jueves, 1 de diciembre de 2011

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 51 – Diciembre de 2011 – Año II

Sumario:
• Enrique ARIAS VEGA (España)
• Carlos LÓPEZ DZUR (Puerto Rico – Estados Unidos)
• Alicia BORGOGNO (Argentina)
• Julio RIVERA (Chile)
• Nuria de ESPINOSA (España)
• Alejandro HERNÁNDEZ MURILLO (México)
• Siria EVANGELISTA (Italia)



ENRIQUE ARIAS VEGA

(Bilbao - País Vasco, España, 1943) Periodista y economista español. Diplomado en la Universidad de Stanford, lleva escribiendo casi cuarenta años. Sus artículos han aparecido en la mayor parte de los diarios españoles, en la revista italiana “Terzo Mondo” y en el periódico “Noticias del Mundo” de Nueva York. Entre otros cargos, ha sido director de “El Periódico” de Barcelona, “El Adelanto” de Salamanca, y la edición de “ABC” en la Comunidad Valenciana, así como director general de publicaciones del Grupo Zeta y asesor de varias empresas de comunicación. En los últimos años, ha alternado sus colaboraciones en prensa, radio y televisión con la literatura, habiendo obtenido varios premios en ambas actividades, entre ellos el nacional de periodismo gastronómico “Álvaro Cunqueiro” (2004), el de Novela Corta “Ategua” (2005) y el de periodismo social de la Comunidad Valenciana, “Convivir” (2006). Sus últimos libros publicados han sido una compilación de artículos de prensa, “España y otras impertinencias” (2009), y otra de relatos cortos, “Nada es lo que parece” (2008). Es autor, también, entre otras obras, de la novela “El ejecutivo” (2006), de la que ya van publicadas tres ediciones, de “Ir contra corriente” (2007), “Valencia, entre el cielo y el infierno” (2008) y una antología de semblanzas bajo el título de “Personajes de toda la vida” (2007).




EL CIBERCAFÉ  *
de Enrique Arias Vega  ©

A ella no le gustaba la informática, ni la tecnología, ni la comunicación on-line. Por eso, cuando él le propuso entrar en aquel minúsculo cibercafé para ver su correo electrónico, ella prefirió volver al hotel.
–Te espero allí. Leeré una revista o miraré la tele y así no me aburriré. No sabes lo pesado que te pones con tus chats dichosos.
–Pero mujer...
La del marido sólo fue un esbozo de disculpa. Desde que había visto el coqueto ciber, con su reclamo rutilante en la fachada, deseó fervientemente pasar un rato navegando en internet. No importaba que estuviesen haciendo turismo en aquella ciudad. Total, sólo iba a ser un rato.
Cuando ella, camino de la parada de taxis de la esquina, se giró para ver a su esposo, éste entraba con determinación en el diminuto establecimiento informático.
No volvió a verlo nunca más.
Al anochecer se quedó dormida encima de la cama. No se había cambiado de ropa ni había cenado, esperando que Luis volviese a recogerla. Cuando se dio cuenta de dónde estaba eran más de las 2 de la mañana. Su marido no había regresado al hotel.
Preguntó en recepción. Nada.
Inquieta, pidió un taxi. No recordaba a ciencia cierta la ubicación del establecimiento por delante del cual habían pasado, pero sí la zona donde había dejado a su marido. Empezó, pues, un patético peregrinar en coche por una ciudad desconocida, cambiante, con perfiles hostiles, más inquietante cuanto menos familiar le resultaba.
Tras dos horas de desquiciado deambular en coche, le pareció reconocer el lugar.
–¡Allí! ¡Allí! ¡Al doblar aquella esquina!
–Oiga, que es dirección prohibida...
–No importa, pare en la entrada de la calle.
El taxista, con una obediencia estólida y cansina, dio un giro de volante y se detuvo donde ella le señalaba.
–No puede ser –dijo la mujer, tras un instante de desconcierto.
–Perdón –le respondió el taxista, sin entender lo que quería transmitirle su pasajera.
–¡Si esta tarde estaba aquí...!
–¿El qué?
–El cibercafé.
–Habrán echado el cierre –replicó el hombre.
–No, no. Había un rótulo llamativo y un pequeño escaparate con ordenadores y esas cosas.
–Lo que le digo. Habrán echado el cierre para que nos les roben, que ésta es una zona peligrosa a estas horas.
Desconcertada, la mujer decidió volver allí cuando fuese pleno día. Las cosas se ven más claras entonces que a las cuatro y media de la madrugada. Tomó nota de la dirección y esperó en el hotel, despierta, a que se iniciase el horario comercial.
Su marido no regresó en lo que quedaba de noche.
A las diez en punto de la mañana, tras una ducha y tres cafés, sin ningún síntoma de fatiga, ella estaba allí, donde la víspera había un cibercafé y ahora sólo quedaba un pequeño local vacío y deteriorado, con un modesto cartel: "Por alquilar".
Preguntó a una mujer que pasaba:
–No recuerdo que haya habido aquí una tienda como la que usted dice –contestó la otra–, pero yo no frecuento mucho este lugar.
El portero de una casa en la manzana contigua tampoco fue más explícito.
–No creo. Me suena que ese local lleva vacío bastante tiempo. Una vez hubo allí una mercería.
Más que cansancio le entró una súbita sensación de impotencia. De desánimo. Nadie de los que pasaban por allí le aclaró nada de nada.
Llamó al hotel. No había ninguna noticia de su marido. Notó un ligero desfallecimiento. La policía. ¡Eso es! ¡Tenía que acudir a la policía!
En la comisaría debió esperar que atendiesen a otras personas. A esas alturas, el cansancio, el nerviosismo y el desconcierto le hicieron expresarse con dificultad cuando le llegó el turno:
–Ha desaparecido... La tienda ya no está allí.
Al final, alguien pareció entender lo que estaba sucediendo.
–O sea, que usted ha perdido a su marido.
–No, no. Él ha desaparecido dentro de un cibercafé que no existe.
La frase no podía ser más absurda.
Vuelta a empezar. Percibió el cruce de miradas de su interlocutor con otra persona que debía estar a su espalda. Era evidente que no la tomaban en serio. Para salir de aquel atolladero absurdo, preguntó finalmente al policía:
–¿Pueden venir ustedes conmigo al lugar donde ha desaparecido mi marido?
Un coche patrulla la llevó a la dirección que tenía apuntada en un papel arrugado y casi ilegible por su manoseo nervioso. El triste y abandonado local no dio ninguna pista.
–Aquí abren comercios y los cierran en dos días, qué quieren que les diga –obtuvieron del propietario de una tienda próxima.
–Sí, allí hubo hace poco una librería esotérica –dijo un vecino.
Fue todo lo que consiguieron.
De vuelta en la comisaría, el policía de antes –¿un inspector?– estuvo más amable. La mujer había envejecido varios años en pocas horas. Era evidente. De ahí, quizás, la compasión del paciente funcionario.
–Aparecerá, no se preocupe. Estas cosas ocurren...
–Pero el cibercafé estaba allí –repetía la mujer como un sonsonete, estrujando entre sus manos lo que quedaba del papelito con la dirección del establecimiento que se había desvanecido en el aire.
–Pondremos el nombre de su marido entre los de las personas desaparecidas y eso será definitivo para resolver el caso.
El hombre trataba de insuflar alguna esperanza, aunque maldito si lo parecía. Otro compañero que acababa de entrar en la oficina se volvió, movido por la curiosidad.
–¿De qué se trata? –inquirió.
El inspector que atendía a la mujer se lo llevó a un aparte, donde ella no pudiera oírlos:
–Nada. Una pobre mujer que dice que su marido ha desaparecido en un cibercafé que resulta que no existe. Ya ves
–¿Cómo que no existe?
–Pues que ella dice que él estaba allí, en la calle del Serrallo, en un local vacío, y cuando hemos ido al lugar ni existe el tal cibercafé ni hay indicios de que halla existido nunca.
El recién llegado enmudeció. Arrugó su frente en un ejercicio físico de concentración mental y comenzó a palidecer. Acabó mirando a su compañero con dos ojos grandes como dos faros.
–¿Quieres ver una cosa? –dijo al cabo de un rato. Y llevó al otro hasta un archivador de su propio despacho. Sacó dos expedientes.
El primero decía: "Desaparición en un presunto bar de la calle Pintor Quintana. No se demuestra que exista tal bar". En el segundo podía leerse: "Denuncian que entró en un estanco y no volvió a salir. Los vecinos dicen que no hay tal estanco".
–¿De cuándo son estas historias?
–Una de hace cinco años, y la otra, de dos.
–¿Y...?
–Pues que nunca ha vuelto a saberse nada más de los desaparecidos.
–¿Tú qué crees?
–Yo no creo nada. Lo único que veo es que ahora es la tercera vez que sucede lo mismo. Y los tres casos han ocurrido en la misma zona.
El inspector sabía, sin verlo, que la mujer sentada ante su mesa, allá al fondo no les quitaba el ojo de encima a través de la cristalera. Así que procuró esbozar una sonrisa tan falsa como los rolex que venden los chamarileros:
–¿No hay ninguna pista? –preguntó, manteniendo su expresión de hipócrita optimismo.
–Ninguna. Ya ves que se trata de casos cerrados.
–¿No serán, simplemente, maridos que desaparecen para huir de sus mujeres?
–Pudiera ser, pero no lo creo. En ambos casos se trataba de parejas que se llevaban magníficamente ¿Y tú qué opinas de este otro asunto?, ¿piensas que él quería largarse?
–No lo sé. En principio, no lo parece. Ella está muy segura de haber visto el establecimiento.
Entonces, por un momento, le acometió como una premonición y vio, dentro de un año, o dos, o tres, a un par de inspectores como ellos hablando allí mismo de un nuevo caso de desaparición absurda. Uno de los dos se acordaría de lo de ahora y exhumaría el cerrado expediente del cibercafé para comprobar que tampoco entonces se había averiguado nada. Diría a su compañero:
–Un caso muy extraño. Jamás se volvió a tener noticias del marido...
Aquella nítida anticipación del futuro lo descorazonó. Lo único que se le ocurrió para justificarse, en su impotente desesperanza, fue girarse hacia la mujer que les miraba expectante a lo lejos y sonreírle como si todo fuese yendo fantásticamente bien y ellos estuviesen a punto de solucionar el caso.   

* Accésit del Premio Ediciones Beta de Relato Corto (2005).



CARLOS LÓPEZ DZUR

Narrador, poeta y filósofo nacido en Puerto Rico y residente en Orange County (California), Estados Unidos. Caribeño, con visión hostosiana y bolivariana, es candidato doctoral en Filosofía Contemporánea en la Universidad de California, Irvine. Cursó sus estudios en Literatura Comparada e Historia Latinoamericana en la Universidad de Puerto Rico; obtuvo dos M.A. 'Summa Cum Laude' en Montana State y San Diego State University. También hizo estudios graduados en Filosofía Contemporánea, siendo discípulo de los filósofos Alfred Stern y Martha Nussbaum.
Su libro “El Hombre Extendido” fue laureado en el Certamen Literario Chicano de la Universidad de California, Irvine, en 1986. Anteriormente, fue premiado su libro de ensayos y poemas “Cuaderno de Amor a Haití” por el Liceo Iberoamericano de Cultura de Los Ángeles; posteriormente ganó varios premios en las categorías de ensayo investigativo sobre temas cubanos y de poesía por textos de su libro inédito “Tantralia”, reconocido por la Casa de la Cultura de Long Beach en 1996 y 1998. Fundó y dirigió en San Diego la revista multicultural “Sequoyah” junto a los profesores César A. González, Dr. Juan Manuel Bernal Becerra y Dra. Ivon Gordon-Vailakis, publicación que continúa en versión virtual.
Su primer libro fue “Sarna de la ira parda” (Editorial QeAser, 1980), cuentos; al que siguieron “La casa” (1988), poemas, y dos ediciones de “El Hombre Extendido”. Publicó las novelas “Simposio de Tlacuilos” (Editorial Nuevo Espacio, New Jersey, 2000) y “Las máscaras del tabú” (Great Unpublished, South Carolina, 2001). Sus libros más importantes están inéditos en papel, pero se han compartido extensamente en sus bitácoras y en innumerables revistas electrónicas, incluyendo Desde El Límite, Tertulia de Mizar (Puerto Rico), El Perro Andaluz, Adamar (España), Isla Negra, Argos (México), Muestrario de Palabras, Letralia, Mondo de Kronhela (Argentina), Parnassus, y otras. Entre ellos, están “Teth, mi serpiente”, “Tantralia”, “Heideggerianas”, “El libro de la guerra”, “Leyendas históricas y cuentos coloraos”, “Época de San Sebastián del Pepino”, “Canto al hermetismo”, “El ladrón bajo el abrigo”, “Memorias de la contracultura”, “Manual de filosofía para incrédulos” y las novelas “Para matar a los dioses”, “El pueblo en sombras”, “Diario de Simón Güeldres”, “Berkeley y yo”, entre otros.
Sobre su obra ha dicho el crítico y poeta Joserramón Meléndes: “Lo que haya que decir de Carlos A. López se dirá de su prosa. Sus cuentos retoman la altura de la mejor tradición puertorriqueña que conocimos hasta Luis Rafael Sánchez”. El antropólogo mexicano Luis F. Cariño Preciado, al reseñar su poemario La Casa, anotó: “Cuando uno viaja por las letra de López Dzur quisiera oírlas pronunciadas por él y de inmediato comentarlas. El manejo que hace del lenguaje es tan nuevo... nos tiene acostumbrados a un nuevo manejo del idioma, a una novedosa forma del lenguaje, gracias a la cual nos transporta a originales interpretaciones del todo y sus partes. Leer sus textos es someterse a una ráfaga de ideas y pasajes mentales contrarios a sí mismos y entre sí, pero consecuentes en la esencia”. El laureado poeta puertorriqueño Vicente Rodríguez Nietszche comentó sobre la poesía de López Dzur: “Tus poemas están escritos con verdad y sustancia vitales que podemos llamar poesías”.
De su libro “El hombre extendido”, el poeta Juan Manuel Pérez Álvarez ha dicho: “Tengo que decirle, pues faltaría a la verdad si así no lo hiciese, que siempre me ha gustado su poesía, esencialmente simbolista y moralizante pues todas las obras de arte lo son... como el mensaje sublimado de la cultura de la 'globalización' ... Si Ezra Pound fue confuso muchas veces, usted logra una lucidez más nítida y menos politizada. El Hombre Extendido es uno de sus libros que más aprecio porque me parece un resumen de la mayor parte de su producción. Solo el título ya me parece muy sugerente”.


CARTA A GEORGE
de Carlos López Dzur ©

al loco de George Bataille (1897 – 1962)

“Y bien, morimos
Millones de años
para la muerte, para una dignidad
extraña, en cierto modo
ajena. Pero el tema
es más ambicioso
que el pensamiento
y se pudre ahí mismo”
                Joaquín Giannuzzi (poeta argentino)


1.

Si hay que morir, porque somos basura,
que se muera,
si es deber, que se cumpla, y nos decapitamos.
Jódase la vida de una vez por la esperanza
pero vamos a salvar al último dios,
al otro que renace con resolución y voluntad
más vivas que la que nosotros empeñamos
sin cuajar con deseo transgresoramente lúcido.
Luchar por otro.

Ellos sí alzarán el comienzo del pensar,
descubrirán el tránsito a tal comienzo.
Ellos no se asustarán por nada,
como nosotros, miopes en la historia del ojo,
adoradores del Señor A La Mierda,
amo de ajenos y propios excrementos, Lord Auch.

Vamos a dar la oportunidad
al sol sobre la tierra y no al olor
del huevo pudrido o el ojo vago
que no resiste que lo encandile un rayo,
temor a quedarse ciego
con tanta luz; pero aún en lo oscuro
hay luz, George.
Luz oculta para el otro comienzo
y un pensar según la historia del ser.

Si para entender el poder que se despliega.
hay que morderse en la esencia como en el güevo
y sacarse el ojo hasta ver
la impotencia, el sometimiento, el rostro
de quien predica su nivelación y,
desde su propiedad y sistema, nos escupe,
que sea,
pero en el ínterin tenle odio, George,
y busca la nueva soberanía
para que renazca algo mejor.

Ay cabrona vida que anuncia la muerte,
vida-filfa, siempre producto de descomposición
desde sí y síndrome de albúmina
y huevo en corrupción, pero la vida reincide
y se pone en circulación con substancias necesarias
y necesaria es la incesante venida al mundo
de nuevos dioses como los que no pudimos ser
porque Dios habló poco y pendejamente
a nuestros corazones, a nosotros que apetecíamos más
y instruyó la vaga idea
de que el infierno es la vida.

George Bataille, hermano, no lo es. De la razón /
racionalidad cartesiana / kantiana / hegeliana /
cualquier razón lógico-deductiva-formal
ese viejo diosito del culo de su madre
se burló y hoy apenas entendemos
cómo el erotismo aprueba la vida
hasta en la muerte y la razón nos embroma.

Y cómo vas tú, fascinado con el sacrificio humano
tanta violencia / tanto caos en locura /
y este desfile de zombis, acéfalos /
secretamente descabezados
en el alma, sin que nunca aparezca el verdugo
para desloncar la fuerza / pasión / erótica verdadera,
pero sí los criminales por indemnización.
Estos de oquis abundan.


2.

“¿Cómo podríamos, lúcidos, no verlo? ¡Todo nos lo indica! Una agitación febril en nosotros pide a la muerte que ejerza sus estragos a nuestras expensas: George Bataille

Toda la vida es un libro de angustia,
“suma de los malentendidos”
a los que dimos ocasión y arrimamos leña,
inconformidad o la guasa sumisa que evade
el poco gasto, el despilfarro inmenso.

A veces ni queremos ni la miseria ni la abundancia
por causa de un día en confort sin el vicio o el lujo
del aniquilamiento, imaginación isalvaje,
letras de erótica
y qué mamífero cabrón es quien quien se queja
contra las cantidades locas de energía
en aras de no querer la muerte,
o quererla a cuentagotas,
aplazada hospitaliciamente;
pero si hay que quererla, George
si hay que morir, con mucha o poca energía,
que se muera, si es deber,
que se cumpla, valga la esperanza
de salvar al último dios,
escribiéndolo porque es
buscar de algún modo la suerte.

Si hay que mascar vegetales, defecar
cagarrutas verdes, amontonar substancias disociadas
para que los últimos dioses hervíboros traguen
la substancia vegetal viva,
“antes de ser ellos mismos comidos,
devorados por carnívoros”, que se cumpla.

Venga el Depredador Feliz y el Sacerdote
del Dios antiguo, y sea el pequeño dios,
poeta del obrero y del sobreviviente,
preso de las hienas y de los gusanos.

Púdrase de una vez el misticismo del pecado.
Váyase de una vez de la economía restringida
a la economía general de los Tragones saturninos,
Dragones de la prodigalidad y la noción de gasto.
De la muerte al tránsito
hacia una ontología y ética que vea
que ni la razón manda del todo
ni el trabajo da la eterna dicha.

Vamos a ver lo nuevo del último dios
porque o del viejo ya demasiado sabemos.
Hemos sido el excedente destinado a la destrucción.
Le vimos el impulso irrefrenable y salvaje
a la constante producción de lujuria
y hedonismo cuya fuerza nos doblega


3.

“Morimos, algo extraño,
pero siempre después.
Y sin embargo hay hombres,
hombres en todas partes,
sobre todo en la tierra.
Multitudes, máquinas,
cerebros secos al amanecer,
el viento, una rosa en la mesa
y café. Todo esto
consagrado a la luz; la muerte
no es natural” (Joaquín Giannuzzi)

Pero estamos en el marco del agotamiento
del divino capitalismo planetario
y la razón divina es el espejo roto
y nosotros una mofa desloncada en el espejo,
cuello roto / machetazo/ horcas
para hacer que se cultive la acefalía
que, si bien produce más energía
que la necesariamente subsistencial,
¿que produce para el hombre, qué semilla que merezca
caer en el hoy de la  tierra?
¿a dónde va el zombi que no quiere el último dios,
sino el dios viejo? quién lo sabe...

Estamos sin cabeza en el desierto de Dios,
en campos minados, en Bagdad y Beirut
por excedentes inútiles / derrochando a muerte
el alimento de vida y en enorde del gasto improductivo
de las exuberancias.
y la vida verdadera puede que esté
más allá de los límites
de poderes profanos del trabajo,
de la violencia del ser de razón
y movimiento que somos mas no puede reducir
pues siempre excede sus prohibiciones y tabúes,
a la explicación que da a la eclosión
de los mundos sagrados
y la apertura espacio-temporal de lo que pudo
ser su risa y su amor, ternura y esperanza.

No por este acabamiento de subjetividad / metafísica /
que descabezara lo representativo
y nos dio la orfandad,
el abandono del ser
en tránsito de comienzo y ocaso.


4.

Si hay que morir, porque somos basura,
o no entendemos la función del 'potlatch'
o el Todo o Nada, o la empatia / einfühlung
por risa de la hiena, que comunica “hambre
de vida tengo y sufro como el hombre”,
que se muera.
Si es deber, que se cumpla y se muera
y, si no se cumpliera la muerte.
mal que bien nos decapitamos
aunque hacerlo sea más atroz
que lo aprendio y predicho.

Si no sabemos a qué llamar desafíos
de contemporaneidad por asco a viejos dioses
y formas dilapidatorias, jódase la vida de una vez
con o sin la esperanza,
pero si vamos a salvar al último dios, váyase
ecuménicamente sigiloso
hacia un pensar intercultural entre hienas.

En predios poscoloniales, sigue la sombra
del Depredador feliz, vigilado por ellas.
En tono de la risa, la edad de la niñez
se dice. En variaciones
en la frecuencia de notas,
la agonía clama sus estados sociales,
su identidad y su dominio
y factores plurinacionales, la hiena
se dibuja ante el zombi que la espanta
y puede ser su víctima o verdugo.

Quien crea en la reciprocidad, aprenda
de las hienas y los simiios / innere nachahmung
la mímesis interna, compartir pasivo, disimulo.
El último dios está pendiente y desesposeso
y pobre y calmo, pero tiene la fe.
Será el ayudante, incitador callado,
en mímica de mono, en apatía de hiena,
pero será el maestro de colaboración compensada
y van a hacerle caso aunque sea el carroñero.


5.

¿Qué haremos ante la Gran Ramera
del derroche militar, idolatría del ego.
acefalía intelectual del capitalismo planetario?
¿George, qué haremos con todos los malentendidos
quienes somos poetas, zorros o hienas
de bajo perfil, pero no miopes?
¿Qué haremos, hermano?

Con dos ojos buenos vemos en lo oscuro
y con garganta vibratoria comunicamos
que apetecíamos lo justo, conveniente,
digerible, reciprocidad, no más que eso para ser
soberanos, últimos dioses / profetas...
No dijimos que hay infierno.

Miestro ojo vio al sol / lo quiso /
y no fuimos ratas de agujeros, esclavos de espectros
en cavernas, sonámbulos. Ninguna pared
nos engaña con siluetas como luz que ataja
la forma en la sombras. Y no creímos
a quien nos dio la vaga idea
de que el infierno es la vida.

George Bataille, hermano, no lo es.
No lo creemos todavía y por eso escribimos.
Por la suerte de querer confirmarlo.
Meditar el ser en el día y la noche.

De la razón de ese viejo diosito, nuestra risa
de hienas, nuestras mañas de zorros.
Al final, esta memoria de transgresión de ambos.
Este mapa / itinerario / hacia días de tránsito
del ser por la vía en que se imparte
la socialidad / empatía a los primates,
cognicion social / rudimentos naturales /
darwinianos / a los ahuyentados
por la fuerza bruta / temible / de la muerte,
seres con alma de avestruz,
seres violentos que no aprenden
ni la imitación neonatal del mono-sabio...

Del libro inédito “La revolución profunda” de Carlos López Dzur.



ALICIA BORGOGNO

Docente. Nació en 1947 en Cañada de Gómez (Santa Fe), Argentina, donde actualmente vive. Allí colaboró y participó en la Revista Literaria “La ciudad distante”. Fue también tesorera de SALAC, cuando pertenecía al taller de literatura “Cora Cané”. Concurre a encuentros de escritores, publica en revistas, en blogs de reconocidos autores, en antologías a nivel internacional y nacional e intervino en exposiciones de poemas ilustrados. Obtuvo numerosas distinciones nacionales e internacionales; entre ellos la publicación de su primer libro de poemas “Madura de Sueños” (2005) en un certamen organizado por Editorial Dunken (Buenos Aires), presentado en noviembre del mismo año. En la actualidad integra el grupo literario “Alternativa” de su ciudad.
Distinciones logradas en diferentes certámenes de poesía o narrativa:

Primer premio:
• II concurso literario nacional ERSA, San Lorenzo (Santa Fe), 2004.
• Concurso ECA, ciudad de Córdoba, 2005.
• Ciclo de Narradores y Poetas de Rosario, 2008.
• Asociación Nosotras, Rosario, 2009.
• Centro Cultural Cristina de Fercey, Mar del Plata, 2010.
• Ciclo de Narradores y Poetas de Rosario, 2011.

Segundo premio:
• Concurso literario Alfonsina Storni, El Talar (Bs. As.), 2007.
• SALAC - Villa Gdor. Gálvez, 2008.
• SADE - Zárate (Bs. As.), 2008.
• SALAC - Aimogasta (La Rioja), 2009.
• APEA, Aimogasta (La Rioja), 2010.
• SADE - Marcos Juárez (Cba.), 2011.

Tercer premio:
Asoc. PAIS, Firmat (Santa Fe ), 2003.
Certamen Nacional Leopoldo Lugones, Necochea (Bs. As.), 2010.

Además cuenta con numerosas menciones en Argentina, como también en España, Uruguay, México, Perú y Brasil. En este último país por concurso de Trova.


EN ALGÚN LUGAR
de Alicia Borgogno ©

Voy sin mí…
Me quedé sin querer
            en algún tiempo,
                        sin pasos para andar.
Me dejé hilvanada
            en algún rincón,
sin alas para estrenar otros vuelos.
Voy sin mí…
porque ayer me olvidé
            en algún hueco,
tratando de no estar,
            o de esperar
                        hasta nacer de nuevo.



JULIO RIVERA

(Santiago, Chile, 1985). Escritor, gestor cultural, periodista.
Contar lo que está más allá de la lógica a determinados sucesos obliga a este escritor de cuentos fantásticos a explicar que la vida puede guardar un mundo paralelo.
La banalidad de nuestra época motiva a Rivera a crear en sus personajes la sensación de que son frágiles a hechos tan ilusorios como encontrarse en otro tiempo. En sus cuentos no existen jerarquías.
Ha participado en numerosos concursos literarios en el extranjero. Primer lugar en el concurso de cuentos “VitaJoven”, 2004; finalista en la IV Edición Premio “Biblioteca Fimba” de Narrativa Breve 2011 (Brasil) y en el concurso de cuentos Bicicultura 2010 (Chile).
Pertenece a la comunidad virtual Letras Kiltras y forma parte de los más de cuatro mil escritores del directorio de la Red Mundial de Escritores en Español, REMES. Ha publicado en las páginas literarias chilenas Revista Cinosargo, Río Negro y Dos Disparos; y en Palabras Diversas (México/España).
Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos.





LOS NARANJOS 360
de Julio Rivera ©

"Muchas veces, después de vivir largamente en un país, cuando nos marchamos de él, saturados de su esencia y creyendo que ya lo sabemos todo, es cuando nos ofrece las facetas más inesperadas y nuevas." Goethe

Se miró en el espejo deteniéndose en cada detalle del reflejo. Logró llegar al punto de auto admirarse y, como un impulso, Roberto abrochó los siete botones de la camisa para clausurar el arreglo en la tenida del trabajo. Le gustaba vestirse con camisas, porque le daba un aire más formal, por lo demás el poco dinero que ganaba prefería gastarlo en buena ropa. Si hubiese tenido una familia, probablemente la inversión en los hijos habría sido mayor.
Dejó flotar ese suspiro habitual intentando alarmar a un oído inexistente para que le prestara atención. Sólo el murmullo hiperquinético de la televisión simulaba responderle. O eso creía él. De vez en cuando alcanzaba a escuchar la voz de sus padres desde el más allá. Los dos fatales disparos en el robo, le impidieron almacenar las últimas palabras dedicadas a él, su único hijo.
A la entrada de la puerta lo aguardaba Karito, su única compañera en el último tiempo. Su pereza apoyada en su abrigo y un ronroneo furioso eran un panorama ideal. El blanco resplandeciente del pelaje felino, que insistía en el contraste con el negro doctrinal de la noche, alcanzaba a asomarse por la puerta de entrada.
Lo habitual era que sufriera el desalojo y siguiera a Roberto hasta el colectivo, pero el rumor del viento frío, obligó a la gata a encadenarse en el interior del hogar.
Encendió el automóvil y especuló en silencio el destino incierto para esa noche. Antes de colocar primera, dibujó la señal de la cruz en su rostro y se blindó en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y se entregó a esa fe con un beso profundo en los dedos.
Después Roberto posó sus ojos estáticos en el parabrisas dibujando el trayecto, como tratando de descubrir entre la oscuridad al primer pasajero. La noche era relativamente normal, así lo proyectó en las tres primeras esquinas, que eran las más conflictivas del centro de la ciudad. Por lo general se dirigía allí, porque era el lugar en el que los peatones deambulaban desamparados y sometidos a un miedo fortuito. Pero él no sentía temor.
La primera carrera fue la de un borracho desorientado que provocó el enojo de Roberto ante la vaguedad de su destino. Aguantó la cantidad de metros suficientes para confirmar que perdió ese traslado. El segundo consistió en un cincuentón atormentado por sus deudas, que se dedicó a traspasarle sus desgracias a Roberto. El taxista agotado de tanta calamidad aconsejó –de forma sutil– que mejor asistiera a un consejero y que no anduviera malgastando dinero. De pronto se acordó de su gata, no supo por qué, pero la invocación de la desgracia de ese hombre dibujó la soledad voluntaria a la que se aferraba.
En la siguiente luz roja, una señorita de rico perfume y vestido ajustado detuvo al taxista. Regaló un buenas noches dulce, profundo y delicado. La mirada de la mujer era ausente y triste. Estacionó su nostalgia en el trayecto que el taxi iba dejando atrás, cuyo paisaje era contemplado por ella a través de la ventana.
–Lléveme lejos, muy lejos –ordenó la mujer. Roberto alcanzó a espiarla por el retrovisor. Sus ojos lograron ocultarse, antes que sus miradas se conectaran a través del espejo. La recriminación de Roberto por el nebuloso trayecto de la pasajera agonizó en su garganta. Vio a la chica tan fina y acomodada en el asiento trasero, que se arrepintió de contestarle alguna idiotez.
–¿Para dónde va? –racionalizó cuando se cercioró que su mirada estaba fija en él.
–Vamos a la Plaza de la Necrópolis –respondió resignada. El grito grave del motor no dejó escuchar el sollozo íntimo de Soledad. Una lágrima cayó desesperada y corrió por su mejilla derecha y Roberto prefirió desatenderse. Con los años su insensibilidad le había enseñado a dedicarse sólo a manejar. En algún minuto tuvo conciencia que los taxistas eran el paño de los lamentos de sus pasajeros, acaso previendo que nunca más los volverían a ver y que ese lamento circularía libre por la ciudad. Era como escupir en la roca de una montaña, siendo imposible volver a identificar ese pedazo de piedra en medio de la cordillera. Pero con el tiempo logró comprender que no podía cargar con problemas ajenos. Ahora, sin embargo, la alicaída presencia de Soledad, provocó el interés de Roberto. De pronto, en la mitad del trayecto confesó su pena.
–Esto es tan injusto… la verdad no tengo miedo, pero nunca pensé que iba a llegar el día–. La confesión fue trivial, pero bastaron esas palabras para sorprender a Roberto. Descolocado en su propio escenario hizo como que no escuchó.
–¿Cómo dice señorita? –El suspiro fue profundo e intenso. Quedó en silencio como tratando de fabricar la frase correcta para expresar su dolor. El taxímetro centellaba cada 200 metros y su palpitar era como la medida de las pulsaciones de tristeza de la pasajera. De pronto volvió a insistir con esa parsimonia que le mostró desde que se subió al vehículo.
–No quiero aburrirte con mis problemas… como si ustedes los taxistas no escucharan ninguno–. La sonrisa fue cómplice, pero improvisada. Unas cuantas historias de sus pasajeros sirvieron para que Soledad se anclara en la distracción. Cinco horas después, un poco borrachos, Roberto la dejó en la misma esquina que la conoció. Trató de intimar en sus labios, pero la negativa de la chica fue tan tajante como el argumento que le dio.
–Acuérdate que estoy muerta –le recordó, pero Roberto le respondió con una sonrisita media estúpida entre lo ebrio que se encontraba y lo embobado que estaba ante los encantos de Soledad. La velada, aunque desorganizada, había sido excelente. Después que llegaron a la plaza, Soledad le preguntó si tenía inconvenientes de tomar una copa de vino. Cuando se contaron parte de la vida, la pasajera le confesó que estaba triste, porque estaba muerta, que la noticia se la habían comunicado esa noche y que en la tierra no dejaba nada importante, salvo algunos proyectos inconclusos.
Por supuesto que Roberto no le creyó, pero la seriedad y luego los llantos de Soledad fueron tan reales que por un instante dudó de su propia capacidad de creer. Por eso, cuando bajó del taxi, el intento de beso fue detenido en el instante. Ningún muerto se puede enamorar de un mortal, ni tampoco ningún mortal puede aferrarse al amor de un muerto. O dicho de otro modo –argumentó Soledad– cuando el amor muere no existe ningún milagro que sea capaz de revivirlo.
Esperó que se perdiera entre la oscuridad. Sus ojos se desorientaron en el horizonte cuando su silueta se mezcló con la oscuridad. Trató de identificar su casa, pero su borrachera empañaba sus sentidos para determinar el más allá. La noche prácticamente había sido perdida, en cuanto a ganancias, pero a él no le importaba. Todavía en el interior del automóvil rondaba como alma en pena el perfume de Soledad. Suave, aromático, seductor y hasta atrevido, los acentos dulces lograron mantener despierto a Roberto hasta su casa, exorcizando a la borrachera.
Cuando apagó el motor recordó la figura de Soledad, ahí sentada a su lado, de copiloto, un trono que no cualquiera puede ocupar en un taxi. Imaginó su pelo liso y largo, su carita de leche y su cuerpo estático. Como si hubiese estado ahí, miró hacia atrás y descubrió su abrigo.
Entró a la casa, tal como lo hubiese hecho si Soledad lo estuviera acompañado. Karito maulló y arañó el abrigo en señal de repudio. Roberto la zamarreó fuerte provocando la indignación del animal, más que mal eso es lo que era, un animal que actuaba por instinto. Pensó en ir a dejarle su prenda de vestir, pero sólo conocía la esquina de referencia.
Revisó cada uno de los bolsillos y de uno sacó un papel que tenía anotada una dirección: Los Naranjos 360, leyó para sí. El pensamiento lo había dejado absorto, el cansancio simplemente lo agotó. Sólo la gata, a modo de disculpas, logró despertarlo por la tarde. Se acordó de la dirección e intentó dirigirse hasta ella. Pero para mala fortuna, la mencionada calle simplemente era inexistente. Ni siquiera los sabios mapas, ni la astuta policía dieron con la ubicación, así que se rindió.
A una semana, su vida, su monótona y solitaria rutina continuó igual. Ese martes, eso sí, se levantó más temprano. Le tocaba visitar a sus padres para dejarles una flor. Pasó muy cerca de la Plaza de la Necrópolis, y el recuerdo de Soledad se le vino penetrante a su cabeza. Y si estaba muerta de verdad, pensó.
No era muy amigo de hablar con los difuntos, le daba esa sensación de estar conversando con la nada. Pero fue inevitable contárselo a sus padres. Un escalofrío rozó gran parte de su cuerpo.
Hincado en el silencio, susurraba y de vez en cuando se quedaba callado. Como si alguno de esos muertos tuviera la respuesta a sus confusiones. Observó que los mausoleos estaban manchados por el tiempo, por el sol, por la humedad, por la muerte. Dejó las flores en las dos tumbas de sus padres y su llanto fue interrumpido por un niño que gritaba más allá. Hubiese querido hacerlo callar, pero imaginaba que ese chico veía el cementerio como un montón de construcciones sin vida.
De igual forma tendría que pasar a su lado, porque la salida estaba en esa dirección. Casi al llegar a él, a Roberto le llamó la atención un mausoleo sin ninguna flor. El epitafio parecía fresco, como si el huésped hubiera llegado hace pocas horas. Las letras perfectas corroboraban cada palabra que fue enterrando la incertidumbre, como la tierra que cubre a un ataúd: “Aquí yace tu Soledad, Roberto. Descansa en paz” y encima de la lápida un imponente 360 y en la esquina del pasillo, un doloroso y escalofriante Los Naranjos.



NURIA DE ESPINOSA

Escritora autodidacta catalana, nacida en Rubí (Barcelona), España.
Ha publicado varios libros, “Mis poemas y relatos cortos”, “Sentimientos vitales”, “Momentos”, “A corazón abierto”, y una novela de misterio “No estoy sola”. Participó en las antologías “Alma de poetas”, “Cruzar el río”, “Cerca de ti - I”, “Cerca de ti - II”, “Mañana al despertar” y “El poeta virtual”.
Fue premiada como la mejor poeta de agosto 2009 por la red de autores “Cerca de ti” de Madrid y por la red argentina “Las letras”, por su intervención en la cadena Inspiración por la Paz. Asimismo obtuvo el primer premio de poesía 2010 en el concurso internacional Literatura Creativa, de Argentina. También fue homenajeada como la mejor poeta del mes de abril de 2011, por la red de literatura universal “Metafora” de Badalona.
Participó del primer libro digital por la paz y la no-violencia “Disparos de tinta” y del digital “Entrevistas” de la periodista Palmira Ortiz de México.
Sus poemas se han recitado durante varias semanas en la radio “La Voz del Alma” de Chile y en TV Salamaga, y durante meses en el programa radial “El horizonte de tus labios” de Méxíco. También participó en la revista digital “Letralkiltras” y fue homenajeada en la revista digital de Salamaga, Chile, del mes de abril de 2011, y la revista digital REC, de Escritores de Coquimbo.





EL ESPEJO
de Nuria Espinosa ©

Puedo llegar a escribir
los versos más tristes
en esta silenciosa noche.
Mi espíritu se ha sobresaltado,
se vislumbró en el espejo…
y el imperecedero reflejo
en la irregularidad de mi mirada,
fue como una ballesta,
que dispara su flecha
y se lleva tu vitalidad.
Donde no hay pregunta,
ni tampoco respuesta
sólo el silencio…
y un triste reflejo
en un sombrío espejo,
lleno de tinieblas y oscuridad.
Un extraño sentimiento
me asfixia más y más,
apoderándose
del aire que respiro.
Las horas del alma son…
como los sueños que se
amontonan con el polvo,
y se depositan en el corazón.
Y entre tanto…
un sollozo ahogado
en un espejo reflejado.



EL PERGAMINO
de Nuria Espinosa ©

Ante mí,
una página llena de garabatos
y letras escritas a toda prisa,
letras que no entiendo
o no quiero entender.
La vida es como un galimatías,
donde la mente juega un gran papel.
Al nacer, nuestro destino,
queda grabado en un pergamino,
oculto en la sabiduría celestial.
Escribo nuevas letras,
esta vez
más lentamente,
trazos sin sentido
pero sigo escribiendo,
es desconcertante
y a la vez,
inquietante.
Pero me fuerzo en no pensar,
la vida es corta,
pero está llena de tristeza y alegría
un día,
tu destino se grabó
en un pergamino
con un título original
donde sólo el tiempo
borrará sus huellas,
para dar paso
a otras nuevas
llenas de esencia y proeza.



ALEJANDRO HERNÁNDEZ MURILLO

Nació en la ciudad de México en 1973, pero se crió en Nanchital, Veracruz, actualmente pueblo fantasma. Por ahora radica en Pátzcuaro, Michoacán, desde hace algunos años. Estudió Licenciatura en Comunicación Audiovisual en la Universidad del Claustro de Sor Juana, así como estudios de cine en el CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM) y desde 1996 escribe guiones de cortometraje, mediometraje y largometraje de cine. Ganó mención honorífica, otorgada por CIGCITE (Centro Internacional de Guionismo de Cine y televisión) por los guiones de cortometraje Sistema e Intercuerpo, en el año 2005. Ha vendido los guiones de largometraje Criaturas invernales y Nahual en 2005, La Cosida, en 2006, Cromosomas, en 2008. Ha realizados los cortometrajes de La Parábola de la ley, en 1998; Obsoleto, en 1999; Viajera, en Co-producción con el CREFAL, en 2004; Basura, que se exhibió en el VI Festival Internacional de Cine de Morelia; entre otros. Destacan sus dos largometrajes, también como director y productor, Espectros (también conocida como Ikyrio) y Evidencia Hikikomori recién realizadas, aún en etapa de post-producción. Desde 2010 es presidente general de Ilustrato A.C., una institución cultural en la que se apoya la cultura cinematográfica y literaria. Ha publicado cuentos en la revista Nierika y en el periódico El Liberal. Escribió artículos en la revista Pause Magazine y redactó la introducción del libro Época trágica del Bandolerismo en Huandacareo, Michoacán, de J. Jesús Murillo. Ha escrito varios cuentos así como las novelas K; El último noble, Necros e Insectos. Actualmente escribe su quinta novela, Los ojos tiernos de la casa Strudëntr.


VIAJE A CIVITAVECCHIA
de Alejandro Hernández Murillo ©

–Si me fuera a suicidar –dijo la chica de cabellos trigueños mientras jugábamos a las cartas en el crucero a Civitavecchia– no escribiría una carta de suicidio.
“Para ese entonces ya lo habría comunicado de varias formas: lo habría dicho entre dientes y bromas a mis amigos, lo habría informado en cuentos cortos, lo habría posteado incluso en las redes sociales, de una forma u otra ya lo habría estado diciendo por mucho tiempo y de diversas maneras que si ninguno de mis amigos o familiares se hubiera dado cuenta no valdría la pena confirmarlo en una carta de suicidio. Si nadie se percató de ello no tendría caso. Y podrían irse todos al carajo… Cheater” –escupió al ver cómo acomodé mis cartas frente a ella y le gané la partida.
Era una chica agradable, de nombre Sarah, procedente de Estados Unidos; la conocí en la fila esperando el ferri en el puerto de Barcelona.
Estaba parado en la salida de la estación, aunque no sabía exactamente si era la salida de la estación al puerto o la entrada al ferri estacionado en el puerto. Sea lo que sea había más de treinta personas a mi alrededor con la misma pregunta.
Todos viajábamos a Civitavecchia y ninguno tenía una idea exacta de cuál era el procedimiento. Todos suponíamos que ahí nos recibirían el billete y nos indicarían hacia donde ir para encaminarnos al ferri.
Pero al haber más de tres entradas o salidas a diferentes partidas nadie sabía con exactitud si en donde nos encontrábamos era efectivamente la correcta a nuestro destino.
–¿Esta en la salida a Civitavecchia?– escuché una voz en perfecto inglés y cuando giré la cabeza la vi parada frente a mi cargando una gran mochila a su espalda. De pantalones cortos, con chanclas negras, una playera blanca por donde resaltaban un traje de baño debajo de su ropa y una gorra que le cubría la cabeza y su larga cabellera trigueña.
Le respondí en un inglés torpe siendo yo de español como lengua natal.
–En la taquilla me dijeron que sí, yo también voy para allá.
Bajó su mochila al suelo y descansó su cuerpo, se veía muy agotada. Aspiró un poco de aire y exhaló de buena gana.
–Me llamo Sarah– dijo, pero yo no recuerdo haberle dicho mi nombre. Supongo que lo hice ya que respondí amablemente a su saludo, sin embargo no recuerdo haberle dicho nunca: “me llamo tal”. Empero tres horas después ella hacía bromas con mi nombre mientras jugábamos a las cartas.
Colocaba una carta en la mesa junto al montón y cantaba: “Alejandro”.
–¿Conoces a Lady Gaga? –preguntó y siguió cantando.
Ella era maestra de primaria en su país y de vez en cuando daba clases a alumnos de la minoría, especialmente salvadoreños. Le gustaba hacerlo y se sentía muy cómoda, le agradaban los niños y jugaba con ellos entre clase y clase.
Ya se sentía muy grande a pesar de su corta edad, sólo tenía 25 años, pero al ya tener un trabajo estable como profesora y con alumnos de sólo la mitad de su edad se sentía muy grande y un día pensó que no había hecho nunca un viaje.
En su país es muy común que los jóvenes de entre los 15 a los 20 y tantos años salgan de su casa, mochila al hombro, preparativos para campamento con intenciones de viajar. Algunos van a América del sur y otros cruzan el océano con dirección a Europa.
Ella ya se sentía muy grande, a veces sentía que rebasaba la edad estipulada y un día, pensando que ya dentro de poco tendría un novio estable con un compromiso formal, de pronto matrimonio y posibilidad de hijos, sintió que si no lo hacía en ese momento difícilmente lo haría después. Así que en sus vacaciones, se había armado de valor: se consiguió una mochila lo suficientemente resistente para un viaje de un mes, utensilios necesarios para irse de campamento incluyendo una bolsa de dormir, y unos boletos de trenes para viajar quince días flexibles durante tres meses por toda Europa.
Lo único de lo que se arrepentía era de no traer ropa y zapatos necesarios para el frío.
–Yo no lo sabía –dijo–. Yo pensé en Europa en medio del verano, no creí necesitar ni zapatos ni chamarra.
Por lo mismo había pasado mucho frío en los Países Bajos. Pero no se sentía mal con ello, lo contaba con gracia y aseguraba que sus chanclas eran muy cómodas.
Cuando la conocí ya tenía tres semanas viajando, había empezado por el norte, su viaje había sido Estados Unidos a Irlanda y de ahí pasar a Inglaterra, cruzarse a Europa y comenzar por el norte para terminar en el sur. El último país que visitaría sería Italia, y justo en ese ferri de Barcelona a Civitavecchia se acercaba irremediablemente al final de su travesía.
En cambio yo apenas empezaba.
Había llegado hacía unos pocos días al viejo continente,
Yo venía de la ciudad de México a Madrid con escala en Ámsterdam, había pasado una noche en Barajas y puesto que ya conocía Madrid en un viaje anterior que había hecho hace unos años, cuando cursaba la preparatoria, sólo pasé una noche en el pueblo de Barajas y me fui a Barcelona donde después de pasar unos pocos días decidí hacer un viaje por mar, cruzar el Mediterráneo y llegar a Roma a través de Civitavecchia.
Entonces la conocí.
Me agradó desde el principio y desde ese momento platicamos.
Pasamos la noche juntos.
Había mucha gente de todas partes y pudo hacer amistad con cualquiera, pero algo vio en mí y algo vi en ella que de pronto nos encontramos en medio de la noche platicando cuando ya todos dormían.
Jugábamos a las cartas en el bar cerrado, en la popa del ferri, a cubierta, a lado de la piscina. El viento cruzaba nuestros cuerpos y la oscuridad llenaba todo nuestro ser.
No se escuchaba más que el viento resoplando en el mar y el barman hacía rato se había ido a dormir.
Todo se sentía apagado, no sólo las luces o la música, sino todo a nuestro alrededor.
En medio del Mediterráneo, sin tierra a la vista y sin reconocer los puntos cardinales, parecíamos ser las últimas almas vivas o despiertas en ese instante.
Ella sacó su paquete de cartas compradas en el algún país del norte y comenzamos a jugar mientras conversábamos de nuestras vidas.
Le hablé un poco de la mía y la halló interesante aunque a mí me importa poco hablar de quién soy.
Y en cambio ella se mostró un poco apagada con respecto a la suya.
–No le veo sentido a escribir una carta de suicidio –dijo–. Si para cuando una persona decide quitarse la vida sus amistades o familiares no se han dado cuenta de ello no vale la pena confirmárselos con una carta explicatoria. Si han estado muy ocupados para notar el dolor de una persona que se supone que quieren, entonces pueden irse a la mierda– y golpeó la carta en la mesa indicando que había ganado.
El juego era nuevo para mí y tardé dos partidas en descubrir exactamente cómo se jugaba.
–Si quisieras hacerlo –dije–, ¿cómo lo harías?
–De un balazo no, ni tampoco cortarme las venas, es muy agresivo y la idea de morir llena de sangre me da miedo.
“También se me hace muy cruel dejar el cuerpo ahí tirado para que lo encuentren Dios sabe cuántos días después. No podría hacerle eso a nadie. Al final de cuentas ellos no tuvieron la culpa.
“Tengo un amigo que un día llegó a su casa y descubrió a su hermano colgado del techo en su propia habitación.
“Mi amigo era muy chico y por más que quiso simplemente no pudo levantar el cuerpo para evitar que siguiera ahorcándose y ahí enfrente de él, su hermano respiró sus últimos segundos y murió ante sus ojos.
“La imagen aún lo persigue y desde entonces camina encorvado.
“La vida como que ya no la satisface y siento que hacer algo así es demasiado egoísta.
“El suicidio debería de ser secreto, sin envolver a los demás, sin hacerles daño. Si se ha decidido tomar ese camino entonces es un camino de soledad que no necesita involucrar a más gente. A veces, creo, que ni siquiera deberían de comunicarlo. No necesariamente deben de saber que murió, simplemente que ya no está a la mano. Conozco personas que hace mucho tiempo que no he visto, que ya se marcharon a vivir a otra ciudad, que quizá no vuelva a ver, pero siento que están ahí, viviendo sus vidas, teniendo una familia y siendo felices. No los pienso muertos y cuando suceda, tal vez ya ocurrió, ni siquiera lo notaré.
“Un suicidio debería de ser así, ni siquiera un despido, ni un chocar de manos, o un beso de despedida, sólo irse a otro lado sin involucrar a nadie en un asunto netamente personal.”
La dejé hablando y la escuché claramente mientras trataba de ganarle a las cartas.
Se veía bonita a la luz de las estrellas y su cabello largo jugando con el viento era agradable a la vista. En su rostro había perforaciones, una en la nariz, otra más en el labio inferior izquierdo y tres más en las orejas.
No tenía la pinta de una maestra de primaria y su hablar no parecía tener relación con su persona.
–¿Tú cómo lo harías? –me preguntó cuando ganó a las cartas e hizo una expresión de molestia ya que odiaba barajar y repartir.
–No lo sé, en realidad no lo había pensando –dije, mirando su tosco repartir de baraja y cómo golpeaba las cartas sobre la mesa– Podría vivir un poco antes de hacerlo.
–¿Vivir un poco?
–Sí, tratar de hacer algo que no había lograr hacer y siempre quise, o degustar algo que nunca había probado.
–¿Cómo qué? –entregó la última carta y cada quien tomó su paquete para comenzar el juego.
–Quizá drogarme.
–¿Nunca te has drogado?
–Yo no, ¿tú?
–Sí, un par de veces –dijo y levantó una carta del mazo.
–Yo no, así que quizá podría drogarme. O emborracharme hasta perder el aliento.
–¿Tampoco has hecho eso? –preguntó sorprendida.
–No, tampoco. Yo no fumo, no me drogo, no tomo tampoco.
–Una vida muy diferente.
“¿Y tienes ganas de hacerlo? Digo, como para que sea lo último que hagas en la vida.!”
–En realidad no. Si no lo he hecho no es porque no haya podido, no es que tenga ganas de hacerlo y esté frustrado por no haberlo hecho. Oportunidades he tenido y muchas, si no lo hago es simplemente porque no me gusta, no me interesa.
–Ah, entonces estás evadiendo la respuesta correcta con simples frases emotivas.
Pensé un momento en lo que dijo y después asentí.
–Tienes razón.
“Pero la verdad es que no sé qué haría si me suicidara. Supongo que ya nada, porque no importaría. Si decidiera hacerlo es porque estaría vacío. No habría nada en mi corazón, ni en mi alma que me hiciera vivir. No habría motivación y nada me sería suficiente. Ni una persona, ni un juego, ni un proyecto laboral o amistades. Simplemente sería un vacío tal que sería imposible caminar erguido.
“Mis pasos serían huecos, mi vista seca, con los ojos fríos sin una mirada fija en alguna parte, sin palabras salir de mi boca o letras escribirse en un papel.
“No tendría nada, por lo que no importaría qué pudiera hacer ni qué ropa traería puesta.
“Por lo que simplemente lo haría, supongo.”
Y gané la partida.
Me tocó a mí repartir y ella se sintió satisfecha con mi repartición.
–Sí, supongo que tienes razón. Pero, ¿involucrarías a alguien más?
Me quedé callado. Dudé un poco.
–¿Que alguien lo notara, dices?
–Sí, dejar el cuerpo cerca, escribir una carta, o quizá hacerle saber a alguien crucial en tu vida que te importa por última vez.
Pensé un poco antes de responder y asentí un poco.
–Sí, tal vez sí.
“Una vez me despedí de alguien en un viaje que haría en autobús. Ella me mandó un mensaje diciendo: ‘buen viaje’. Yo le respondí: ‘Si me estrello te marco para hablar contigo mientras estoy muriendo’."
–¿Qué te respondió?
–“Asegúrate de tener crédito suficiente”.
–Jeje –rió suavemente y siguió jugando.
–Esa imagen de mí, muriendo entre la volcadura del autobús, lleno de sangre, con cadáveres a mi alrededor, con metal de los asientos atravesados en mi cuerpo mientras hablo con ella por teléfono diciéndole lo mucho que la quiero y lo tanto que disfruté estar a su lado, aún se me hace agradable.
–Sí, es buena imagen –dijo–, pero es involucrar a alguien. No creo que ella se haya sentido bien si ocurriera. Me la imagino con lágrimas en el rostro y los ojos cerrados, tal vez la mano en la frente y sin poder hablar, sólo escuchando tus últimas palabras. Y lo peor de todo, lo más horrible de ese instante, no sólo es cuando finalmente fallecieras, sino el tener que colgar el teléfono.
“Por mucho que estuvieras del otro lado del auricular, muerto, ella sólo escucharía el vacío, quizá el sonido del ambiente del accidente, unos gritos a lo lejos, movimiento de la gente, qué se yo. Pero tú ya no estarías, ya no oiría tu voz, ni tu respirar agotado. Ya sería un vacío, y tendría que colgar. Colgar quizá para marcar a la policía e informar del accidente, o colgar para conservar el crédito en el celular o colgar porque simplemente ya no tendría caso seguir con el celular junto a la oreja.
“Y cuando ella colgara, todo su ser se desvanecería.
“Lo peor sería eso. Oprimir el botón de finalizar llamada y convertir el celular en un aparato más para recibir llamadas y enviar mensajes. Y todo se borraría como un suspiro.
“No, yo no lo haría.
“Y no sé qué podría hacer.”
–Yo tampoco respondí –y pensé en lo que dijo.
Pensé en la chica y aunque me gustaría hablar con ella en mis últimos momentos de vida, consideré que Sarah tenía razón y sería demasiado dolor para ella estar a mi lado aunque sea de manera virtual.
Así que decidí no hacerlo.
Pasara lo que pasara, nadie debería de enterarse al momento de mi muerte.
Mi muerte debería ser algo personal y no debería involucrar a nadie. Justo como Sarah lo había estipulado.
Pero Sarah no lo hizo.
En cambio, me miró a los ojos, dejó las cartas en la mesa, y me besó.
Me besó en medio de la noche, debajo de las estrellas, con el ruido del mar como único sonido y me dejó tocarle los senos.
Hicimos el amor ahí mismo, en la mesa, en el piso, en la parte del alta del crucero y pasamos la noche en su bolsa de dormir con nuestros cuerpos desnudos pegados el uno junto a la otra.
–¿Y qué fue de ella? –me preguntó– De la chica de quien querías despedirte.
–Ya no la veo, nos separamos finalmente. Ella se fue por su lado, y dejó que yo me fuera por el mío.
–¿Pasó algo malo entre los dos?
–Al contrario –dije y no volví a tocar el tema.
Cuando desperté me encontré solo en la bolsa de dormir. Los rayos del sol me molestaban, recién amanecía el día y el sol del mediterráneo me despertaba a golpes en el sol.
Comenzaba a llegar la gente del barco, unos pocos trabajadores para limpiar el bar y comenzar la rutina diaria del crucero. Yo giré la cabeza buscando a Sarah pero no estaba a mi alrededor.
Busqué mi ropa y me la puse para levantarme, cuando descubrí la suya en el suelo. Sus calzoncillos, su sostén del traje de baño, su playera e incluso sus chanclas.
Su mochila estaba cerrada y no había indicios de que la hubiera abierto para tomar otro vestuario.
Me vestí enseguida y supe que estaría bañándose, pero no fue así.
El baño estaba cerrado y no había manera de que hubiera bajado completamente desnuda al interior del barco.
No me la imaginaba en los casinos, en los restaurantes o en los pasillos de los camarotes, desnuda, deambulando sin rumbo fijo. Aún así la busqué en todos lados.
Pasé por los diez pisos del barco, crucé todos los pasillos, entré en todos los establecimientos y la busqué en todos los baños.
Sarah no apareció y permanecí en la popa esperando a que regresara.
La gente comenzó a acumularse.
Llegaron visitantes de todos los países, los había de Dinamarca, de Corea del sur, de Francia, de Bulgaria, de Canadá y de países que en mi vida había escuchado.
De pieles oscuras, amarillas, bronceados, o de tonos rosados.
Unos rubios, y otros morenos.
Mucha gente que se divertía en el bar, comían alimentos preparados, galletas compradas días antes o pedían a la carta del restaurante.
Otros más se bañaban en la piscina o se tostaban dormidos en el piso en las sillas de la popa.
Mucho ruido, música ambiente y conversaciones en varios idiomas.
Yo no hacía nada, sólo esperaba al lado de su mochila, con su ropa en mis brazos y tratando de ver en cada uno de los rostros de todos esos turistas su mirada y reconocerla entre el gentío.
Pero Sarah no llegó.
El sol cruzó el cielo hasta que la noche cayó y anunciaron el arribo a Civitavecchia.
Aún así permanecí al lado de su mochila y me obligaron a caminar hacia la salida del barco.
Transportaron a toda la gente a la puerta y nos sacaron del barco anunciándonos un autobús particular con dirección a la estación de tren donde podríamos tomar la siguiente salida a Roma.
Pero yo pasé la noche en el puerto, esperando su llegada, cargando su mochila y su ropa en la mano izquierda.
Aún olía a ella.
Todo olía a ella, incluso sus chanclas que se detenían de mis dedos anular y meñique sin dejar que se cayeran.
Pero no llegó.
En cambio la noche pasó y llegó el día.
Ante mí sólo estaba el gran puerto de Civitavecchia, y entre los barcos a diversas direcciones, alcanzaba a vislumbrar el Mediterráneo a lo lejos y lo sentía.
No quería decirlo pero lo sentía.
Podía imaginármela desnuda danzando entre las olas del mar y haciendo exactamente lo que dijo que no haría.
Dejé la mochila en el suelo, ni siquiera guardé la ropa o acomodé las chanclas en el piso, sólo me di la vuelta atrás y caminé sin pensar en ella.
No quise buscar una carta, sabía que no había, ni quise revisar su maleta para hallar nada, era un asunto personal.
Sólo me despedí de ella, pensé en su rostro sonriente al jugar las cartas y como se mordió el labio cuando hicimos el amor.
Nada más.
Caminé a la estación de trenes, tomé el próximo a Roma y me encaminé a la Basílica de San Pedro.
Pagué el cuarto de una pensión por tres días de estancia, me di una ducha y me eché a dormir por cinco horas antes de salir a la calle y mezclarme entre los cientos de turistas que se trasladaban a Roma a conocer la Capilla Sixtina.
Parecía cualquier cosa, menos una escena de película.



SIRIA EVANGELISTA

Vive y trabaja en Cepagatti (Pescara), Italia. Licenciada en Humanidades por la Universidad de Urbino, es una apasionada por la creación de ficciones narrativas, guiones de teatro, poesía y la ilustración de cuentos de hadas.
Su carrera se inició hace tiempo, a través de poemas que hablan del sufrimiento y la soledad.
Con Palabras de amor rinde homenaje al amor y al arte de la poesía.
Con Casa de la memoria empieza a hacer una introspección, una historia en primera persona sobre su pasado, la infancia en la pequeña ciudad de Helice (Pescara) y Lulu la guía en las dificultades de la vida.
El cuidador de los artistas nos muestra a un profesor de historia moderna y las decisiones personales de los jóvenes. Se encuentra con ellos para hacer el trabajo fuera del aula, lo que hace que sea frágil, débil frente a los otros.
Yo quería ser alcalde dice un poco de su vida, su pasión por la historia y el amor por Leopardi, utilizando un lenguaje sencillo y comprensible. La novela presenta la novedad de ser una mezcla de verso y prosa. Y la historia de una mujer, que se da cuenta de los sueños no realizados, la voluntad de ser guiados por la necesidad del infinito quehacer, formas que vuelven a llenar los espacios enormes, sin oposición de la mente.
Kuore Rojo cuenta una historia real, la enfermedad de una mujer a través de un diario, que se enfrenta a su psicólogo. Se verán obligados a revivir una historia de amor juvenil. Contará su pasado olvidado y descubrirá las verdades que no le pertenecen y que cambiarán su vida.




SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 51 – Diciembre de 2011 – Año II
ISSN 2250-5385.
Exp. 967627, Dirección Nacional de Derecho de Autor.
Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
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