martes, 2 de junio de 2015

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 65 – Junio de 2015 – Año VI
ISSN 2250-5385
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a  zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

"Mimnermo de Colofón"
Mónica Villarreal (2015)
(carboncillo sobre papel, 30 cm x 22 cm)
Serie "Poetas Clásicos Griegos"

Sumario:
Fernando SORRENTINO (Argentina)
Johanna Marcela ROZO ENCISO (Colombia)
• Isabel DE LA GRANJA (España – Uruguay)
• Adriano CORRALES ARIAS (Costa Rica)
• Noelia Natalia BARCHUK (Argentina)
• Carlos LÓPEZ DZUR (Puerto Rico – Estados Unidos)
María Rosa RZEPKA (Argentina)
• Héctor Fabio MEDINA CASTAÑEDA (Colombia)
• Jesús CUESTA ARANA (España)
• George REYES (Ecuador – México)
• Aylén MARTÍNEZ HERNÁNDEZ (Cuba – España)
• Jorge CASTAÑEDA (Argentina)



FERNANDO SORRENTINO

Nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de lengua y literatura. Su literatura de ficción es una mezcla de fantasía y humor. Ha sido traducido a los idiomas inglés, portugués, italiano, alemán, polaco, chino, vietnamita y tamil. A menudo escribe ensayos sobre literatura argentina, que en general se publican en La Nación, de Buenos Aires. Ha recibido varios premios literarios, entre otros Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).

Su obra:
• Libros de cuentos: La regresión zoológica (1969); Imperios y servidumbres (1972 / 1992); El mejor de los mundos posibles 1 (1976); En defensa propia (1982); El remedio para el rey ciego (1984); El rigor de las desdichas 1 (1994); La corrección de los corderos, y otros cuentos improbables (2002); Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005); El regreso. Y otros cuentos inquietantes (2005); En defensa propia / El rigor de las desdichas (2005); Costumbres del alcaucil (2008); El crimen de san Alberto (2008); El centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio (2008); Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Verídicas historias improbables) (2013).
• Novela: Sanitarios centenarios (1979 / 2000).
• Nouvelle: Crónica costumbrista (1992), reeditada como Costumbres de los muertos (1996).
• Libros para niños y/o adolescentes: Cuentos del Mentiroso 2 (1978 / 2002 / 2012); El remedio para el rey ciego (1984); El Mentiroso entre guapos y compadritos (1994); La recompensa del príncipe (1995); Historias de María Sapa y Fortunato 3 (1995 / 2001); El Mentiroso contra las Avispas Imperiales (1997); La venganza del muerto (1997); El que se enoja, pierde (1999); Aventuras del capitán Bancalari (1999); Cuentos de don Jorge Sahlame (2001); El viejo que todo lo sabe (2001); Burladores burlados (2006); La venganza del muerto (reedición 2011, que contiene cinco cuentos: Historia de María Sapa, Relato de mis travesuras, La fortuna de Fortunato, Hombre de recursos, La venganza del muerto).
• Libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974 / 1996 / 2001 / 2007); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992 / 2001 / 2007).
• Ensayos: El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (2011).
• Antologías (compilador): 35 cuentos breves argentinos (1973); 36 cuentos argentinos con humor (1976); 17 cuentos fantásticos argentinos (1978); Historias improbables. Antología del cuento insólito argentino (2007); Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (2012).

1 Premio Municipal de Literatura.
2 Faja de Honor de la SADE.
3 Premio Fantasía Infantil 1996.



COSAS DE VIEJA
Fernando Sorrentino ©

En esos días de lluvia, Mario se empeñaba en que quería comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con halagada sonrisa, consentía sin dificultad, y mandaba a la Coca a limpiar las pelusas debajo de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era su sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina. En la casa tan grande, tan oscura, tan sola, yo podía elegir entre permanecer mirando cómo las manos venosas de la abuela elaboraban prolija y lentamente los buñuelos (que ella llamaba biñuelos), o irme con la Coca a verla acomodar los trastos del cuartito de las cosas inservibles. La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un altillo no podía hallarse en la planta baja, en un rinconcito cuya ventana daba a los límites del jardín, junto a la medianera de ladrillos, un lugarcito muy callado y húmedo donde había una plancha rectangular de hierro oxidado, unos azulejos floreados y una canilla para regar el jardín. Aunque el grifo carecía de llave y, de todos modos, nadie regaba el jardín, y ni siquiera era un jardín: no tenía plantas ni flores de cultivo, pero sí yuyos y enredaderas heterogéneas, bichos bolita, hormigas, charcos, sapos y lauchas.
Creo que yo ya tenía catorce años cuando supe cuál era el aspecto exterior de la casa. Yo casi nunca salía, y, en ese caso, iba y volvía por la misma vereda de la casa, de modo tal que sabía de memoria los edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que nací. Una vez se me ocurrió no hacer otros ángulos que los rectos, sin cruzar en diagonal ninguna calle. Caminé desde la esquina por la acera de enfrente. Por la izquierda superaba verjas de alambre o de hierro y confusas vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba un árbol prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano las ramas se juntaban en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos, como a través de un inquieto y fresco cedazo. Pero ese día era invierno y era el atardecer. Tan triste todo, con un vientecito desganado, mudo, la calle vacía y esas lucecitas, que salían ya como apagadas de salas de techos altísimos. No sé por qué, me daban como unas ganas de llorar, y en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que estudiaba en mi colegio. Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos —uno blanco y otro azul—, con nueve cuadraditos en sobrerrelieve, y una página sucia de El Gráfico iba a volarse a caballo del viento. La pisé a tiempo y, sin inclinarme, leí “Musimessi, figura en Newell’s”. Lo liberé, y el papel salió arrastrándose con un gemido áspero, y fue a encallar en el agua servida. ¡Qué lúgubre, mi casa! Apenas si se veía. Enredaderas mustias y oscuras cubrían la verja negra y oxidada; detrás, palmeras grises, pinos descascarados y el omnipotente gomero ni dejaban asomar la osamenta opaca de nuestra casa, cuyas paredes eran mapas de grietas y manchas. Pero contra el cielo blanco se recortaba el puntiagudo techo a dos aguas, techo de tejas que habían sido rojas y ahora eran violetas o del color del barro.
En la casa había también un altillo, pero como en él dormía la Coca, ya no era altillo sino dormitorio; aunque la abuela lo llamaba el cuarto de la muchacha (y además decía tránguay por tranvía y botines por zapatos, y el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me gustaba esa piecita con el cielo raso en V invertida y gruesas vigas de madera oscura. Sobre un banquito de cocina señoreaba una radio muy antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada noche ella escuchaba el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media habitación un inmenso ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado. Al abrir la puerta, sujetos con chinches, estaban: Gardel, vestido de gaucho celeste; Robert Taylor, de cowboy; y Ángel Magaña, de saco y moñito; también una estampita de la Virgen de Luján y otra de Ceferino Namuncurá. De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su casamiento con Ricardo), donde la Coca casi no era la Coca, con ese peinado tan alto y esos labios tan rojos y tan finitos. Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco de agua de Colonia y una barrita de azufre. Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en dos vidrios rosados.
Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el altillo, significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos, no tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así recuperaba un poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era ella quien dirigía todas las cosas de la casa, cuando todavía no habían empezado a dejarla a un lado. Claro que, como chocheaba (arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era injustificado que tuviese manías, no era extraño que se confundiese y olvidase, no era censurable que a veces mintiera o inventara. El doctor Calvino afirmó que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de todos modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie. Pasaba las tardes de otoño e invierno con una pañoleta en las rodillas y una bufanda en los hombros, hamacándose en la enorme mecedora, que, sin embargo, perdida en la interminable sala empapelada de flores lilas y pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con las manos entrelazadas, pensaba quién sabe en qué, mirando a través de la mesa negra y ovalada, cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet. Cuando no, limpiaba todos los objetos metálicos de la casa hasta darles un brillo enceguecedor, y ese brillo era como un escándalo entre cosas tan opacas y melancólicas. Yo solía buscarle candelabros de bronce o fruteras de plata, pero Mario me lo prohibió, considerando que así estimulaba el desarrollo de algo que podría denominarse manía. De cualquier manera, ahora que los días eran más templados, a la abuela se le había dado por vagar al atardecer por los rincones inexplorados del jardín, que lo eran casi todos; se sentaba, bien lejos de la casa, en una sillita de paja, hasta que al fin la Coca salía a buscarla y la obligaba a entrar, porque podía ser muy peligroso el rocío del anochecer. Convencerla de que se quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más horas en el jardín, generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor Calvino aconsejó que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no tomase frío, debido a la endeblez de sus bronquios.
Era cosa de no creer que, la noche de la tormenta de Santa Rosa, cuando Mario se levantó para asegurar las persianas, la abuela ambulara por el jardín, bajo la lluvia y agitada, tenue planta como era, por el viento helado y furioso. El doctor Calvino diagnosticó pulmonía, y, ahora, a la chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a delirar con los hombrecitos. ¿Los hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo. Era inútil que la interrumpieran con la noticia de que Telma había tenido mellizos, o que tía Marcelina le mostrara las sábanas que acababa de bordar. La ciudad de los hombrecitos se llamaba Natania y constaba principalmente de bosques, torres y puentes; la ciudadela del rey y los tres ministerios estaban custodiados por leones alados y por toros con cabeza de águila. “¿Por estatuas de leones y de toros?”. No, por leones y por toros de carne y hueso. El doctor Calvino puso esa cara tan especial que asumen los médicos amigos de la familia, y la casa fue paso obligado de remotos parientes, solidarios en la desdicha que ya llegaba. Cuando la sutil vidita de la abuela se acabó del todo, llegaron los de la funeraria con los absurdos ornamentos con que se recibe a la muerte. La capilla ardiente se erigió en la sala donde la abuela lustraba metales, y las manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las hubiera bruñido. Las dos hermanas casadas y la solterona la rememoraron joven, siempre tan guapa y dispuesta, y tíos escribanos o abogados consumían café y coñac, y calculaban las posibilidades de Balbín-Frondizi frente a las de Perón-Quijano. Toda la noche contemplé rostros sucesivos (y a veces pensaba en Mirta) y, desertando del velorio, me interné en la maraña del jardín, entre rugosas palmeras y campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba. Lloré, aunque despacito, de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro.
Mario permitió que la Coca, que estaba separada del Ricardo aquel de la foto coloreada, llevase a vivir consigo a un novio o cosa así, ahora que no estaba la abuela para escandalizarse. Resultó ser un individuo torvo, de poco pelo, malas maneras y ninguna palabra. Durante la primera semana, al volver de no sé dónde, siempre más o menos a la misma hora, pasó las tardes observando por la ventanita circular hacia la casa de enfrente. El sábado mostró poseer un perverso espíritu innovador: empezó a introducir toda clase de modificaciones y, con la venia de Mario, se ensañó en revolucionar todas las cosas, que estaban tan bien como estaban.
Proyectó comenzar con el jardín, nada menos: cortar malezas, sembrar césped, cultivar flores. Y entonces el jardín no sería otra cosa que un jardín, es decir, una cosa lisa y limpia y clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y jugar en el rinconcito formado por la palmera más gruesa, el cerco de ligustros desordenados y la estatua tumbada y rota, cubierta de musgos y líquenes, como diría el manual de Botánica de primer año. Alrededor del pedestal de la estatua los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por completo, pero debajo —si es que alguien lo podía levantar, ya que era pesadísimo— la tierra era plana y apelmazada en un círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los primeros accesos de comunicación. Hacía mucho tiempo que ese bloque de mármol estaba perdido en el jardín: ELISA Y MARIO, declaraban un corazoncito y una flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte años que era viudo.
El perro de los vecinos retrasó el plan del novio de la Coca. Ladraba y lloraba día y noche; era un perro estúpido e insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo: en un rasgo muy típico de su manera de resolver los problemas, le arrojó carne envenenada por encima de la medianera. Los vecinos —que también, aunque por otras razones, eran gente desagradable— formularon la denuncia a la policía, y él tuvo que pasarse dos días en la comisaría. Al volver, prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba muy viejo y no influía en absoluto; era un trasto más que, en lugar de ocupar un sitio en el cuartito de las cosas inservibles, lo ocupaba en la biblioteca: con esmerada caligrafía antigua, en un cuaderno escolar copiaba —¿por qué?, ¿para qué?— poesías románticas o altisonantes. Pero las semanas iban pasando, y el sujeto ya terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez más claros y luminosos, y en seguida atacaría el jardín. Empezó a limpiarlo avanzando en un círculo cuyo centro era la casa. Cierto que faltaban muchos metros hasta la estatua, y que aún me quedaba algún tiempo para conversar y enterarme de otros detalles. Mientras tanto, él arrancó las primeras malezas, eliminó las latas y las piedras que se habían acumulado a través de más de veinticinco años de desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la primera vuelta del círculo. Por suerte, día a día el avance se hacía más lento, pues las nuevas circunferencias eran cada vez mayores. En el colegio yo me hallaba nerviosísimo pensando que ya estaría llegando al pino Julio (mirándolo desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en efecto, había llegado: la tierra ya estaba perfectamente desbrozada y alisada a su alrededor. Ellos ya habían comenzado una ordenada migración y, aunque me debían el aviso, nunca consintieron en decirme a dónde irían a instalarse. Para peor de males, el domingo se privó de su habitual tertulia y partida de billar con sus amigos, esos tipejos del café, seres de pucho en los labios, y permaneció en el jardín tomando mate con la Coca y leyendo las mentiras del diario, de modo que nada pude adelantar. Al otro día me esperaba una prueba escrita de zoología, y yo no podía concentrarme, se me iban los ojos por la ventana. No estaba de humor para la ameba y el paramecio; no estaba para pensar en esas estupideces, teniendo la certeza de que el lunes llegaría inevitablemente al pedestal. A las dos de la mañana fui a despedirme, y quedé tan nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba nada; traté de copiarme y la profesora me sorprendió y me quitó la hoja. Por fin, entonces, en el banco del colegio, pude quedar cómodo y desocupado para poder recordar una vez más a los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo.

[De revista Nuestros Hijos, Nº 168, Buenos Aires, julio de 1969; Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972.]


EL MAGO
Fernando Sorrentino ©

Para mi cumpleaños, mamá me preguntó si quería que viniera un payaso o un mago. Los payasos me parecen estúpidos, de manera que elegí el mago.
Éste resultó ser un hombre flaco y pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el smoking, el moñito y su valija maravillosa.
Saludó con ademán anticuado y gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El ma-go, el ma-go, el ma-go, el ma-go!
El mago sonrió, complacido, y realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como, por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas del lejano oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno —dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—. Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio. Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios. Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a arreglarse solos.
Guardó todo en su valija maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la verdad es que no voy casi nunca.


  
JOHANNA MARCELA ROZO ENCISO

(Pamplona, Norte de Santander, Colombia, 1985). Gestora cultural, productora y locutora de programas radiales. Obtuvo cuatro premios del Ministerio de Cultura y Fundalectura por la Tertulia Literaria El Túnel en 2004, 2005 y 2006. Trabajo publicado en el libro Bibliotecas, lectores y lecturas. Publicó en el 2007 su poemario Al otro lado del asfalto.
Ha publicado poemas y reseñas literarias en revistas como Puesto de Combate, Arcades, Rilttaura de la Universidad Nacional, Poética y Arquitrave. Colaboradora por Colombia en la revista argentina Lamasmédula y en Redyacción periodismo actual. Y en el libro Súmese a la expedición Botánica de la Biblioteca Nacional.
Segundo puesto en la categoría de poesía en el V Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuento, convocado por Buenaventura Cali (Certamen internacional, 2009).
Directora del taller de escritura creativa Rayuela, adscrito a Relata Talleres de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura.


EL CUCHILLO ENCIMA DE LA MESA
Johanna Marcela Rozo Enciso ©

Vamos
aléjate con danzas arrítmicas
deshace tu cuerpo
entre el silencio del mimo
y el bailoteo fugaz de la gárgola
saca las manos del bolsillo
deja durmiendo la nube negra debajo de la cama
muerde las pastillas y escúpelas por el balcón
para alimentar el pelo sin cabeza
ponte las cuchillas de zarcillos para
gritarle a la muerte con una risita

Vamos
enrédame tus besos en la cintura
rescata tus pies de las cadenas
átate a mí si es que aún te duele
la libertad
rueda conmigo
en las dulces notas del tambor
para gritarle juntos
a la muerte con una risita


Y LOS OJOS SE LE LLENARON DE LÁGRIMAS
Johanna Marcela Rozo Enciso ©

Está escondida la tristeza
en algún lugar oscuro

tiene en sus ojos
la expresión singular
del llanto que aún no quiere nacer

va de aquí para allá

viviendo debajo de los párpados secos
o de cristales húmedos por la neblina

cuando llega por la noche
congela la espina dorsal
y se aprieta fuerte en las rodillas

en el día aparece en el espejo
cuando la mujer desnuda ha decido no llorar

ella es una sombra humilde
escondida en una garganta ronca

o en un semáforo con esa canción de fondo
don’t cry… don’t cry.



ISABEL DE LA GRANJA

Nació el 18/7/1969 en Orense (Galicia), España, pero desde julio de 2013 vive en Montevideo, Uruguay. Estudió Filología Hispánica en Santiago de Compostela y en 1995 se trasladó a Barcelona para estudiar un Máster de guiones de cine y TV. Allí trabajó dieciocho años como profesora de español para extranjeros, guionista en una serie de animación para niños, redactora y directora de revistas de tecnología y estilo de vida, responsable del departamento de moda de una agencia de comunicación. Pero el trabajo de oficina no era para ella y lo dejó en 2009 cuando descubrió el mundo de los blogs.
Como narradora hiperbreve, ha sido finalista de concursos como Las 7 Artes de Editorial DeFoto, Esperanza Necropia inspirado en obras de Cortázar, Fracasarte de Bostezo Editorial y fue ganadora de la categoría Alter del Concurso 7 pecados capitales, Ed. Defoto, entre otros.
En la actualidad continúa hiperrelatando e impartiendo cursos teórico-prácticos de nanonarrativa. Colaboró en varios blogs literarios como proveedora de contenidos hasta que en 2011 creó los suyos:


CINCO NANORRELATOS PARA RyF
Isabel de la Granja ©

SUEÑO ETERNO
El lince soñó que era un hombre que atropellaba a un lince.

ORÍGENES
El perro abandonado empezó a recordar que era un lobo.

METAMORFOSIS
De tanto meterla en cintura, se transformó en avispa.

CAPERUCITA
Con su capucha roja por la nieve, deseaba encontrarse al lobo por sorpresa.

SER ES ESO
Ya no soy la que era, porque ahora soy y antes era.



ADRIANO CORRALES ARIAS

Nació en San Carlos, Costa Rica, en 1958. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, colabora con varias publicaciones costarricences y de otros países latinoamericanos. Es además profesor e investigador.
Puede leerse su biografía y obras en el Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 55:


VIDEO CLIP PARA JORGE LUIS BORGES
Adriano Corrales Arias ©

Yo no miro el oro de los tigres
sino las palabras / tigres que nos devoran
así como el jardín sin los senderos
nos identifican nos ignoran
no el mundo de Morel al alimón
con Bioy Casares tu otro yo en sus alucinaciones

Tampoco es como piensan tus biógrafos
críticos ramplones sin imaginación creativa
que la mirada interior (- que - la - mira - da - al - interior)
el laberinto de los ojos con su Teseo
el podium de los pinochetes con el laurel y la lira
la biblioteca infinita del ratón que se muerde la cola
y roe todos los folios de lo alarmantemente maravilloso

¡Claro que no!

Simplemente este abismo abismándose más
para doblar la esquina y saber lo que hay que saber
que esto no es Buenos Aires ni Ginebra (ni siquiera ron)
sino tigres / palabras que se evaporan y reescribimos infinitamente
como el ciego en una playa antes de la batalla
o el cantor perseguido esquivando la luz
cuando escupe estos pergaminos amarillentos
sin importar el fuego ni las migajas azules del tiempo
(Del libro Profesión u Oficio, Ediciones Andrómeda, 2002)


59.
Adriano Corrales Arias ©

En el fondo de la tarde
con la arboleda frutal de cámara verde
recuerdo a Madre pedaleando
sobre esa magnífica estructura
de metales fundidos y maderas preciosas
en cuyo centro de hierro forjado
podíamos deletrear S-I-N-G-E-R

La aguja trazaba veredas de pájaros
estelas de pececillos escarlatas
cantos de ojales decorados
y cuando se salía de su ruta
Ella sin lentes detenía mi lectura
para que le ayudase a pasar el hilo de tiempo
por el orificio de la nada

Hoy que barajo lentamente esas imágenes
mientras mi esposa en el taller
pinta sus figuras obesas de barro y canto
percibo el ronroneo del pedal bajo el escritorio
y las manos de Madre enhebran las palabras
sobre camisas y blusas de otra tarde
en que versos y esculturas son canciones
de una máquina en el viento
(Del libro Caza del Poeta, Ediciones Andrómeda, 2004)


13.
Intento de réplica a Carlos Martínez Rivas
Adriano Corrales Arias ©

No Poeta, hay que habitarlos y renovarlos, enfrentarlos en su asfixia, en su crecer de bejucos y enredaderas de selva doméstica. Revirarlos y golpearles las nalgas con besos y mordiscos, penetrarlos donde más les duele, por ello lo disfrutan. Intoxicarlos de mayor oscuridad en la flotación noctámbula. No darles tregua, ponerles la paleta en su lugar y al día siguiente ofrendarles su parcela de aire para que nos permitan el vuelo de lo nuestro.
No Poeta, no, el remedio contra los amores no es matarlos. El único remedio sería vivirlos intensamente y ahogarlos en sus propias aguas; vivirlos, revivirlos, rematarlos.
(Del libro Kabanga, Ediciones Arboleda, 2007).


CARTA A UN JOVEN POETA
Adriano Corrales Arias ©
Al poeta Rafael Esquivel in memoriam

Querido Rafa donde quiera que estés habrá de llegarte el murmullo de las palabras tardías carcomidas por el cansancio y la angustia de saber que son inútiles como toda palabra que no se dijo a tiempo porque he de admitir que te dejamos solo muy solo aunque tal vez nos merecíamos esta ausencia pues no supimos encontrarte cuando nos buscaste o también te faltaron palabras que esperamos de algún modo entonces todo fue un vago rumor diálogo de sordos humareda de pitada instantánea pero la mecha no era lo importante vos lo sabías ni lo que nos dividía al contrario muchas veces nos unió sino lo otro lo que iba detrás como la parte oscura de la luna lo que nunca expresaste pero todos comprendimos y callamos eso que ahora cargamos colina arriba como tus restos la cuerda que bamboleante quedó atada al árbol la ceniza de tu fuego extinguido la botella vacía aquello que no se nombra en familia ni en el círculo más íntimo de los amigos o de las chicas tampoco en la conversa de cantina ni se publica en revista alguna siquiera se sugiere cuando dejamos de saludarnos esto que nos carcome y que no podremos jamás externar porque igual nos lo llevaremos a la tumba.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda, 2009)


PATRIA
Adriano Corrales Arias ©

Nací en este pequeño país. Pero vengo del sol, del viento, del fuego, del socavón en el agua, del arroyo de la sangre. Del barro rojo, de las arenas calcinantes, del vuelo de las primeras aves. De los cráneos que brillaron en la noche de multitudinaria caza o en las innúmeras batallas contra la espada de nuestros contrincantes.

Vengo del África milenaria y renovada en sus tambores. De las estepas del Asia. De las playas, llanuras y montañas de Abia Yala. Y del rayo que no cesa: la cuchillada de la bárbara Europa.

Llevo a cuestas equipajes, siglos, la custodia cubriendo mis espaldas. Traigo la palma, el papiro y el amatl; la vihuela, el laúd y la guitarra; las monedas de la suerte dibujadas en el golpe místico de los dados de la muerte. Llevo un pan y un pescado, tortillas de maíz y casabe. Y el vino en todos los costados.

Despliego dioses tallados en humo y piedra, en las cuentas largas y cortas de las cosechas, en el estallido de la primavera.

Y una tristeza que no se apaga sino en el encuentro con ella, la belleza del tiempo estampada en sus pechos y caderas.

Sostengo lanzas y fusiles que cumplieron la hazaña, armas de la derrota, piélago de la victoria. Porto el talante de lucha y resistencia porque soy guerrero de cabellera larga y mirada tenaz. Libertario de barricada y trinchera.

Un manantial de placeres en el susurro del vendaval.

Y millones de palabras para defenderme cuando mi cuerpo ya cansado traza el itinerario por mi pequeñina comarca, que es la de todos.

Por eso la defiendo chavalita y amplia como el planeta.

Dibujada en mi mano la extiendo por todas las galaxias.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda, 2009)



NOELIA NATALIA BARCHUK

Nació un 19 de enero en Resistencia (Chaco), Argentina.
Tiene una obra publicada, Chaco: Relatos del hoy por hoy, en colaboración con Miguel Vidaurre.
Ya desde niña disfruta de la literatura por partida doble: adora leer y escribir. Tiene un libro de cuento infantil y una novela inéditos, además de varios proyectos narrativos.
Mención de Honor en el Certamen Literario Provincial “Alfredo Veiravé” 2004, por su poema Descorazonado; Primer Premio en el concurso literario organizado por el Círculo de Amigos del Tango, 2012, por su cuento Cara Cortada y Cía.; Segundo Premio en el concurso literario del Círculo de Amigos del Tango, 2013, por su cuento Un bacán en apuros; y en el Certamen literario Provincial organizado por la Biblioteca Constancio C. Vigil de la ciudad de Las Breñas, 2013; Segundo premio, por su cuento Pocas, Muchas, Todas. Su poema Palomas Heridas integra la antología Tributo a Malvinas, Ediciones Kram, 2014.
Realiza las tareas de colaboración y corrección para la Revista y Suplemento literarios de Realidades y Ficciones de distribución on line y es colaboradora de la página de Arte y Cultura http://www.hagamosarte.com. Miembro de la Sociedad Argentina de Escritores, SADE - Seccional Chaco.
Por otra parte cursa estudios universitarios en la Facultad de Ciencias Económicas de la UNNE, en la carrera de Contador Público.


LA PRIMERA CENA
Noelia Natalia Barchuk ©

El café está listo.
La frase me dejó atónita y apenas atiné a responder un débil “bueno”. No creo haya alcanzado a oírlo. Ni bien lo dijo, descolgó la bici de la pared, se enrolló la bufanda marrón y salió hacia el trabajo.
¡El café está listo! Agarré la taza de asa cachada y bebí mientras cantaba despacito… la vida te da sorpresas…, sorpresas te da la vida… ¡Ay Dios!
La escena descripta nada podrá tener de excepcional. Un hecho cotidiano, doméstico, simple. No, no para mí y tampoco para él. Hace cinco años nos conocemos, tres viviendo juntos. En tantos días compartidos jamás tuvo ese gesto. Bien por cuasi haragán, bien porque la cocina es territorio netamente mío. Tal vez tomó muy al pie de la letra, por conveniencia o no, que la chef era solo yo. No tengo mano de monja para preparar exquisiteces, pero modestia aparte, sabe mejor que comer de vianda. Tanto por el sabor como por el dinero, tal vez, un poco más por lo segundo que lo primero.
¿Por qué me preparó café? La respuesta era evidente: una bandera blanca. Una situación de emergencia lo llevó a ello. La noche anterior nos dormimos malhumorados y cansados de repetir cada uno su argumento. La cosa no era trascendental. No discutíamos si era hora de pasar por la Iglesia, de tener un hijo o hija, o si acaso no nos soportábamos más.
La cosa se reducía a una cena de gala el viernes 29 de agosto. Es decir dentro de veinticuatro horas, más o menos. Las entradas las había comprado con suficiente anticipación. Tenía una corazonada: ¡que una de ellas haría que el auto del sorteo Premium fuera nuestro!
Los zapatos son prestados, es cierto, ¡pero el vestido…! El vestido es un chiche. Es verde. Siempre soñé con un vestido de fiesta de ese color y con ser pelirroja. Supuse que era una combinación magnífica. Bueno, también salió carito, con tarjeta duele un poco menos, y conste que no sólo pensé en mí. Para José escogí una camisa y una corbata que le van a sentar espléndidas. Aunque demos otra apariencia, en verdad nos queremos mucho.
Se trata, al fin y al cabo, de ir a mi primera Cena de Profesionales de Ciencias Jurídicas. Aunque estaba graduada en el festejo anterior, no sentía interés de asistir. Título en mano, currículum enviando y trabajo no encontrando. Pero este año es diferente. Estoy ejerciendo en un estudio como abogada junior. Pese a no ser la más joven del grupo, soy la más novata. Así, también dejé que las ganas de mis compañeros de compartir una noche de camaradería me contagiaran.
Cada quién irá con su pareja, o al menos conseguirá una ocasional. Mi problema es que teniéndola, no quiera acompañarme. Por eso el café. Para disuadirme de ir, de mortificarlo con una velada que nada grata le parece. No es que me haya enamorado de un aburrido, ojo. Es sólo un mal momento astrológico, alguna cuadratura entre nuestros signos está interfiriendo en la buena sintonía que tenemos. No sé.
Cómo voló el tiempo, ahí está de regreso, se olvidó de llevar las llaves, por eso toca el portero. Palabras más, palabras menos, decidí ir sola. No quise hablar con la gente del estudio: hoy teníamos la tarde libre; llamar a sus casas no me pareció buena idea. Bueno, después de todo, compartiré la mesa con otros colegas; supongo que conocidos o no, me hablarían, digo. Seguro que bailar, no bailaría. Está bien, igual tendría dos chances para el sorteo del tutú.
Salí al comedor con aire de ofendida. El vestido me quedaba de diez, y eso que mi lema es ser objetiva. Tomé el chal y el abrigo. Antes de abrir la puerta, mi amante desertor del baile musitó un adiós y me tiró un beso tal si fuera una jabalina. El auto que había pedido era bastante lindo y limpio por suerte. Casi llegando al lugar, sonó ese aparatito bendito (o maldito según el caso) llamado celular: me avisaba que no entraría sola a la cena. Por fin los planetas se habían puesto a mi favor. Al llegar al lugar del evento, noté que algo andaba mal.
La famosa primera cena se suspendió horas antes por motivos imprevistos y de fuerza mayor… Más allá de las personas que iban y venían, desfilaron por mi mente todos los inconvenientes salvados para estar allí, para festejar mi día y esperar estoicamente a José. Seguro se enoja. No, seguro se va a desplomar de risa. Al fin llegó. No me había equivocado, todo le quedaba muy bien. Si para las demás no resultaba atractivo, enhorabuena, para mí sí.
Ni se enojó ni rió. Se disculpó por tardar tanto en darse cuenta de que, aunque banal, era ciertamente importante aquella cena. Lo gracioso es que al llegar a casa, disfruté de la primera cena que el susodicho preparó para ambos. Unos fideos con manteca que no podré olvidar.
Ahora bien, debo sincerarme para no acumular mal karma. Por empezar, reconozco que no soy buena escribiendo historias; la frase de ser objetiva es de mi mejor amiga; confirmo que el vestido me quedaba joya y por último, solo en ficción sería abogada. Soy contadora.
(Del libro Chaco: Relatos del hoy por hoy; Resistencia, Editorial Contexto, 2014)


ACTUACIÓN ESPECIAL
Noelia Natalia Barchuk ©

Han pasado tantos veranos desde aquel martes y sin embargo mi memoria guarda su imagen intacta. Llegó desesperada. Ignoro si era realmente bonita, o por su estado había transmutado en una especie de hada a mis ojos. Sí, sólo a mis ojos cansados esa mujer podría haber inspirado tal ilusión. De principio me hermanó la soledad que irradiaban sus poros. Leila fue la primera que le dirigió la palabra. No pude ver la expresión de mi secretaria, porque aguardaba desde unos cuantos pasos atrás; sólo resta imaginar sus grandes ojos cafés enternecidos ante esa figura. Dijo tener veinticuatro años. En realidad aparentaba los veintiocho que verdaderamente tenía.
La tarde estaba densa. Mucho calor, mucha humedad, demasiada presión. Siempre creí que este suelo debiera llamarse Tierra del Fuego: todo quema, arde, los veranos son un infierno. Aquella tarde Cecilia, preñada de seis meses, se desplomó sobre la silla de plástico de la sala. Por algún motivo tendía a descalificar con esa palabra a la mujer embarazada. Dejaba aflorar algún resentimiento, despecho o algún desengaño mal curado. Con el tiempo y psicoanálisis, pude revertir mi vocabulario.
No era una mujer con panza, sino una panza con mujer, como dicen por ahí. Vestía una solera lila, con estampado pequeñísimo, de flores o estrellas. A comienzos de la década del noventa, no se estilaba ver como ahora a futuras mamás con remeras cortitas, ombligo al aire, pantalones tiro bajo y diminuta ropa interior.
Al enterarme de que le faltaban tres meses para parir, sentí una extraña congoja. Su cabello castaño, recogido en un flojo rodete, me recordó a mi primera novia. ¡Qué alivio que no fuera ella! En los pies llevaba unas sandalias bien planas. Su piel pálida desentonaba con las nuestras. Cecilia sudaba a chorros, pero sofocaba dicha vergüenza secándose con un pañuelo azul que doblaba en cuatro a cada rato para volverlo a utilizar. Bebió por la mitad el vaso con agua fría que le acerqué. Entonces, al fin habló.
—Necesito contratar un actor. Preferentemente blanco, de mi edad, alto y atractivo.
En realidad pretendía un modelo y no un actor. Nadie la interrumpió, con la mirada la alentamos a que siguiera con su disparatado discurso.
Las apariciones serían esporádicas, hasta dar a luz.
—Por favor, que sea a bajo precio cada representación.
—A ver si entendí bien, señora —dije quitándome los anteojos—. Usted quiere un tipo que le chamuye a la familia, a los amigos y a la gente del trabajo, fingiendo que es su marido…
—Marido no, novio, y que nos estamos por casar —replicó abanicándose con una revista.
—No creo que alguno de aquí acepte. Pocos son físicamente algo parecido a lo que usted pretende, muchos son decentes…
Quiso esconder su rabia, pero se le notaba en la nariz, se le ensanchó como un toro. Luego miró sus manos, uñas cortas, prolijas, hinchadas al igual que los pies. Después volvió la vista al techo, y quedó unos minutos así; el ventilador colgante parecía haberla hipnotizado. Contuvo las lágrimas y hurgó en su bolsa. Extrajo de la billetera una foto que le habían tomado abrazada a un fulano.
—Éste, ¿ve? Éste es el irresponsable que me abandonó… la culpa es mía, mía, mía… —estalló en llanto.
Comenzaban a llegar los alumnos al taller de las seis; quería que Cecilia desapareciera. Me senté a su lado, ya que todo el tiempo había permanecido de pie. Recogí la foto del piso y se la guardé en el lugar de donde la sacó. Mi secre me tendió uno de sus pañuelitos desechables y se lo pasé. Le di el sí que esperaba, que vería la manera de encontrar quien representara el papel de novio, y futuro padre, marido posteriormente muerto. Así, según ella, quedaría perdonada por sus afectos y la mentira taparía la verdad que tanto le dolía. Era un absurdo, ella una idiota y yo otro. Logré ponerla de pie, le di un volante de la próxima puesta en escena, donde figuraba el teléfono del local, y le deseé buena suerte. Pedí que llamara en una semana.
En las tarde siguientes, el calor repetía sus estragos; el aire acondicionado era un lujo y no una necesidad, como se dice ahora.
Intenté olvidarme del desopilante asunto. No mencioné ni una palabra a mis alumnos ni colegas sobre el tema. Recuerdo que por aquellos tiempos mis relaciones amorosas se reducían a romances fugaces, sin compromiso. Hacía años que una mujer no agujereaba mi cerebro. No la conozco, repetía vagamente, para no crear falsas expectativas.
Durante todo el maldito veintiuno de enero esperé que sonara el teléfono. Sentí que había sido una insensatez no pedirle la dirección o algún número para llamarla.
La tarde siguiente, junto a Silvia y Hugo compartía unos tererés mientras hablábamos de lo que nos unía y apasionaba, el teatro.
Al salir me despedí de mis compañeros y ya terminando de cerrar la puerta vi que ella esperaba en la vereda. Estaba distinta de la primera vez. Venía del trabajo, estaba sutilmente maquillada. Sus ojos me interrogaron y mi boca no habló.
Era predecible como un mal guión. Sobre mi carpeta cargué los papeles de ella. El brazo que me quedaba libre lo perdí en su hombro derecho. Sin esfuerzo sentí orgullo por la madre y por el hijo. La actuación salió tan buena que decidí no morir; jamás le cobré un peso. Me conformo con recibir cada día su beso como aplauso.
(Del libro Chaco: Relatos del hoy por hoy; Resistencia, Editorial Contexto, 2014)



CARLOS LÓPEZ DZUR

Narrador, poeta y filósofo nacido en Puerto Rico y residente en Orange County (California), Estados Unidos. Caribeño, con visión hostosiana y bolivariana, es candidato doctoral en Filosofía Contemporánea en la Universidad de California, Irving.
Puede leerse su biografía y obras en el Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 51:



ESTÉTICAS DEL HOMBRE PERTINAZ
(del libro Estéticas mostrencas y vitales)
Carlos López Azur ©
A León Blum

Y yo, ser social que sin el otro
no me siento mío, sin el poquito de su amor
que me anima y con que distribuye su movimiento
hasta mi paso, me humedezco en la sangre
que derraman los nuevos opresores.

Por eso el nihilista chabacano se sonríe
y un hombre del Vacío se conduele
y un humorista, con dientes afilados,
se jacta de su fe y subido a la tribuna del patíbulo
finge que recuerda que las cosas no cambian.
Que hay principios eternos.

Circunstancias inconmovibles.
Providencias entregadas a la mano,
fiadores de virtud y perfecta sociología
de condiciones, hoy violentas e ingratas.

Hay hombres eternos que son
biografías emersonianas, héroes weberianos.
Hay garantes sociales, históricamente inmutables
y justos. Son quienes concluyen que los medios
de producción ya tienen dueños.

El capitalismo y el libre-empresarismo
son sagrados. Dios es el bendecidor más providente.
Uno (es): el extraviado, germen del pecado original,
uno por terco, por no ver la ley común,
por eximirse del Karma y no dar al César
lo que es suyo, es el ignorante.

Uno, por pertinaz, el que no quiere enterarse
que el capitalismo es eterno, intocable, imputrefacto
y en él, no se halla otra cosa contenida,
que pueda ser llamada principio disolvente,
encadenamiento de procesos antagónicos
es el imbécil, el irracionaloide, el locario.

2.

Y yo, tan terco, que digo que las cosas
son lógicas, dialécticas, cambiantes;
yo, hijo-hermano heraclitiano, que testificó
que en el espacio-tiempo, el mundo vivencial,
el ente instrumentalizado,
todo lo que es visible o invisible, en su desarrollo,
manifiesta el movimiento y el cambio,
veo a los apagadores de luces de las calles,
cantan a las tinieblas de los dioses
del Progreso del Espíritu
pero quitando la luz de las ideas-materializadas.

No se quiere el choque de una Idea inmutable
con la idea que salió de las Cavernas del deseo
para hallarse en lo objetivo, desenmascarada,
harta de sol y luna; y yo, tan terco,
me enojo con el falso lamparero. Lo confronto.

Él evitará la lucha, sofocará la crítica, impedirá
la agonía. Socialmente, él es el benigno.
Sólo quiere el reposo, la quietud de las ánimas,
la noche que no abre el día, porque alega
que el mundo es ciego y, si hay luz, despiertan
los demonios, se moviliza el combatiente,
se desacraliza lo sagrado.

Y me dice, con ese humor que es un resabio
de las risotadas, que él es humanista
y ha visto dioses formados con gránulos atómicos,
extrafinos, subjetivos, casi tersos como sedas
de piel en las sendas del Olimpo,
que no pueden ser mirados desde las imágenes
que nos dan los sentidos.

La existencia objetiva no ha de ser cognoscible
por los sensualismos de Hume
o la prelógica propedéutica
del sofisma de un primate humano.

Y yo, tan terco, alegando que las ideas
no pueden existir en el vacío
y que el ser es la materia entitativa
y el espíritu, energía, su fino resultado
cuando irrumpo en Das Momentum.


PREFACIO / BENDITA SEA LA SERPIENTE
(del libro Teth de mi serpiente)
Carlos López Azur ©

Cuando no había edades y mi sombra se gestaba
en gravitones, cuando sólo se medía el punto omega
en el horizonte cuántico
de mi eventual irrupción en el espacio,
escupí luz,
yo el Único, el Real Ontológico
que sólo sentía la piedra dura, el Pene solo
sin la penetralia,
yo, No-Alma, inversa exhalación
hacia la Nada / Anatta del Vacío,
al fin, abrí mi boca y dí el Primer Beso
para que Mi Amor no sea denso
y, ¡cómo serías tú, Nashash, golosa de mi baba!
¡Cómo de amante del gesto de mis labios!

Te fuiste ígneamente como mariposa
a la Tierra, como nocturna emisaria a proclamar
Mi Beso, por calles planetarias, venusina
y venérea, te desarrapaste.

Con qué guandaja humildad, hablaste
enamoradamente, el lenguaje de mis luces,
indicando que yo te salpiqué de mecos,
a tí Anatta,
y que por eso hoy eres
apetitivo erótico para el universo,
femenina epitimia de mi Timo
y la primera Neshamá, entidad
que me ama y canta mi Beso
y mi derrame.

Beso el paraíso que te dí, lo beso contigo,
beso sobre el beso, porque qué emputamiento
me sublimas, qué reverencia me coitas
con tus adoraciones.

Ahora quiero las serpientes
para que me cuiden los jardines, ahora envío
relámpagos para guiñar Mi Ojo colocado
en la desnudez y te sorprendo
cuando te arrastras por mi Amor,
por aquel chispo de luz que has llamado Mi Beso.

... y yo sólo escupía mi densidad para formar
un espacio, en la infinita compresión
de mi bragueta y mira, Serpiente, lengüecilla vibradora
de mi beso, cómo se han formado
kelites, vasijas, rumbos de mi energía
y te duplicas cuando echas nostalgias de mi beso
en el aire y mira las evas vaporosas
densificándose fuera de Mí y de Ti.
Son las nuevas realidades ontológicas,
pero las atrapa la carne.

Beso entonces los atributos de la Inmensidad.
Que sean mis modos de sustancia. Prakara
sea la vasija de mi beso.
Dales tu prototipo, Putarraca Sublime
Jiva / Atma, de tu Yo individualizado
(para que me quieran como tú, Neshamá,
Anatta redimida por mi beso,
alma primera, como objeto poseso que hoy marca
el primer tiempo, antes y después del beso,
puerta del Universo paralelo,
te guiñará el ojo, veme en el relámpago
te observo y te pongo en el jardín
junto a esos seres del Séptimo Día.

Regocíjate en ellos, putarraca, compañera mía,
cantora de beso, y voy a darte mi nombre
para que no me llames por el beso
sino por mi fidelidad.


2. BENDITA SEA LA SERPIENTE

¡Qué hermosa es la brama de la Inmensidad!
La saliva que pega el infinito es esplendorosa
y el componente de las skandhas es mi luz
por algo la escandalosa llamó a mi desperdicio
luz de mi beso y por las calles
se destrampa
con avisos de que la he besado;
yo tiré moco al espacio de los Vientos,
rompí gravitones, me acomodé en el grajo
para evitar la compresión infinita
y hacer espacio a mis güevos
y Neshamá va espiritualosa, ebria de mi thymos,
toda emociones porque yo la he besado
y mi beso se hizo alma.

Beso a Anatta, la No-Alma,
la reconozco como mi delicia.
Pido a esa serpiente compañía.
Que no me deje solo.
Sea mi hembra en lo oscuro.
«Sea la primera luz de mi Logos».
Sea mi epitimia, sabor de mis gargajos.
Aroma de mis sobaquinas.
Feromona de mi deseo.

Yo la escupí para hacerla serpiente,
distante a mis calzones y su desnudez
es hermosura y yo le guiño el ojo
en los relámpagos.

Me gusta ver a esa diabla,
escandalosa, lúbrica, enamorada.

Beso a Anatta y me sorprendo que yo escupo
luz y la luz es hermosa como ella,
que yo escupo separación
y ella es unitiva, distribuye mi aliento
y se enamora de mi esencia.
Bendita sea la Serpiente del Paraíso.


3. NOSTALGIA DE LOS BESOS DE HASHEM

Dame un nombre para hacerte presente
cuando te invoque.
Yo te llamé mi besador y gasté tus besos
besando a mis evas y adanes
en ese cubujón de infinito
que es el jardín que me diste.
Es el Edén, te lo agradezco.

Lo forjé con lo que me diste
de pensamiento cuando me llamaste Neshamá
para tragar la nata inútil de la No-Alma,
no más Anatta, no más soledad,
alma quiere el beso del Ignoto,
el oscuro amante de la Inmensidad.

Neshamá, la enamorada, hebra
que se fue rodando al paraíso,
kundalínica exhalación de tu escupido,
te suplica dame tu nombre,
yo, Neshamá, estoy feliz de hallar brazos
para que te abrace el que te ama,
yo doy el fuego, ellos pondrán sus manos,
yo doy la idea de caricia y me entrego
a tí, con el amor de ellos,
yo me arrastro por calles y avenidas,
digo que tu amor existe y que carecí de pies
y tú me diste sandalias y levedad
de muelle y burbujas para quedar
en el aire; yo nací hambrienta de luz,
tú, a puros tosidos y ñáñaras me escupiste
sustento y ahora soy una esbelta Serpiente
de gracia, con luz alimentada,
y me llaman la Autonomía, la Sabia,
la Antigua presencia del Logos,
la que canta con Tehilim
tus estertores y santifica la luz
con que te manifiestas.

Entonces, dame tu nombre, Amado.
Nostalgia de tus besos tengo cuando me desgasto
y mi boca seca al pensar que no te invoco
plenamente si no tengo Tu Nombre.


4. PARA QUE MEJOR SE ENTIENDA MI BESO

«Circuncisa el prepucio de tu corazón»:
Deuteronomio 10:16
Amada mía, si supieras que fuiste
quien me circuncidaste
y a ti daría todos mis nombres, mi divino Jah,
pero no me llames, Adonai elohim,
ni me llames Señor, Tu Dueño,
Serpiente, niña de Linda Hebra,
primera de mis niñas en el Edén,
que sea Mi Nombre el Nombre con que experimenté
circuncisión en los días de la Compresión infinita
de mi Verga Santa y escupí en mi Mano
para lavar el espacio y me jalé el prepucio
en salpiqueo de gozo y fue así el mappiq
que pongo en Jah, mi nombre más sagrado.

Pero tú, Neshamá, primera sacerdotisa
a quien conmueven mis placeres creativos,
dime simplemente Hashem,
el más sencillo de mi nombre e instrúyelo.

El nombre del Autor del Beso es Hashem.
El nombre del puñetero divino que ama la Serpiente
y chispotea con Semen el espacio,
el nombre que Hashem dio a quien lo ama
es Alma / y el alma que lo ame, también lo circuncida.
El alma es la navaja que circuncida el corazón.
Neshamá es la serpiente que muda la piel.
Neshamá el mappiq, la marca del placer
con que el beso se extiende
como riego enardecido de pasión.

Neshamá es logos y es emoción,
ya jamás habrá No-Alma ni skanda
que se disuelva
con la animalidad.
La Neshamá que guarda
el Nombre de Nombres de Hashem
entra y sale de la muerte.
Entra en la luz del Primer Beso
y se eterniza como Adán y Eva
en Edén para siempre.



MARÍA ROSA RZEPKA

Nacida el 24/2/1951 en Quilmes (Buenos Aires), Argentina. Reside en Florencia Varela, localidad de la misma provincia. Docente en el área de Educación Artística y Cultura y Comunicación, nivel Secundario.
Narradora y poeta. Obras editadas: Paralelodrama (poemario), El hilo que aún resta del carretel (novela corta), Entrecuentos (selección de cuentos cortos), Dejando atrás la tormenta (novela corta). Tiene también obras publicadas en antologías de Argentina, Uruguay, México, España, Chile, Perú y Colombia.
Distinguida en diversos certámenes nacionales, honrada de participar como invitada al Encuentro de Mujeres Poetas de la región Mixteca. México, 2008, 2009, 2010 y 2012, y en la cuenca del Papaloapán en 2013. Participante invitada al Encuentro de Mujeres Poetas en la ruta del Café. Quindío, Colombia, septiembre de 2012. Mención Mujer Innovadora en Literatura por el Senado de la Provincia de Buenos Aires (2012). Es además miembro de varias asociaciones de escritores.


DEL QUIJOTE Y SU LENGUA
María Rosa Rzepka ©

—Decidme, Sancho, ¿que veis detrás de los molinos? —dijo el Quijote acomodando su osamenta en el lomo de su preciado white horse.
—¿Cómo he de verlo, Señor, si el resplandor del sol ha transformado este condado manchego? Os juro que mi empecinado donkey ya no reconoce las hierbas que tanto apreciaba masticar.
—Pero debieras ver cómo se impacienta al llegar a su hocico el aroma de un mix de cereales, un jubón de pops corn o los panecillos sobrantes de los hot dogs. Te inquietas, Sancho, por nimiedades. Bien te vendría a fe mía cambiar tus hábitos pachorrientos.
—¿Pachorrientos, Señorrr?
—Sí, mi fiel escudero. Pachorrientos. Mírate nomás esa barriga nada propia del escudero de un hidalgo caballero como yo. Debieras por respeto hacia mí inscribirte en un gym. Puede que el spinning te ayude.
—Pero, Señor, ¿con que pagaría los servicios de un gym?
—Yo no estoy para darte soluciones. Te baste con el orgullo de ser mi escudero. Además ya sabes que hube de despojarme de los últimos duros que contaba en mi haber cuando me hicieron el peeling para satisfacer a mi Dulcinea.
—Lo recuerdo, Señor, y caigo en la cuenta que, más que por vuestro peeling, los duros debieron desaparecer con el tratamiento anti free de vuestra amada, que al fin de cuentas no ha mejorado su aspecto en demasía.
—Ya basta, Sancho. En vez de opinar sobre temas ajenos a tu competencia, ve y pregunta a aquellos mancebos que laboran la tierra si en esta zona hay wi-fi. Me urge comunicarme para saber cómo transcurre la jornada en Wall Street.
Al regresar el noble Sancho junto a su señor:
—¿Qué nuevas traéis para mí, Sancho?
—Señor, mi instrucción no es tanta como para entenderlos. Al requerirles tus afanes, me miraron de pies a cabeza, y uno de ellos a un ademán de OK de los otros allí presentes me ha dicho lo siguiente:
—Mirá chabón, no me flashíes, no te juno. En esta zona hay yerba y de la buena, pero wi-fi no cosechamos nunca. Y decile al flaco de la gorra que no me descanse con la mirada, que acá el que manda soy yo y no estoy para que me ninguneen, no estoy.
—Pues, Sancho. En virtud de los hechos encaminémonos hacia la City, el aire me sabe a sushi.


TELARAÑA
María Rosa Rzepka ©

En esta telaraña se entrecruzan
los hilos más variados e inseguros.
En esta telaraña se sumergen
tantas almas cansadas de lo absurdo.
Desde esta telaraña se levantan
mil voces reclamando por futuro.
En la misma telaraña se acomodan
mil oídos cerrados con apuro.

En esta telaraña sin arañas
pasan los días andando siempre a tientas.
Amasando rencor, perdiendo instancias.
Evitando enfrentar a las tormentas.
Maldita telaraña refrenando
la buena voluntad, la pertinencia
de hacernos cargo, de poner el hombro
dejando de llorar solo hacia afuera.

América Latina está atrapada,
hilos de telarañas la sujetan.
Disfrazados de hambre. De miseria.
De corrupción. De odio. Indiferencia.



HÉCTOR FABIO MEDINA CASTAÑEDA

Escritor nacido en Ibagué (Tolima), Colombia, y radicado en Bogotá. Realizó estudios de bachillerato en el Colegio Departamental Leónidas Rubio Villegas, participó en el taller de literatura de la biblioteca Darío Echandía de su ciudad natal, que dirigía el fallecido escritor tolimense César Pérez Pinzón.
Entre sus publicaciones se encuentran: A través del espejo (blog La Pipa de Magrite) y La idiotez consumada (Revista literaria Noche de Letras). Asimismo, ha escrito columnas de opinión: Será necesario el tercer canal (Separata Tolima de El Tiempo, enero 2010) y Un día en el transmilenio (Blog colombiano Soy Periodista).
Ganador del Concurso de Cuento Librearte Engativa, con el cuento La muerte absurda, es un asiduo lector de cuento y novela, así como de visitas a las bibliotecas de Bogotá.


LA NOCHE EN EL CAFÉ
Héctor Fabio Medina Castañeda ©

La noche y la soledad vibran ante las estrellas y la luna. El aire suave se desliza hacia la calle que da directo al café Philips. Richard se acerca a él, vestido de paño al punto y una imagen impecable.
Ingresa a eso de las ocho. El reloj da un toque para abrir el telón y puedan ingresar los que vienen todos los días a la misma hora a tomar el café. Richard se sienta en una de las sillas giratorias, acomoda su corbata y pide el café cargado como de costumbre. No advierte que a su lado hay una mujer de no más de cuarenta años, muy elegante: vestido rojo, tacones de punta extrema, brazaletes y un aire de rejuvenecimiento que impacta. Cuando la ve, se queda mirándola por un instante; la mujer lo mira también y desvía la mirada en segundos. La que atiende el café llega con la bebida para Richard y a la mujer le sirve una copa más de whisky.
—Solitaria noche —dice la mujer en voz muy baja.
Richard se sorprende y una leve ansiedad termina en sus piernas.
—Sí —vacila.
La mujer toma un sorbo de whisky y mantiene el silencio de nuevo. Se queda mirando un gato pardo que merodea el sitio, misterioso y acusativo. Esta vez la sequedad nocturna la rompe Richard.
—Sí, no es extraño que esta ciudad después de las ocho dé lástima, la gente entra miedosa a sus casas, la calle les aterroriza.
—¿Por qué?
—Pues… la vida de esta ciudad es costosa en la noche, la noche los espanta. A mí la verdad me gusta aún más, pernoctar; en cambio el día es fatídico, lleno de movimiento, carros, gente, cosas baratas… No, no, la verdad no me imagino. ¿A usted también debe gustarle la noche, creo?
—No —la mujer toma otro sorbo de whisky y mira al gato.
—¿Así, a secas? —Richard se acomoda de nuevo su corbata porque se le ha hecho una hendidura en el nudo—. ¿Entonces, por qué está acá a esta hora?
—Espero a un hombre.
—¿Y eso, a quién? No, mentiras, me disculpa que le esté haciendo preguntas comprometedoras, cosas que no me interesan —el gato roza el pantalón de Richard, como queriendo que lo acaricie.
Y como si en verdad a la mujer le hubiera disgustado la pregunta, se da la vuelta por un momento para observar al gato que le ronronea, toma un sorbo de whisky y se acomoda el tacón. Y de un momento a otro mira de nuevo a Richard.
—No. A un hombre que me citó en este café, a las ocho. Me dio unas características pero no lo veo.
La mujer mira a las otras sillas giratorias donde se encuentra un hombre desarrapado bebiendo una cerveza y en la siguiente un hombre de jeans y camisa, mira para todos lados. Richard se limita a mirar al gato, a la que atiende, pero menos a los hombres.
—¿Y cómo viene vestido?
—Traje blanco, muy atractivo.
—No veo a nadie con esas características.
El hombre que toma la cerveza y desarrapado mira a la mujer y luego lo hace el siguiente hombre. Se paran y van hasta la puerta, como si también estuvieran esperando a alguien. Se sientan de nuevo, beben, caminan, se meten las manos a los bolsillos, fuman, pero la noche los incita a calmarse, a tomar definitivamente asiento.
Sin que Richard se lo pregunte, la mujer continúa hablándole, contándole los pormenores. Esta vez deja de acariciar al gato, toma insistentemente el whisky y esta vez se queda mirando fijamente a Richard.
—Me citó porque necesita decirme de alguien que tiene el dinero que requiero para poderme ir a Italia, a visitar a mi hija que vive y trabaja allá.
—¿A qué ciudad?
—A Florencia. Mi hija vive allí hace diez años. È molto bella.
—¿Usted sabe italiano?
—Por supuesto. Me tocó aprenderlo para poder ir, ya hace cinco años —la mujer toma de nuevo whisky y mira al hombre desarrapado que pasa en ese momento al lado suyo.
—Qué bien.
Hay otro instante de silencio. Ahora se escucha el murmullo del hombre desarrapado, que con cerveza en mano, habla por teléfono. Pasa de nuevo el hombre vestido corrientemente por el lado de la mujer pero esta vez lo hace mirando al gato. Richard lo observa sentarse. La que atiende el café le pasa una cerveza. El hombre desarrapado ya ha dejado de hablar y ahora lo hace el otro.
Y, como si la obra de teatro cambiara de escena, el hombre que ha dejado de hablar por teléfono se para, va hasta al baño, se quita la ropa desarrapada que llevaba encima y regresa para sentarse de nuevo. Ha quedado en un vestido gris muy elegante y corbata naranja. La mujer y Richard lo advierten porque se ha sentado en otra silla y pide un whisky.
El reloj va hasta las nueve. Richard se queda ensimismado mirando afuera, mira varias veces el reloj, juguetea con las manos y su café ya ha terminado. La mujer se ha bebido el whisky, se acomoda los brazaletes y vuelve y comienza. Richard se para, se alisa el pantalón, se organiza la corbata.
—Me permite, ya vuelvo. Necesito ir hasta al baño.
—Por supuesto. Vaya tranquilo.
Richard pasa por el lado de los dos hombres. Ingresa al baño y después de cinco minutos sale. Los dos hombres y la que atiende el café lo miran. Se sienta de nuevo al pie de la mujer, que aparece mirando el vaso de whisky que ya va por la mitad. El gato sale a toda prisa de la silla de Richard.
—Y ahora que hemos entrado en confianza, ¿por qué hace cinco años que no va a Italia? —Richard separa al gato de sus piernas.
—Porque he tenido muchas cosas que hacer aquí. En estos cinco años se me ha perdido mucho dinero y, también, no he vuelto a tener el suficiente para ir.
—Su hija debería enviarle.
—No crea, el dinero que gana allá es para vivir y pagar el estudio.
—¿Y en qué trabaja?
—Trabaja en Versace.
—Ah, en la empresa de modas de Florencia —Richard contrae su pierna y el gato sigue mirándolo.
En ese momento sale la que atiende el café y va hasta la puerta. Coge una escoba y empieza a barrer todo el lugar. El gato, asustado, salta a las piernas de Richard y luego a las de la mujer y así en ese vaivén. La mujer se limita a seguir tomando whisky; Richard se queda ensimismado viendo a la mujer barrer, como si el oficio le permitiera una nueva visión.
—Curiosamente hace cinco años que estuvo allá, ahora me acordé, del asesinato que hubo en Florencia, como en el mes de Julio. Del hombre que iba saliendo de Santa Maria del Fiore y alguien disparó contra él…
—¿Y nunca se supo quién fue?
—No, la Justicia Italiana nunca investigó el caso. Fue un día soleado en Florencia. El hombre, identificado como Andrea Mazzolo, iba saliendo del lugar que le nombré. Ese día caminaba entre la multitud y el disparo nunca se supo de dónde vino. Algunos testigos italianos dicen que fue algún francotirador.
—Es lo más seguro.
Hay un silencio de nuevo. Richard mira de nuevo a los dos hombres, que con cerveza en mano y el otro whisky, se limitan a mirar a la que atiende el café, luego afuera y así en ese juego. Al hombre de jeans y camisa se le cae algo en ese momento, se acerca más donde está Richard y la mujer, y se queda por un momento buscando el objeto; mira de un lado a otro, debajo de la barra del café y de las sillas.
—Exactamente, ¿en qué mes llegó? De pronto coincidimos con mí llegada a esta ciudad.
—Fue para Julio. Mi hija tenía que ir a una excursión a Roma, donde primero visitarían la catedral de Santa Maria del Fiore. Y para no quedarme sola, porque iba durar ocho días regresé con la promesa que volvería a visitarla —la mujer se arregla el talle del vestido y luego el escote. Se pasa las manos por la cara—. Antes de irme pasé por la catedral a despedirme de ella…
Y la noche, aunque solitaria, es fresca. Apenas los grillos la han adornado y de lado a lado de la calle, por donde está el café, se divisa una que otra polilla jugando en las lámparas. Se adentran en la cafetería para olvidar la soledad de afuera; revoletean, juegan, se paran en la cabeza de las cuatro personas que se encuentran en el lugar.
—Bueno, la dejo. Fue un placer hablar con usted.
—Está bien. Gracias.
La mujer se despide a secas y Richard sale del café. Empieza a recorrer la calle de vuelta a su casa. Ahora la noche, mas iluminada por la luna llena, aparece como telón. Saca un cigarrillo, lo enciende y el humo se pierde en medio de ese telón. Se para en una esquina, mira de lado a lado, con un pie cruzado sobre el otro y una mano en el bolsillo. Al otro lado vienen dos hombres, uno vestido de paño gris y una corbata naranja. El que trae ropa corriente de un momento a otro se la quita y queda en un vestido blanco de paño.
—Bueno, escucharon todo. Ahora usted —señaló al que había quedado en vestido blanco— vaya y cumpla la cita con Giulia. Nosotros dos llegaremos con los otros hombres para cogerla.
—Vale.
El hombre sale hacia el café de nuevo. El otro, el de vestido gris se queda mirando estupefacto a Richard para ver cuál es la orden. Éste dice:
—Usted vaya y párese en la esquina y esté alerta a la orden que yo le dé.
—Entendido.
Se dirige también con las manos en los bolsillos y mirando de lado a lado a pesar de la oscuridad. Richard queda solo, ahora acompaña a la noche y a la luna: él, la noche y la luna están solos. La luna observa a Richard; la noche es testigo de lo que pasa. Richard camina un poco más adelante, bota la colilla del cigarrillo. Y, como si estuviera en un vestidor, como si se fuera a medir algo nuevo, se quita los zapatos, el vestido de paño, la corbata y la camisa; y lo que queda, y solamente lo que queda de lo que ha sido Richard, es un cabello rubio, ojos verdes, vestido rojo, tacones de punta extrema rojos y brazaletes. A toda prisa llega corriendo el gato pardo que sube a su mano izquierda y en la otra el vaso de whisky.
Camina en lo profundo de la oscuridad…



JESÚS CUESTA ARANA

Nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz), España. Pintor y escultor, realiza también una extensa labor literaria. Ha publicado ensayo, biografía y poesía: Memoria al aire libre, La huella de un retrato, Del aire al bronce, Dos sombras que huyen, El Álbum de los Vuelos, siendo la obra más destacada la biografía Juan Belmonte, por las caras del tiempo.
Colaboraciones periodísticas en secciones fijas: La arena abierta, Poemas de Candil, El Sur de luces, Citando la memoria, El ojo en la mirada... Colabora en televisión y radio (Radio Cádiz, SER y Canal Sur). Presenta y dirige varios documentales: España sin ir más lejos, The day of the Virgin (Universidad de Indiana). Ha publicado centenares de artículos en diferentes periódicos y revistas especializadas: Diario de Cádiz, Grupo Información, El Periódico del Guadalete, Diario Área, Semanario Algeciras, El País, Trafalgar, Paradigma, Artes y Letras, Gaceta Ilustrada, MT, Candil, Revista de Flamenco... Colabora en el primer Diccionario Ilustrado de Flamenco.
Su obra y biografía están en más de ochenta publicaciones. Tiene varios galardones y reconocimientos, entre los más importantes: Gaditano del Año, Ateneo de Cádiz, 2010. Hijo Predilecto de la Ciudad de Alcalá de los Gazules, 2013.
En esta oportunidad, presentamos lo que el llama dos poemas de juventud.


PÁJAROS Y MÁS PÁJAROS
Jesús Cuesta Arana ©

Quiero escribir una historia.
donde mis pájaros sean sus protagonistas.

Leerme capítulo a capítulo,
episodio a episodio,
el lento y furtivo cantar de sus alados conciertos,
para creerme luego de plumaje amarillo
o de cualquier color,
aunque sólo fuera para soñar el vuelo.

Por eso, me pierdo
en los putos callejones
y laberintos oscuros,
siempre con la misma canción,
esperando la ágil cinematografía
de ver los trazos ardientes,
los triangulares pajaritos
que los niños pintan en las paredes.

Pájaros y más pájaros,
por aquí y por allí,
por todas partes vuelan.

Y al final… siempre vienen a posarse
en el mismo sitio:
en el mapa de mi cabeza.


CARTA ANÓNIMA
Jesús Cuesta Arana ©

Otra vez me han goteado por la frente
los presentimientos,
para irme hundiendo luego
en la cal vaporosa de una carta.

He notado en los cristales la insólita lluvia de julio
y mis quejidos se transforman en cipreses cristalinos.

Despavorido me siento correr tras los gritos de mi alma.

Me adivino entre rejas
en el dibujo sombreado de tus palabras,
a la orilla de un mar en calma,
para sentirte de lejos
o para mirarte de cerca.

Tus palabras son como una quieta condena
donde mis manos no llegan.

Abrazos postreros. Besos.

Y así se hiere la cadena blanca
por los caminos del viento.

Una carta de amor y sin remite
es el mismísimo Platón que espera…



GEORGE REYES

Ecuatoriano de nacimiento, reside actualmente en la ciudad de México. Posee un bachillerato, una licenciatura y dos maestrías en Teología, y cursa actualmente un PhD en Teología. Entre otras actividades, es presbítero, profesor, teólogo/escritor, poeta y ensayista.
Ha publicado cantidad de poesía y ensayos literarios y teológicos en varias revistas literarias y teológicas especializadas, virtuales y de papel; su poesía ha recibido homenaje y ha sido motivo de crítica especializada. También ha sido incluida en varias antologías en papel como en Antología de poesía religiosa latinoamericana (2010) y Nueva poesía hispanoamericana (2007). Editó recientemente su obra Hermenéutica posmoderna y hermenéutica bíblica. Tiene en su haber varios poemarios inéditos, cuyo contenido ha sido publicado en su mayor parte: Filosofía risueña, Signo XXI, El árbol del bien y del mal, Salmo hondo, Mañana. Ha ofrecido recitales de poesía. Editor de la antología poética Nuestra Voz (Buenos Aires, Tersites, 2015). Ha coordinado certámenes de poesía y ha hecho crítica literaria de varios autores latinoamericanos de la nueva generación. Ha participado también en talleres literarios. Dirige dos grupos de poesía lírica en Facebook (Tu Voz y Tu Voz Lirica).


EL DESCENSO DE LAS SIETE SOLEDADES
George Reyes ©


DESCENSO VI

Le dolía ser hecho de ausencias
plateadas como manchadas de luna,
cosidas con hilos de sol, sin sombras durmientes.

Más allá le agrietaron su boca,
le fue picoteada también su alma
por tres pájaros vivos de un bosque sonoro…

Y beberé el sudor de tu lluvia seca por caudalosa pena,
dormido sobre lenguaje que ya no pesa,
despierto en poesía endulzada con piedad de niño.


DESCENSO SIETE

Aguijón de tuna, pasión muy terca,
con saliva de sangre adulta goteando lenta
pintó de frío rojo esta piel mía…

Tú, Señor mío, lo descendiste
como arroyuelo que va rodando arena de sal
y se diluye de əsяaətɩov tanto.

Alegría más pura de mi hueso adulto
cual chispa de fuego quemada toda, saltó a lumbre invernal.
Llovió en su médula que arrasó lo inalcanzable cuando dormía allá.

(del poemario inédito Mañana, 2014)



AYLÉN MARTÍNEZ HERNÁNDEZ

Nació en La Habana, Cuba. y vive desde 2005 en Madrid, España. Escritora, su primera publicación es la novela Obini Elé.
Psicóloga Clínica y Sexóloga. Estudió en La Universidad de La Habana (Licenciatura en Psicología, 2004) y en La Universidad Autónoma de Madrid (Máster de Especialización en Psicología Clínica y de la Salud, 2010). Estudió en el programa de la Sociedad Sexológica de Madrid y en la Fundación Sexpol (Máster en Orientación, Terapia Sexual y de Pareja, 2008). Está homologada como Psicóloga Clínica por el Ministerio de Educación de España desde el 2010 y actualmente está matriculada en el “Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid”.
Ha trabajado como Psicóloga Especialista en la Atención a la Mujer en programas terapéuticos para víctimas de violencia de género y de agresiones sexuales. Asimismo, como especialista en programas terapéuticos para hombres imputados por violencia de género ha constituido todo un reto para su carrera. Durante dos años asumió la responsabilidad de gestionar el Área de Atención Psicológica Online en el proyecto “Happy Single”, que atendía a personas en situación de crisis tras situaciones de duelos. Actualmente perfila su carrera profesional como Psicóloga Clínica Privada en situación Freelance, especializando su atención con población adulta.
En Mayset.es, School and Language Consulting, lleva el área de gestión-administración, marketing, atención al alumno y se responsabiliza de las acciones propias del Community Manager. En su blog “Entre tú y yo” publica artículos sobre psicología, literatura y actualidad. Colabora como columnista en la revista Mundo en Español, Canadá, y es miembro de la Sociedad de Autores Independientes (Sainde) y colaboradora en su revista Umbral.
En su tiempo libre disfruta de la naturaleza, la música, el cine y el teatro. Le gustan las actividades deportivas y los animales. También dedica tiempo a sus amigos, familia y pareja. Sus aspiraciones son la de profesionalizar su faceta como escritora y continuar la atención psicológica a adultos, preferiblemente como parte de equipos multidisciplinares. Sin embargo está siempre dispuesta a incursionar en facetas profesionales diversas y se define como una persona que asume retos en otras esferas.


SUEÑOS Y SEÑALES
Aylén Martínez Hernández ©

La vida también está hecha de sueños. Muchas veces escuché decir “soñar no cuesta nada” y muchas otras la respuesta fue “desilusiones y desengaños”.
Yo prefiero soñar, incluso cuando el resultado sea el predicho por algunos. Soñar me permite sobrellevar el presente cuando me saluda con dureza y también me permite reconciliarme con mi pasado. Un pasado al que miro encontrando los sueños de entonces pero que, aún hoy, no he podido hacer realidad. No obstante persisto, porque las hormigas sobreviven en un mundo de gigantes, los niños siguen siendo la esperanza del mañana y el sol sale cada día, a veces para acompañar las alegrías y a veces para ayudar a sobrellevar el dolor. Por todo ello y porque a veces no se cumplen pero otras muchas sí, yo sueño.
Y es en esa extraña mezcla que conforman el entonces y el ahora, el hice y hago, el quise y quiero, donde consigo ver el futuro soñado. Y como una niña con una bola de cristal adornada en su interior por la nieve y la navidad, deseo los regalos y siento el olor del turrón aunque sólo sea agosto.
Aquel verano me convencí de que debía marcharme.
Me encontraba visitando a una amiga y unos instantes a solas bastaron para que todo el mecanismo echara a andar. Ana me pidió que le acompañara a la cocina para preparar uno de esos tés de fruta que tanto nos gustaban. Le pedí quedarme en el cómodo sofá de su salón admirando lo bien que se le daba sembrar y cuidar plantas ornamentales. De pronto mi mirada se corrió unos milímetros más allá de la puerta acristalada del balcón de las plantas y la vi. Una de esas bolas que me hacían soñar. Ésta tenía en su interior la imagen de Venecia, sus góndolas y diminutos puentes. Debían haberlo traído Ana y Jesús de su último viaje de vacaciones y claro está, habían estado en Venecia.
Mientras me entretenía con aquella pequeña bola de cristal, comencé a ver cosas espectaculares en su interior. La mente es poderosa y a horcajadas sobre la imaginación te lleva a hasta el lugar donde se esconden tus deseos.
Una vez allí, me volví liviana y pude liberarme del extraño peso que te mantiene atada al suelo. Desaparecieron los imposibles, se apartaron las dificultades y todos los obstáculos se hicieron a un lado formando una especie de pasillo real por el que podía pasar sin la más mínima posibilidad de que los imprevistos me entorpecieran al avanzar.
¡Qué maravilla! Allí estaban todos, como cuando entras en una tienda y todo lo que ves te gusta. Sólo que allí no habían paneles, nadie comprando, nadie vendiendo, sólo mis sueños y yo.
Me vi a mí misma en una enorme habitación que parecía no tener fin, ni puertas y tampoco entradas o salidas. Había imágenes proyectadas sobre las paredes y los techos que iban pasando una y otra vez y lo mantenían todo a color como las paredes y techos de la Capilla Sixtina. En muchas de ellas me vi con una preciosa niña entre mis manos, abrazada por su padre, mi fiel compañero de viaje. Ella se llamaba Aurora y su pelo era negro como el ébano y ondulado.
En otras imágenes aparecieron centenares de páginas escritas, seguramente por mí, y como una marca de agua detrás de cada una de ellas, se podían ver un hermoso lago, una mesa, una máquina de escribir y una taza de té humeante. Vi libros, unos pocos, pero todos llevaban escrito mi nombre, Jimena Salazar. Supongo que la casa modesta pero muy hermosa, color azul, ventanas de cristales, porche con sillones y algún que otro árbol frutal en los alrededores, estaba en el lago, y que la preciosa Aurora crecería en ella. A juzgar por la pieza de madera junto a la puerta, en efecto crecería allí. Tenía varias marcas talladas y en cada una de ellas una edad. La última marca estaba hecha a una altura parecida a la mía y sentí con mucha fuerza que había sido tallada con gran nostalgia porque fue la última de aquella preciosa niña que ya se había hecho mujer. Inmediatamente después vi otra tabla idéntica, con marcas muy similares pero de mayor altura. No me quedó claro el por qué y pensé que se aclararía en otra de las imágenes.
Encontré muchos cuadros familiares y por fin sentía paz delante de ellos, por fin, aunque sólo fuera en sueños, tenía mucho que contarles. Por fin, aunque sólo fuera en sueños, me compartían sus alegrías. Estaban todos pero aparecían unos y otros de modo distinto.
Algunos estaban sonrientes, como en paz, tranquilos, acompañantes, como presentes siempre.
¡Qué alegría!, grité en alta voz al ver una de las imágenes. Me había dado tiempo a tener un segundo hijo y había nacido niño, su padre le había elegido el nombre y tenía una marca en su mentón, justo como él. Era hermoso, era dulce, era gentil y por lo que me mostraron las imágenes logramos enseñarle el verdadero respeto por la mujer. Caí en la cuenta de que la otra tabla de madera con marcas talladas por edades era suya.
Vi una larga vida en familia, vi mucho amor, mucha paz y algunas veces también vi pasión. En algunas de las imágenes discutíamos a ratos, pero siempre seguíamos convencidos de que unidos éramos especiales y estábamos mejor.
Sentí tristeza, me percaté de que con el paso del tiempo y a medida de que nuestros hijos crecían, nosotros envejecíamos y algunas personas muy queridas no volvían a aparecer en las imágenes soñadas. Me di cuenta de que hasta los sueños saben que no somos eternos y que la forma en la que manteníamos presentes a estas personas queridas en nuestras vidas, había cambiado. Ahora estaban en cuadros bien grandes que ocupaban sitios muy especiales dentro de la casa azul.
A veces llorábamos por ellos y reíamos también, recordándoles. Y con relativa frecuencia les visitábamos en ciertos lugares, que al parecer se habían convertido en sagrados. Me vi conversando tranquilamente con mi madre, con el agua rozando mis pies desnudos y la arena acariciándome. La tarde caía y muy pocos se asomaban entonces a la orilla del mar en otoño, de fondo el sonido de alguna gaviota mientras le regalaba una de sus canciones favoritas de la mítica banda de los Beatles.
Recuerdo con especial ternura una de las tantas imágenes que volaban a mi alrededor. En ella aparecíamos mi hombre y yo, nada jóvenes por cierto, y estábamos haciendo el amor. El tiempo nos había ayudado a dejar de lado ciertos temores y complejos, y disfrutábamos de nuestros cuerpos imperfectos y desnudos a plena luz del día, música de fondo y danza de arrugas, erotismo y sensualidad.
Logré no verme sola en ninguna de las imágenes. Por muy vieja que apareciera en ellas, siempre me acompañaba el viejo. La bola me regaló no vernos separados por la muerte, me regaló una vida a su lado y una muerte también. Me regaló entonces, la paz que me faltó siempre ante la ausencia de la vida y me trajo de vuelta a todos los que antes habían estado en cuadros grandes y especiales. Mis hijos siguieron con sus vidas, esperando el tiempo que aún tardaría en llegarles, para mi felicidad.
Entonces, como cuando agitas las típicas bolas con la imagen navideña en su interior y de pronto pareciera que nieva con tanta fuerza que todo se cubre de blanco y se hace más difícil de ver; así se entremezclaron las góndolas, los diminutos puentes y las parejas de enamorados surcando los canales de Venecia. Me salí del mágico sitio y todas esas imágenes volvieron a mi cabeza, abandonaron las paredes y su vuelo y volvieron a ser parte de mis sueños.
—Jimena, Jimena… ¡Jimena! —gritó mi amiga Ana sorprendida por el hecho de que a un metro de ella no le hubiera escuchado decir que ya estaba mi taza de té.
—Perdona Ana, no te escuché entrar en la habitación.
—Y en qué pensabas hija mía, cualquiera hubiera jurado que tu cuerpo estaba en mi salón pero tu mente viajando por quién sabe dónde —replicó con su acostumbrado tono desenfadado.
—No vas muy desencaminada, Ana. Me entretuve mirando el interior de esa bonita bola que os habéis traído desde Venecia Jesús y tú, supongo que este verano, y ya ves, mi mente se fue de mí.
—Pues si yo te contara Jimena… esa bola no la compramos en Venecia.
—¿Cómo que no? —dije extrañada.
—Pues es una historia curiosa la suya.
—Y a qué esperas para contármela —le dije yo con la taza de té entre mis manos y acurrucándome entre los cojines del sofá presta a escuchar la historia como lo haría una niña a la que le han prometido contar un cuento.
—A qué va a ser, a que vinieras a casa a visitarme —rió pícaramente—. Resulta que la semana pasada tú y yo habíamos quedado para tomar un café en la Plaza de Oriente.
—Sí, me acuerdo —asentí yo.
—Y también te acordarás de que al final no pudimos vernos porque Marcos necesitaba que le llevaras no sé qué papeles que había dejado en casa y no le daba tiempo a regresar a por ellos antes de que comenzara la reunión con los inversores.
—Efectivamente, me acuerdo que tuve que llamarte en el último momento y que ya tú habías salido de casa y no pude avisarte a tiempo para evitarlo.
—Pues como yo ya estaba en el coche y llevaba buen tramo recorrido decidí que no hacía nada en casa si ya tenía planes para salir un rato y seguí hasta el centro de Madrid. Recuerdo que había muchísima gente, ya sabes… visitando el Palacio Real, los típicos grupos de turistas montando en bicis y acompañados por guías…
—Y entonces —interrumpí a Ana, desesperada porque al fin llegase a la parte de la historia que daba sentido a esa bola de Venecia que no había traído de Venecia.
—Me senté en uno de los cafés que quedan detrás del Teatro Real. Pedí mi café de cerca de tres euros y saqué la novela que estoy leyendo ahora. ¿Sabes cuál? —dijo Ana sin percatarse de la inmensa curiosidad que toda aquella historia despertaba en Jimena.
—¿El que he visto nada más entrar sobre la mesa del recibidor? —pregunté yo que no quería ser descortés o levantar sospechas relativas a mi excesivo interés. De qué manera iba a explicar la alucinación que minutos antes había tenido en ese mismo salón—. Creo que me hablaste sobre él —continué diciendo:—. Obini Elé se llama, ¿no?
—Sí, es esa novela que te dije que me estaba dando muchas ganas de conocer La Habana y que su autora es una cubana muy joven. Resulta que se está convirtiendo en el libro de moda del otoño. En fin, que me voy del tema —concluyó Ana.
Yo casi levitaba sobre el sofá y no sabía cómo acomodarme. Estaba como una niña que adora los helados y espera el suyo, con la esperanza de que no se termine antes de que pueda pedirlo.
—El hecho es… —continuó Ana— que no llevaba leídas dos páginas del libro cuando una señora se me acercó y a juzgar por lo que me dijo, he estado pensando toda la semana que se estaba refiriendo a ti.
—¿Tú crees? ¿Y quién era esa mujer? ¿Cómo era? —interrogué a Ana sin dejarle terminar de contar.
—Pues no lo sé, Jimena, jamás la había visto y no parecía estar loca. De qué amiga me hablaba sólo pude pensar que eras tú. Eres “mi gran amiga”, “sueñas con ser escritora” y, sí querida, por mucho que me duela admitirlo y más que te extrañaré, tu lugar no está en Madrid. Ni qué decir de tu reacción al ver la bola, parece que algún tipo de energía te vincula a ella y que tu mente vuela a su lado.
Sonreí y después de admitir lo bien que me conoce Ana me lancé con las últimas preguntas a por el final. ¿Y qué fue lo que dijo, Ana? —pregunté deseosa por saber pero serena.
—Me dijo estas palabras: “Usted tiene una gran amiga que sueña con lo que tienes entre las manos, la Plaza de Oriente no es su sitio y dentro de Venecia verá su destino”.
Acto seguido y sin dejarme mediar palabra, dejó sobre la mesa la bola de Venecia.


DESPUÉS DE LA TORMENTA
Aylén Martínez Hernández ©

Era viernes y debían celebrar el aniversario de boda.
“Diecisiete años son muchos y han hecho mella en los deseos de sorprender y celebrar; pero qué duda cabe, somos un matrimonio consolidado y tenemos una hija preciosa. Todo está bien.” —se decía a sí misma Clara en ese intento desesperado que no pocas veces se asume para dar una explicación a algo que duele y desagrada; eso que negamos para no ver la verdadera razón. Lo cierto es que su marido no parecía tener la más mínima intención de proponer que hicieran algo especial.
Alberto lleva tiempo distante y frío con ella y en ocasiones parece querer estar en cualquier sitio menos en casa. El sexo no es como antes, atrás han quedado los días en los que él le veía y deseaba tocar su cintura o simplemente besar su cuello. La última vez que hicieron el amor, ninguno de los dos la recuerda y aunque Clara lo intenta, a veces parece imposible que vuelva a ser como antes. Alberto se niega a entrar en lo que debe producirle culpa, a juzgar sobre todo por la cara que se le queda, cuando alguna de esas raras veces terminan por hacer el amor. Para él es difícil decir que no cuando delante se planta una mujer, Clara, a la que un día amó y que es todavía hermosa, con uno de esos conjuntos negros diseñados a base de encajes y transparencias. Pero lejos del deseo furtivo, ya no queda mucho más.
Bueno, una cosa quizás sí, María. Alberto es un padre que se siente muy unido a su hija. Teme a los cambios que se producirían si decidiera marcharse de casa.
“Pero cómo puedo seguir en esta farsa de matrimonio, cuando ya no siento nada por Clara y quisiera poder rehacer mi vida”. Eran los pensamientos que asaltaban día sí y día también a un inconforme Alberto, conocedor como era de que no podría mantener aquella situación mucho tiempo más.
“Ella, ella” suspiraba en silencio por algunos rincones, presente y ausente casi todo el tiempo. Ella no era Clara, con “Ella” se refería a una mujer de unos 35 años, sensiblemente más joven que él, que ya Contaba sus años de vida por 48. Ella respondía al nombre de Charlenne.
A Clara, como a la mayoría, le gustan los regalos. No siente una pasión especial por las sorpresas, pero no suele pasar por alto fechas señaladas, en las que aprovecha para hacer sentir especial a quien celebra. Por supuesto espera a cambio el mismo trato, sobre todo si debe venir de alguien cercano como su marido.
En esta ocasión, Clara sentía esa cierta incertidumbre y dentro de ella reinaba esa especie de desasosiego que te invade cuando intuyes que algo puede no salir exactamente como desearías. Pero con esa venda que cientos de veces puso frente a sus ojos, siguió adelante, desbocada, esperando despertar ese algo que sabía dormido en él.
—Bueno, está claro que estás esperando a que te lo entregue yo primero o quizás no has tenido tiempo de comprar nada porque has estado muy liado en el trabajo.
Fue la forma que encontró Clara para entregar su regalo de aniversario. Apareciendo en el salón mientras Alberto veía un partido de básquet, que a juzgar por los jugadores, debía ser de la NBA porque aquellos hombres, la mayoría de raza negra y con cuerpos esculturales, parecían saber volar inspirados por un balón y los gritos eufóricos de aficionados. Ese instante se hizo enorme y la alarma se hizo mayor cuando Alberto no hizo el mínimo esfuerzo por justificar su olvido.
—Lo siento Clara —dijo con esa voz preocupante de marcada seriedad y bajando la cabeza con esa vergüenza que un momento embarazoso como aquel produce—. No he caído en la cuenta de qué día es hoy.
En sus manos, una caja envuelta en papel regalo color azul y una pegatina plateada que pone ¡Felicidades! Al lado, una pequeña postal con algo escrito. Alberto fija su mirada en el regalo pero no cree que deba abrirlo. Lo sujeta con ambas manos y le cuesta apartar la vista para decir por fin, lo que lleva meses deseando. Y una vez allí, lo hizo. Colocó cuidadosamente el regalo sobre la mesa, como queriendo tratarle con el amor que no puede prodigar a quien lo entrega, pero con esa solemnidad de quien siente respeto y hasta tristeza - Clara… —y se hizo un silencio—. Yo creo que es hora de que hablemos.
La cara de Clara se transformó, pero tampoco podría decirse que lo hizo radicalmente. En el fondo, en ese hondo espacio donde queda resguardada de ser notada, la objetividad; ella sabía desde hacía algún tiempo que las cosas no marchaban bien, pero tenía miedo; miedo a enfrentarlo, miedo a que fuera cierto, miedo a quedarse sola, miedo.
—¿Y de qué crees tú que deberíamos hablar? —preguntó ella con ese tono que grita que la incertidumbre se rinde al fin a la evidencia.
—Mira, Clara, yo lo siento mucho. Lo he intentado pero ha sido imposible. Te tengo mucho cariño, juntos hemos vivido muchas cosas y tenemos una maravillosa hija; pero no me siento enamorado y quiero que nos separemos.
Como cuando una jarra de agua fría te es arrojada a la cabeza o un patinador cae por accidente a un lago helado, así penetraron en Clara las palabras de su marido, de sopetón.
—¿Qué me estás diciendo Alberto? ¿Te estás escuchando? ¿Es que no te importa el hecho de que somos una familia, que tenemos una hija, que llevamos diecisiete años casados, coño?
Y la última palabra retumbó en la habitación y tras de ella y la rabia con que había sido pronunciada, se quebró la voz de Clara, sus manos resguardaron su cara de la vergüenza, la tristeza y hasta la sorpresa; y lloró.
Se sentó, se puso de pie inmediatamente, sintió que una fuerte taquicardia se apoderó inmediata y fulminantemente de su corazón, y la ansiedad se hizo con ella y sus fuerzas.
—Tú no puedes hacerme esto, no puedes hacernos esto. ¿Te crees que yo no he sido infeliz? Ah pero aquí sigo, lo he intentado, no he abandonado porque he creído que podía y debía aguantar para salvar lo que construimos. Tú no, tú vienes y te lo cargas en un segundo, así, como si nada. ¿Te has parado a pensar si me echarás de menos, si estar separados será peor que estar juntos aunque no seamos todo lo felices que quisiéramos? Yo sí lo he pensado muchas veces y todas ellas he enterrado mis deseos y mis fantasías porque creía que no debía dejar de lado lo que tanto cuesta construir con otra persona, sólo porque una a veces tiene caprichos inconfesables y hasta incomprensibles. Pero tú no eh, tú no. ¿Cómo se llama ella, Alberto? ¿Cómo se llama la mujer que te ha dado fuerzas para abandonarme sin pensar y sopesar todos estos años?
—Clara te pido que te calmes, no hay ninguna otra mujer por la que quiera que dejemos de estar juntos. La razón soy yo mismo que ya no me siento como antes. Algo ha cambiado dentro de mí y soy un hombre joven que merece volver a sentir cosas estando en pareja.
—Ah porque ya no sientes “cosas” conmigo o hacia mí, qué mierda importa es lo mismo —dijo ironizando la palabra “cosas”— ¿Te crees que yo sí? ¿Te crees que me siento importante y especial para ti? Cuesta trabajo que me mires, que atiendas a lo que me gusta y lo que me interesa, cuesta que salgamos a divertirnos como adultos y dejemos de lado la economía, la hipoteca, los problemas con María, los problemas con tu madre, con la mía, con tu maldita oficina o con qué sé yo que otra puta cosa, joder.
Se inclinó con la expresión en el rostro de alguien dolido en lo más profundo, de alguien que está siendo desechado y abandonado por quien ha compartido hasta lo inimaginable, por quien ha estado presente en los recuerdos, buenos y malos, de los últimos diecisiete años; y eso, es mucho tiempo. Con el dedo índice, marcando el rostro de Alberto, dijo juntando con fuerza los dientes y dejando sacar la rabia y la incredulidad de aquel momento:
—Entérate de una puta vez, yo también llevo tiempo sin sentir lo que quiero para mí y lo que merezco en mi vida, pero he seguido aquí y… ¿A cambio? ¡A cambio esto!
—Clara, de verdad que lo siento mucho, créeme
—No digas ni una sola vez más que lo sientes y acaba de decirme quién es ella, ¿O te crees que me voy a tragar eso de que no existe nadie? Dilo de una vez coño, ¡Dilo! —gritó como loca Clara.
—Lo que sí voy a decirte es que no tiene sentido para ninguno que sigamos adelante cuando no somos felices. Tú acabas de decirlo. Hace tiempo que no eres feliz conmigo.
—Sí, ¿Pero sabes cuál es la diferencia entre tú y yo? Yo he intentado salvarlo y hubiera hecho más por lograrlo. Tú en cambio, tiras la toalla y punto.
—¿Qué más querías que hiciera?
—¡No me jodas! O sea que hiciste cosas por salvar lo nuestro. ¿Cuáles? Quizás estabas haciéndote a la idea de que lo intentabas y resulta que era que estabas poniendo de tu parte, pero con otra ¿no? ¿No, Alberto? Responde de una puñetera vez, joder.
—Tú no lo entiendes, nunca has entendido bien lo que yo hacía, mis esfuerzos, mis deseos y ¡Sí! —gritó liberado— hay otra mujer. Mira, ya lo he dicho —gesticuló Alberto mostrando, por fin, algo de sangre en sus venas que le hacía perder, por un momento al menos, la ecuanimidad que deseaba mantener— ¿Estás mejor ahora? ¿Has resuelto algo sabiéndolo? —gritó llevándose las manos a la cabeza.
Silencio sepulcral. Cara de asombro y profunda tristeza en Clara. La estampa, la de una persona a la que la vida ha abandonado de repente su cuerpo, dejándole en un lamentable estado de debilidad y desnudez; y a la que, de pronto, súbitamente, regresa y le insufla el halo que le arrebató por segundos.
Y con una voz baja y extrañamente calmada, propia de quien ha perdido las fuerzas en ese momento para seguir batallando, Clara dijo
—No, no estoy más tranquila, pero ahora ya lo sé todo.
Dio media vuelta y salió de la habitación, tomó las llaves del coche y se marchó. Sin saber bien a dónde, pero se marchó. Estaba claro para ella que no podía permanecer ni un minuto más en la casa junto a él. Ya había soportado suficiente humillación y era momento de ponerse un poco a salvo.
Allí quedó Alberto. Mirando a su alrededor. Contemplando la casa en la que habían pasado muy buenos momentos y otros tantos que no lo fueron demasiado, especialmente en los últimos años. Allí había historia, pero él tenía claro que quería continuar escribiendo sobre otras paredes y bajo otro techo. Atrás dejó el regalo, sobre la misma mesa donde le había colocado al desatar la tormenta y con pasos seguros fue hasta su habitación para recoger sus cosas.
Dos horas más tarde, estando aún solo en el piso, la puerta se cerró tras de sí. Tres maletas llevaban lo suficiente para las próximas semanas. El resto era más difícil de recopilar en una sola tarde: libros, documentos, más ropa, tanto de invierno como de verano y los recuerdos familiares que negociaría, si se decidía a hacerlo, con Clara.
—¿Y cómo es ella? —había preguntado Charlenne aquella noche de tormenta algunos años atrás. Se refería a Clara, la mujer a la que Alberto llevaba un especial regalo de cumpleaños, la mujer que tanto significaba entonces para él y a la que lamentaba no poder abrazar a tiempo por su cuarenta y un cumpleaños.
Los enormes ventanales de cristal que rodean todo el aeropuerto moscovita Domodédovo permanecían nevados por las bajas temperaturas. Fuera caía tanta nieve que no parecía poder terminar nunca. El paisaje se teñía de blanco pero ellos estaban cobijados en la sala de espera y con alguna que otra taza de chocolate caliente entre las manos. No escuchaban el viento; pero el rápido movimiento y las ráfagas que se veían a través de los cristales al caer los copos de nieve permitían escuchar desde el silencio de la imaginación la fuerza real con que caía aquella tormenta de nieve. Horas antes, los trabajadores del aeropuerto intentaban, sin éxito, mantener despejadas las pistas; y los camiones, con cañones de líquido anticongelante, trabajaban para retirar la nieve y el hielo de los aviones antes del despegue.
Sin embargo, la tormenta venció. ¡Quién diría que el tiempo cambiaría tanto las cosas!



JORGE CASTAÑEDA

Poeta, narrador y periodista nacido en Bahía Blanca y radicado en Valcheta (Río Negro), Argentina.
Ha publicado los siguientes libros: La ciudad y otros poemas, Poemas breves, 30 poemas, Poemas sureños, Sentir patagónico, Los atabales del tiempo, Valcheta, un pueblo con historia y Suma Patagónica. Y en edición digital en Qué de Libros Ediciones: Pilquiniyeu es un chancho que vuela y Por la vida y por la Patria. Tiene inéditos: El lirio de los valles, Crónicas & Crónicas, Donde llora el ornitorrinco.
Textos de su autoría han sido publicados en la prestigiosa revista Carta Lírica y en la antología literaria Rostros y voces figura con una nota bibliográfica, currículo y textos. Su novela corta de no ficción Pilquiniyeu es un chancho que vuela está incluida en la biblioteca de la red Undernet. IRC, entre las obras de los principales autores de todos los tiempos. También participa en más de trescientas páginas web de diversos países. Ha sido invitado a recitar poemas en el homenaje a Pablo Neruda en la casa de Isla Negra, junto a otros poetas del mundo, con motivo del aniversario del nacimiento del gran poeta chileno.
Figura en varias antologías nacionales y extranjeras, habiendo recibido numerosos premios por su obra literaria. Es, además, conferencista sobre temas patagónicos.
Su obra literaria ha sido declarada de “Interés cultural” por la H. Legislatura de Provincia de Río Negro y presentada de igual forma ante la H. Cámara de Diputados de la Nación. En 2009 la legislatura rionegrina lo ha designado ciudadano ilustre de Río Negro, por su extensa trayectoria literaria, sus reconocimientos internacionales y por su contribución invalorable a la cultura nacional.
Es miembro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) así como de numerosas asociaciones literarias nacionales y extranjeras.


MI ESPERANZA BARCO SUR
Jorge Castañeda ©

Barco herido piedra soy
Escorial prisma de luz
Un color una sustancia
Por mis venas sangre azul.

Caballero solo nácar
Corazón a contraluz
Y una lluvia monocorde
De tristezas en azul.

Soy estrella de los cielos
Me lastima la inquietud
Pedregal picada abierta
Y esta pobre latitud.

Viento torpe catedral
La meseta una virtud
Caracolas y gaviotas
Mi perdida juventud.

Sílice soy basalto
Fogón de lumbre a la luz
Distancias faldeos del monte
Sordos galopes en cruz.

Araucaria en la espesura
Sol amargo y lasitud
Riscal perdido vertiente
Busco mi escala de luz.

Amigo soy del viento
Peregrino y al trasluz
Bitácora navegante
Mi esperanza barco sur.


LA TEJEDORA
Jorge Castañeda ©

Van del huso al telar como palomas
Las manos de Sofía. Pone colores
En las guardas o si no monocromas
Se vestirán sus matras de labores.

Contenta se permite algunas bromas
Porque en su mente están los borradores
De sus trabajos. Hay muchos diplomas
Y en sus tejidos —dice— milamores.

Plasmará con el aire de la aurora
Alguna pieza rica de matices,
Sabia de husos, telares y tejidos.

Doña Sofía, artesana tejedora,
Por algún caminito de tapices
Soñará con colores y teñidos.


LA LUNA
Jorge Castañeda ©

Viaja por el cielo
Coqueta y oronda
Ataviada y bella
De anillos y ajorcas.

Le hablo de mis cuitas
Y de mis congojas
Y hasta me parece
Que a veces me toca.

Si le digo hermosa
Ella no se asombra
¡Si se habrá cansado
De tantas lisonjas!

¡Qué luna bonita
En la noche sola!
Va toda de plata
Blanca y silenciosa.

Y yo que camino
Solito a estas horas
La miro y la miro
Y mi alma se arroba.

La luna camina
Lentita y redonda
Y a veces las nubes
Nos cubren de sombras.



SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 65 – Junio de 2015 – Año VI
ISSN 2250-5385
Exp. 5199589 del 21/10/2014, Dirección Nacional del Derecho de Autor

Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en Suplemento Nº 56)




Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 13)





Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
 @mon_villarreal
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17)





"Realidades y Ficciones"
Mónica Villarreal (2014)
acrílico y óleo sobre
papel-lienzo, 30 cm x 30 cm