SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 65 – Junio de 2015 – Año VI
ISSN
2250-5385
Inscripción
gratuita como LECTOR
si escribe
a zab_he@hotmail.com
indicando nombre
y apellido, ciudad y país
(se le avisará
cada nuevo número trimestral).
"Mimnermo de Colofón" Mónica Villarreal (2015) (carboncillo sobre papel, 30 cm x 22 cm) Serie "Poetas Clásicos Griegos" |
Sumario:
•
Fernando SORRENTINO (Argentina)
• Johanna Marcela ROZO ENCISO (Colombia)
• Isabel DE LA GRANJA (España – Uruguay)
• Adriano CORRALES ARIAS (Costa
Rica)
• Noelia Natalia BARCHUK
(Argentina)
• Carlos LÓPEZ DZUR
(Puerto
Rico – Estados Unidos)
• María Rosa RZEPKA (Argentina)
• Héctor Fabio MEDINA CASTAÑEDA (Colombia)
• Jesús CUESTA ARANA
(España)
• George REYES
(Ecuador –
México)
• Aylén MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
(Cuba –
España)
• Jorge CASTAÑEDA
(Argentina)
FERNANDO SORRENTINO
Nació
en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de lengua y literatura. Su
literatura de ficción es una mezcla de fantasía y humor. Ha sido traducido a
los idiomas inglés, portugués, italiano, alemán, polaco, chino, vietnamita y
tamil. A menudo escribe ensayos sobre literatura argentina, que en general se
publican en La Nación , de Buenos
Aires. Ha recibido varios premios literarios, entre otros Faja de Honor de la Sociedad Argentina
de Escritores (SADE).
Su
obra:
•
Libros de cuentos: La regresión zoológica
(1969); Imperios y servidumbres (1972
/ 1992); El mejor de los mundos posibles 1
(1976); En defensa propia (1982); El remedio para el rey ciego (1984); El rigor de las desdichas 1 (1994);
La corrección de los corderos, y otros
cuentos improbables (2002); Existe un
hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza
(2005); El regreso. Y otros cuentos
inquietantes (2005); En defensa
propia / El rigor de las desdichas (2005); Costumbres del alcaucil (2008); El
crimen de san Alberto (2008); El
centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio (2008); Paraguas, supersticiones y cocodrilos
(Verídicas historias improbables) (2013).
•
Novela: Sanitarios centenarios (1979
/ 2000).
•
Nouvelle: Crónica costumbrista (1992),
reeditada como Costumbres de los muertos
(1996).
•
Libros para niños y/o adolescentes: Cuentos
del Mentiroso 2 (1978 / 2002 / 2012); El remedio para el rey ciego (1984); El Mentiroso entre guapos y compadritos (1994); La recompensa del príncipe (1995); Historias de María Sapa y Fortunato 3
(1995 / 2001); El Mentiroso contra las
Avispas Imperiales (1997); La
venganza del muerto (1997); El que se
enoja, pierde (1999); Aventuras del
capitán Bancalari (1999); Cuentos de
don Jorge Sahlame (2001); El viejo
que todo lo sabe (2001); Burladores
burlados (2006); La venganza del muerto (reedición 2011, que contiene
cinco cuentos: Historia de María Sapa, Relato de mis travesuras, La fortuna de
Fortunato, Hombre de recursos, La venganza del muerto).
•
Libros de entrevistas: Siete
conversaciones con Jorge Luis Borges (1974 / 1996 / 2001 / 2007); Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares
(1992 / 2001 / 2007).
•
Ensayos: El forajido sentimental.
Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (2011).
•
Antologías (compilador): 35 cuentos
breves argentinos (1973); 36 cuentos
argentinos con humor (1976); 17
cuentos fantásticos argentinos (1978);
Historias improbables. Antología del cuento insólito argentino (2007); Ficcionario argentino (1840-1940). Cien
años de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (2012).
1 Premio Municipal de Literatura.
2 Faja de Honor de la SADE.
3 Premio Fantasía Infantil 1996.
COSAS DE
VIEJA
Fernando Sorrentino ©
En esos días de lluvia, Mario se
empeñaba en que quería comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con
halagada sonrisa, consentía sin dificultad, y mandaba a la Coca a limpiar las pelusas
debajo de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era
su sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina. En la casa tan grande,
tan oscura, tan sola, yo podía elegir entre permanecer mirando cómo las manos
venosas de la abuela elaboraban prolija y lentamente los buñuelos (que ella
llamaba biñuelos), o irme con la Coca a verla acomodar los
trastos del cuartito de las cosas inservibles. La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un
altillo no podía hallarse en la planta baja, en un rinconcito cuya ventana daba
a los límites del jardín, junto a la medianera de ladrillos, un lugarcito muy
callado y húmedo donde había una plancha rectangular de hierro oxidado, unos
azulejos floreados y una canilla para regar el jardín. Aunque el grifo carecía
de llave y, de todos modos, nadie regaba el jardín, y ni siquiera era un
jardín: no tenía plantas ni flores de cultivo, pero sí yuyos y enredaderas
heterogéneas, bichos bolita, hormigas, charcos, sapos y lauchas.
Creo que yo ya tenía catorce años
cuando supe cuál era el aspecto exterior de la casa. Yo casi nunca salía, y, en
ese caso, iba y volvía por la misma vereda de la casa, de modo tal que sabía de
memoria los edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que
nací. Una vez se me ocurrió no hacer otros ángulos que los rectos, sin cruzar
en diagonal ninguna calle. Caminé desde la esquina por la acera de enfrente.
Por la izquierda superaba verjas de alambre o de hierro y confusas
vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba un árbol
prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano las ramas se juntaban
en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos, como a través de un inquieto
y fresco cedazo. Pero ese día era invierno y era el atardecer. Tan triste todo,
con un vientecito desganado, mudo, la calle vacía y esas lucecitas, que salían
ya como apagadas de salas de techos altísimos. No sé por qué, me daban como
unas ganas de llorar, y en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que
estudiaba en mi colegio. Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos —uno blanco
y otro azul—, con nueve cuadraditos en sobrerrelieve, y una página sucia de El Gráfico iba a volarse a caballo del
viento. La pisé a tiempo y, sin inclinarme, leí “Musimessi, figura en
Newell’s”. Lo liberé, y el papel salió arrastrándose con un gemido áspero, y
fue a encallar en el agua servida. ¡Qué lúgubre, mi casa! Apenas si se veía.
Enredaderas mustias y oscuras cubrían la verja negra y oxidada; detrás,
palmeras grises, pinos descascarados y el omnipotente gomero ni dejaban asomar
la osamenta opaca de nuestra casa, cuyas paredes eran mapas de grietas y
manchas. Pero contra el cielo blanco se recortaba el puntiagudo techo a dos
aguas, techo de tejas que habían sido rojas y ahora eran violetas o del color
del barro.
En la casa había también un altillo,
pero como en él dormía la Coca ,
ya no era altillo sino dormitorio;
aunque la abuela lo llamaba el cuarto de
la muchacha (y además decía tránguay
por tranvía y botines por zapatos, y
el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me gustaba esa piecita con el cielo raso en V
invertida y gruesas vigas de madera oscura. Sobre un banquito de cocina
señoreaba una radio muy antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada
noche ella escuchaba el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media
habitación un inmenso ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado.
Al abrir la puerta, sujetos con chinches, estaban: Gardel, vestido de gaucho
celeste; Robert Taylor, de cowboy; y
Ángel Magaña, de saco y moñito; también una estampita de la Virgen de Luján y otra de
Ceferino Namuncurá. De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su
casamiento con Ricardo), donde la
Coca casi no era la
Coca , con ese peinado tan alto y esos labios tan rojos y tan
finitos. Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco de agua de Colonia
y una barrita de azufre. Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita
circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en dos
vidrios rosados.
Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el
altillo, significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas
inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos, no
tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así recuperaba un
poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era ella quien dirigía
todas las cosas de la casa, cuando todavía no habían empezado a dejarla a un
lado. Claro que, como chocheaba (arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era
injustificado que tuviese manías, no era extraño que se confundiese y olvidase,
no era censurable que a veces mintiera o inventara. El doctor Calvino afirmó
que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y
simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de todos
modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie. Pasaba las tardes de otoño
e invierno con una pañoleta en las rodillas y una bufanda en los hombros,
hamacándose en la enorme mecedora, que, sin embargo, perdida en la interminable
sala empapelada de flores lilas y pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con
las manos entrelazadas, pensaba quién sabe en qué, mirando a través de la mesa
negra y ovalada, cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet.
Cuando no, limpiaba todos los objetos metálicos de la casa hasta darles un brillo
enceguecedor, y ese brillo era como un escándalo entre cosas tan opacas y
melancólicas. Yo solía buscarle candelabros de bronce o fruteras de plata, pero
Mario me lo prohibió, considerando que así estimulaba el desarrollo de algo que
podría denominarse manía. De cualquier manera, ahora que los días eran más
templados, a la abuela se le había dado por vagar al atardecer por los rincones
inexplorados del jardín, que lo eran casi todos; se sentaba, bien lejos de la
casa, en una sillita de paja, hasta que al fin la Coca salía a buscarla y la
obligaba a entrar, porque podía ser muy peligroso el rocío del anochecer.
Convencerla de que se quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más
horas en el jardín, generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor
Calvino aconsejó que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no
tomase frío, debido a la endeblez de sus bronquios.
Era cosa de no creer que, la noche
de la tormenta de Santa Rosa, cuando Mario se levantó para asegurar las
persianas, la abuela ambulara por el jardín, bajo la lluvia y agitada, tenue
planta como era, por el viento helado y furioso. El doctor Calvino diagnosticó
pulmonía, y, ahora, a la chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a
delirar con los hombrecitos. ¿Los hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de
calzón amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy
altas, que se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo. Era inútil
que la interrumpieran con la noticia de que Telma había tenido mellizos, o que
tía Marcelina le mostrara las sábanas que acababa de bordar. La ciudad de los
hombrecitos se llamaba Natania y constaba principalmente de bosques, torres y
puentes; la ciudadela del rey y los tres ministerios estaban custodiados por
leones alados y por toros con cabeza de águila. “¿Por estatuas de leones y de
toros?”. No, por leones y por toros de carne y hueso. El doctor Calvino puso
esa cara tan especial que asumen los médicos amigos de la familia, y la casa
fue paso obligado de remotos parientes, solidarios en la desdicha que ya
llegaba. Cuando la sutil vidita de la abuela se acabó del todo, llegaron los de
la funeraria con los absurdos ornamentos con que se recibe a la muerte. La
capilla ardiente se erigió en la sala donde la abuela lustraba metales, y las
manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las hubiera bruñido. Las
dos hermanas casadas y la solterona la rememoraron joven, siempre tan guapa y
dispuesta, y tíos escribanos o abogados consumían café y coñac, y calculaban
las posibilidades de Balbín-Frondizi frente a las de Perón-Quijano. Toda la
noche contemplé rostros sucesivos (y a veces pensaba en Mirta) y, desertando
del velorio, me interné en la maraña del jardín, entre rugosas palmeras y
campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba. Lloré, aunque
despacito, de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro.
Mario permitió que la Coca , que estaba separada del
Ricardo aquel de la foto coloreada, llevase a vivir consigo a un novio o cosa
así, ahora que no estaba la abuela para escandalizarse. Resultó ser un
individuo torvo, de poco pelo, malas maneras y ninguna palabra. Durante la
primera semana, al volver de no sé dónde, siempre más o menos a la misma hora,
pasó las tardes observando por la ventanita circular hacia la casa de enfrente.
El sábado mostró poseer un perverso espíritu innovador: empezó a introducir
toda clase de modificaciones y, con la venia de Mario, se ensañó en
revolucionar todas las cosas, que estaban tan bien como estaban.
Proyectó comenzar con el jardín,
nada menos: cortar malezas, sembrar césped, cultivar flores. Y entonces el
jardín no sería otra cosa que un jardín, es decir, una cosa lisa y limpia y
clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y jugar en el
rinconcito formado por la palmera más gruesa, el cerco de ligustros
desordenados y la estatua tumbada y rota, cubierta de musgos y líquenes, como
diría el manual de Botánica de primer año. Alrededor del pedestal de la estatua
los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por completo, pero debajo —si es que
alguien lo podía levantar, ya que era pesadísimo— la tierra era plana y
apelmazada en un círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los
primeros accesos de comunicación. Hacía mucho tiempo que ese bloque de mármol
estaba perdido en el jardín: ELISA Y MARIO, declaraban un corazoncito y una
flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte años que era viudo.
El perro de los vecinos retrasó el
plan del novio de la
Coca. Ladraba y lloraba día y noche; era un perro estúpido e
insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo: en un rasgo muy típico de su
manera de resolver los problemas, le arrojó carne envenenada por encima de la
medianera. Los vecinos —que también, aunque por otras razones, eran gente desagradable—
formularon la denuncia a la policía, y él tuvo que pasarse dos días en la
comisaría. Al volver, prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba
muy viejo y no influía en absoluto; era un trasto más que, en lugar de ocupar
un sitio en el cuartito de las cosas inservibles, lo ocupaba en la biblioteca:
con esmerada caligrafía antigua, en un cuaderno escolar copiaba —¿por qué?,
¿para qué?— poesías románticas o altisonantes. Pero las semanas iban pasando, y
el sujeto ya terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez
más claros y luminosos, y en seguida atacaría el jardín. Empezó a limpiarlo
avanzando en un círculo cuyo centro era la casa. Cierto que faltaban muchos
metros hasta la estatua, y que aún me quedaba algún tiempo para conversar y
enterarme de otros detalles. Mientras tanto, él arrancó las primeras malezas,
eliminó las latas y las piedras que se habían acumulado a través de más de
veinticinco años de desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la
primera vuelta del círculo. Por suerte, día a día el avance se hacía más lento,
pues las nuevas circunferencias eran cada vez mayores. En el colegio yo me
hallaba nerviosísimo pensando que ya estaría llegando al pino Julio (mirándolo
desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en efecto, había
llegado: la tierra ya estaba perfectamente desbrozada y alisada a su alrededor.
Ellos ya habían comenzado una ordenada migración y, aunque me debían el aviso,
nunca consintieron en decirme a dónde irían a instalarse. Para peor de males,
el domingo se privó de su habitual tertulia y partida de billar con sus amigos,
esos tipejos del café, seres de pucho en los labios, y permaneció en el jardín
tomando mate con la Coca
y leyendo las mentiras del diario, de modo que nada pude adelantar. Al otro día
me esperaba una prueba escrita de zoología, y yo no podía concentrarme, se me
iban los ojos por la ventana. No estaba de humor para la ameba y el paramecio;
no estaba para pensar en esas estupideces, teniendo la certeza de que el lunes
llegaría inevitablemente al pedestal. A las dos de la mañana fui a despedirme,
y quedé tan nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba
nada; traté de copiarme y la profesora me sorprendió y me quitó la hoja. Por
fin, entonces, en el banco del colegio, pude quedar cómodo y desocupado para
poder recordar una vez más a los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y
chaqueta roja que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían
la cabeza con un bonete azul de terciopelo.
[De revista Nuestros Hijos, Nº 168, Buenos Aires, julio de 1969; Imperios y servidumbres, Barcelona,
Editorial Seix Barral, 1972.]
EL MAGO
Fernando Sorrentino ©
Para mi cumpleaños, mamá me preguntó
si quería que viniera un payaso o un mago. Los payasos me parecen estúpidos, de
manera que elegí el mago.
Éste resultó ser un hombre flaco y
pálido, pero con unos cuantos detalles negros: el cabello, el bigotito, el
smoking, el moñito y su valija maravillosa.
Saludó con ademán anticuado y
gentil, y los chicos empezamos a gritar:
—¡El ma-go, el ma-go, el ma-go, el
ma-go!
El mago sonrió, complacido, y
realizó diversas pruebas —que yo ya había visto en otros magos—, tales como,
por ejemplo, multiplicar un solo pañuelo en siete u ocho, o extraer de una galera
negra una paloma blanca. También, con los naipes que se usan en las películas
del lejano oeste, hizo una cantidad de trucos que no logré entender.
—Este prestidigitador es muy bueno
—dijo papá en voz baja.
El mago, no sé cómo, lo oyó:
—Le agradezco su opinión —contestó—.
Pero yo no soy un prestidigitador sino un mago.
—Bueno —replicó papá, con su
habitual suficiencia—. Digamos que es un mago, no un prestidigitador.
—Veo que usted no me toma en serio.
Para que se convenza, voy a convertirlo a usted en algún animal. ¿Cuál
prefiere?
Papá lanzó una risotada que casi nos
deja sordos, con una boca muy grande, como si fuera un hipopótamo. Pareció leer
mi pensamiento porque, justamente, dijo:
—Ya que me da a elegir, conviértame
en un hipopótamo. Y a los demás, en los animales que más le gusten.
El mago hizo una breve morisqueta y
movió los dedos y los brazos, y papá se convirtió en un hipopótamo: en sus ojos
globosos perduró unos instantes una chispita de terror.
—Este hipopótamo se ocupa todo el
departamento —dijo el mago, con reprobación—. Será mejor que siga con animales
más chicos.
En seguida convirtió a mamá en un
tucán, aprovechando, creo, que era medio narigueta. Después transformó a mi
abuela en una tortuga. Con mis tías solteronas se lució: creó una lechuza, un
quirquincho y una foca, todo dentro del estilo de cada una. A la casada, que
era autoritaria, la convirtió en araña, y al sometido del cónyuge, en mosca.
Se mostró dulce con los chicos: fue
convirtiéndolos en animales lindos y simpáticos: conejitos, ardillas, canarios.
Pero a Gabriel, que era de cara ancha y con granos, lo transformó en sapo. A la
bebita Lucila, de sólo dos meses, le dio el ser de un colibrí.
Cuando solamente quedé yo sin
convertir, el mago me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Vos tendrás que encargarte del
cuidado de estos animales. Aunque la araña y la mosca, y algunos otros, van a
arreglarse solos.
Guardó todo en su valija
maravillosa, y se marchó.
Durante cuatro días intenté
cuidarlos y alimentarlos, pero pronto me di cuenta de que esa labor me
significaba un esfuerzo descomunal. Entonces llamé por teléfono al Jardín
Zoológico; su propio director me agradeció y aceptó la donación.
Al principio, yo iba a visitar a mi
familia y a mis amigos diariamente, después una vez por semana y, ahora, la
verdad es que no voy casi nunca.
JOHANNA MARCELA ROZO ENCISO
(Pamplona, Norte de Santander,
Colombia, 1985). Gestora cultural, productora y locutora de programas radiales.
Obtuvo cuatro premios del Ministerio de Cultura y Fundalectura por la Tertulia Literaria El Túnel en 2004, 2005 y 2006. Trabajo publicado en el libro Bibliotecas, lectores y lecturas.
Publicó en el 2007 su poemario Al otro
lado del asfalto.
Ha publicado poemas y reseñas
literarias en revistas como Puesto de
Combate, Arcades, Rilttaura de la Universidad Nacional ,
Poética y Arquitrave. Colaboradora por Colombia en la revista argentina Lamasmédula y en Redyacción periodismo actual. Y en el libro Súmese a la expedición Botánica de la Biblioteca Nacional.
Segundo puesto en la categoría de
poesía en el V Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuento, convocado
por Buenaventura Cali (Certamen internacional, 2009).
Directora del taller de escritura
creativa Rayuela, adscrito a Relata Talleres de Escritura Creativa del Ministerio
de Cultura.
EL
CUCHILLO ENCIMA DE LA MESA
Johanna Marcela Rozo Enciso ©
Vamos
aléjate con danzas arrítmicas
deshace tu cuerpo
entre el silencio del mimo
y el bailoteo fugaz de
la gárgola
saca las manos del bolsillo
deja durmiendo la nube negra debajo de
la cama
muerde las pastillas y escúpelas por
el balcón
para
alimentar el pelo sin cabeza
ponte las cuchillas de zarcillos
para
gritarle a la muerte con una risita
Vamos
enrédame tus besos en la cintura
rescata tus pies de las cadenas
átate a mí si es que aún te duele
la libertad
rueda conmigo
en las dulces notas del tambor
para gritarle juntos
a la muerte con una
risita
Y LOS
OJOS SE LE LLENARON DE LÁGRIMAS
Johanna Marcela Rozo Enciso ©
Está escondida la tristeza
en algún lugar oscuro
tiene en sus ojos
la expresión singular
del llanto que aún no quiere nacer
va de aquí para allá
viviendo debajo de los párpados
secos
o de cristales húmedos por la
neblina
cuando llega por la noche
congela la espina dorsal
y se aprieta fuerte en las rodillas
en el día aparece en el espejo
cuando la mujer desnuda ha decido no
llorar
ella es una sombra humilde
escondida en una garganta ronca
o en un semáforo con esa canción de
fondo
don’t cry… don’t cry.
ISABEL DE LA GRANJA
Nació el 18/7/1969 en Orense (Galicia),
España, pero desde julio de 2013 vive en Montevideo, Uruguay. Estudió Filología
Hispánica en Santiago de Compostela y en 1995 se trasladó a Barcelona para
estudiar un Máster de guiones de cine y TV. Allí trabajó dieciocho años como
profesora de español para extranjeros, guionista en una serie de animación para
niños, redactora y directora de revistas de tecnología y estilo de vida,
responsable del departamento de moda de una agencia de comunicación. Pero el
trabajo de oficina no era para ella y lo dejó en 2009 cuando descubrió el mundo
de los blogs.
Como narradora hiperbreve, ha sido
finalista de concursos como Las 7 Artes de Editorial DeFoto, Esperanza Necropia
inspirado en obras de Cortázar, Fracasarte de Bostezo Editorial y fue ganadora
de la categoría Alter del Concurso 7 pecados capitales, Ed. Defoto, entre
otros.
En la actualidad continúa
hiperrelatando e impartiendo cursos teórico-prácticos de nanonarrativa. Colaboró
en varios blogs literarios como proveedora de contenidos hasta que en 2011 creó
los suyos:
CINCO
NANORRELATOS PARA RyF
Isabel de la Granja ©
SUEÑO ETERNO
El lince soñó que era un hombre que
atropellaba a un lince.
ORÍGENES
El perro abandonado empezó a
recordar que era un lobo.
METAMORFOSIS
De tanto meterla en cintura, se
transformó en avispa.
CAPERUCITA
Con su capucha roja por la nieve,
deseaba encontrarse al lobo por sorpresa.
SER ES ESO
Ya no soy la que era, porque ahora
soy y antes era.
ADRIANO CORRALES ARIAS
Nació en San Carlos, Costa Rica, en
1958. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista,
colabora con varias publicaciones costarricences y de otros países latinoamericanos.
Es además profesor e investigador.
Puede leerse su biografía y obras en el Suplemento
de Realidades y Ficciones Nº 55:
VIDEO CLIP PARA JORGE LUIS BORGES
Adriano Corrales Arias ©
Yo no miro el oro de los
tigres
sino las palabras /
tigres que nos devoran
así como el jardín sin
los senderos
nos identifican nos ignoran
no el mundo de Morel al
alimón
con Bioy Casares tu otro
yo en sus alucinaciones
Tampoco es como piensan
tus biógrafos
críticos ramplones sin
imaginación creativa
que la mirada interior
(- que - la - mira - da - al - interior)
el laberinto de los ojos
con su Teseo
el podium de los
pinochetes con el laurel y la lira
la biblioteca infinita
del ratón que se muerde la cola
y roe todos los folios
de lo alarmantemente maravilloso
¡Claro que no!
Simplemente este abismo
abismándose más
para doblar la esquina y
saber lo que hay que saber
que esto no es Buenos
Aires ni Ginebra (ni siquiera ron)
sino tigres / palabras
que se evaporan y reescribimos infinitamente
como el ciego en una
playa antes de la batalla
o el cantor perseguido
esquivando la luz
cuando escupe estos
pergaminos amarillentos
sin importar el fuego ni
las migajas azules del tiempo
(Del libro Profesión u Oficio, Ediciones Andrómeda,
2002)
59.
Adriano Corrales Arias ©
En el fondo de la tarde
con la arboleda frutal
de cámara verde
recuerdo a Madre
pedaleando
sobre esa magnífica
estructura
de metales fundidos y
maderas preciosas
en cuyo centro de hierro
forjado
podíamos deletrear
S-I-N-G-E-R
La aguja trazaba veredas
de pájaros
estelas de pececillos
escarlatas
cantos de ojales
decorados
y cuando se salía de su
ruta
Ella sin lentes detenía
mi lectura
para que le ayudase a
pasar el hilo de tiempo
por el orificio de la
nada
Hoy que barajo
lentamente esas imágenes
mientras mi esposa en el
taller
pinta sus figuras obesas
de barro y canto
percibo el ronroneo del
pedal bajo el escritorio
y las manos de Madre
enhebran las palabras
sobre camisas y blusas
de otra tarde
en que versos y
esculturas son canciones
de una máquina en el
viento
(Del libro Caza del Poeta, Ediciones Andrómeda,
2004)
13.
Intento de réplica a Carlos Martínez Rivas
Adriano Corrales Arias ©
No Poeta, hay que
habitarlos y renovarlos, enfrentarlos en su asfixia, en su crecer de bejucos y
enredaderas de selva doméstica. Revirarlos y golpearles las nalgas con besos y
mordiscos, penetrarlos donde más les duele, por ello lo disfrutan. Intoxicarlos
de mayor oscuridad en la flotación noctámbula. No darles tregua, ponerles la
paleta en su lugar y al día siguiente ofrendarles su parcela de aire para que
nos permitan el vuelo de lo nuestro.
No Poeta, no, el remedio
contra los amores no es matarlos. El único remedio sería vivirlos intensamente
y ahogarlos en sus propias aguas; vivirlos, revivirlos, rematarlos.
(Del libro Kabanga, Ediciones Arboleda, 2007).
CARTA A UN JOVEN POETA
Adriano Corrales Arias ©
Al poeta Rafael Esquivel in memoriam
Querido Rafa donde
quiera que estés habrá de llegarte el murmullo de las palabras tardías
carcomidas por el cansancio y la angustia de saber que son inútiles como toda
palabra que no se dijo a tiempo porque he de admitir que te dejamos solo muy solo
aunque tal vez nos merecíamos esta ausencia pues no supimos encontrarte cuando
nos buscaste o también te faltaron palabras que esperamos de algún modo
entonces todo fue un vago rumor diálogo de sordos humareda de pitada instantánea
pero la mecha no era lo importante vos lo sabías ni lo que nos dividía al
contrario muchas veces nos unió sino lo otro lo que iba detrás como la parte
oscura de la luna lo que nunca expresaste pero todos comprendimos y callamos
eso que ahora cargamos colina arriba como tus restos la cuerda que bamboleante
quedó atada al árbol la ceniza de tu fuego extinguido la botella vacía aquello
que no se nombra en familia ni en el círculo más íntimo de los amigos o de las
chicas tampoco en la conversa de cantina ni se publica en revista alguna
siquiera se sugiere cuando dejamos de saludarnos esto que nos carcome y que no
podremos jamás externar porque igual nos lo llevaremos a la tumba.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda,
2009)
PATRIA
Adriano Corrales Arias ©
Nací en este pequeño
país. Pero vengo del sol, del viento, del fuego, del socavón en el agua, del
arroyo de la sangre. Del barro rojo, de las arenas calcinantes, del vuelo de
las primeras aves. De los cráneos que brillaron en la noche de multitudinaria
caza o en las innúmeras batallas contra la espada de nuestros contrincantes.
Vengo del África
milenaria y renovada en sus tambores. De las estepas del Asia. De las playas,
llanuras y montañas de Abia Yala. Y del rayo que no cesa: la cuchillada de la
bárbara Europa.
Llevo a cuestas
equipajes, siglos, la custodia cubriendo mis espaldas. Traigo la palma, el
papiro y el amatl; la vihuela, el laúd y la guitarra; las monedas de la suerte
dibujadas en el golpe místico de los dados de la muerte. Llevo un pan y un
pescado, tortillas de maíz y casabe. Y el vino en todos los costados.
Despliego dioses
tallados en humo y piedra, en las cuentas largas y cortas de las cosechas, en
el estallido de la primavera.
Y una tristeza que no se
apaga sino en el encuentro con ella, la belleza del tiempo estampada en sus
pechos y caderas.
Sostengo lanzas y
fusiles que cumplieron la hazaña, armas de la derrota, piélago de la victoria.
Porto el talante de lucha y resistencia porque soy guerrero de cabellera larga
y mirada tenaz. Libertario de barricada y trinchera.
Un manantial de placeres
en el susurro del vendaval.
Y millones de palabras
para defenderme cuando mi cuerpo ya cansado traza el itinerario por mi
pequeñina comarca, que es la de todos.
Por eso la defiendo chavalita
y amplia como el planeta.
Dibujada en mi mano la
extiendo por todas las galaxias.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda,
2009)
NOELIA NATALIA BARCHUK
Nació un 19 de enero en Resistencia (Chaco),
Argentina.
Tiene una obra publicada, Chaco: Relatos del hoy por hoy, en
colaboración con Miguel Vidaurre.
Ya desde niña disfruta de la
literatura por partida doble: adora leer y escribir. Tiene un libro de cuento
infantil y una novela inéditos, además de varios proyectos narrativos.
Mención de Honor en el Certamen
Literario Provincial “Alfredo Veiravé” 2004, por su poema Descorazonado; Primer Premio en el concurso literario organizado
por el Círculo de Amigos del Tango, 2012, por su cuento Cara Cortada y Cía.; Segundo Premio en el concurso literario del
Círculo de Amigos del Tango, 2013, por su cuento Un bacán en apuros; y en el Certamen literario Provincial
organizado por la
Biblioteca Constancio C. Vigil de la ciudad de Las Breñas,
2013; Segundo premio, por su cuento Pocas,
Muchas, Todas. Su poema Palomas
Heridas integra la antología Tributo
a Malvinas, Ediciones Kram, 2014.
Realiza las tareas de colaboración y
corrección para la Revista
y Suplemento literarios de Realidades y Ficciones de distribución on line y es
colaboradora de la página de Arte y Cultura http://www.hagamosarte.com. Miembro de la Sociedad Argentina
de Escritores, SADE - Seccional Chaco.
Por otra parte cursa estudios
universitarios en la Facultad
de Ciencias Económicas de la UNNE ,
en la carrera de Contador Público.
Noelia Natalia Barchuk ©
El café está listo.
La frase me dejó atónita y apenas
atiné a responder un débil “bueno”. No creo haya alcanzado a oírlo. Ni bien lo
dijo, descolgó la bici de la pared, se enrolló la bufanda marrón y salió hacia
el trabajo.
¡El café está listo! Agarré la taza
de asa cachada y bebí mientras cantaba despacito… la vida te da sorpresas…,
sorpresas te da la vida… ¡Ay Dios!
La escena descripta nada podrá tener
de excepcional. Un hecho cotidiano, doméstico, simple. No, no para mí y tampoco
para él. Hace cinco años nos conocemos, tres viviendo juntos. En tantos días
compartidos jamás tuvo ese gesto. Bien por cuasi haragán, bien porque la cocina
es territorio netamente mío. Tal vez tomó muy al pie de la letra, por
conveniencia o no, que la chef era solo yo. No tengo mano de monja para
preparar exquisiteces, pero modestia aparte, sabe mejor que comer de vianda.
Tanto por el sabor como por el dinero, tal vez, un poco más por lo segundo que
lo primero.
¿Por qué me preparó café? La
respuesta era evidente: una bandera blanca. Una situación de emergencia lo
llevó a ello. La noche anterior nos dormimos malhumorados y cansados de repetir
cada uno su argumento. La cosa no era trascendental. No discutíamos si era hora
de pasar por la Iglesia ,
de tener un hijo o hija, o si acaso no nos soportábamos más.
La cosa se reducía a una cena de
gala el viernes 29 de agosto. Es decir dentro de veinticuatro horas, más o
menos. Las entradas las había comprado con suficiente anticipación. Tenía una
corazonada: ¡que una de ellas haría que el auto del sorteo Premium fuera
nuestro!
Los zapatos son prestados, es
cierto, ¡pero el vestido…! El vestido es un chiche. Es verde. Siempre soñé con
un vestido de fiesta de ese color y con ser pelirroja. Supuse que era una
combinación magnífica. Bueno, también salió carito, con tarjeta duele un poco
menos, y conste que no sólo pensé en mí. Para José escogí una camisa y una
corbata que le van a sentar espléndidas. Aunque demos otra apariencia, en
verdad nos queremos mucho.
Se trata, al fin y al cabo, de ir a
mi primera Cena de Profesionales de Ciencias Jurídicas. Aunque estaba graduada
en el festejo anterior, no sentía interés de asistir. Título en mano,
currículum enviando y trabajo no encontrando. Pero este año es diferente. Estoy
ejerciendo en un estudio como abogada junior. Pese a no ser la más joven del
grupo, soy la más novata. Así, también dejé que las ganas de mis compañeros de
compartir una noche de camaradería me contagiaran.
Cada quién irá con su pareja, o al
menos conseguirá una ocasional. Mi problema es que teniéndola, no quiera
acompañarme. Por eso el café. Para disuadirme de ir, de mortificarlo con una
velada que nada grata le parece. No es que me haya enamorado de un aburrido,
ojo. Es sólo un mal momento astrológico, alguna cuadratura entre nuestros
signos está interfiriendo en la buena sintonía que tenemos. No sé.
Cómo voló el tiempo, ahí está de
regreso, se olvidó de llevar las llaves, por eso toca el portero. Palabras más,
palabras menos, decidí ir sola. No quise hablar con la gente del estudio: hoy
teníamos la tarde libre; llamar a sus casas no me pareció buena idea. Bueno,
después de todo, compartiré la mesa con otros colegas; supongo que conocidos o
no, me hablarían, digo. Seguro que bailar, no bailaría. Está bien, igual
tendría dos chances para el sorteo del tutú.
Salí al comedor con aire de
ofendida. El vestido me quedaba de diez, y eso que mi lema es ser objetiva.
Tomé el chal y el abrigo. Antes de abrir la puerta, mi amante desertor del
baile musitó un adiós y me tiró un beso tal si fuera una jabalina. El auto que
había pedido era bastante lindo y limpio por suerte. Casi llegando al lugar,
sonó ese aparatito bendito (o maldito según el caso) llamado celular: me
avisaba que no entraría sola a la cena. Por fin los planetas se habían puesto a
mi favor. Al llegar al lugar del evento, noté que algo andaba mal.
La famosa primera cena se suspendió
horas antes por motivos imprevistos y de fuerza mayor… Más allá de las personas
que iban y venían, desfilaron por mi mente todos los inconvenientes salvados
para estar allí, para festejar mi día y esperar estoicamente a José. Seguro se
enoja. No, seguro se va a desplomar de risa. Al fin llegó. No me había
equivocado, todo le quedaba muy bien. Si para las demás no resultaba atractivo,
enhorabuena, para mí sí.
Ni se enojó ni rió. Se disculpó por
tardar tanto en darse cuenta de que, aunque banal, era ciertamente importante
aquella cena. Lo gracioso es que al llegar a casa, disfruté de la primera cena
que el susodicho preparó para ambos. Unos fideos con manteca que no podré
olvidar.
Ahora bien, debo sincerarme para no
acumular mal karma. Por empezar, reconozco que no soy buena escribiendo
historias; la frase de ser objetiva es de mi mejor amiga; confirmo que el
vestido me quedaba joya y por último, solo en ficción sería abogada. Soy
contadora.
(Del libro Chaco: Relatos del hoy por hoy; Resistencia, Editorial Contexto,
2014)
ACTUACIÓN
ESPECIAL
Noelia Natalia Barchuk ©
Han pasado tantos veranos desde
aquel martes y sin embargo mi memoria guarda su imagen intacta. Llegó
desesperada. Ignoro si era realmente bonita, o por su estado había transmutado
en una especie de hada a mis ojos. Sí, sólo a mis ojos cansados esa mujer
podría haber inspirado tal ilusión. De principio me hermanó la soledad que
irradiaban sus poros. Leila fue la primera que le dirigió la palabra. No pude
ver la expresión de mi secretaria, porque aguardaba desde unos cuantos pasos
atrás; sólo resta imaginar sus grandes ojos cafés enternecidos ante esa figura.
Dijo tener veinticuatro años. En realidad aparentaba los veintiocho que
verdaderamente tenía.
La tarde estaba densa. Mucho calor,
mucha humedad, demasiada presión. Siempre creí que este suelo debiera llamarse
Tierra del Fuego: todo quema, arde, los veranos son un infierno. Aquella tarde
Cecilia, preñada de seis meses, se desplomó sobre la silla de plástico de la
sala. Por algún motivo tendía a descalificar con esa palabra a la mujer
embarazada. Dejaba aflorar algún resentimiento, despecho o algún desengaño mal
curado. Con el tiempo y psicoanálisis, pude revertir mi vocabulario.
No era una mujer con panza, sino una
panza con mujer, como dicen por ahí. Vestía una solera lila, con estampado
pequeñísimo, de flores o estrellas. A comienzos de la década del noventa, no se
estilaba ver como ahora a futuras mamás con remeras cortitas, ombligo al aire,
pantalones tiro bajo y diminuta ropa interior.
Al enterarme de que le faltaban tres
meses para parir, sentí una extraña congoja. Su cabello castaño, recogido en un
flojo rodete, me recordó a mi primera novia. ¡Qué alivio que no fuera ella! En
los pies llevaba unas sandalias bien planas. Su piel pálida desentonaba con las
nuestras. Cecilia sudaba a chorros, pero sofocaba dicha vergüenza secándose con
un pañuelo azul que doblaba en cuatro a cada rato para volverlo a utilizar.
Bebió por la mitad el vaso con agua fría que le acerqué. Entonces, al fin
habló.
—Necesito contratar un actor.
Preferentemente blanco, de mi edad, alto y atractivo.
En realidad pretendía un modelo y no
un actor. Nadie la interrumpió, con la mirada la alentamos a que siguiera con
su disparatado discurso.
Las apariciones serían esporádicas,
hasta dar a luz.
—Por favor, que sea a bajo precio
cada representación.
—A ver si entendí bien, señora —dije
quitándome los anteojos—. Usted quiere un tipo que le chamuye a la familia, a
los amigos y a la gente del trabajo, fingiendo que es su marido…
—Marido no, novio, y que nos estamos
por casar —replicó abanicándose con una revista.
—No creo que alguno de aquí acepte.
Pocos son físicamente algo parecido a lo que usted pretende, muchos son
decentes…
Quiso esconder su rabia, pero se le
notaba en la nariz, se le ensanchó como un toro. Luego miró sus manos, uñas
cortas, prolijas, hinchadas al igual que los pies. Después volvió la vista al
techo, y quedó unos minutos así; el ventilador colgante parecía haberla
hipnotizado. Contuvo las lágrimas y hurgó en su bolsa. Extrajo de la billetera
una foto que le habían tomado abrazada a un fulano.
—Éste, ¿ve? Éste es el irresponsable
que me abandonó… la culpa es mía, mía, mía… —estalló en llanto.
Comenzaban a llegar los alumnos al
taller de las seis; quería que Cecilia desapareciera. Me senté a su lado, ya
que todo el tiempo había permanecido de pie. Recogí la foto del piso y se la
guardé en el lugar de donde la sacó. Mi secre me tendió uno de sus pañuelitos
desechables y se lo pasé. Le di el sí que esperaba, que vería la manera de
encontrar quien representara el papel de novio, y futuro padre, marido
posteriormente muerto. Así, según ella, quedaría perdonada por sus afectos y la
mentira taparía la verdad que tanto le dolía. Era un absurdo, ella una idiota y
yo otro. Logré ponerla de pie, le di un volante de la próxima puesta en escena,
donde figuraba el teléfono del local, y le deseé buena suerte. Pedí que llamara
en una semana.
En las tarde siguientes, el calor
repetía sus estragos; el aire acondicionado era un lujo y no una necesidad,
como se dice ahora.
Intenté olvidarme del desopilante
asunto. No mencioné ni una palabra a mis alumnos ni colegas sobre el tema.
Recuerdo que por aquellos tiempos mis relaciones amorosas se reducían a
romances fugaces, sin compromiso. Hacía años que una mujer no agujereaba mi
cerebro. No la conozco, repetía vagamente, para no crear falsas expectativas.
Durante todo el maldito veintiuno de
enero esperé que sonara el teléfono. Sentí que había sido una insensatez no
pedirle la dirección o algún número para llamarla.
La tarde siguiente, junto a Silvia y
Hugo compartía unos tererés mientras hablábamos de lo que nos unía y
apasionaba, el teatro.
Al salir me despedí de mis
compañeros y ya terminando de cerrar la puerta vi que ella esperaba en la
vereda. Estaba distinta de la primera vez. Venía del trabajo, estaba sutilmente
maquillada. Sus ojos me interrogaron y mi boca no habló.
Era predecible como un mal guión.
Sobre mi carpeta cargué los papeles de ella. El brazo que me quedaba libre lo
perdí en su hombro derecho. Sin esfuerzo sentí orgullo por la madre y por el
hijo. La actuación salió tan buena que decidí no morir; jamás le cobré un peso.
Me conformo con recibir cada día su beso como aplauso.
(Del libro Chaco: Relatos del hoy por hoy; Resistencia, Editorial Contexto,
2014)
CARLOS LÓPEZ DZUR
Narrador,
poeta y filósofo nacido en Puerto Rico y residente en Orange County
(California), Estados Unidos. Caribeño, con visión hostosiana y bolivariana, es
candidato doctoral en Filosofía Contemporánea en la Universidad de
California, Irving.
Puede
leerse su biografía y obras en el Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 51:
ESTÉTICAS
DEL HOMBRE PERTINAZ
(del libro Estéticas mostrencas y vitales)
Carlos López Azur ©
A León Blum
Y yo, ser social que sin el otro
no me siento mío, sin el poquito de su
amor
que me anima y con que distribuye su
movimiento
hasta mi paso, me humedezco en la
sangre
que derraman los nuevos opresores.
Por eso el nihilista chabacano se
sonríe
y un hombre del Vacío se conduele
y un humorista, con dientes afilados,
se jacta de su fe y subido a la tribuna
del patíbulo
finge que recuerda que las cosas no
cambian.
Que hay principios eternos.
Circunstancias inconmovibles.
Providencias entregadas a la mano,
fiadores de virtud y perfecta
sociología
de condiciones, hoy violentas e
ingratas.
Hay hombres eternos que son
biografías emersonianas, héroes
weberianos.
Hay garantes sociales, históricamente
inmutables
y justos. Son quienes concluyen que los
medios
de producción ya tienen dueños.
El capitalismo y el libre-empresarismo
son sagrados. Dios es el bendecidor más
providente.
Uno (es): el extraviado, germen del
pecado original,
uno por terco, por no ver la ley común,
por eximirse del Karma y no dar al
César
lo que es suyo, es el ignorante.
Uno, por pertinaz, el que no quiere
enterarse
que el capitalismo es eterno,
intocable, imputrefacto
y en él, no se halla otra cosa
contenida,
que pueda ser llamada principio
disolvente,
encadenamiento de procesos antagónicos
es el imbécil, el irracionaloide, el
locario.
2.
Y yo, tan terco, que digo que las cosas
son lógicas, dialécticas, cambiantes;
yo, hijo-hermano heraclitiano, que
testificó
que en el espacio-tiempo, el mundo
vivencial,
el ente instrumentalizado,
todo lo que es visible o invisible, en
su desarrollo,
manifiesta el movimiento y el cambio,
veo a los apagadores de luces de las
calles,
cantan a las tinieblas de los dioses
del Progreso del Espíritu
pero quitando la luz de las
ideas-materializadas.
No se quiere el choque de una Idea
inmutable
con la idea que salió de las Cavernas
del deseo
para hallarse en lo objetivo,
desenmascarada,
harta de sol y luna; y yo, tan terco,
me enojo con el falso lamparero. Lo
confronto.
Él evitará la lucha, sofocará la
crítica, impedirá
la agonía. Socialmente, él es el
benigno.
Sólo quiere el reposo, la quietud de
las ánimas,
la noche que no abre el día, porque
alega
que el mundo es ciego y, si hay luz,
despiertan
los demonios, se moviliza el
combatiente,
se desacraliza lo sagrado.
Y me dice, con ese humor que es un
resabio
de las risotadas, que él es humanista
y ha visto dioses formados con gránulos
atómicos,
extrafinos, subjetivos, casi tersos
como sedas
de piel en las sendas del Olimpo,
que no pueden ser mirados desde las
imágenes
que nos dan los sentidos.
La existencia objetiva no ha de ser
cognoscible
por los sensualismos de Hume
o la prelógica propedéutica
del sofisma de un primate humano.
Y yo, tan terco, alegando que las ideas
no pueden existir en el vacío
y que el ser es la materia entitativa
y el espíritu, energía, su fino
resultado
cuando irrumpo en Das Momentum.
PREFACIO
/ BENDITA SEA LA SERPIENTE
(del libro Teth de mi serpiente)
Carlos López Azur ©
Cuando no había edades y mi sombra se
gestaba
en gravitones, cuando sólo se medía el
punto omega
en el horizonte cuántico
de mi eventual irrupción en el espacio,
escupí luz,
yo el Único, el Real Ontológico
que sólo sentía la piedra dura, el Pene
solo
sin la penetralia,
yo, No-Alma, inversa exhalación
hacia la Nada / Anatta del Vacío,
al fin, abrí mi boca y dí el Primer
Beso
para que Mi Amor no sea denso
y, ¡cómo serías tú, Nashash, golosa de
mi baba!
¡Cómo de amante del gesto de mis
labios!
Te fuiste ígneamente como mariposa
a la Tierra , como nocturna emisaria a proclamar
Mi Beso, por calles planetarias,
venusina
y venérea, te desarrapaste.
Con qué guandaja humildad, hablaste
enamoradamente, el lenguaje de mis
luces,
indicando que yo te salpiqué de mecos,
a tí Anatta,
y que por eso hoy eres
apetitivo erótico para el universo,
femenina epitimia de mi Timo
y la primera Neshamá, entidad
que me ama y canta mi Beso
y mi derrame.
Beso el paraíso que te dí, lo beso
contigo,
beso sobre el beso, porque qué
emputamiento
me sublimas, qué reverencia me coitas
con tus adoraciones.
Ahora quiero las serpientes
para que me cuiden los jardines, ahora
envío
relámpagos para guiñar Mi Ojo colocado
en la desnudez y te sorprendo
cuando te arrastras por mi Amor,
por aquel chispo de luz que has llamado
Mi Beso.
... y yo sólo escupía mi densidad para
formar
un espacio, en la infinita compresión
de mi bragueta y mira, Serpiente, lengüecilla
vibradora
de mi beso, cómo se han formado
kelites, vasijas, rumbos de mi energía
y te duplicas cuando echas nostalgias
de mi beso
en el aire y mira las evas vaporosas
densificándose fuera de Mí y de Ti.
Son las nuevas realidades ontológicas,
pero las atrapa la carne.
Beso entonces los atributos de la Inmensidad.
Que sean mis modos de sustancia.
Prakara
sea la vasija de mi beso.
Dales tu prototipo, Putarraca Sublime
Jiva / Atma, de tu Yo individualizado
(para que me quieran como tú, Neshamá,
Anatta redimida por mi beso,
alma primera, como objeto poseso que
hoy marca
el primer tiempo, antes y después del
beso,
puerta del Universo paralelo,
te guiñará el ojo, veme en el relámpago
te observo y te pongo en el jardín
junto a esos seres del Séptimo Día.
Regocíjate en ellos, putarraca,
compañera mía,
cantora de beso, y voy a darte mi
nombre
para que no me llames por el beso
sino por mi fidelidad.
2. BENDITA SEA LA SERPIENTE
¡Qué hermosa es la brama de la Inmensidad !
La saliva que pega el infinito es
esplendorosa
y el componente de las skandhas es mi
luz
por algo la escandalosa llamó a mi
desperdicio
luz de mi beso y por las calles
se destrampa
con avisos de que la he besado;
yo tiré moco al espacio de los Vientos,
rompí gravitones, me acomodé en el
grajo
para evitar la compresión infinita
y hacer espacio a mis güevos
y Neshamá va espiritualosa, ebria de mi
thymos,
toda emociones porque yo la he besado
y mi beso se hizo alma.
Beso a Anatta, la No-Alma ,
la reconozco como mi delicia.
Pido a esa serpiente compañía.
Que no me deje solo.
Sea mi hembra en lo oscuro.
«Sea la primera luz de mi Logos».
Sea mi epitimia, sabor de mis gargajos.
Aroma de mis sobaquinas.
Feromona de mi deseo.
Yo la escupí para hacerla serpiente,
distante a mis calzones y su desnudez
es hermosura y yo le guiño el ojo
en los relámpagos.
Me gusta ver a esa diabla,
escandalosa, lúbrica, enamorada.
Beso a Anatta y me sorprendo que yo
escupo
luz y la luz es hermosa como ella,
que yo escupo separación
y ella es unitiva, distribuye mi
aliento
y se enamora de mi esencia.
Bendita sea la Serpiente del Paraíso.
3. NOSTALGIA DE LOS BESOS DE HASHEM
Dame un nombre para hacerte presente
cuando te invoque.
Yo te llamé mi besador y gasté tus
besos
besando a mis evas y adanes
en ese cubujón de infinito
que es el jardín que me diste.
Es el Edén, te lo agradezco.
Lo forjé con lo que me diste
de pensamiento cuando me llamaste
Neshamá
para tragar la nata inútil de la No-Alma ,
no más Anatta, no más soledad,
alma quiere el beso del Ignoto,
el oscuro amante de la Inmensidad.
Neshamá, la enamorada, hebra
que se fue rodando al paraíso,
kundalínica exhalación de tu escupido,
te suplica dame tu nombre,
yo, Neshamá, estoy feliz de hallar
brazos
para que te abrace el que te ama,
yo doy el fuego, ellos pondrán sus
manos,
yo doy la idea de caricia y me entrego
a tí, con el amor de ellos,
yo me arrastro por calles y avenidas,
digo que tu amor existe y que carecí de
pies
y tú me diste sandalias y levedad
de muelle y burbujas para quedar
en el aire; yo nací hambrienta de luz,
tú, a puros tosidos y ñáñaras me escupiste
sustento y ahora soy una esbelta
Serpiente
de gracia, con luz alimentada,
y me llaman la Autonomía , la Sabia ,
la que canta con Tehilim
tus estertores y santifica la luz
con que te manifiestas.
Entonces, dame tu nombre, Amado.
Nostalgia de tus besos tengo cuando me
desgasto
y mi boca seca al pensar que no te
invoco
plenamente si no tengo Tu Nombre.
4. PARA QUE MEJOR SE ENTIENDA MI BESO
«Circuncisa el prepucio de tu corazón»:
Deuteronomio 10:16
Amada mía, si supieras que fuiste
quien me circuncidaste
y a ti daría todos mis nombres, mi
divino Jah,
pero no me llames, Adonai elohim,
ni me llames Señor, Tu Dueño,
Serpiente, niña de Linda Hebra,
primera de mis niñas en el Edén,
que sea Mi Nombre el Nombre con que
experimenté
circuncisión en los días de la Compresión infinita
de mi Verga Santa y escupí en mi Mano
para lavar el espacio y me jalé el
prepucio
en salpiqueo de gozo y fue así el
mappiq
que pongo en Jah, mi nombre más
sagrado.
Pero tú, Neshamá, primera sacerdotisa
a quien conmueven mis placeres
creativos,
dime simplemente Hashem,
el más sencillo de mi nombre e
instrúyelo.
El nombre del Autor del Beso es Hashem.
El nombre del puñetero divino que ama la Serpiente
y chispotea con Semen el espacio,
el nombre que Hashem dio a quien lo ama
es Alma / y el alma que lo ame, también
lo circuncida.
El alma es la navaja que circuncida el
corazón.
Neshamá es la serpiente que muda la
piel.
Neshamá el mappiq, la marca del placer
con que el beso se extiende
como riego enardecido de pasión.
Neshamá es logos y es emoción,
ya jamás habrá No-Alma ni skanda
que se disuelva
con la animalidad.
el Nombre de Nombres de Hashem
entra y sale de la muerte.
Entra en la luz del Primer Beso
y se eterniza como Adán y Eva
en Edén para siempre.
MARÍA ROSA RZEPKA
Nacida el 24/2/1951 en Quilmes (Buenos
Aires), Argentina. Reside en Florencia Varela, localidad de la misma provincia.
Docente en el área de Educación Artística y Cultura y Comunicación, nivel
Secundario.
Narradora y poeta. Obras editadas: Paralelodrama (poemario), El hilo que aún resta del carretel (novela
corta), Entrecuentos (selección de
cuentos cortos), Dejando atrás la
tormenta (novela corta). Tiene también obras publicadas en antologías de
Argentina, Uruguay, México, España, Chile, Perú y Colombia.
Distinguida en diversos certámenes
nacionales, honrada de participar como invitada al Encuentro de Mujeres Poetas
de la región Mixteca. México, 2008, 2009, 2010 y 2012, y en la cuenca del
Papaloapán en 2013. Participante invitada al Encuentro de Mujeres Poetas en la
ruta del Café. Quindío, Colombia, septiembre de 2012. Mención Mujer Innovadora
en Literatura por el Senado de la
Provincia de Buenos Aires (2012). Es además miembro de varias
asociaciones de escritores.
DEL
QUIJOTE Y SU LENGUA
María Rosa Rzepka ©
—Decidme, Sancho, ¿que veis detrás
de los molinos? —dijo el Quijote acomodando su osamenta en el lomo de su
preciado white horse.
—¿Cómo he de verlo, Señor, si el
resplandor del sol ha transformado este condado manchego? Os juro que mi
empecinado donkey ya no reconoce las hierbas que tanto apreciaba masticar.
—Pero debieras ver cómo se
impacienta al llegar a su hocico el aroma de un mix de cereales, un jubón de
pops corn o los panecillos sobrantes de los hot dogs. Te inquietas, Sancho, por
nimiedades. Bien te vendría a fe mía cambiar tus hábitos pachorrientos.
—¿Pachorrientos, Señorrr?
—Sí, mi fiel escudero.
Pachorrientos. Mírate nomás esa barriga nada propia del escudero de un hidalgo
caballero como yo. Debieras por respeto hacia mí inscribirte en un gym. Puede
que el spinning te ayude.
—Pero, Señor, ¿con que pagaría los
servicios de un gym?
—Yo no estoy para darte soluciones.
Te baste con el orgullo de ser mi escudero. Además ya sabes que hube de
despojarme de los últimos duros que contaba en mi haber cuando me hicieron el
peeling para satisfacer a mi Dulcinea.
—Lo recuerdo, Señor, y caigo en la
cuenta que, más que por vuestro peeling, los duros debieron desaparecer con el
tratamiento anti free de vuestra amada, que al fin de cuentas no ha mejorado su
aspecto en demasía.
—Ya basta, Sancho. En vez de opinar
sobre temas ajenos a tu competencia, ve y pregunta a aquellos mancebos que
laboran la tierra si en esta zona hay wi-fi. Me urge comunicarme para saber
cómo transcurre la jornada en Wall Street.
Al regresar el noble Sancho junto a
su señor:
—¿Qué nuevas traéis para mí, Sancho?
—Señor, mi instrucción no es tanta
como para entenderlos. Al requerirles tus afanes, me miraron de pies a cabeza,
y uno de ellos a un ademán de OK de los otros allí presentes me ha dicho lo
siguiente:
—Mirá chabón, no me flashíes, no te
juno. En esta zona hay yerba y de la buena, pero wi-fi no cosechamos nunca. Y
decile al flaco de la gorra que no me descanse con la mirada, que acá el que
manda soy yo y no estoy para que me ninguneen, no estoy.
—Pues, Sancho. En virtud de los
hechos encaminémonos hacia la
City , el aire me sabe a sushi.
TELARAÑA
María Rosa Rzepka ©
En esta telaraña se entrecruzan
los hilos más variados e inseguros.
En esta telaraña se sumergen
tantas almas cansadas de lo absurdo.
Desde esta telaraña se levantan
mil voces reclamando por futuro.
En la misma telaraña se acomodan
mil oídos cerrados con apuro.
En esta telaraña sin arañas
pasan los días andando siempre a
tientas.
Amasando rencor, perdiendo
instancias.
Evitando enfrentar a las tormentas.
Maldita telaraña refrenando
la buena voluntad, la pertinencia
de hacernos cargo, de poner el
hombro
dejando de llorar solo hacia afuera.
América Latina está atrapada,
hilos de telarañas la sujetan.
Disfrazados de hambre. De miseria.
De corrupción. De odio.
Indiferencia.
HÉCTOR FABIO MEDINA CASTAÑEDA
Escritor nacido en Ibagué (Tolima),
Colombia, y radicado en Bogotá. Realizó estudios de bachillerato en el Colegio
Departamental Leónidas Rubio Villegas, participó en el taller de literatura de
la biblioteca Darío Echandía de su ciudad natal, que dirigía el fallecido
escritor tolimense César Pérez Pinzón.
Entre sus publicaciones se
encuentran: A través del espejo (blog
La Pipa de Magrite)
y La idiotez consumada (Revista literaria
Noche de Letras). Asimismo, ha escrito columnas de opinión: Será necesario el tercer canal (Separata
Tolima de El Tiempo, enero 2010) y Un día
en el transmilenio (Blog colombiano Soy Periodista).
Ganador del Concurso de Cuento
Librearte Engativa, con el cuento La
muerte absurda, es un asiduo lector de cuento y novela, así como de visitas
a las bibliotecas de Bogotá.
Héctor Fabio Medina Castañeda ©
La noche y la soledad vibran ante
las estrellas y la luna. El aire suave se desliza hacia la calle que da directo
al café Philips. Richard se acerca a él, vestido de paño al punto y una imagen
impecable.
Ingresa a eso de las ocho. El reloj
da un toque para abrir el telón y puedan ingresar los que vienen todos los días
a la misma hora a tomar el café. Richard se sienta en una de las sillas
giratorias, acomoda su corbata y pide el café cargado como de costumbre. No
advierte que a su lado hay una mujer de no más de cuarenta años, muy elegante:
vestido rojo, tacones de punta extrema, brazaletes y un aire de
rejuvenecimiento que impacta. Cuando la ve, se queda mirándola por un instante;
la mujer lo mira también y desvía la mirada en segundos. La que atiende el café
llega con la bebida para Richard y a la mujer le sirve una copa más de whisky.
—Solitaria noche —dice la mujer en
voz muy baja.
Richard se sorprende y una leve
ansiedad termina en sus piernas.
—Sí —vacila.
La mujer toma un sorbo de whisky y
mantiene el silencio de nuevo. Se queda mirando un gato pardo que merodea el
sitio, misterioso y acusativo. Esta vez la sequedad nocturna la rompe Richard.
—Sí, no es extraño que esta ciudad
después de las ocho dé lástima, la gente entra miedosa a sus casas, la calle
les aterroriza.
—¿Por qué?
—Pues… la vida de esta ciudad es
costosa en la noche, la noche los espanta. A mí la verdad me gusta aún más,
pernoctar; en cambio el día es fatídico, lleno de movimiento, carros, gente,
cosas baratas… No, no, la verdad no me imagino. ¿A usted también debe gustarle
la noche, creo?
—No —la mujer toma otro sorbo de
whisky y mira al gato.
—¿Así, a secas? —Richard se acomoda
de nuevo su corbata porque se le ha hecho una hendidura en el nudo—. ¿Entonces,
por qué está acá a esta hora?
—Espero a un hombre.
—¿Y eso, a quién? No, mentiras, me
disculpa que le esté haciendo preguntas comprometedoras, cosas que no me
interesan —el gato roza el pantalón de Richard, como queriendo que lo acaricie.
Y como si en verdad a la mujer le
hubiera disgustado la pregunta, se da la vuelta por un momento para observar al
gato que le ronronea, toma un sorbo de whisky y se acomoda el tacón. Y de un
momento a otro mira de nuevo a Richard.
—No. A un hombre que me citó en este
café, a las ocho. Me dio unas características pero no lo veo.
La mujer mira a las otras sillas
giratorias donde se encuentra un hombre desarrapado bebiendo una cerveza y en
la siguiente un hombre de jeans y camisa, mira para todos lados. Richard se
limita a mirar al gato, a la que atiende, pero menos a los hombres.
—¿Y cómo viene vestido?
—Traje blanco, muy atractivo.
—No veo a nadie con esas
características.
El hombre que toma la cerveza y
desarrapado mira a la mujer y luego lo hace el siguiente hombre. Se paran y van
hasta la puerta, como si también estuvieran esperando a alguien. Se sientan de
nuevo, beben, caminan, se meten las manos a los bolsillos, fuman, pero la noche
los incita a calmarse, a tomar definitivamente asiento.
Sin que Richard se lo pregunte, la
mujer continúa hablándole, contándole los pormenores. Esta vez deja de
acariciar al gato, toma insistentemente el whisky y esta vez se queda mirando
fijamente a Richard.
—Me citó porque necesita decirme de
alguien que tiene el dinero que requiero para poderme ir a Italia, a visitar a mi
hija que vive y trabaja allá.
—¿A qué ciudad?
—A Florencia. Mi hija vive allí hace
diez años. È molto bella.
—¿Usted sabe italiano?
—Por supuesto. Me tocó aprenderlo
para poder ir, ya hace cinco años —la mujer toma de nuevo whisky y mira al
hombre desarrapado que pasa en ese momento al lado suyo.
—Qué bien.
Hay otro instante de silencio. Ahora
se escucha el murmullo del hombre desarrapado, que con cerveza en mano, habla
por teléfono. Pasa de nuevo el hombre vestido corrientemente por el lado de la
mujer pero esta vez lo hace mirando al gato. Richard lo observa sentarse. La
que atiende el café le pasa una cerveza. El hombre desarrapado ya ha dejado de
hablar y ahora lo hace el otro.
Y, como si la obra de teatro
cambiara de escena, el hombre que ha dejado de hablar por teléfono se para, va
hasta al baño, se quita la ropa desarrapada que llevaba encima y regresa para
sentarse de nuevo. Ha quedado en un vestido gris muy elegante y corbata
naranja. La mujer y Richard lo advierten porque se ha sentado en otra silla y
pide un whisky.
El reloj va hasta las nueve. Richard
se queda ensimismado mirando afuera, mira varias veces el reloj, juguetea con
las manos y su café ya ha terminado. La mujer se ha bebido el whisky, se
acomoda los brazaletes y vuelve y comienza. Richard se para, se alisa el pantalón,
se organiza la corbata.
—Me permite, ya vuelvo. Necesito ir
hasta al baño.
—Por supuesto. Vaya tranquilo.
Richard pasa por el lado de los dos
hombres. Ingresa al baño y después de cinco minutos sale. Los dos hombres y la
que atiende el café lo miran. Se sienta de nuevo al pie de la mujer, que
aparece mirando el vaso de whisky que ya va por la mitad. El gato sale a toda
prisa de la silla de Richard.
—Y ahora que hemos entrado en
confianza, ¿por qué hace cinco años que no va a Italia? —Richard separa al gato
de sus piernas.
—Porque he tenido muchas cosas que
hacer aquí. En estos cinco años se me ha perdido mucho dinero y, también, no he
vuelto a tener el suficiente para ir.
—Su hija debería enviarle.
—No crea, el dinero que gana allá es
para vivir y pagar el estudio.
—¿Y en qué trabaja?
—Trabaja en Versace.
—Ah, en la empresa de modas de
Florencia —Richard contrae su pierna y el gato sigue mirándolo.
En ese momento sale la que atiende
el café y va hasta la puerta. Coge una escoba y empieza a barrer todo el lugar.
El gato, asustado, salta a las piernas de Richard y luego a las de la mujer y
así en ese vaivén. La mujer se limita a seguir tomando whisky; Richard se queda
ensimismado viendo a la mujer barrer, como si el oficio le permitiera una nueva
visión.
—Curiosamente hace cinco años que
estuvo allá, ahora me acordé, del asesinato que hubo en Florencia, como en el
mes de Julio. Del hombre que iba saliendo de Santa Maria del Fiore y alguien disparó
contra él…
—¿Y nunca se supo quién fue?
—No, la Justicia Italiana
nunca investigó el caso. Fue un día soleado en Florencia. El hombre,
identificado como Andrea Mazzolo, iba saliendo del lugar que le nombré. Ese día
caminaba entre la multitud y el disparo nunca se supo de dónde vino. Algunos
testigos italianos dicen que fue algún francotirador.
—Es lo más seguro.
Hay un silencio de nuevo. Richard
mira de nuevo a los dos hombres, que con cerveza en mano y el otro whisky, se
limitan a mirar a la que atiende el café, luego afuera y así en ese juego. Al
hombre de jeans y camisa se le cae algo en ese momento, se acerca más donde
está Richard y la mujer, y se queda por un momento buscando el objeto; mira de
un lado a otro, debajo de la barra del café y de las sillas.
—Exactamente, ¿en qué mes llegó? De
pronto coincidimos con mí llegada a esta ciudad.
—Fue para Julio. Mi hija tenía que
ir a una excursión a Roma, donde primero visitarían la catedral de Santa Maria
del Fiore. Y para no quedarme sola, porque iba durar ocho días regresé con la
promesa que volvería a visitarla —la mujer se arregla el talle del vestido y luego
el escote. Se pasa las manos por la cara—. Antes de irme pasé por la catedral a
despedirme de ella…
Y la noche, aunque solitaria, es
fresca. Apenas los grillos la han adornado y de lado a lado de la calle, por
donde está el café, se divisa una que otra polilla jugando en las lámparas. Se
adentran en la cafetería para olvidar la soledad de afuera; revoletean, juegan,
se paran en la cabeza de las cuatro personas que se encuentran en el lugar.
—Bueno, la dejo. Fue un placer
hablar con usted.
—Está bien. Gracias.
La mujer se despide a secas y
Richard sale del café. Empieza a recorrer la calle de vuelta a su casa. Ahora
la noche, mas iluminada por la luna llena, aparece como telón. Saca un
cigarrillo, lo enciende y el humo se pierde en medio de ese telón. Se para en
una esquina, mira de lado a lado, con un pie cruzado sobre el otro y una mano
en el bolsillo. Al otro lado vienen dos hombres, uno vestido de paño gris y una
corbata naranja. El que trae ropa corriente de un momento a otro se la quita y
queda en un vestido blanco de paño.
—Bueno, escucharon todo. Ahora usted
—señaló al que había quedado en vestido blanco— vaya y cumpla la cita con
Giulia. Nosotros dos llegaremos con los otros hombres para cogerla.
—Vale.
El hombre sale hacia el café de
nuevo. El otro, el de vestido gris se queda mirando estupefacto a Richard para
ver cuál es la orden. Éste dice:
—Usted vaya y párese en la esquina y
esté alerta a la orden que yo le dé.
—Entendido.
Se dirige también con las manos en
los bolsillos y mirando de lado a lado a pesar de la oscuridad. Richard queda
solo, ahora acompaña a la noche y a la luna: él, la noche y la luna están
solos. La luna observa a Richard; la noche es testigo de lo que pasa. Richard
camina un poco más adelante, bota la colilla del cigarrillo. Y, como si
estuviera en un vestidor, como si se fuera a medir algo nuevo, se quita los
zapatos, el vestido de paño, la corbata y la camisa; y lo que queda, y
solamente lo que queda de lo que ha sido Richard, es un cabello rubio, ojos
verdes, vestido rojo, tacones de punta extrema rojos y brazaletes. A toda prisa
llega corriendo el gato pardo que sube a su mano izquierda y en la otra el vaso
de whisky.
Camina en lo profundo de la
oscuridad…
JESÚS CUESTA ARANA
Nació en Alcalá de los Gazules
(Cádiz), España. Pintor y escultor, realiza también una extensa labor
literaria. Ha publicado ensayo, biografía y poesía: Memoria al aire libre, La huella de un retrato, Del aire al bronce, Dos
sombras que huyen, El Álbum de los Vuelos, siendo la obra más destacada la
biografía Juan Belmonte, por las caras
del tiempo.
Colaboraciones periodísticas en
secciones fijas: La arena abierta, Poemas
de Candil, El Sur de luces, Citando la memoria, El ojo en la mirada...
Colabora en televisión y radio (Radio Cádiz, SER y Canal Sur). Presenta y
dirige varios documentales: España sin ir
más lejos, The day of the Virgin (Universidad de Indiana). Ha publicado
centenares de artículos en diferentes periódicos y revistas especializadas:
Diario de Cádiz, Grupo Información, El Periódico del Guadalete, Diario Área,
Semanario Algeciras, El País, Trafalgar, Paradigma, Artes y Letras, Gaceta
Ilustrada, MT, Candil, Revista de Flamenco... Colabora en el primer Diccionario
Ilustrado de Flamenco.
Su obra y biografía están en más de ochenta
publicaciones. Tiene varios galardones y reconocimientos, entre los más importantes:
Gaditano del Año, Ateneo de Cádiz, 2010. Hijo Predilecto de la Ciudad de Alcalá de los
Gazules, 2013.
En esta oportunidad, presentamos lo
que el llama dos poemas de juventud.
PÁJAROS Y
MÁS PÁJAROS
Jesús Cuesta Arana ©
Quiero escribir una historia.
donde mis pájaros sean sus
protagonistas.
Leerme capítulo a capítulo,
episodio a episodio,
el lento y furtivo cantar de sus
alados conciertos,
para creerme luego de plumaje
amarillo
o de cualquier color,
aunque sólo fuera para soñar el
vuelo.
Por eso, me pierdo
en los putos callejones
y laberintos oscuros,
siempre con la misma canción,
esperando la ágil cinematografía
de ver los trazos ardientes,
los triangulares pajaritos
que los niños pintan en las paredes.
Pájaros y más pájaros,
por aquí y por allí,
por todas partes vuelan.
Y al final… siempre vienen a posarse
en el mismo sitio:
en el mapa de mi cabeza.
CARTA
ANÓNIMA
Jesús Cuesta Arana ©
Otra vez me han goteado por la
frente
los presentimientos,
para irme hundiendo luego
en la cal vaporosa de una carta.
He notado en los cristales la
insólita lluvia de julio
y mis quejidos se transforman en
cipreses cristalinos.
Despavorido me siento correr tras
los gritos de mi alma.
Me adivino entre rejas
en el dibujo sombreado de tus
palabras,
a la orilla de un mar en calma,
para sentirte de lejos
o para mirarte de cerca.
Tus palabras son como una quieta
condena
donde mis manos no llegan.
Abrazos postreros. Besos.
Y así se hiere la cadena blanca
por los caminos del viento.
Una carta de amor y sin remite
es el mismísimo Platón que espera…
GEORGE REYES
Ecuatoriano de nacimiento, reside
actualmente en la ciudad de México. Posee un bachillerato, una licenciatura y
dos maestrías en Teología, y cursa actualmente un PhD en Teología. Entre otras
actividades, es presbítero, profesor, teólogo/escritor, poeta y ensayista.
Ha publicado cantidad de poesía y
ensayos literarios y teológicos en varias revistas literarias y teológicas
especializadas, virtuales y de papel; su poesía ha recibido homenaje y ha sido
motivo de crítica especializada. También ha sido incluida en varias antologías
en papel como en Antología de poesía
religiosa latinoamericana (2010) y Nueva
poesía hispanoamericana (2007). Editó recientemente su obra Hermenéutica posmoderna y hermenéutica
bíblica. Tiene en su haber varios poemarios inéditos, cuyo contenido ha
sido publicado en su mayor parte: Filosofía
risueña, Signo XXI, El árbol del bien y del mal, Salmo hondo, Mañana. Ha
ofrecido recitales de poesía. Editor de la antología poética Nuestra Voz (Buenos Aires, Tersites,
2015). Ha coordinado certámenes de poesía y ha hecho crítica literaria de
varios autores latinoamericanos de la nueva generación. Ha participado también en
talleres literarios. Dirige dos grupos de poesía lírica en Facebook (Tu Voz y Tu Voz Lirica).
EL
DESCENSO DE LAS SIETE SOLEDADES
George Reyes ©
DESCENSO VI
Le dolía ser hecho de ausencias
plateadas como manchadas de luna,
cosidas con hilos de sol, sin
sombras durmientes.
Más allá le agrietaron su boca,
le fue picoteada también su alma
por tres pájaros vivos de un bosque
sonoro…
Y beberé el sudor de tu lluvia seca
por caudalosa pena,
dormido sobre lenguaje que ya no
pesa,
despierto en poesía endulzada con
piedad de niño.
DESCENSO SIETE
Aguijón de tuna, pasión muy terca,
con saliva de sangre adulta goteando
lenta
pintó de frío rojo esta piel mía…
Tú, Señor mío, lo descendiste
como arroyuelo que va
rodando arena de sal
y se
diluye de əsяaətɩov tanto.
Alegría más pura de mi hueso adulto
cual chispa de fuego quemada toda,
saltó a lumbre invernal.
Llovió en su médula que arrasó lo
inalcanzable cuando dormía allá.
(del poemario inédito Mañana, 2014)
AYLÉN MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
Nació en La Habana , Cuba. y vive desde
2005 en Madrid, España. Escritora, su primera publicación es la novela Obini Elé.
Psicóloga Clínica y Sexóloga. Estudió
en La Universidad
de La Habana
(Licenciatura en Psicología, 2004) y en La Universidad Autónoma
de Madrid (Máster de Especialización en Psicología Clínica y de la Salud , 2010). Estudió en el
programa de la
Sociedad Sexológica de Madrid y en la Fundación Sexpol
(Máster en Orientación, Terapia Sexual y de Pareja, 2008). Está homologada como
Psicóloga Clínica por el Ministerio de Educación de España desde el 2010 y
actualmente está matriculada en el “Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid”.
Ha trabajado como Psicóloga
Especialista en la Atención
a la Mujer en
programas terapéuticos para víctimas de violencia de género y de agresiones
sexuales. Asimismo, como especialista en programas terapéuticos para hombres
imputados por violencia de género ha constituido todo un reto para su carrera.
Durante dos años asumió la responsabilidad de gestionar el Área de Atención
Psicológica Online en el proyecto “Happy Single”, que atendía a personas en
situación de crisis tras situaciones de duelos. Actualmente perfila su carrera
profesional como Psicóloga Clínica Privada en situación Freelance,
especializando su atención con población adulta.
En Mayset.es, School and Language
Consulting, lleva el área de gestión-administración, marketing, atención al
alumno y se responsabiliza de las acciones propias del Community Manager. En su
blog “Entre tú y yo” publica artículos sobre psicología, literatura y
actualidad. Colabora como columnista en la revista Mundo en Español, Canadá, y es miembro de la Sociedad de Autores
Independientes (Sainde) y colaboradora en su revista Umbral.
En su tiempo libre disfruta de la
naturaleza, la música, el cine y el teatro. Le gustan las actividades
deportivas y los animales. También dedica tiempo a sus amigos, familia y
pareja. Sus aspiraciones son la de profesionalizar su faceta como escritora y
continuar la atención psicológica a adultos, preferiblemente como parte de
equipos multidisciplinares. Sin embargo está siempre dispuesta a incursionar en
facetas profesionales diversas y se define como una persona que asume retos en
otras esferas.
SUEÑOS Y
SEÑALES
Aylén Martínez Hernández ©
La vida también está hecha de
sueños. Muchas veces escuché decir “soñar no cuesta nada” y muchas otras la
respuesta fue “desilusiones y desengaños”.
Yo prefiero soñar, incluso cuando el
resultado sea el predicho por algunos. Soñar me permite sobrellevar el presente
cuando me saluda con dureza y también me permite reconciliarme con mi pasado.
Un pasado al que miro encontrando los sueños de entonces pero que, aún hoy, no
he podido hacer realidad. No obstante persisto, porque las hormigas sobreviven
en un mundo de gigantes, los niños siguen siendo la esperanza del mañana y el
sol sale cada día, a veces para acompañar las alegrías y a veces para ayudar a
sobrellevar el dolor. Por todo ello y porque a veces no se cumplen pero otras
muchas sí, yo sueño.
Y es en esa extraña mezcla que
conforman el entonces y el ahora, el hice y hago, el quise y quiero, donde
consigo ver el futuro soñado. Y como una niña con una bola de cristal adornada
en su interior por la nieve y la navidad, deseo los regalos y siento el olor
del turrón aunque sólo sea agosto.
Aquel verano me convencí de que
debía marcharme.
Me encontraba visitando a una amiga
y unos instantes a solas bastaron para que todo el mecanismo echara a andar.
Ana me pidió que le acompañara a la cocina para preparar uno de esos tés de
fruta que tanto nos gustaban. Le pedí quedarme en el cómodo sofá de su salón
admirando lo bien que se le daba sembrar y cuidar plantas ornamentales. De
pronto mi mirada se corrió unos milímetros más allá de la puerta acristalada
del balcón de las plantas y la vi. Una de esas bolas que me hacían soñar. Ésta
tenía en su interior la imagen de Venecia, sus góndolas y diminutos puentes.
Debían haberlo traído Ana y Jesús de su último viaje de vacaciones y claro
está, habían estado en Venecia.
Mientras me entretenía con aquella
pequeña bola de cristal, comencé a ver cosas espectaculares en su interior. La
mente es poderosa y a horcajadas sobre la imaginación te lleva a hasta el lugar
donde se esconden tus deseos.
Una vez allí, me volví liviana y
pude liberarme del extraño peso que te mantiene atada al suelo. Desaparecieron
los imposibles, se apartaron las dificultades y todos los obstáculos se
hicieron a un lado formando una especie de pasillo real por el que podía pasar
sin la más mínima posibilidad de que los imprevistos me entorpecieran al
avanzar.
¡Qué maravilla! Allí estaban todos,
como cuando entras en una tienda y todo lo que ves te gusta. Sólo que allí no
habían paneles, nadie comprando, nadie vendiendo, sólo mis sueños y yo.
Me vi a mí misma en una enorme
habitación que parecía no tener fin, ni puertas y tampoco entradas o salidas.
Había imágenes proyectadas sobre las paredes y los techos que iban pasando una
y otra vez y lo mantenían todo a color como las paredes y techos de la Capilla Sixtina.
En muchas de ellas me vi con una preciosa niña entre mis manos, abrazada por su
padre, mi fiel compañero de viaje. Ella se llamaba Aurora y su pelo era negro
como el ébano y ondulado.
En otras imágenes aparecieron
centenares de páginas escritas, seguramente por mí, y como una marca de agua
detrás de cada una de ellas, se podían ver un hermoso lago, una mesa, una
máquina de escribir y una taza de té humeante. Vi libros, unos pocos, pero
todos llevaban escrito mi nombre, Jimena Salazar. Supongo que la casa modesta
pero muy hermosa, color azul, ventanas de cristales, porche con sillones y
algún que otro árbol frutal en los alrededores, estaba en el lago, y que la
preciosa Aurora crecería en ella. A juzgar por la pieza de madera junto a la
puerta, en efecto crecería allí. Tenía varias marcas talladas y en cada una de
ellas una edad. La última marca estaba hecha a una altura parecida a la mía y
sentí con mucha fuerza que había sido tallada con gran nostalgia porque fue la
última de aquella preciosa niña que ya se había hecho mujer. Inmediatamente
después vi otra tabla idéntica, con marcas muy similares pero de mayor altura.
No me quedó claro el por qué y pensé que se aclararía en otra de las imágenes.
Encontré muchos cuadros familiares y
por fin sentía paz delante de ellos, por fin, aunque sólo fuera en sueños,
tenía mucho que contarles. Por fin, aunque sólo fuera en sueños, me compartían
sus alegrías. Estaban todos pero aparecían unos y otros de modo distinto.
Algunos estaban sonrientes, como en
paz, tranquilos, acompañantes, como presentes siempre.
¡Qué alegría!, grité en alta voz al
ver una de las imágenes. Me había dado tiempo a tener un segundo hijo y había
nacido niño, su padre le había elegido el nombre y tenía una marca en su
mentón, justo como él. Era hermoso, era dulce, era gentil y por lo que me
mostraron las imágenes logramos enseñarle el verdadero respeto por la mujer.
Caí en la cuenta de que la otra tabla de madera con marcas talladas por edades
era suya.
Vi una larga vida en familia, vi
mucho amor, mucha paz y algunas veces también vi pasión. En algunas de las
imágenes discutíamos a ratos, pero siempre seguíamos convencidos de que unidos
éramos especiales y estábamos mejor.
Sentí tristeza, me percaté de que
con el paso del tiempo y a medida de que nuestros hijos crecían, nosotros
envejecíamos y algunas personas muy queridas no volvían a aparecer en las
imágenes soñadas. Me di cuenta de que hasta los sueños saben que no somos
eternos y que la forma en la que manteníamos presentes a estas personas
queridas en nuestras vidas, había cambiado. Ahora estaban en cuadros bien
grandes que ocupaban sitios muy especiales dentro de la casa azul.
A veces llorábamos por ellos y
reíamos también, recordándoles. Y con relativa frecuencia les visitábamos en
ciertos lugares, que al parecer se habían convertido en sagrados. Me vi
conversando tranquilamente con mi madre, con el agua rozando mis pies desnudos
y la arena acariciándome. La tarde caía y muy pocos se asomaban entonces a la
orilla del mar en otoño, de fondo el sonido de alguna gaviota mientras le
regalaba una de sus canciones favoritas de la mítica banda de los Beatles.
Recuerdo con especial ternura una de
las tantas imágenes que volaban a mi alrededor. En ella aparecíamos mi hombre y
yo, nada jóvenes por cierto, y estábamos haciendo el amor. El tiempo nos había
ayudado a dejar de lado ciertos temores y complejos, y disfrutábamos de
nuestros cuerpos imperfectos y desnudos a plena luz del día, música de fondo y
danza de arrugas, erotismo y sensualidad.
Logré no verme sola en ninguna de
las imágenes. Por muy vieja que apareciera en ellas, siempre me acompañaba el
viejo. La bola me regaló no vernos separados por la muerte, me regaló una vida
a su lado y una muerte también. Me regaló entonces, la paz que me faltó siempre
ante la ausencia de la vida y me trajo de vuelta a todos los que antes habían
estado en cuadros grandes y especiales. Mis hijos siguieron con sus vidas,
esperando el tiempo que aún tardaría en llegarles, para mi felicidad.
Entonces, como cuando agitas las
típicas bolas con la imagen navideña en su interior y de pronto pareciera que
nieva con tanta fuerza que todo se cubre de blanco y se hace más difícil de
ver; así se entremezclaron las góndolas, los diminutos puentes y las parejas de
enamorados surcando los canales de Venecia. Me salí del mágico sitio y todas
esas imágenes volvieron a mi cabeza, abandonaron las paredes y su vuelo y
volvieron a ser parte de mis sueños.
—Jimena, Jimena… ¡Jimena! —gritó mi
amiga Ana sorprendida por el hecho de que a un metro de ella no le hubiera
escuchado decir que ya estaba mi taza de té.
—Perdona Ana, no te escuché entrar
en la habitación.
—Y en qué pensabas hija mía,
cualquiera hubiera jurado que tu cuerpo estaba en mi salón pero tu mente
viajando por quién sabe dónde —replicó con su acostumbrado tono desenfadado.
—No vas muy desencaminada, Ana. Me
entretuve mirando el interior de esa bonita bola que os habéis traído desde
Venecia Jesús y tú, supongo que este verano, y ya ves, mi mente se fue de mí.
—Pues si yo te contara Jimena… esa
bola no la compramos en Venecia.
—¿Cómo que no? —dije extrañada.
—Pues es una historia curiosa la
suya.
—Y a qué esperas para contármela —le
dije yo con la taza de té entre mis manos y acurrucándome entre los cojines del
sofá presta a escuchar la historia como lo haría una niña a la que le han
prometido contar un cuento.
—A qué va a ser, a que vinieras a
casa a visitarme —rió pícaramente—. Resulta que la semana pasada tú y yo
habíamos quedado para tomar un café en la Plaza de Oriente.
—Sí, me acuerdo —asentí yo.
—Y también te acordarás de que al
final no pudimos vernos porque Marcos necesitaba que le llevaras no sé qué
papeles que había dejado en casa y no le daba tiempo a regresar a por ellos
antes de que comenzara la reunión con los inversores.
—Efectivamente, me acuerdo que tuve
que llamarte en el último momento y que ya tú habías salido de casa y no pude
avisarte a tiempo para evitarlo.
—Pues como yo ya estaba en el coche
y llevaba buen tramo recorrido decidí que no hacía nada en casa si ya tenía
planes para salir un rato y seguí hasta el centro de Madrid. Recuerdo que había
muchísima gente, ya sabes… visitando el Palacio Real, los típicos grupos de
turistas montando en bicis y acompañados por guías…
—Y entonces —interrumpí a Ana,
desesperada porque al fin llegase a la parte de la historia que daba sentido a
esa bola de Venecia que no había traído de Venecia.
—Me senté en uno de los cafés que
quedan detrás del Teatro Real. Pedí mi café de cerca de tres euros y saqué la
novela que estoy leyendo ahora. ¿Sabes cuál? —dijo Ana sin percatarse de la
inmensa curiosidad que toda aquella historia despertaba en Jimena.
—¿El que he visto nada más entrar
sobre la mesa del recibidor? —pregunté yo que no quería ser descortés o
levantar sospechas relativas a mi excesivo interés. De qué manera iba a
explicar la alucinación que minutos antes había tenido en ese mismo salón—.
Creo que me hablaste sobre él —continué diciendo:—. Obini Elé se llama, ¿no?
—Sí, es esa novela que te dije que
me estaba dando muchas ganas de conocer La Habana y que su autora es una cubana muy joven.
Resulta que se está convirtiendo en el libro de moda del otoño. En fin, que me
voy del tema —concluyó Ana.
Yo casi levitaba sobre el sofá y no
sabía cómo acomodarme. Estaba como una niña que adora los helados y espera el
suyo, con la esperanza de que no se termine antes de que pueda pedirlo.
—El hecho es… —continuó Ana— que no
llevaba leídas dos páginas del libro cuando una señora se me acercó y a juzgar
por lo que me dijo, he estado pensando toda la semana que se estaba refiriendo
a ti.
—¿Tú crees? ¿Y quién era esa mujer?
¿Cómo era? —interrogué a Ana sin dejarle terminar de contar.
—Pues no lo sé, Jimena, jamás la
había visto y no parecía estar loca. De qué amiga me hablaba sólo pude pensar
que eras tú. Eres “mi gran amiga”, “sueñas con ser escritora” y, sí querida,
por mucho que me duela admitirlo y más que te extrañaré, tu lugar no está en
Madrid. Ni qué decir de tu reacción al ver la bola, parece que algún tipo de
energía te vincula a ella y que tu mente vuela a su lado.
Sonreí y después de admitir lo bien
que me conoce Ana me lancé con las últimas preguntas a por el final. ¿Y qué fue
lo que dijo, Ana? —pregunté deseosa por saber pero serena.
—Me dijo estas palabras: “Usted
tiene una gran amiga que sueña con lo que tienes entre las manos, la Plaza de Oriente no es su
sitio y dentro de Venecia verá su destino”.
Acto seguido y sin dejarme mediar
palabra, dejó sobre la mesa la bola de Venecia.
DESPUÉS
DE LA TORMENTA
Aylén Martínez Hernández ©
Era viernes y debían celebrar el
aniversario de boda.
“Diecisiete años son muchos y han
hecho mella en los deseos de sorprender y celebrar; pero qué duda cabe, somos
un matrimonio consolidado y tenemos una hija preciosa. Todo está bien.” —se decía
a sí misma Clara en ese intento desesperado que no pocas veces se asume para
dar una explicación a algo que duele y desagrada; eso que negamos para no ver
la verdadera razón. Lo cierto es que su marido no parecía tener la más mínima
intención de proponer que hicieran algo especial.
Alberto lleva tiempo distante y frío
con ella y en ocasiones parece querer estar en cualquier sitio menos en casa.
El sexo no es como antes, atrás han quedado los días en los que él le veía y
deseaba tocar su cintura o simplemente besar su cuello. La última vez que
hicieron el amor, ninguno de los dos la recuerda y aunque Clara lo intenta, a
veces parece imposible que vuelva a ser como antes. Alberto se niega a entrar
en lo que debe producirle culpa, a juzgar sobre todo por la cara que se le
queda, cuando alguna de esas raras veces terminan por hacer el amor. Para él es
difícil decir que no cuando delante se planta una mujer, Clara, a la que un día
amó y que es todavía hermosa, con uno de esos conjuntos negros diseñados a base
de encajes y transparencias. Pero lejos del deseo furtivo, ya no queda mucho
más.
Bueno, una cosa quizás sí, María.
Alberto es un padre que se siente muy unido a su hija. Teme a los cambios que
se producirían si decidiera marcharse de casa.
“Pero cómo puedo seguir en esta
farsa de matrimonio, cuando ya no siento nada por Clara y quisiera poder
rehacer mi vida”. Eran los pensamientos que asaltaban día sí y día también a un
inconforme Alberto, conocedor como era de que no podría mantener aquella
situación mucho tiempo más.
“Ella, ella” suspiraba en silencio
por algunos rincones, presente y ausente casi todo el tiempo. Ella no era
Clara, con “Ella” se refería a una mujer de unos 35 años, sensiblemente más
joven que él, que ya Contaba sus años de vida por 48. Ella respondía al nombre
de Charlenne.
A Clara, como a la mayoría, le
gustan los regalos. No siente una pasión especial por las sorpresas, pero no
suele pasar por alto fechas señaladas, en las que aprovecha para hacer sentir
especial a quien celebra. Por supuesto espera a cambio el mismo trato, sobre
todo si debe venir de alguien cercano como su marido.
En esta ocasión, Clara sentía esa
cierta incertidumbre y dentro de ella reinaba esa especie de desasosiego que te
invade cuando intuyes que algo puede no salir exactamente como desearías. Pero
con esa venda que cientos de veces puso frente a sus ojos, siguió adelante,
desbocada, esperando despertar ese algo que sabía dormido en él.
—Bueno, está claro que estás
esperando a que te lo entregue yo primero o quizás no has tenido tiempo de
comprar nada porque has estado muy liado en el trabajo.
Fue la forma que encontró Clara para
entregar su regalo de aniversario. Apareciendo en el salón mientras Alberto
veía un partido de básquet, que a juzgar por los jugadores, debía ser de la NBA porque aquellos hombres,
la mayoría de raza negra y con cuerpos esculturales, parecían saber volar
inspirados por un balón y los gritos eufóricos de aficionados. Ese instante se
hizo enorme y la alarma se hizo mayor cuando Alberto no hizo el mínimo esfuerzo
por justificar su olvido.
—Lo siento Clara —dijo con esa voz
preocupante de marcada seriedad y bajando la cabeza con esa vergüenza que un
momento embarazoso como aquel produce—. No he caído en la cuenta de qué día es
hoy.
En sus manos, una caja envuelta en
papel regalo color azul y una pegatina plateada que pone ¡Felicidades! Al lado,
una pequeña postal con algo escrito. Alberto fija su mirada en el regalo pero
no cree que deba abrirlo. Lo sujeta con ambas manos y le cuesta apartar la
vista para decir por fin, lo que lleva meses deseando. Y una vez allí, lo hizo.
Colocó cuidadosamente el regalo sobre la mesa, como queriendo tratarle con el
amor que no puede prodigar a quien lo entrega, pero con esa solemnidad de quien
siente respeto y hasta tristeza - Clara… —y se hizo un silencio—. Yo creo que
es hora de que hablemos.
La cara de Clara se transformó, pero
tampoco podría decirse que lo hizo radicalmente. En el fondo, en ese hondo
espacio donde queda resguardada de ser notada, la objetividad; ella sabía desde
hacía algún tiempo que las cosas no marchaban bien, pero tenía miedo; miedo a
enfrentarlo, miedo a que fuera cierto, miedo a quedarse sola, miedo.
—¿Y de qué crees tú que deberíamos
hablar? —preguntó ella con ese tono que grita que la incertidumbre se rinde al
fin a la evidencia.
—Mira, Clara, yo lo siento mucho. Lo
he intentado pero ha sido imposible. Te tengo mucho cariño, juntos hemos vivido
muchas cosas y tenemos una maravillosa hija; pero no me siento enamorado y
quiero que nos separemos.
Como cuando una jarra de agua fría
te es arrojada a la cabeza o un patinador cae por accidente a un lago helado,
así penetraron en Clara las palabras de su marido, de sopetón.
—¿Qué me estás diciendo Alberto? ¿Te
estás escuchando? ¿Es que no te importa el hecho de que somos una familia, que
tenemos una hija, que llevamos diecisiete años casados, coño?
Y la última palabra retumbó en la
habitación y tras de ella y la rabia con que había sido pronunciada, se quebró
la voz de Clara, sus manos resguardaron su cara de la vergüenza, la tristeza y
hasta la sorpresa; y lloró.
Se sentó, se puso de pie
inmediatamente, sintió que una fuerte taquicardia se apoderó inmediata y
fulminantemente de su corazón, y la ansiedad se hizo con ella y sus fuerzas.
—Tú no puedes hacerme esto, no
puedes hacernos esto. ¿Te crees que yo no he sido infeliz? Ah pero aquí sigo,
lo he intentado, no he abandonado porque he creído que podía y debía aguantar
para salvar lo que construimos. Tú no, tú vienes y te lo cargas en un segundo,
así, como si nada. ¿Te has parado a pensar si me echarás de menos, si estar
separados será peor que estar juntos aunque no seamos todo lo felices que
quisiéramos? Yo sí lo he pensado muchas veces y todas ellas he enterrado mis
deseos y mis fantasías porque creía que no debía dejar de lado lo que tanto
cuesta construir con otra persona, sólo porque una a veces tiene caprichos
inconfesables y hasta incomprensibles. Pero tú no eh, tú no. ¿Cómo se llama
ella, Alberto? ¿Cómo se llama la mujer que te ha dado fuerzas para abandonarme
sin pensar y sopesar todos estos años?
—Clara te pido que te calmes, no hay
ninguna otra mujer por la que quiera que dejemos de estar juntos. La razón soy
yo mismo que ya no me siento como antes. Algo ha cambiado dentro de mí y soy un
hombre joven que merece volver a sentir cosas estando en pareja.
—Ah porque ya no sientes “cosas”
conmigo o hacia mí, qué mierda importa es lo mismo —dijo ironizando la palabra
“cosas”— ¿Te crees que yo sí? ¿Te crees que me siento importante y especial
para ti? Cuesta trabajo que me mires, que atiendas a lo que me gusta y lo que
me interesa, cuesta que salgamos a divertirnos como adultos y dejemos de lado
la economía, la hipoteca, los problemas con María, los problemas con tu madre,
con la mía, con tu maldita oficina o con qué sé yo que otra puta cosa, joder.
Se inclinó con la expresión en el
rostro de alguien dolido en lo más profundo, de alguien que está siendo
desechado y abandonado por quien ha compartido hasta lo inimaginable, por quien
ha estado presente en los recuerdos, buenos y malos, de los últimos diecisiete
años; y eso, es mucho tiempo. Con el dedo índice, marcando el rostro de
Alberto, dijo juntando con fuerza los dientes y dejando sacar la rabia y la
incredulidad de aquel momento:
—Entérate de una puta vez, yo
también llevo tiempo sin sentir lo que quiero para mí y lo que merezco en mi
vida, pero he seguido aquí y… ¿A cambio? ¡A cambio esto!
—Clara, de verdad que lo siento
mucho, créeme
—No digas ni una sola vez más que lo
sientes y acaba de decirme quién es ella, ¿O te crees que me voy a tragar eso
de que no existe nadie? Dilo de una vez coño, ¡Dilo! —gritó como loca Clara.
—Lo que sí voy a decirte es que no
tiene sentido para ninguno que sigamos adelante cuando no somos felices. Tú
acabas de decirlo. Hace tiempo que no eres feliz conmigo.
—Sí, ¿Pero sabes cuál es la
diferencia entre tú y yo? Yo he intentado salvarlo y hubiera hecho más por
lograrlo. Tú en cambio, tiras la toalla y punto.
—¿Qué más querías que hiciera?
—¡No me jodas! O sea que hiciste
cosas por salvar lo nuestro. ¿Cuáles? Quizás estabas haciéndote a la idea de
que lo intentabas y resulta que era que estabas poniendo de tu parte, pero con
otra ¿no? ¿No, Alberto? Responde de una puñetera vez, joder.
—Tú no lo entiendes, nunca has
entendido bien lo que yo hacía, mis esfuerzos, mis deseos y ¡Sí! —gritó
liberado— hay otra mujer. Mira, ya lo he dicho —gesticuló Alberto mostrando,
por fin, algo de sangre en sus venas que le hacía perder, por un momento al
menos, la ecuanimidad que deseaba mantener— ¿Estás mejor ahora? ¿Has resuelto
algo sabiéndolo? —gritó llevándose las manos a la cabeza.
Silencio sepulcral. Cara de asombro
y profunda tristeza en Clara. La estampa, la de una persona a la que la vida ha
abandonado de repente su cuerpo, dejándole en un lamentable estado de debilidad
y desnudez; y a la que, de pronto, súbitamente, regresa y le insufla el halo
que le arrebató por segundos.
Y con una voz baja y extrañamente
calmada, propia de quien ha perdido las fuerzas en ese momento para seguir
batallando, Clara dijo
—No, no estoy más tranquila, pero
ahora ya lo sé todo.
Dio media vuelta y salió de la
habitación, tomó las llaves del coche y se marchó. Sin saber bien a dónde, pero
se marchó. Estaba claro para ella que no podía permanecer ni un minuto más en
la casa junto a él. Ya había soportado suficiente humillación y era momento de
ponerse un poco a salvo.
Allí quedó Alberto. Mirando a su
alrededor. Contemplando la casa en la que habían pasado muy buenos momentos y
otros tantos que no lo fueron demasiado, especialmente en los últimos años.
Allí había historia, pero él tenía claro que quería continuar escribiendo sobre
otras paredes y bajo otro techo. Atrás dejó el regalo, sobre la misma mesa
donde le había colocado al desatar la tormenta y con pasos seguros fue hasta su
habitación para recoger sus cosas.
Dos horas más tarde, estando aún
solo en el piso, la puerta se cerró tras de sí. Tres maletas llevaban lo
suficiente para las próximas semanas. El resto era más difícil de recopilar en
una sola tarde: libros, documentos, más ropa, tanto de invierno como de verano
y los recuerdos familiares que negociaría, si se decidía a hacerlo, con Clara.
—¿Y cómo es ella? —había preguntado
Charlenne aquella noche de tormenta algunos años atrás. Se refería a Clara, la
mujer a la que Alberto llevaba un especial regalo de cumpleaños, la mujer que
tanto significaba entonces para él y a la que lamentaba no poder abrazar a
tiempo por su cuarenta y un cumpleaños.
Los enormes ventanales de cristal
que rodean todo el aeropuerto moscovita Domodédovo permanecían nevados por las
bajas temperaturas. Fuera caía tanta nieve que no parecía poder terminar nunca.
El paisaje se teñía de blanco pero ellos estaban cobijados en la sala de espera
y con alguna que otra taza de chocolate caliente entre las manos. No escuchaban
el viento; pero el rápido movimiento y las ráfagas que se veían a través de los
cristales al caer los copos de nieve permitían escuchar desde el silencio de la
imaginación la fuerza real con que caía aquella tormenta de nieve. Horas antes,
los trabajadores del aeropuerto intentaban, sin éxito, mantener despejadas las
pistas; y los camiones, con cañones de líquido anticongelante, trabajaban para
retirar la nieve y el hielo de los aviones antes del despegue.
Sin embargo, la tormenta venció.
¡Quién diría que el tiempo cambiaría tanto las cosas!
JORGE CASTAÑEDA
Poeta, narrador y periodista nacido
en Bahía Blanca y radicado en Valcheta (Río Negro), Argentina.
Ha publicado los siguientes libros: La ciudad y otros poemas, Poemas breves, 30
poemas, Poemas sureños, Sentir patagónico, Los atabales del tiempo, Valcheta,
un pueblo con historia y Suma
Patagónica. Y en edición digital en Qué de Libros Ediciones: Pilquiniyeu es un chancho que vuela y Por la vida y por la Patria.
Tiene inéditos: El
lirio de los valles, Crónicas &
Crónicas, Donde llora el ornitorrinco.
Textos de su autoría han sido
publicados en la prestigiosa revista Carta Lírica y en la antología literaria Rostros y voces figura con una nota
bibliográfica, currículo y textos. Su novela corta de no ficción Pilquiniyeu es un chancho que vuela está
incluida en la biblioteca de la red Undernet. IRC, entre las obras de los
principales autores de todos los tiempos. También participa en más de trescientas
páginas web de diversos países. Ha sido invitado a recitar poemas en el
homenaje a Pablo Neruda en la casa de Isla Negra, junto a otros poetas del
mundo, con motivo del aniversario del nacimiento del gran poeta chileno.
Figura en varias antologías
nacionales y extranjeras, habiendo recibido numerosos premios por su obra
literaria. Es, además, conferencista sobre temas patagónicos.
Su obra literaria ha sido declarada
de “Interés cultural” por la
H. Legislatura de Provincia de Río Negro y presentada de
igual forma ante la H.
Cámara de Diputados de la Nación. En 2009 la legislatura
rionegrina lo ha designado ciudadano ilustre de Río Negro, por su extensa
trayectoria literaria, sus reconocimientos internacionales y por su
contribución invalorable a la cultura nacional.
Es miembro de la Sociedad Argentina
de Escritores (SADE) así como de numerosas asociaciones literarias nacionales y
extranjeras.
MI
ESPERANZA BARCO SUR
Jorge Castañeda ©
Barco herido piedra soy
Escorial prisma de luz
Un color una sustancia
Por mis venas sangre azul.
Caballero solo nácar
Corazón a contraluz
Y una lluvia monocorde
De tristezas en azul.
Soy estrella de los cielos
Me lastima la inquietud
Pedregal picada abierta
Y esta pobre latitud.
Viento torpe catedral
La meseta una virtud
Caracolas y gaviotas
Mi perdida juventud.
Sílice soy basalto
Fogón de lumbre a la luz
Distancias faldeos del monte
Sordos galopes en cruz.
Araucaria en la espesura
Sol amargo y lasitud
Riscal perdido vertiente
Busco mi escala de luz.
Amigo soy del viento
Peregrino y al trasluz
Bitácora navegante
Mi esperanza barco sur.
Jorge Castañeda ©
Van del huso al telar como palomas
Las manos de Sofía. Pone colores
En las guardas o si no monocromas
Se vestirán sus matras de labores.
Contenta se permite algunas bromas
Porque en su mente están los
borradores
De sus trabajos. Hay muchos diplomas
Y en sus tejidos —dice— milamores.
Plasmará con el aire de la aurora
Alguna pieza rica de matices,
Sabia de husos, telares y tejidos.
Doña Sofía, artesana tejedora,
Por algún caminito de tapices
Soñará con colores y teñidos.
Jorge Castañeda ©
Viaja por el cielo
Coqueta y oronda
Ataviada y bella
De anillos y ajorcas.
Le hablo de mis cuitas
Y de mis congojas
Y hasta me parece
Que a veces me toca.
Si le digo hermosa
Ella no se asombra
¡Si se habrá cansado
De tantas lisonjas!
¡Qué luna bonita
En la noche sola!
Va toda de plata
Blanca y silenciosa.
Y yo que camino
Solito a estas horas
La miro y la miro
Y mi alma se arroba.
La luna camina
Lentita y redonda
Y a veces las nubes
Nos cubren de sombras.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 65 – Junio de 2015 – Año VI
ISSN
2250-5385
Exp.
5199589 del 21/10/2014, Dirección Nacional del Derecho de Autor
Propietario
y Director: Héctor R. Zabala
Av.
Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad
de Buenos Aires, Argentina
(currículo
en Suplemento Nº 56)
Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 13)
Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
@mon_villarreal
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17)
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