en la traición de los amigos, el abandono de su familia, la
negación del sacerdote. Pero más que nada, y porque creo que lo conocía bien,
estoy seguro que no pudo perdonar la humillación que le hicieron los policías;
no por la detención, sino porque sus hermanitas tuvieron la oportunidad de
verlo derrotado. La venganza le caló muy fuerte. No me enteré por los cuates,
ni los he vuelto a ver, aunque estoy seguro que quizá nos veamos en el
entierro.
Es difícil pensar que no tuvo tiempo
para planearlo y que lo hizo, al sucumbir y quedar preso de un arrebato, como
si se tratara de juzgar las acciones de un loco, eso han intentado hacer creer.
No lo acepto. Más bien, estoy seguro que durante el encierro se habrá dado
valor. Al salir averiguó el nombre de los policías. ¿Quién iba a decir que los
malditos estarían adscritos a la estación de Pacabtún y que vivían en la Fidel Velásquez ?
Son raza, como se dice en el argot, ¿cómo pudieron chingar a quienes han
crecido en la misma barriada?
La faramalla del arresto se había publicado
como una redada exitosa contra vándalos del fraccionamiento, e incluso, y eso
lo supe hasta que tú me enseñaste la foto de Ángel publicada en Presidio, se
pararon el cuello al atrapar (según ellos) a la escoria que azota el barrio. Su
rostro ensangrentado daba lástima, alrededor de él, aparatos electrónicos,
dizque robados, una pistola, algunas balas, y en el pie de foto, “...asaltantes
que han sido protegidos diversas ocasiones por el padre Carrillo...” no quise
leer más.
Esperó lo suficiente. Al salir del
trabajo los habrá seguido a sus casas. Estudió sus rutinas. Te digo que era muy
callado pero cuidadoso, con una dedicación y paciencia enormes, ¡era diseñador
gráfico! Lo increíble me sigue pareciendo la sangre fría mostrada, la rapidez
con que debió actuar. Terminar con una familia, salir, caminar hasta la casa
del otro policía, con el tubo asesino en las manos, y no titubear hasta
consumar su deseo. Lo detuvieron cerca de la carretera a Cancún y puso tanta
resistencia, (parece que lesionó a uno o dos agentes con arma blanca) que lo
tuvieron que matar. Al menos quiero pensar que se resistió y no que lo cazaron
como a un maldito animal.
Miro el descenso del ataúd y escucho
al padre Carrillo diciendo esa sarta de estupideces sobre la ley del Talión y
los mensajes de Cristo de poner la otra mejilla (ni una palabra sobre lo
acontecido, sin reproches sociales). ¿Cómo Ángel iba a poner la otra mejilla,
luego que le arrebataron la tranquilidad de vida que había logrado formarse? Ni
en su cadáver pude observar al amigo. Las costuras de la autopsia lo dejaron
irreconocible. A lo lejos los otros tres del grupo. No dudo sobre el
sentimiento recorriendo (arañando, desgarrando) sus recuerdos. Muy aparte
contemplo el cortejo en desbandada, cada quien a enfrentar sus remordimientos.
ISABEL FURINI
Narradora, poeta y educadora argentina. Vive en Brasil desde 1980. Columnista del diario Paraná Imprensa y editora de la revista Carlos Zemek de Arte y Cultura. Publicó treinta y cinco libros en Brasil, entre ellos “Os Corvos de Van Gogh” y “,,, e outros silêncios”; participó de una antología en Buenos Aires. Publica poemas en el Almanaque Chuva de Versos, en la revista Mallarmargens, de Brasil, y en las revistas de Portugal: CEN, eisFluências y Fénix.
Miembro de la Academia de Letras del
Brasil (PR) y de la
Academia Poética Brasileña; Embajadora de la Palabra de la Fundación César
Egido Serrano (España). Primer premio en el Concurso de Coninter, Portugal,
2015; en el Concurso de la Academia Campolarguense de Poesía (PR), 2013; en
el Concurso de la Academia
de Letras Itapemense (SC), 2010; en el Concurso Internacional Missões (RS),
2005, y en el Concurso Estadual de Poesía de São José dos Pinhais (PR), 2002;
Segundo premio en el Concurso de la revista Catarsis, de España, 2009; Tercer
premio UFF (Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro), 2011; entre
otras distinciones.
EL LLANTO DE MANOLA
Isabel
Furini ©
Irreflexivas
bellas
jóvenes danzan en la fotografía
y
despiertan sueños dormidos
(sueños
de danza y de vino)
y
el llanto de Manola
solamente
quedaron las fotografías
como
monólogo arcaico de su juventud.
Isabel
Furini ©
Silencia
el trueno amordazado en el árido desierto,
la
noche macilenta
aprisionada
por las violentas gárgolas del rencor, arquea.
Noche
que alimenta sombras, matriz de espectros
que
deambulan por la árida tierra de los muertos.
Noche
disfrazada de efigie de proa
náufraga
en angustiados alfabetos.
(El
abismal relato de Juan Rulfo penetra en los oídos
y
en el alma,
mientras
falanges descarnadas excavan remembranzas.)
Nada
se mueve en lontananza.
Nada
se mueve en esa noche sin estrellas.
Noche
de niños muertos
enterrados
en cajones blancos con arabescos.
Noche
deshabitada – sin esperanzas, muerta,
casi
un contorno de casas en penumbra,
las
puertas aúllan y agrietan lúgubres sombras.
Sucumbe,
verticalmente, la noche e impulsa el viento
que
arremete contra ese pueblo polvoriento y olvidado,
trancado
entre paredes de espectros y de traumas.
Pedro
Páramo acecha nuestros pasos
con
sus ojos crueles nos transforma en monolitos de piedra
y
quedamos como estatuas avasalladas, inertes,
en
el árido desierto de Comala.
RAÍCES (LIENZO DE FRIDA KAHLO)
Isabel
Furini ©
“Árbol de la esperanza,
mantente firme.”
Frida Kahlo.
El
viento zozobra entre sombras
y
chicotea el pasado
torbellinos
de sombras zozobran
en
el plenilunio de las emociones
Crecen
hojas
hojas
hojas
se
multiplican
en
el angustiado movimiento de las horas
(avanzan
por el cuerpo
echan
raíces
enlazan
sueños
bloquean
ilusiones)
las
hojas transitan entre la euforia y la tristeza
como
en un trapecio en movimiento
su
cuerpo es sacudido por el viento de las emociones
lloran
los sueños
y
en la boca muda
revolotean
elocuentes silencios
Frida
tira una red en el mar de imágenes
(entre
sueños
rosas
y quetzales)
y
eterniza efigies con la maestría azteca
heredada
de sus ancestrales.
DANIEL ABELENDA BONNET
Poeta y narrador, nacido en 1962 en
Salto, Uruguay, ha vivido desde 1970 en el Departamento de Colonia, donde se
inició desde los quince años en el periodismo escrito, y fue corresponsal de
medios de Montevideo.
Más de sus obras y trayectoria
literaria en:
•
Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 16:
•
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:
DIARIO DE VIAJE (Cleveland, 1989)
Daniel
Abelenda Bonnet ©
Life is a one-way ticket
L. Hughes
Los
trenes saliendo de Terminal Tower
Hieren
la llanura blanca y helada
Del
Midwest
Sentado
en el andén intento
Una
carta improbable a
Una
dirección demasiado
Al
Sur…
El
tren toma velocidad
La
ciudad va quedando atrás
Tras
la ventanilla pasa
Todo
mi pasado.
Pero
yo sigo viajando:
Es mejor viajar con esperanza
Que llegar.
TOMORROW (a Luis A. Carro)
Daniel
Abelenda Bonnet ©
Escribe
ahora, amigo,
Escribe
hoy mismo
Cada
palabra tuya,
Cada
palabra nuestra
Bien
podría ser la última
Pues
“mañana nunca llega”.
BRASILIA (a Roberto Bianchi)
Daniel
Abelenda Bonnet ©
Tienes
que partir
Hacia
lo que no es
Para
que sea
Tienes
que soñar
Lo
que no existe
Para
que exista
Como
gritar en el desierto
O
levantar una ciudad
En
medio de la nada.
(Lo
imposible solo lleva un poco más de tiempo).
CÍRCULOS
Daniel
Abelenda Bonnet ©
“…solo que ahora
el tiempo vuelve a
nosotros
en un círculo
que comienza a cerrarse.”
Suerte, Charles Bukowski
Mienten
relojes y almanaques:
el
tiempo no discurre lineal:
La
vida gira circular
Espirales
invisibles
de
pasos o palabras
que
abrimos o cerramos
—acaso
sin darnos cuenta.
Eso
es todo, compañeros.
Y
tendremos suerte
Si
podemos sentirnos
Dolorosamente
vivos.
MEGALÓPOLIS
Daniel
Abelenda Bonnet ©
Enero
derrite las torres
Que
parecen de goma
Adentro
la gente se muere
De
desesperación y angustia
Por
no saber rezar
Y
frente a escaparates luminosos
Adora
a un dios de neón
El
cemento obtura las voces:
¿quién
recordará tu nombre?
¿quién
escuchará tu historia
en
la multitud solitaria?
CAMBIO DE AIRE
Daniel
Abelenda Bonnet ©
Este
poema, botella al mar,
no
podrá, lo sabemos,
alterar
nuestras vidas:
dos
cursos inciertos
navegando
en un mar agitado.
Este
poema, acaso,
solo
pueda cambiar
el
aire a tu alrededor,
darle
sentido a tu sonrisa
—cuando
cueste ya sonreír—
y
el mundo empiece
a
perder su magia.
HAIDÉ DAIBAN
Reside en Buenos Aires, Argentina.
Farmacéutica, ex docente de la
Facultad de Farmacia, UBA. Alumna de la escritora Syria
Poletti con la que editó Cuentos desde el
taller. Con Lucila Févola fue cofundadora de la revista literaria “Tamaño
Oficio”, con la que colabora desde hace veinticinco años.
Más
sobre esta escritora en Suplemento de Realidades y Ficciones:
CLÍO
Haidé Daiban ©
Clío caminaba erguida, sus ojos
clavados en un punto del horizonte. Un mechón cano caía elegante sobre la
frente surcada de finas arrugas.
Llevaba en la mano un primoroso
paquetito de confitería, como si fuera un delicado cristal, casi suspendido.
Con paso marcial. Aunque algo
cansino, siguió por la calle alamenada, llevando consigo también una serie de
apellidos cargados de historia.
Cada tanto oteaba las casas de
enfrente, sombrías, centenarias, quizá deshabitadas, por su aparente soledad.
Todas ellas rodeadas de jardines umbríos, centenarios, que le hacían el marco
adecuado. Esa vista tan conocida la llenaba de recuerdos y alegrías.
Aspiraba el aroma de las flores que
la circundaban y tenía ante sí, otra vez, aquellos pincelazos de tiestos
cargados de colores y aromas. Aquellos, de la vieja casona paterna.
Los jacarandás estaban en flor y
como una sonámbula continuaba por la vía violeta, pisando impávida, las flores
caídas, como si estuviera acostumbrada (y lo había estado), a pasar sobre las
corolas que en otro tiempo habían echado a su paso los mejores pretendientes de
la ciudad.
De pronto, su rostro cejijunto,
desaprobaba alguna fachada atrevida que importunaba con sus “modernidades” al
barrio.
Llegó a la Avenida y cruzó
manteniendo siempre su mano erguida, que sostenía aún el paquetito. Pasó frente
a la antigua iglesia, se persignó y observó el campanario. El reloj marcaba
desde lo alto las cinco en punto, aceleró el paso. Era la hora del té.
Revió instintivamente, todas las
tardes de su vida y comprobó por enésima vez que nunca faltó en su cuenta una
sola tarde sin el reglamentario five
o’clock tea. Como decía su madre inglesa debía sorberse en tazas de
transparente porcelana, y con delicadeza y elegancia, sin levantar el meñique.
A Clío le parecía verlas brillar
aún, sobre el mantel bordado, rodeado de cakes
y puddings. Mamá cuidaba de aquellas
piezas, con celo, y ella las admiraba tras la vitrina del comedor. Suspiró
quedamente. Clío sabía que solo tomaría el té en ellas cuando su hermana
Anastasia la invitara. ¡La heredera! Frunció la nariz con desdén cuidando que
nadie notara el gesto.
Se detuvo de repente frente a una
vidriera, observó los encajes y puntillas. Arrobada sonrió para sí. Mi vestido,
pensó, ese sí que era de encaje de Bruselas, padre nunca olvidaba de traérmelos
en cada uno de sus viajes.
Acomodó el paquetito y siguió,
soberbia, calle abajo, trotando sin querer con el declive que imponía la
vereda. Así solía hacer de chica cuando la acompañaba su nodriza-madre
Francisca. ¡Si!, Francisca fue su sombra. Donde ella estuviera, Francisca la seguía.
Aunque en la estancia de su padre, allá por Casares, más de una vez la engañó.
Y sus buenas escapadas se hizo al pueblo.
Entre la gente aquella, mezclada en
la feria, en la placita, ella era una más. Y se olvidaba de la rigidez de los
muebles, de la frialdad de los mármoles que tenía el casco de “La Augusta ”, como le decían
todos.
Mientras recordaba, Clío caminaba
con paso lento. Por fin, jadeando un poco, se detuvo frente a la casa. Estaba
deteriorada y emergían mechones de color debajo del muro descascarado. Era de
una sola planta, faltaba el jardín, que había sido tapiado burdamente, sin
consideración. A su lado crecía un monoblock rígido, enhiesto. Era un dedo de
cemento que apuntaba al cielo.
Clío estaba cansada de la caminata,
sosteniendo con el dedo meñique el paquetito, sacó su llavero de plata y abrió
la puerta de entrada. Cruzó el patio enmacetado, giró la llave que abría la
puerta de su cuarto y entró.
Estaba oscuro, dentro y no se
escuchaban ruidos en la casa. Aún no habría llegado la señora Martín con sus
niñas, que volvían del colegio. Eran una compañía aunque tuviera que compartir
la casa y el alquiler ayudaba un poco, la jubilación todavía no la habían
aumentado como prometió el gobierno. Ya vendrían tiempos mejores, o quizá nunca
suceda, no se sabe.
Se acomodó el cabello con las manos.
Se lavó y tendió el pequeño mantel bordado por su abuela, colocó las dos masas
recién compradas en el último platito de porcelana que le quedaba.
Sacó de la vitrina la taza de
porcelana para el té y se dispuso a merendar.
EL
SOCIÓLOGO DEL DESECHO
Haidé Daiban ©
El estudiante de sociología leía y
leía todo lo que le caía en sus manos, la selección se hacía casi naturalmente.
Él no iba a perder tiempo en poliqueterías, su materia era importante, tan
trascendente como para o desviarse por capricho por otros andariveles.
Desde que conoció al doctor Soignet,
no podía dejar de pensar en el problema de la civilización de consumo, y en una
de sus consecuencias: la basura. Y allí se involucraba la ecología, el cuidado
del ecosistema. La importancia de qué, cómo, cuándo y cuánto se desechaba en la
ciudad.
Por lo tanto le tenía que acuciar la
duda de: qué se comía, de qué manera, qué calidades.
Esto era no solo interesante sino
también excéntrico de investigar.
Si bien había estudios y algunas
estadísticas concienzudas al respecto, no del país, él seguiría con el examen
de cada desecho que encontrara, porque estaba convencido que ello ayudaría al
desarrollo de la sociedad, a la conciencia colectiva, para evitar desmanes,
contaminaciones, desbordes en el uso cotidiano que podría implicar, por
ejemplo, un estorbo en el momento de la recolección y un verdadero problema
para su posterior destrucción o la presencia o no de plagas.
Tenía una idea clara de lo que
significaba Reciclar y qué materiales y cómo hacerlo.
Deseaba además saber qué se comía
con más asiduidad y por qué. Allí intervenía la economía: industrias,
manufacturas, importaciones y exportaciones y demás temas que se alejaban de su
mira.
Todo esto le daría, por supuesto,
una proyección de la nutrición, la desnutrición, gastos en alimentos, gas, luz
y cantidad de agua corriente usados.
En una palabra quería saber del
derroche, de la ignorancia alimenticia de cada uno y de todos los individuos
vivientes, si fuera posible. Aquí se seguía complicando pues entraban los
nutricionistas, dietólogos y hasta sicólogos.
¿Obsesión? Sí, casi una obsesión.
Pensó en un proyecto de envergadura,
serio y decidió comenzar por los barrios donde suponía que habría más desechos,
los que correspondían a los de mayor nivel económico. Luego seguiría por los
hoteles.
El estudiante de sociología se
convirtió en recolector de basuras .Su experiencia creció y creció hasta tal
punto que con solo oler, o palpar tras sus guantes ya sabía de calidades, peso
y lo más extraño de quién o quiénes eran los desechadores.
Al fin, no le hizo falta conocer
previamente barrios o residencias, la basura le hablaba por sus dueños, por los
mismísimos consumidores. Entonces diseñó tablas que abarcaban épocas del año
con sus aumentos o disminuciones de bultos de desperdicios.
Así, llegó a ser contratado por
revistas especializadas y aun por revistas “del corazón”, para que todos se
enteraran de los íntimos secretos de personajes o artistas conocidos. “Lo que
comes eres”, ese fue el título de la nota.
Aquellos años, y me refiero a
décadas pasadas, fueron las mejores para este estudiante. Una verdadera gloria
de variedades, calidades y grandes cantidades de productos, que permitían hacer
a nuestro sociólogo nuevas curvas, gráficos y barras explicativas con colores y
algunos con alturas nunca imaginados. Las computarizó y logró intercambiar
datos con otros estudiosos del país y del exterior.
Pero las sorpresas de la vida son
tantas que el estudiante jamás creyó aquello de las vacas gordas y las flacas.
¡Qué tenía que ver la Biblia
con su realidad!
A medida que pasaban los meses y los
años, digamos, algunos años más, los paquetes, los bultos, desaparecían de las
esquinas, los contenedores estaban hasta la mitad y había que descolgarse para
llegar hasta los restos. Las grandes abultadas, hermosas y opíparas bolsas que
ocupaban las puertas de los consorcios, se fueron reduciendo en número y
tamaño.
Es por esto que nuestro estudiante
de sociología especializado en Residuos se convirtió en un paria que buscaba
pasadas glorias. Llegaron a insultarlo pensando que era un marginal tratando de
ensuciar veredas y calles de Buenos Aires.
Igualmente su trabajo continuaba y
la proeza de hallar tesoros como una lata de caviar, o de pulpo gallego, o una
botella de champaña o buen vino se esfumaron.
Lo que nadie había notado era que el
estudiante había cambiado sus hábitos por ejemplo: las comidas casera con las
que se alimentaba de jovencito, de cocción rápida, fueron coincidiendo con aquellas
que se correspondían con los residuos de ricos y famosos. Pasó así de las
milanesas con puré al lomo al funghi, de la cerveza al buen Malbec, de la
pastafrola y las masas secas a los profieroles y la “patisserie” francesa.
Estudió cocina latinoamericana y europea y se entusiasmó con recetarios que
confeccionó con el fin de terminar con desechos mínimos. ¡Todo una hazaña!
Y ahora, justo ahora, que su gusto
se había refinado y se sentía importante en las cenas, hablando de
especialidades y menúes exóticos y aun de orígenes variados de alimentos, ahora
en que la cocina “distinta” se había instalado en su casa, comprueba, que debe
dudar de todo, y lo más difícil, que quizá deba volver a renovarse o cambiar.
¿Cambiar?, se dijo, eso jamás y
empezó por rechazar platos que no lo conformaban, a elegir y preferir, a
separar y evitar. No quería bajar ni un solo escalón de su pedestal. Esta
actitud se prolongó demasiado y tuvo resultados negativos
Su insatisfacción y su cuerpo ya
magro, declaró una anorexia, que si bien no era grave, lo condujo como era de
suponer a un hospital. Allí lo obligaron a comer sin elegir a comer lo
apropiado para paliar su debilidad.
La primera transfusión de sangre que
le hicieron, correspondía a un donante de clase media baja, de esos que comen
huevos fritos, también papas fritas y panchos callejeros. Sin buscarlo nuestro
estudiante se vio involucrado aunque en forma indirecta, con el menú de su
primera juventud y la nostalgia de aquellos olores, de aquellos sabores,
irrumpió en su vida.
Fue una contaminación transfundida.
Tan fuerte le penetró, que en su salida del hospital lo primero que hizo fue
dirigirse a la cantina más cercana y como Proust volver al camino de sus
ancestros. La reconciliación fue instantánea.
Entró en el local y mientras pelaba
unos maníes que se exponían por tonelada en barriles, ordenó una pizza con
fainá, la acompañó de cerveza sin elegir siquiera la marca, y como postre se
deleitó con un flan casero con dulce de leche y chantilly. Luego nada de té de
rosas o de arándanos, siguió con un simple café.
Al día siguiente telefoneó a la casa
de su madre y le rogó que cocinara aquél minestrone que solía cocinar los
domingos y agregó, tímidamente: Mamá, y si tenés tiempo, los fideos con tuco y
estofado, por favor. Gracias…
Créase o no todos sus estudios
continuaron y tuvieron el éxito que merecía esa vocación indeclinable, la que
le llevó tantos años de investigación y hallazgos.
LIBROS-LIBROS
Haidé Daiban ©
Juan Carlos compró estanterías.
Estantes y más estantes para armar la anhelada biblioteca.
Mientras tanto los libros se
hallaban apilados en el suelo. Un día era apoyar la enciclopedia que ya no
cabía en el costado del placard, otro era sumarle las novelas que había
comprado en librerías de viejo, esas de la Avenida de Mayo o de Corrientes. La pila fue
acompañada de otra más alta, con libros de la Facultad. Sí , eran
libros en uso que durante el período de clases se acumularon como al descuido y
él no sabía cuándo ni cómo atesoró allí, en el rincón junto a la columna.
En el lapso entre exámenes, la
columna se mimetizó con otra pila adyacente a la primera y vecina a las otras.
Esa zona de la habitación era intransitable.
Pensó que algunas valijas en desuso
podían resguardar los libros menos frecuentados y comenzó la segunda fase,
separar en la valija de lona, los libros de bolsillo, esas novelitas de los
años juveniles. En una segunda de cuerina, destartalada ya por el uso, ubicó
los de arte y decoración y dejó el bolso grande, más maleable para los de
filosofía y religión.
Ese orden desordenado, le dio a su
cuarto de estudios un aspecto de compraventa y el olor a papel, polvo y tiempo,
hicieron lo demás.
Pero ahora, después de varios años
de saltar sobre las pilas de libracos, de abrir y cerrar valijas y de acomodar
debajo del escritorio volúmenes que ni él sabía de qué se trataba, se decidió a
la compra.
Era una compra de emergencia pues el
espacio se le cerraba Y muy pronto no podría entrar ni salir del lugar. Sin
embargo le costó la decisión puesto que ese era su refugio y cada cuerpo
superpuesto, polvoriento, de tapas coloreadas y hojas herméticas a la espera de
sus ojos, Eso, era su vida.
En el primer fin de semana, armó la
biblioteca y se dispuso a ordenar. Para ello tuvo que separar primos de
entenados e hijos varios. Doloroso trabajo técnico, frío, pero también
necesario.
Parecía que muchos de aquellos tomos
se resistían o se quedaban adheridos a sus compañeros de años, o se deslizaban
de las pilas, como escondiéndose…
No, es evidente, se decía, que no
quieren cambios. ¡Pedazo de idiotas! No entienden de comodidades. ¡Qué
embromar!
Los fue ordenando, clasificando y
hojeando, como quien pregunta al amigo reencontrado: ¿Qué tal, viejo? ¡Vos por
aquí!
Y al fin se dejaron acariciar hasta
los más reacios.
En una semana estuvo todo en orden,
dos paredes y media llenas, atestadas de años, gustos marcados por su
adolescencia y su adultez.
Y el cuarto fue entonces un gran
vacío sostenido por paredes sólidas, tapizadas, que le brindaban un poco de
calidez. Calor de hogar, decía Juan Carlos cuando recorría los estantes.
El ventanal del cuarto se cerró para
no herir a sus amigos con el polvo y la luz, con el mundo de afuera.
Esta nueva estética le ayudó a
encontrar a cada uno de sus queridos libros, a descubrir marcas y subrayados que
perdieron su verdadera significación, pero allí estaban. Recuperó flores secas,
anotaciones y boletos capicúa, entre páginas amarillas.
Y terminó adaptándose al cuarto, a
la biblioteca, que de noche era el gran fantasma que lo espera agazapado contra
las paredes. Se adaptó a su rincón de lectura, con la lámpara de la abuela, la
rescatada del altillo, iluminando su sillón bergere, el de los brazos cálidos y
los hombros protectores.
Tantas eran las horas de lectura,
las manos sosteniendo libros, su vista solo en sus tesoros, su aislamiento
progresivo, que creyó compenetrarse en esos cuerpos tan mudos y tan
dicharacheros a la vez.
Sus manos se fueron blanqueando a la
sombra de su cuarto, ajenas como él, al mundo exterior, al sol, al apretón de
manos.
Todo él era blanco papiráceo. Sin
embargo sus dedos mantenían agilidad en la ejercitación del hojeado. Por
momentos perdía la sensación de corporeidad, de tiempo o espacio y le empezó a
gustar la compañía del libro entre sus brazos mientras dormitaba. A veces leía
apoyado contra la pared, rígido e insensible a todo.
Los libros de su propiedad tuvieron
dos categorías, no de buenos o malos, ni de amarillentos o apolillados, nuevos
unos y desvencijados otros y así se percató, que por momentos algo sucedía pues
tenía preferencias por las texturas y los colores de las tapas, por los olores
a tiempo, a tinta fresca, como si el contenido fuera relegando su primacía.
Ese era el panorama: estaba él, Juan
Carlos, las paredes atestadas, su lámpara que lo unía a su pasado, a un
recuerdo vago de abuelas y pastelitos, a cuentos, a hogar y a patios. Estaba
también su sillón y el gran ventanal, ahora cerrado.
Una tarde, quizá de otoño, suponen
muchos, la nostalgia lo invadió mientras leía vaya a saber qué y en un
inconsciente ataque de vida, abrió el ventanal. La calle estaba quieta, vacía.
Nadie se alertó con su presencia ni con el ruido chirriante de las bisagras
enmohecidas.
El viento comenzó a agitarse
inquieto y en un alarde de otoño, se arremolinó frente a él y en cada giro, Juan
Carlos sintió que se despedazaba, volaba, desencuadernándose sin escrúpulos y
llenando el aire de finas hojas de papel, que revoloteando se alejaron por las
calles de Buenos Aires.
JIMENA ANTONIELLO LIGÜERA
Nació en Montevideo, Uruguay, en
1978. Es guionista de cine y televisión, narradora y poeta. Se encuentra
radicada en Madrid desde el año 2003, pasando algunos meses del año en Los
Ángeles, Estados Unidos. Estudió Letras en la Facultad de Humanidades
de Montevideo y en la Universidad Complutense de Madrid, donde
posteriormente se doctoró en Estudios Avanzados en Cristianismo Antiguo;
también estudió Periodismo, Comunicación y Marketing, y realizó una
especialización (maestría) para guión en la Escuela de Imagen y Sonido CES de Madrid.
Más sus obras y trayectoria
literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
ANTOJOS
Jimena Antoniello Ligüera ©
De tiempo en tiempo,
cuando la soledad se cuela
en mi mochila
tengo ese antojo
añejo,
repetido,
de verte sorber el café
en una tarde de martes.
¡Doce años es tanto tiempo!
Vos estarás más o menos igual:
con otra arruga al hombro
y una familia que crece. Yo
debo estar más alta,
más madura,
más comprometida,
más previsora. Pero me
acuerdo y tengo ganas
de ese ciclo
que hemos incumplido vos y yo.
Se me antoja repetirte
que te agradezco los años,
la intimidad
y el proyecto de volver
por el último café
a Montevideo.
FEDRA
Jimena Antoniello Ligüera ©
Me rindo.
Rindo mi cuerpo, ni nombre,
mi concavidad y mis brazos.
Me declaro necia y sedienta
de una única noche
contigo.
Y me da igual la desidia, el deber
o los hijos. ¿No ves que no puedo
pensarte de otro modo
que no concierna quererte con
esa locura
adolescente que visitaste en mí
hace ya mil años?
Y cada día se me olvida
confesarte que te quiero, o te
quise;
ya no sé.
Pero me rindo: ante tu juego, tu
mano,
tu deseo. Mi capricho. Si lo
quieres.
Si me quieres.
Y no entiendo por qué te empeñas
en negarme la única verdad
que guardaría mi cordura.
Me rindo: vencerás las cien veces
que decidas condenarme.
Se inclina ante ti mi obsesión, mi
amor, la ternura que puedo ofrecer
a tus caricias profanas. Una única
vez.
La última, si lo quieres.
Si me quieres.
DESLIZ
Jimena Antoniello Ligüera ©
¿Desatino?
Ofrecerte
sin receta,
la concavidad de mi sexo
y las desgarradoras
ganas
de impregnar mis átomos,
con el sudor de tu cuerpo.
Me conformo con un instante
fugaz
de tu intromisión
feroz, balanceante y con estruendo
hasta que arranques
la obsesión
con que te pido a gritos.
Pervierte mis jadeos,
mientras juegas con mi alma.
EXPLÍCITO
Jimena Antoniello Ligüera ©
Quiero entrar en tu juego
necesito la fricción
la arrogancia de tu mano
la sutileza de tu
susurro
deslizándose en mi piel…
La fuerza de tu sexo
desenterrando
mis deseos
de un modo inaudito, estridente
y voraz.
Tu propuesta,
tu forma,
el aroma irreverente
de tus actos
ha generado adicción
en las partículas
de mi existencia.
Acabarás conmigo,
arrancarás la luz
que aún me queda,
las fuerzas y el aliento.
Me absorbes a
mordiscos,
tendiéndome
una trampa mortal
entre tu cuerpo
y mi ficción
envenenada.
JULIÁN VAN QUEKELBERGE
Novelista, cuentista y poeta.
Licenciado por el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda (Argentina).
Ha realizado diversos cursos de arte, cine, video, iluminación y fotografía. Ha
hecho exposiciones de arte fotográfico e ilustrado con dicho arte diversas
publicaciones. Asistente de dirección de cine publicitario, entre otras
actividades. Domina tres idiomas: inglés, español, portugués y tiene
conocimientos de Italiano.
Más sobre sus obras y trayectoria
literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 70: http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2016/09/suplementode-realidades-y-ficciones-n.html
Julián
van Quekelberger ©
La
tarántula
Teje
La
gran tela
Rosada
Los
caminos
Del
cepo
La
estrella
Y
la luna
Atrás
Observa
la niña.
Su
madre
Enhebra
la aguja
Cose
sus labios
Tapa
los oídos
Con
nido de pájaros
Puedo
ver
A
través
De
las máscaras
Y
la tela de araña
De
dulce veneno
En
los ojos de niña
El confuso
reflejo
Un
atardecer de fuego
El
clítoris quemándose
La
tela de araña
Cubriendo
su vida
Cubriendo
las jaulas.
SODOMA Y
GOMORRA
Julián van Quekelberger ©
Camino por Sodoma y Gomorra. Me
produce atracción y rechazo. Se huele aliento a alcohol, a acetona, a porros y
perfumes dulzones. Hay pases de sobrecitos y billetes. Se escuchan risas que
esconden el llanto, la oscuridad de ciertos encuentros.
En la barra del pub, un borracho
tira un bollo. El camarero le da el vuelto, un puñado de tapas de cerveza. El
borracho no se entera y las guarda. “Engaña tú antes de que te engañen” es el
lema del camarero.
Nadie cree en nada. La gente ahora
tiene un falso dios: el dinero y la abundancia.
De los pequeños taburetes rebalsan
los obesos culos de las turistas. Engullen salchichas, fetas de panceta,
patatas fritas salteadas con huevos, alubias, panes untados con mantequilla.
En la puerta del puticlub, una
inglesa felina de mediana edad —flor a punto de marchitarse— observa los
zapatos de los hombres, las ropas, los relojes y por último sus caras,
calculando con precisión cuánto tendrán en sus cuentas bancarias. Qué pena
—pienso—, aunque ella dirá lo mismo de mí. Hace años que tengo esa náusea que
produce caer sin paracaídas, atravesar las nubes, los años. Todo está
ocurriendo y a la vez se repite, ya sabes, la desunión y la discordia, la
subcultura de la resaca, la escisión y la divergencia, esa relatividad de la
ética, un chaquetón elástico que a cualquiera le sirve. Ni siquiera eso. Ni
siquiera cero. Ni siquiera nada. Ni siquiera derecha, arriba, izquierda.
Entro a trabajar. Cierro los
candados. La noche es larga. Te pagan, te domestican, te quedas en la jaula.
Por una semana me acompaña el recepcionista. Hablamos del otro lado de la
historia y la moneda. Estudió filología británica. Fue artista plástico
comercial y como el marchante lo engañaba, desistió. En el mundillo nocturno,
todos han tenido tiempos mejores, o eso dicen.
Nos sorprende un joven dado vuelta.
Desnudo, trepa por la valla del hotel. Su compañero salta y grita festejando la
ocurrencia.
—¿Tienes dinero, quién eres tú?
—pregunta torciendo la cara y mirándome con ojos vidriosos.
—No, I have no money. I am “The whatch man”.
—Fucking perdedor —gruñe mirando
hacia arriba. Se tambalea e intenta fijar sus ojos en mis ojos. Vuelve a
insistir, ahora con un tono más suave y andrógino mientras hace gestos obscenos
como si me follara.
Estoy en el ojo del huracán de la
tragedia. Es la cúspide de la decadencia, la plenitud del derrumbe.
Mi compañero me comenta que volverá
a pintar, aunque sea para joder o incordiar. Yo lo animo. Le pido que golpee lo
más fuerte que pueda, que pelee a muerte, porque es la única forma de vivir.
Pinta la hermosa decadencia, el bello cataclismo, la espuma en la cresta del
tsunami, los culos enormes como catedrales, los vómitos congelados en el aire,
los corazones de neón prendiendo y apagándose como un latido artificial,
cubierto por las cenizas del volcán. Pinta la atmósfera momificada que nos
cubre, esta máquina automática del tiempo. Monstruosa. Imparable.
Un grupo de guiris se apalean. A uno
le rajan a navajazos las tripas y a otro el cuello. La música de los pub suena
a tope, el karaoke, las sirenas. Los gritos no se oyen. La ciudad ausente está
de fiesta y en llamas. Una mujer alta lleva esposado de su brazo a un enano,
altivo, moderno, de camiseta rosada ajustada y collares.
—Ella se paga el bufón de la corte y
se divierte —me comenta el portero del puticlub—. El enano trabaja de eso. Ese
es su trabajo, hacer de enano. Lo contratan para reírse con él o de él. No sé
muy bien. Él tampoco lo sabe.
—Qué falta de respeto —protesto,
haciéndome el moralista pero soy tan hipócrita y sorete como ellos. Estos
estímulos despiertan mi monstruo. ¿Se la follará? —me pregunto.
El del puticlub ve la chispa de
maldad en mis ojos y dice:
—A veces el enano liga y mucho. Se
ha follado a más de una. Y cuando está eufórico realiza streepteses sobre la
barra y exhibe su enorme socotroco. Todos aplauden. Todos felices. En el circo,
en el zoológico de la humanidad, no hemos avanzado tanto desde la Edad Media. El
progreso social es solo una puta ilusión.
—Humillante y grotesco —agrego—. Una
falta de respeto, que el enano consciente.
—Por dinero baila el mono. El enano
no tiene muchas oportunidades de comprar su libertad o su “dignidad”. Eso no
existe en el mundo enanil. Vivimos otros tiempos, espabila. Es otra época,
mucho más acelerada, vertiginosa, perversa, con cócteles Molotov de pastillas,
desenfreno, luces de colores, olores a comidas multiculturales,
sobreabundancia, el vacío del abismo.
—¡Vengan a ver a la hermosa enana!
¡Adolescente! ¡Virgen! ¡Putísima! —grita el portero.
La enana observa de reojo al enano
sujeto con cadenas a la esbelta turista. Corre de forma patizamba, dando
apurados saltos que apenas tocan el suelo.
La enana levanta la copa de champagne y, de forma fugaz, él la saluda,
mientras ella aguarda a los clientes, se maquilla, se pinta los labios, y
escribe con el rouge rojo sobre la pared blanca: “Labios que no encuentran
otros labios”. “Ojos que no ven ventanas en los ojos, la isla, el cofre del
tesoro, un paraíso en el infierno”.
Yo los libero de tabúes, de culpas y
pecados, del sexo y el dolor.
Testimonio de un cuerpo. Cuchilladas
en el alma.
Acuno a mis marineros sin barco ni
océano.
Pagan.
Penetran mi envase procaz
de diabla, de diosa, de niña.
Me trituran.
Exprimen el néctar de las flores.
Encienden mi piel de billetes.
“Se llevan un cielo de nubes
y humo”.
NECHI DORADO
Nació en Buenos Aires, Argentina, un
30 de enero. Periodista —prensa alternativa—, narradora y poeta. Escribe
cuentos, relatos y esboza poemas que son difundidos por varias revistas
literarias virtuales y escritas.
Colaboradora en las ediciones
literarias de Argenpress Cultural, Arena y Cal, Revista Literarte (declarada de
Interés Nacional por la
Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación ), Gaceta Virtual,
Revista Narrativas, Calameo - Biblioteca de las Grandes Naciones, Realidades y
Ficciones, Isla Bahía, Avatares Centro de Narrativa y Poesía, Del Tuyú
Noticias, y otras.
Autora del libro de cuentos y
relatos Destapando el silencio (2010,
edición agotada) y Con sustancia dxs
(2016, ilustraciones Beatriz Palmieri), ambos de Ediciones Amaru.
Participó también en Antología Surgente (Sur Editores), Poetizando, Revista Literaria
Alternativa Epigrama de Venezuela, Al sur
del sur, Miradas al Sur, La Iguana
y otros espacios.
Primera Mención en el 6º Certamen
Internacional de Poesía Ediciones Literarte con el poema A mi niña Paloma. Miembro de REMES. Miembro de la Sociedad Argentina
de Escritores - SADE.
Militante política de Derechos
Humanos en búsqueda permanente de la justicia social, en un mundo donde los
valores van muriendo por asesinato.
Más sobre esta escritora en Suplemento
de Realidades y Ficciones:
ZORZALES
PEREGRINOS
Nechi Dorado ©
“Venas” de la artista plástica argentina Beatriz Palmieri. |
Odió ese fuego que sentía extra
mundano, casi hierático ardiendo como caldero circulando por sus venas a las
que imaginó flacas, pálidas, como si fueran una vara de plástico envolviendo
los secretos de un pequeño grimorio [1], su propia vida, su esencia.
Era como si las venas mantuvieran atada su debilidad inadvertida por todos,
resguardándola en un cofre de silencios.
Pensó en esa especie de potrada ya crecida,
que la impulsó a desafiar los peores temporales, tratando de sobrevivir como
una pajarilla revolcada en un nido de estiércol. Rememoró su pasado
fantasmagórico bailoteando entre las horas de su hoy desgastado. Sonrió a
medias al recordar la admiración que provocaba a todo aquel que la conociera:
—Es tan fuerte, decían
—Soy tan débil, sabía.
Así transcurría lo que conocía como
vida, ella misma fue creadora de una imagen distorsionada sin darse cuenta,
creyéndose arquitecta de su propio desgarro inadvertido, aceptando cargar
culpas no propias, tragando agravios en un mundo donde las injurias son como
una constante naturalizada. Aunque perturben.
En el ocaso de su vida ya deshecha
antes de tiempo, antes de ahora, no fue suficiente el canto de los zorzales
peregrinos para espantar de su alma tantas ausencias. Así siguió caminando
quién sabe hasta cuándo.
[1] grimorio: tipo de libro de
conocimiento mágico europeo, generalmente datado desde mediados de la Baja Edad Media hasta el
siglo XVIII, y son muy pocos los que se datan en fechas anteriores al siglo
XIII.
EL HOMBRE
QUE CREYÓ SER
Nechi Dorado ©
“Hombrecito gris” de Beatriz Palmieri. |
Así fue que un día dijo haber sido
Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo para hacerse una corona.
Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le temiera y tampoco tuvo hijos
para poder deglutir.
Entonces, dejó a un costado de su
casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje, a la mañana
siguiente.
Amaneció otro día creyendo haber
sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No tenía caballo y
por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le faltó coraje,
le sobró cobardía y entonces dijo:
—Mejor cambio, me dedico a otra
cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se murieron los
códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado extraño.
Fue cuando se le ocurrió que mejor
era ser santo y al no encontrar a nadie que se hincara a su paso; o que se
asustara con sus órdenes que sonaban tragicómicas y al carecer de un espíritu
gregario capaz de aglutinar voluntades, de buenas a primeras cambió el rol
asumido por unas horas y se borró del santoral donde creyó estar ubicado. Fue
bajando despacito hacia la entraña de una tierra partida donde volvía a ser el
hombre gris que fuera hasta ese día de su revelación final.
Una vez allí, acosado por una
realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó ser distintos
entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.
No pudo ser Napoleón, como pensara.
Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le faltó un 18 de Brumario,
lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara la historia. Cambió de
rumbo, buscó por otro lado.
Se imaginó siendo Apolo pero volvió
a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco Cíclope, pues le sobraba
un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía barca y por más intentos
que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan solo una cabeza.
Tampoco pudo ser filósofo como creyó
que podría ser, porque no le interesó el principio fundamental del universo y
además le estaban sobrando mitos y no tuvo forma de acceder a la escuela de
Mileto. No la encontró en la guía.
Quiso ser Anaxímenes, pero le faltó
aire. El poco que había estaba contaminado.
Se sintió Heráclito, pero estaba
incompleto y le falló el juego de los opuestos que no supo iniciar.
Trató de ser Pitágoras, pero le
faltaron números y cuando quiso ser Parménides se le mezclaron todos los seres
creando un caos infernal en su pobre cabecita alucinante. Entonces, inició un
viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería más fácil
encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser Franco, por un rato,
pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría falta un Guernica. Además,
si bien era un hombre gris con su cerebro medio volado, mantenía pedacitos de alma
enamorada. No podía así nomás, por propia voluntad, dejar su esencia
herrumbrándose en el margen de su vida.
Pensó que bien podría ser un Jesús
contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a los enfermos. Redimir
a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque ellas también tienen
alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar los demonios que
habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que quería sino parte de
otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si todo eso fuera poco
impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una imagen de Jesús ubicada muy
lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que había nacido. Y vio manchones de
sangre, sintió ruidos que parecían partirle los tímpanos. Huyó de ahí, había
alrededor demasiado espanto. Demasiado odio. Demasiado escarnio. ¡Ya no quería
ser judío!
La realidad, sacudiéndolo por sus
hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser Jesús de ningún modo. No
había cerca leprosos, no encontró la Decápolis así como tampoco pudo encontrar a un
“demonio mudo” en este mundo donde los demonios se reúnen en ágapes festivos. Y
hablan en todos los idiomas, dan órdenes y se reparten los pedazos de tierra y
riquezas que generan los pobres.
Se convenció a duras penas que ser
Jesús no era para él, que además no soportaba los genocidios y allá por donde
el Cristo anduviera, eran moneda corriente.
Todo esto lo descolocó mucho más y
ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que lo reemplazara.
Apostaba a la elección por descarte.
Quiso ser Hitler y le faltaron
judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le seguía sobrando amor y
eso resultaba excluyente.
Cuando trató de ser pintor notó con
tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra quedaría incompleta.
Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta deshilada que creyó era un
pincel de trazo desparejo incapaz de filetear bordes.
Una mañana, cansado de tantas
frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue invadido por una terrible
sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y tuvo miedo de ahogarse en
esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado en las puntas de las
estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en un cielo amorfo,
oscurecido.
El hombre gris, con el pelo
alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso sentirse rey
pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser rey, pensó,
primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no se rompen
así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no hay rey
si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de cordura y
mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.
—¡Ya se quién soy! Exclamó una
mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y puedo volar, acariciaré
el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca, seré grande, intocable.
Seré un hombre sin sueños abortados.
Subió a la parte más alta del techo
de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas y comenzó a agitarlos.
El hombre gris cayó al vacío de su
propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su proeza estampado
contra el piso adoquinado del viejo poblado.
En el mismo lugar donde naufragaran
sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más descarnada, el hombre
se despidió de la vida sin haber llegado a saber quién fue realmente.
EL LOCO
Nechi Dorado ©
“Loco” de Beatriz Palmieri. |
Así describía el hombre, de paso
trasnochado y lengua entreverada, la inminencia de una tormenta cada vez que se
aproximaba sobre la ciudad imaginaria que aparecía sombría en su mente enferma,
aunque bien podría haber sido alguna vez la suya.
En el barrio lo llamaban “El loco”;
sin embargo, nunca supe si de verdad lo era. Lo único que puedo asegurar es que
ese hombre de edad indefinida, pero viejo, empujado a saltar el umbral que
separa la cordura de la enajenación, fue sobreviviente de una guerra programada
por otros hombres en un sitio que quedó tatuado en su alma para siempre.
No sé si habrá sido en Iraq, en
Colombia, en Siria, o en Somalia. No sé si habrá sido en Libia, en el Golfo, o
en Afganistán. Quizás fuera en Palestina ¿Cuál sería la diferencia si el
denominador común es el odio irracional que se descarga generando la
aniquilación del ser?
Solo pude notar que sobre su alma
deshilachada dejó raíces el dolor extremo dando frutos de obscenidad
indescriptible.
Su sol timorato lo acompañó
atrincherando sus rayos desparejos hasta el último instante de su desgraciada
vida.
Lejos de allí, bajo astros
luminosos, otros hombres, in pace leones,
in proelio cervi [1], a los que nunca a nadie se le ocurrió
llamarlos locos, ultiman detalles para desatar nuevas contienda abriendo paso a
espesos nubarrones espectrales que habrán de convocar nuevas enajenaciones
programadas.
[1] En tiempo de paz son leones, pero
en la guerra son ciervos (Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-230),
teólogo cristiano.
ENRIQUE JARAMILLO LEVI
(Colón, Panamá, 11/12/1944).
Narrador, poeta y ensayista. Licenciado en Filosofía y Letras, docente
universitario. Muchos de sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías
nacionales e hispanoamericanas. Su trayectoria y títulos de sus obras pueden
consultarse en la página de Wikipedia citada al pie. También fue galardonado
con varios premios literarios. Fundador, director y editor de la revista
literaria “La Maga ”.
Más de sus obras y trayectoria
literaria en:
Realidades y Ficciones – Revista
Literaria Nº 22:
Suplemento de Realidades y Ficciones
Nº 71:
EL OTRO
FRÍO
Enrique Jaramillo Levi ©
Llegó un momento en que ya no quiso
permanecer por más tiempo de pié en el balcón contemplando el vacío avasallante
del horizonte y se metió a la casa cerrando tras de sí la puerta. Hacía
demasiado frío allá afuera, y además nada había que ver. Pero él sabe muy bien
que lo que más le congela el alma es ese otro frío atroz, la huida sin retorno
de ella, esa que desde días atrás le nubla la razón, le avanza milimétricamente
por la sangre empezando a paralizarlo. Y entonces, en un instante, sabe también
que ya no quiere luchar más. Dejándose caer en la vieja poltrona oscura de la
sala, cuando cierra los ojos siente atravesar los cristales de las ventanas ese
blanco blanco blanquísimo de la nieve externa, la extrema nieve hostil que, tomándose
su tiempo, primero repta y ya después se precipita sin piedad como un imparable
torrente sobre la frágil estructura de su ser silenciándolo para siempre.
EN EL RÍO
DE UN SUEÑO
Enrique Jaramillo Levi ©
Había un río, yo me bañaba en él,
cosa que nunca hago. Estaba desnudo. Un pez empezó a circunvalarme las piernas.
Se me iba acercando, eso me excitó. De repente su boca me chupaba el pene. Me
dejé sorber. Lo atrapé después por la cabeza y lo saqué del agua. Tenía,
diminuta, tu cabeza; pero seguía siendo pez. Después encontré a dos hijos
nuestros jugando en la orilla, y tú los cuidabas. Al final los amamantaste, uno
en cada teta. Al terminar, los pusiste en el agua y se fueron nadando para no
volver. Y yo miraba, triste. Me desperté llorando. Pero también eso era parte
del sueño. Y cuando realmente estuve lúcido a la mañana siguiente, supe que los
niños eran reales, nuestros, y se habían ido para siempre. Como nuestro amor de
antes. Pero al mismo tiempo entendí que el amor de ahora era el verdadero. Lo supe
porque estabas en la cama, a mi lado y, muy sonreída, me mirabas. Ahora con
cara de pez y cuerpo de mujer divina.
LECCIÓN
Enrique Jaramillo Levi ©
Tras armar en retrospectiva, pieza a
pieza, con la paciencia fría de un monje trapense, el complejo rompecabezas de
su larga vida, el próspero empresario logró finalmente comprenderla en su
conjunto, se arrepintió de buena parte de la frivolidad de lo vivido, y puso
manos a la obra. Fue desarmando luego como mejor pudo lo experimentado, pero
eso tampoco lo hizo feliz, porque comprendió que en realidad no se puede
desandar impunemente lo andado. Por lo que vivió entonces sin pausa memorable,
a la mayor velocidad posible, un ensamble impecable -sociales, eróticas,
religiosas, filantrópicas, de viajes- de profundas vivencias sin fin. Esto, sin
darse cuenta, condujo finalmente a su muerte súbita. Y es que la tensión in
crescendo, como si en ello se le fuera la vida, no importa con qué fines o
pretextos, no es nunca buena consejera, y a menudo el corazón más recio o más
noble, como en este caso, lo resiente.
Enrique Jaramillo Levi ©
Jacobo tenía la mala costumbre de
robarse todo lo que podía, tranquilamente, como si fuera lo más natural del
mundo. De hecho, para él lo era, desde niño. Y nadie, ni sus maestros, ni el
cura del pueblo, ni siquiera su padre, pudieron jamás quitarle ese hábito.
Porque incluso a este le robaba: dinero, ropa, alguna joya heredada de los
abuelos. El padre lo sabía y se avergonzaba, pero nunca quiso castigar, golpear
ni siquiera amenazar al hijo, mucho menos acusarlo con la policía para que lo
pusieran preso cuando alcanzó la mayoría de edad.
Por supuesto, trató de hablarle al
hijo muchas veces, de hacerlo entrar en razón. Pero cuando se cree tener otra
razón más poderosa que la ajena, más cautivadora, y esta se vuelve obsesión, no
hay nada más que hacer. Y Jacobo estaba convencido de que robar era en realidad
uno de los derechos humanos que habría que establecer. Pero sobre todo saber
robar: debía tenerse en ello un refinamiento inobjetable, hacer del hurto un
auténtico arte. Para lo cual día a día se perfeccionaba con esmero y
perseverancia.
Lo curioso es que Jacobo quiso, en
esa materia, ser del todo autodidacta. Rehusó siempre tener profesores, imitar
a nadie. Creía a pies juntillas que su propio ingenio y destreza le bastaban.
Así es que poco a poco fundó su propia escuela, se ejercitó al máximo poniendo
en juego todas sus habilidades; y esa escuela, a medida que Jacobo se
perfeccionaba, se tornó academia.
Algo había de magia en su forma de
no dejar huellas, de hacer invisible cualquier trazo, cualquier residuo, de no
hacerse notar en lo que hacía. Y nada más cuando se sintió del todo preparado,
se dispuso a consagrar abiertamente su oficio.
Así, una mañana, a plena luz del
día, realizó la hazaña de su vida: dio un espectacular golpe de gracia. De
cuerpo entero, se robó a sí mismo; y fue tan rápido y eficaz que, aunque
parezca mentira, él mismo no se dio cuenta de nada.
Su padre, ya viejo y achacoso el
pobre, lleva años buscándolo.
LUÍS ÁNGEL MARÍN IBÁÑEZ
Nacido en Zaragoza, en 1952, reside
en La Palma
desde 1987. Licenciado en Filosofía y Letras. Poeta muy original, al fundir la
razón, el delirio y el ensueño en el poema, haciendo del instante y la imagen
su epicentro, en un soñar y no soñar a la vez… en una lucha entre el Ser y el
No Ser. Ha sido ganador, entre otros, del Premio “Platero” de la Organización de
Naciones Unidas; Premio Instituto Cultural Latinoamericano, de Argentina;
Premio La Porte
des Poétes de Paris; Premio Centro de Escritores Nacionales, de Argentina;
Lating Heritage Foundation, de Estados Unidos; Certamen de poesía en castellano
Tamariu; Premio Certamen Internacional de Poesía Lincoln-Martí, de Miami
(Estados Unidos); finalista en el Premio de la ciudad de Segovia y Villa de
Madrid. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, rumano,
portugués y chino. Integrante en varias antologías poéticas de la lengua
española, tiene trece poemarios publicados.
CANTATA
DE LA BLANCA SOLEDAD
Luis Ángel Marín Ibáñez ©
su silencio busca el pañuelo
de la lámpara apagada,
y el blanco sextante
que reduce los desiertos.
Cuando el Ser no se pertenece
la sombra del desierto
puede ser una caricia.
Retirarse a Sí mismo
semeja volver al refugio
donde nunca habitamos.
Al volar entre los mares
el corazón se siente deslumbrado,
arde el destino
y tiembla la fragua arrodillada.
de la Ausencia
un himno ojival
y la ofrenda simulada en el Poema.
Demasiadas veces
al otro lado del comienzo
o al final,
la luz y la oscuridad
no nos reconocen.
BALADA
DEL PLOMO Y LAS HERIDAS
Luis Ángel Marín Ibáñez ©
Hoy las penumbras no quieren rezar
y extienden el fuego entre los ojos
el último poema
imaginarte descalza por la Ausencia
La luna se ha convertido
en un soliloquio que me cerca
Habito en el páramo
donde los besos han olvidado cantar
Solo el crepúsculo me presta
angostos retablos
que devuelven a las horas sus
colores
Cambiar el santo y seña
ha sido partir el corazón
en tres mitades
Tu nombre tiene forma de campanario.
ELEGÍA
DEL HOMBRE DESHABITADO
Luis Ángel Marín Ibáñez ©
Rescatada la palabra
gota a gota la belleza vuelve
a pronunciar su nombre.
El crucifijo es tan regio
que no necesita de invenciones.
Y las fechas de la libertad
forman un arcoíris sobre la lámpara.
Al dejar la hiedra tirada
sobre el beso
el amuleto de las sombras
vuelve a esperar al alma a su
salida.
La plata siempre rodea
la cintura del mar
como un blasón sobre el delirio.
Y el éxtasis semeja un padrenuestro
que alarga las alcobas
deshojando la carne
socavada el los sextantes.
Pero demasiadas veces la desnudez
tiene el latido de una estactita
donde el hombre deshabitado
es el epicentro del segundo
nacimiento.
NIELS HAV
(Gudum, Dinamarca, 7/11/1949).
Reside en Copenhague. Existe una interesante colección de poemas, We Are Here, publicada por la editorial
Book Thug, de Toronto. Su poesía y sus relatos de ficción han sido publicados
en varias revistas y antologías, y traducidos al inglés, árabe, español,
italiano, turco, alemán y chino. Viajero en plenitud y amplitud, ha recorrido
Europa, Asia y América del Norte y Sudamérica.
Más sobre sus obras y trayectoria
literaria en Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 10:
MUSULMANES
Y MÚSICOS [1]
Niels Hav ©
Los musulmanes son personas que
creen
en la religión del Islam
algunos de ellos son músicos,
y algunos de ellos son estadounidenses.
Pero no todos los músicos
son musulmanes,
y no todos los estadounidenses
son músicos.
Sí,
—esto es complicado—
las personas son diferentes.
CON
CHARLIE CHAPLIN EN YULIN [1]
Niels Hav ©
Se ha dicho que la Gran Muralla China
puede ser vista desde la luna
—costoso y complicado verificarlo—
pero se puede dar por sentado
que la luna se ve desde la Gran Muralla.
Cuando Charlie Chaplin conoció a
Genghis Khan un día en Yulin
se detuvieron en la gran muralla o
en la torre vigía Zen Bei Tai
para escrutar la luna e intercambiar
principios:
“La mayor felicidad está en el
triunfo sobre los enemigos, arrasarlos,
tomar sus esposas e hijas”, dijo
Genghis Khan.
“Lo siento, no intento ser
emperador”, repuso Chaplin,
“ese no es mi asunto, intento vivir
para la felicidad de otros”.
A diferencia de la luna que es una
metáfora para el amor y el anhelo,
todos los imperios declinan al
final.
Ahora Genghis Khan es un asado
mongol y
Charlie Chaplin está muerto. Dios
con buen sentido del humor
creó este mundo, mucha de nuestra
gloriosa historia
es una gran broma. Vamos, no
olvidemos cómo reír.
CONFIDENCIAS
[2]
Niels Hav ©
El invierno es tan brutal,
por eso, es en todo momento
preferible
a los atardeceres histéricos del
verano,
de los que nadie puede resguardarse.
Igual que las mujeres que en la
víspera del sábado siempre prefieren
al tío asqueroso, marcado de por
vida,
en lugar del chico encantador que
puso oreja
a sus confesiones lastimeras.
Yo las entiendo muy bien: solo las
madres
y los estúpidos pueden manejar estas
mucosidades.
Como cualquier persona normal, odia
los domingos de verano;
especialmente el atardecer.
LAS
HORMIGAS MONSTRUOSAS [3]
Niels Hav ©
Tengo la
impresión de que nosotras las
pequeñas
hormigas monstruosas estamos solas
en este
místico planeta.
El universo está integrado por cien
billones de galaxias: nuestra galaxia no es más que espuma de mar en el cosmos.
Si existen civilizaciones sensibles en solo una millonésima parte de esos
planetas, estamos muy lejos de estar solos. Pero, ¿qué está pasando en la Tierra en este momento?
Hace poco fui a una manifestación en
Copenhague en contra del Estado Islámico (ISIS). Llovía, como siempre en
Dinamarca cuando sucede algo importante, pero hubo una buena cantidad de
participantes de todos modos. Sin banderas ni proclamas, caminamos sobriamente
a través de la ciudad, bajo los paraguas, mientras caía la lluvia; caminamos en
solidaridad con las víctimas de esos ignorantes fanáticos. Mientras
avanzábamos, hablé con un par de mujeres danesas de origen turco. “Estamos en
contra de lo que está pasando”, dijeron. “Decapitar es contrario al Islam; es
un invento francés”. Es cierto: durante la Revolución francesa, la
guillotina se empleó con aplicación. Las ejecuciones se convirtieron en un
entretenimiento público, dominaba la histeria y la revolución se hundió en
sangre.
Pero, ¿cómo entender lo que le está
pasando por la cabeza a la gente del Estado Islámico? ¿Se trata de musulmanes
ortodoxos que, de alguna manera, malinterpretaron los principios fundamentales
del Islam? El siglo XX fue un infierno de guerras y conflictos: en Europa, se
intentó reemplazar la religión con ideología, primero con el comunismo y luego
con el fascismo. Hoy, en el siglo XXI, islamistas fanáticos están tratando de
reinstaurar la religión como sistema político, imponiendo una confrontación con
el modernismo y el imperialismo estadounidense.
No puede sino fracasar. Nosotros los
seres humanos usamos la religión como un pilar en el que apoyarnos en un mundo
desconcertante. Sin embargo, la convicción religiosa es una cuestión privada,
no pública. La esencia de todas las religiones y culturas es la misma: poetas,
filósofos, profetas y gurús buscan iluminarnos, mostrarnos el camino hacia la
buena vida, en armonía con el espíritu que rige el universo.
Cortar cabezas no fue un invento
francés; es un ritual humano antiguo y macabro que se practicó en muchas partes
del mundo. En las ciénagas danesas se descubrieron cuerpos que habían estado
allí durante miles de años. El pantano los preservó intactos, y algunos tenían
cortada la cabeza o una soga alrededor del cuello. Este hallazgo de cuerpos en
las ciénagas inspiró a Seamus Heaney, el poeta irlandés ganador del premio
Nóbel, y le proporcionó material para algunos de sus poemas más intensos, con
títulos como “El hombre de Tollund” y “El hombre de Grauballe”. Heaney traza un
paralelo entre esas ejecuciones rituales prehistóricas y la lucha política en
Irlanda durante la segunda mitad del siglo XX. También en la Irlanda moderna la gente
era arrastrada en la mitad de la noche y sufría torturas seguidas de una
ejecución brutal, antes de que sus cuerpos fueran arrojados al pantano.
El conflicto violento entre
católicos y protestantes en Irlanda duró casi medio siglo, y hoy es historia, y
se están recuperando los cuerpos de las personas ejecutadas. Los asesinatos
están siendo investigados. Este año, Gerry Adams, presidente del Sinn Fein, un
partido político líder en Irlanda del Norte, fue arrestado para ser interrogado
en relación con el secuestro y asesinato de una mujer en 1972, y permaneció
detenido durante cuatro días. Adams fue liberado sin cargos, pero se está
compilando un expediente. El proceso de la justicia está en marcha, y aquellos
que sean hallados culpables deberán rendir cuentas.
Los verdugos del Estado Islámico
trabajan mucho: decapitan gente y posan en Internet con las cabezas de sus
víctimas. Es macabro, pero vale la pena notar que, en sus actuales esfuerzos,
estos yihadistas no se quedan satisfechos con decapitar a los vivos. También
tienen tiempo para atacar las estatuas de poetas y filósofos muertos hace mucho
tiempo. Se trata de una extraña clase de respeto, pero, al menos, muestra que
estos vándalos atribuyen una importancia crucial a la palabra escrita.
Durante el conflicto en Siria, un
grupo yihadista decapitó estatuas del poeta y filósofo Abul ‘Ala al-Ma’arri
(973–1058). Su obra puede llevar las emociones al límite incluso hoy, casi mil
años después de su muerte. Seguramente porque este poeta ponía en duda toda
forma de religión pública, al-Ma’arri sigue siendo ampliamente citado por los
ateos árabes modernos. Su escepticismo religioso se expresa en un poema que
sostiene lo siguiente:
La humanidad sigue a dos sectas mundiales:
Una, inteligentes sin religión,
la otra, religiosos sin intelecto”.
No es de extrañar que esto molestara
tanto a los islamistas rabiosos, que consideraron necesario decapitar las
estatuas de este poeta, que estaba tan adelantado a su época. En su famosa obra
en prosa conocida como La epístola del
perdón (Resalat Al-Ghufran), Abul’ Ala al-Ma’arri visita el paraíso y se
encuentra con poetas árabes del periodo pagano, lo cual contradice la doctrina
musulmana, que sostiene que solo aquellos que creen en Dios encontrarán la
salvación. Debido a este aspecto de la obra de al-Ma’arri, esta ha sido
comparada con La divina comedia de
Dante, que apareció cientos de años después.
Tal como sucede hoy en Irlanda, los
verdugos del Estado Islámico serán juzgados tarde o temprano. Déspotas e
imperios desaparecerán; los asesinos despiadados y los sistemas políticos
violentos solo duran un tiempo, y luego el régimen se derrumba desde dentro,
como si, en su estructura más profunda, la realidad estuviera regida por la
razón. Quizás, después de todo, Dios esté metido en el asunto.
Cada mañana, cuando nos levantamos,
tenemos que decidir por nosotros mismos si queremos ser parte del problema o
parte de la solución: una hormiga monstruosa o un ser humano. La tierra, el
sol, la luna, los planetas, las estrellas son espuma de mar en el cosmos. Las
galaxias se alejan unas de otras a velocidad vertiginosa. Ustedes y yo somos
parte de esa aceleración: la chispa de la vida también late en nosotros. En
nuestro pequeño cerebro, con su delgada cáscara, hay oportunidades
maravillosas. Estar vivo es un milagro.
Las dos sectas universales
al-Ma’arri ©
Todos yerran:
musulmanes, judíos,
cristianos y
zoroastrianos:
La humanidad sigue a
dos sectas mundiales:
Una, inteligentes sin
religión,
la otra, religiosos sin
intelecto.
El engaño de los ritos sagrados
al-Ma’arri ©
¡Tontos, despierten!
Los ritos sagrados para vosotros
no son sino un engaño
concebido hace tiempo por hombres
que codiciaban riquezas
y obtuvieron lo codiciado
y murieron en la bajeza…
y su ley es polvo.
[1] Traducción de Julián Hernández
Cajamarca.
[2] Traducción de Sergio Bad.
[3] Traducción del inglés al español de
Judith Filc.
HUMBERTO SILVA MORELLI
Odontólogo, profesor y poeta. Nació
en 1927 en Chile. Vive en Santiago. Fue docente en la Facultad de Odontología y
después en la de Medicina. Dictó clases hasta 1982. Colaborador y columnista en
Anajnu. Como poeta ha sido distinguido por la Unesco , al ser incorporado a la lista de poetas
reconocidos por dicha entidad.
DENTRO DE CADA CORAZÓN
Humberto
Silva Morelli ©
Dentro
de cada corazón
late
la belleza del vivir…
para
sentir
la
creación
mil
veces repetida…
mil
veces renacida
Corazón
creación
ilusión…
forman
la vida amada
enamorada…
que
viene amarrada
con
una flor.
Y
así fluye la ilusión
como
un río embravecido…
que
se deslumbra
en
los brazos de Cupido…
con
sueños de amor.
SIN SABER
Humberto
Silva Morelli ©
Sin
saber
no
existe el querer.
Sin
sapiencia
no
existe la ciencia.
Un
país sin amor
es
un país de dolor…
que
no tiene sabiduría…
que
no tiene corazón.
Es
un país cuya agonía…
ignora
a la razón…
porque
tiene rabia y rencor…
carente
de amor.
Al
educar
se
logra cambiar
el
rencor
por
el amor.
Al
educar
se
logra amar
y
ser amado…
Se
logra amar
como
ama un corazón enamorado.
ELISABETTA ERRANI EMALDI
(Alfonsine, Ravena, Italia, 1952).
Escritora, guionista y pintora. Ha estudiado en París y Londres. Ha viajado
muchos años por todo el mundo como asistente de director de cruceros, gerente
de tienda, intérprete, guía turística e inspectora. En 1992 la prensa de su
país ha prestado mucha atención a la novela Los
artesanos del amor. En 1998 ilustró dos libros del escritor Peter Seddio.
Obtuvo ocho premios importantes,
entre otros el internacional “Los Protagonistas de 1998” por su poemario Yo, ¿quien soy? Los candidatos de este
último premio (solo veinte), fueron seleccionados entre un centenar de
escritores de gran nivel. Ha recibido otros cuatro premios internacionales por
sus novelas y sus respectivos guiones.
Sus obras han sido leídas y
comentadas en varios programas de radio y televisión de diversos países. Se la
ha entrevistado por sus obras en diversas oportunidades. Dibujos y poesías de
su autoría han sido publicados en varias antologías y revistas en Italia,
España, México, Perú, Argentina, Canadá y Estados Unidos, entre otros.
EL
MILAGRO DE LA CREATIVIDAD
Elisabetta Errani Emaldi ©
Genialidad, chispa del amor Altísimo
que contagia el inconsciente del
hombre, que vibra
de buenas intenciones hacia la
creación.
Ingenio, flor de loto
resplandeciente que danzas
suavemente sobre el corazón de los
poetas,
narradores, músicos y de todo
aquellos espíritus en conexión con la Luz.
El milagro de la creatividad
se desarrolla en las mentes libres,
libres del miedo y las barreras,
las que han abierto las puertas de
cristal
a la evolución de sus almas.
Elisabetta Errani Emaldi ©
Las verdadera amistad florece del
corazón,
de quien reconoce el alma antigua,
del eterno compañero de luz, con la
que
ha vagado por los océanos de la
multidimensionalidad y de la vida.
La amistad es la sonrisa del alma
que recuerda el espíritu, compañero,
eterno, el de siempre.
El amigo es amor cuántico e infinito
de quien reconoce el Divino del
uno en todos, del todo en uno.
EL ALMA
EN PENA DE CHARLES BAUDELAIRE
Elisabetta Errani Emaldi ©
Tu vida fue como la de un ángel
caído,
secuestrado por la oscuridad,
atraído por la espiritualidad,
evasivo a través de las nieblas de
los páramos,
aparecías entre los prados verdes,
iluminados por el sol de la mañana.
Aunque los sentimientos que te
inspiraron fueron
puros, románticos, solías expresarlo
en una
nueva forma, a través de unos
símbolos que reflejaron
las sensaciones del mundo
inconsciente.
Desesperado poeta,
en tanto aspirabas a la liberación
del alma, te dejaste atraer por el
deteriorado mundo
metropolitano y moderno,
encantado y seducido por los Edenes
ilusorios,
perseguido por la maldición
y el vicio, caíste al abismo.
Alma en pena, abriste el camino a la
simbología
y al experimentalismo.
Fuiste el poeta de la ciudad
frenética, pervertida,
la de los vicios, la de las miserias
de los hombres,
pero también en busca inquieta de lo
ideal,
una forma de escapar de la vida
monótona y repetitiva.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 77 – Junio de 2018 – Año IX
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral
Exp. 5347864 del 20/10/2017, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.
Propietario y Director: Héctor Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 75:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/12/ Colaboradores
Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 72:
Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17:
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2014/06/El listado completo de colaboraciones al Suplemento de REALIDADES Y FICCIONES se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite AUTORES.
@RyFRevLiteraria
@RyF_Supl_Letras
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