viernes, 1 de diciembre de 2017

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 75 – Diciembre de 2017 – Año VIII
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral

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(se le avisará cada nuevo número trimestral).

“Silver Flying Fish”
(Pez volador de plata)
Mónica Villarreal (2017)
(Acrílico sobre papel, 12” x 19”)
Serie “Flying Fishes“ (Peces voladores)

Sumario:
• Fernando SORRENTINO (Argentina)
• Elena Liliana POPESCU (Rumania)
• Adriano CORRALES ARIAS (Costa Rica)
• Haidé DAIBAN (Argentina)
• Óscar José FERNÁNDEZ GALÍNDEZ (Venezuela)
• Nechi DORADO (Argentina)
• Jorge Diego MEJÍA CORTÉS (Colombia)
• Aída VALDEPEÑA JIMÉNEZ (México)
• Julián ALEGRÍA (Argentina)
• George REYES (Ecuador - México)
• Daniel QUINTERO TRUJILLO (Colombia)
• Héctor ZABALA (Argentina)




FERNANDO SORRENTINO

Nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de lengua y literatura. Su narrativa de ficción es una mezcla de fantasía y humor. Ha sido traducido a los idiomas inglés, portugués, italiano, alemán, polaco, chino, vietnamita y tamil. A menudo escribe ensayos sobre literatura argentina, que en general se publican en La Nación, de Buenos Aires. Ha recibido varios premios literarios, entre otros Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).
Biografía y listado de obras en:

Otras colaboraciones de este autor, además de las que figuran en el anterior enlace, se encuentran en estos números del Suplemento de Realidades y Ficciones:

También se pueden consultar algunos de sus ensayos en las siguientes revistas de Realidades y Ficciones:



COSTUMBRES DEL ALCAUCIL
Fernando Sorrentino ©

Muy pocas personas conocen el pasaje Ohm. Su única cuadra de extensión corre cerca de la esquina de las avenidas Triunvirato y de los Incas. En un pequeño departamento con balcón al contrafrente vivo yo.
Yo alcancé los cuarenta y ocho años sin querer —o sin poder— casarme. Vivo solo y me arreglo bastante bien. No soy agricultor ni botánico, sino profesor de castellano, literatura y latín: nada sé de aquellas ciencias rurales y naturales, pero algo conozco de lingüística y etimologías. Desde estos campos empecé mi acercamiento al alcaucil.
Como se sabe, un buen porcentaje del léxico español reconoce su origen en la lengua de los invasores árabes del siglo VIII. A veces estos crearon el vocablo mediante el recurso de conferir forma árabe a un sustantivo latino (o neolatino) corriente en la España de entonces.
Tal es el caso de la palabra mozárabe caucil, proveniente del latín capitiellum, que significa «cabecita». De manera que alcaucil (artículo + sustantivo) significa «la cabecita». Este nombre popular posee, digamos, mayor «expresividad» y «utilidad» que el término científico Cynara scolymus.
Veamos por qué.
En Buenos Aires nadie ha visto una planta de alcaucil. De las verdulerías nosotros conocemos, precisamente, esas cabecitas muertas cuyo corazón (mejor llamado receptáculo) y las bases de cuyas hojas (mejor dicho, escamas) son, por cierto, muy sabrosos. Ahora bien, estas cabecitas guardan el germen de la flor, y el horticultor las arranca de la planta antes de que aquella llegue a desarrollarse, pues, de no hacerlo así, luego se endurecen y ya no son comestibles.
Durante toda mi vida, yo fui un ignorante total en lo que a morfología, vida y costumbres del alcaucil respecta. Ahora, en cambio, puedo decir, sin pedantería, que he adquirido bastante información y que me he convertido en una suerte de módica autoridad en la materia. Admito, sí, que, sobre el alcaucil, es más lo que me resta por aprender que lo que he aprendido.
El alcaucil puede cultivarse en una maceta, de proporciones más bien amplias. Como es una planta áspera y sufrida, una especie de cardo, requiere escasos cuidados; se desarrolla en seguida; alcanza, de altura, un metro y, en extensión horizontal, una longitud que, hasta ahora, resulta imposible determinar.
Aunque, en general, no me interesan ni me atraen las plantas, acepté con fingida gratitud el alcaucil que me regaló una vecina apodada la Chiche: esta es una señora de cierta edad y de anteojos, simple y aburridora, que tiene un hijo, más bien de escasas luces, llamado Sebastián.
El joven Sebas —así apocopado por su madre y sus amigos— terminó el tercer año con arduas dificultades. Ignoro por qué me avine a impartirle gratuitamente clases particulares de castellano para que intentara aprender en pocos días lo que no había logrado ni siquiera sospechar en los once o doce meses anteriores.
Nada me cuesta declarar que soy un excelente profesor de castellano, con la experiencia —y el cansancio— de veinte años de tiza y pizarrón. Pero Sebas —inapelablemente palurdo y de tropezado razonamiento— resultó, tal como yo lo preveía, reprobado con justicia por la mesa examinadora del mes de marzo.
La señora Chiche —fanatismo maternal a un lado— supo comprender que la deficiencia no estaba en mí sino en su hijo y, para agradecerme de alguna manera, me regaló la susodicha planta de alcaucil.
La señora Chiche llegó a mi departamento, estuvo un rato, emitió abundantes errores e imprecisiones, no prestó la menor atención a ninguna de mis palabras, me hizo conocer su visión desencantada del mundo y, ¡por fin!, se retiró, dejándome la habitual sensación de desagrado que me producen las personas de escasa inteligencia e ilimitada incultura. Y, junto con cierto mal humor, ahí quedó, en el balcón, en su maceta roja y blanca, la planta de alcaucil.
Poco a poco, fue prodigándose en múltiples cabecitas (alcauciles) de color verde apagado. Por su propio peso, los alcauciles fueron doblegando la resistencia de los tallos y empezaron a reptar por el suelo del balcón, como si fueran las múltiples garras de un animal amorfo y difícil de reconocer, una suerte de erizado pulpo terrestre, con algo de la dureza pétrea y verdusca de las bestias prehistóricas.
Así habrá transcurrido una semana.
Años enteros he luchado sin éxito contra las hormiguitas rojas, esos bichitos invencibles y omnívoros diseminados en infinitas cuevas por todo el departamento. Una tarde me hallaba sentado en el balcón; leía el diario y tomaba mate.
Entonces vi que cuatro de las tantas cabecitas de la planta estaban dadas a la caza de hormigas rojas. Su técnica era, a la vez, muy sencilla y muy eficaz. Con las hojas abajo y el tallo arriba, corrían a modo de arañas, apresaban con delicada exactitud a la hormiga y, mediante rápidos movimientos de tracción y masticación, la llevaban hasta el centro del alcaucil, por donde era ingerida.
Observando con atención, podía advertirse, en los puntos de ensanchamiento del tallo móvil o tentáculo, que los cadáveres de las hormigas eran trasladados hasta el tallo central, donde —imaginé— se hallaría el aparato digestivo del alcaucil. En películas documentales yo había visto más de una vez algo parecido: cuando la culebra traga una laucha o una rana, uno puede percibir la forma del cuerpo de la víctima que se desliza por el interior del cuerpo del victimario: de esta misma manera comían también los alcauciles.
Sentí alegría. Este hecho me pareció auspicioso. Los alcauciles eran infatigables y terriblemente hambrientos. Pensé que, en poco tiempo, lograrían triunfar donde yo fracasé durante años: que terminarían, de modo contundente, con todas las hormigas rojas del departamento, esas hormigas que yo, en mi impotencia, tanto aborrecía.
En efecto, así fue. Llegó el momento en que ya no vi ninguna hormiguita roja. Entonces el alcaucil se extendió en la busca de otros alimentos.
Algunos alcauciles estrangularon y devoraron a las demás plantas del balcón: malvones, geranios, un rosal siempre fracasado, unos helechos antiquísimos, un bravío cacto espinoso. Otros alcauciles, en cambio, prefirieron cavar la tierra y capturaron lombrices útiles y sabandijas perjudiciales. Un tercer grupo trepó por las paredes y penetró en lo hondo de los antros de las arañas.
En verdad, esos alcauciles tenían buen apetito, y crecían. Crecían siempre. No tardaron mucho tiempo en ocupar todo el balcón. A modo de enredadera, se tendieron por el piso, por el techo, por las paredes, en vueltas y revueltas que los convirtieron en selva inextricable.
Debo confesar que, en este punto, me asusté un poquito: temí, estúpidamente, que el alcaucil continuara creciendo hasta ocupar todo el departamento.
—Muy bien —le dije—. Si esa es tu intención, te condeno a morir de hambre.
Bajé las cortinas de madera gris y cerré herméticamente los vidrios de los ventanales del comedor y del dormitorio. Estaba seguro de que, privado de alimento, el alcaucil empezaría a languidecer, a debilitarse, a encogerse, y terminaría por agostarse en briznas resecas hasta morir.
Adopté esa medida precautoria el lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué conflicto laboral, en mi colegio no hubo clases hacia el final de la semana. Aproveché entonces para hacerme una escapadita a Mar del Plata, en compañía de una especie de novia —por cierto, ya madura— que tengo desde hace muchísimos años, que es profesora de matemática y que se llama Liliana Tedeschi. Ambos devotos del tren y refractarios al ómnibus, partimos de Constitución el miércoles por la noche y pasamos luego cuatro hermosos días en aquella grata ciudad otoñal.
El domingo 17 de abril, hacia las ocho de la mañana, me hallé de regreso en mi departamento de la calle Ohm. Como temo a los ladrones, tengo puerta blindada y dos cerrojos de seguridad. Con el modesto orgullo de ser tan previsor, abrí el primer cerrojo, abrí el segundo, empujé la puerta. Noté que ofrecía cierta resistencia: no demasiado firme, es verdad, pero resistencia al fin.
Entré entonces en una suerte de bosquecillo de alcauciles. Me recibió una fuerte corriente de aire: en mi ausencia, estos individuos habían primero devorado las maderas de la cortina enrollable y luego destrozado los vidrios de los ventanales. Ahora, como ingentes medusas, se hallaban esparcidos por todo el departamento, y cubrían metódicamente pisos, paredes y cielos rasos, reptaban por los rincones, se encaramaban a los muebles, investigaban agujeros y recovecos...
Esto fue lo que vi en una primera mirada general. En seguida intenté obtener un cuadro más sistemático de la situación. Aunque traté de mantenerme sereno, aquellos abusos no pudieron menos que indignarme.
Los alcauciles habían abierto la heladera, el freezer y todas las alacenas, y habían comido el queso, la manteca, las carnes congeladas, las papas, los tomates, los fideos, el arroz, la harina de trigo, las galletitas... En el piso de la cocina me topé con frascos, ahora vacíos, de mermelada, de aceitunas, de pickles, de chimichurri...
Habían devorado todo lo humanamente devorable y ahora —ante mis ojos coléricos— se dedicaban también a todo lo alcaucilmente devorable, que, según estaba viendo, era toda materia orgánica —muerta o viva—, y se hallaban desgarrando, royendo y mascando el cuero y las plumas de los sillones y las maderas de los muebles. Y se hallaban desgarrando, royendo y mascando los libros, ¡oh, Dios, mis libros queridos, reunidos con amor a lo largo de más de treinta años, mis libros subrayados y comentados —jamás con tinta, siempre con lápiz— por mi letra prolija y cuidadosa una y mil veces!
No tengo cuchilla de carnicero pero sí una tijera para trozar pollos. Coloqué un tallo de alcaucil entre las dos hojas de acero y —con odio, con jubilosa impiedad— cercené la abominable cabecita enemiga.
El alcaucil decapitado rodó unos centímetros. En el mismo instante, el tallo seccionado se multifurcó en no sé cuántos tallos menores y, simultáneamente, nacieron quince, veinte, cincuenta cabecitas que, furiosas, se lanzaron contra mí, intentando morderme los zapatos, las piernas, las manos.
Entonces, y como pude, retrocedí hacia la zona del baño y del dormitorio, donde la densidad de alcauciles por centímetro cuadrado era mucho menor. Soy una persona —creo— bastante lúcida y no me hallaba dispuesto a perder la calma: solo quería serenarme y reflexionar un poco, pues no dudaba —siempre tuve mucha confianza en mí mismo— de que hallaría pronta solución al problema de los alcauciles.
Razoné.
Durante mi ausencia, ¿qué los había exasperado y hasta enloquecido? Sin duda, la falta de alimentos. En efecto, durante las semanas anteriores —cuando se hallaban normalmente nutridos—, los alcauciles habían manifestado una conducta digna y juiciosa. Bastaría, pues, con proveerlos de la comida necesaria para que volvieran a ser los calmos y mansos alcauciles de otrora.
Desde el teléfono del dormitorio —casi no había cama, ni mesitas de luz ni placares ni ropas— llamé al mercadito Los Dos Amigos. El primer amigo vende carne; el segundo amigo, verduras y frutas. Al primero le encargué ocho kilos de menudencias bien baratas: hígado, bofe, huesos. Al segundo, papas y zapallos, que cuestan poquísimo y rinden mucho. Les pedí que me mandaran todo en seguida: así aplacaría, por el momento, el hambre de los alcauciles. Más adelante buscaría —y hallaría— la solución definitiva.
Mientras los alcauciles y yo esperábamos los víveres, ellos continuaban royendo. El ruido que produce su roer es similar al de sacudir una caja de fósforos, con la salvedad de que nadie está todo el tiempo sacudiendo una caja de fósforos, y, en cambio, los alcauciles roían, roían, roían todo el tiempo. Continuaban royendo los restos de los muebles: tragaban la madera y desechaban la laca y los elementos metálicos o plásticos.
Pensé: «Mientras tengan algo para comer, estaré a salvo.» Y, en seguida: «Cómo tardan Los Dos Amigos.»
Entonces sonó el timbre (no el del portero eléctrico sino el del departamento): sonó con ese tipo de llamado largo e impaciente que yo aborrezco. Anticipándose a mi movimiento, un alcaucil presionó hacia abajo el picaporte y abrió de par en par la puerta.
En el vano, sobre el fondo más oscuro del pasillo, con delantal blanco y gorrita blanca, y con una enorme canasta de mimbre sostenida por ambas manos, apareció el muchacho gordo y rudimentario que muchas veces yo había visto lavando la vereda del mercadito Los Dos Amigos.
El muchacho —descomunal zopenco de veinte años y cien kilos de peso— vaciló un instante entre saludarme y avanzar. Otra cosa no pudo hacer: en segundos fue envuelto por una telaraña verde, dúctil y eficaz de cuarenta o cincuenta alcauciles. No llegó a gritar ni pudo mover los brazos. Con alcauciles en los ojos, en el cuello y dentro de la boca, semiestrangulado, y no sé si vivo o ya muerto, fue arrastrado —con ligereza de pluma— hasta el centro del comedor, y allí los alcauciles, en áspero tumulto, se dieron a la tarea de horadar y carcomer al muchacho gordo del mercadito, y también su canasta de mimbre, y las papas y los zapallos, y el hígado y el bofe y los huesos.
Aquella imagen de los pequeños alcauciles que recorrían el gran cuerpo me recordó la de las hormiguitas rojas cuando seccionan una cucaracha muerta, o viva.
Mientras estos alcauciles ingerían al muchacho, otros habían echado llave a la puerta del departamento y mantenían ahora aquella en su poder, lejos de mi posibilidad de alcance.
Entonces me encerré en el cuarto de baño, recinto aún del todo libre de alcauciles. Corrí el pasador metálico y, sentado en el borde de la bañadera, traté de imaginar un rápido plan para derrotar a los alcauciles. Con muchos nervios y con poco tiempo, apenas si llegué a esbozar la idea de provocar un incendio. Pero, ¿qué incendiar?: ya casi no quedaban cosas inflamables, mi casa solo era un esqueleto de materias inorgánicas.
Estas especulaciones, y otras parecidas, resultaban, al fin, ociosas e inoperantes. Lo mejor —me dije— será no pensar en nada. Y esperar. Sentado en el borde de la bañadera, esperar. Contemplando con estúpida atención esos objetos familiares tan desprovistos de interés: el lavatorio, el espejo, los azulejos...
Los alcauciles ya han empezado a roer y perforar la puerta del cuarto de baño en veinte puntos distintos. Pronto habrá allí veinte boquetes y, en seguida, veinte cabecitas de un verde apagado que avanzarán hacia mí.
Yo espero: ni resignado ni pasivo. He arrancado la barra del toallero y la empuño a modo de garrote: no me entregaré sin resistencia; trataré de inferirles el mayor daño posible.
Repito lo que dije al principio: he aprendido bastante —pero aún ignoro muchas cosas— sobre las costumbres del alcaucil.



ELENA LILIANA POPESCU

(Turnu Mãgurele, Rumania, 20 de julio de 1948). Poeta, traductora, editora. Doctora en matemáticas por la Universidad de Bucarest, de la que actualmente es profesora. Pertenece a la Unión de Escritores de Rumania.
Tiene publicados más de treinta libros de poesía y traducciones del inglés, francés y español, publicados en Rumania y en el extranjero.
Sus poemas traducidos al inglés, español, francés, italiano, portugués, chino, serbo-croata, urdu, albanés, catalán, y latino, han sido publicados en diversas antologías y revistas impresas y de Internet, tanto en Rumania como en el exterior (Alemania, Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Cuba, Estados Unidos, El Salvador, Italia, España, Hungría, México, Nicaragua, Puerto Rico, Serbia, Taiwán, Turquía, Uruguay).
Ha traducido al rumano la obra de más de noventa autores clásicos y contemporáneos, poetas y narradores.
Biografía y trayectoria literaria en:

Además del enlace anterior, hay obras de su autoría en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 67:



HIMNO AL SILENCIO
Elena Liliana Popescu ©

El que aspira todavía a expresar
la vivencia sensible en la poesía,
el invitado a la cena regia
que alimenta con su don la humilde fantasía

El que ofrenda todo cuanto tiene
Al que significa la Vida misma,
el que eternamente vuelve a las fuentes
y siempre está propicio a admitir el consejo

De quien está dispuesto a enseñarle,
el que se atreve a mirar en silencio
y ver en actos que parecen aislados
Al que, Él solo, sabe de su dolor

Y los mantiene en vida mediante el amor,
el que con la poesía intenta abarcar
la esencia viva oculta en elixires
y del cuadro de la Vida desprender

Lo que el Pintor quiso destacar
en las sombras del Rostro de la inmortalidad,
el que se atreve a dirigirse
con efímeros versos al género humano

Mojando su pluma en la muda desesperación
resucitando la esperanza con palabras
trazando con palabras todo su amor
y aprendiendo de todo cuanto es

El que tuvo una vez tanto que decir
con sus ingeniosas rimas,
¿podría acaso componer un poema
que no fuera el del Silencio infinito?


CUANDO TODO SE PIERDE
Elena Liliana Popescu ©

El reloj no se ha parado pero
no se le ve marcar las horas
en la esfera del tiempo
que está detenido, en contemplación.

La perspectiva no se ha perdido
pero los objetos ya no se ven
delimitados en la extensión pura
del espacio, el que no tiene nombre.

La vida no ha acabado pero la muerte
ya no se ve en el horizonte
esperando al ser que se rebeló
un día, en alguna parte, en el país del olvido.

Todo está en su sitio como antes
aunque todo ya no significa nada
cuando se pierde en el espacio sin tiempo,
en el tiempo sin espacio.


AQUEL MOMENTO
Elena Liliana Popescu ©

Unas palabras, te dijiste,
solo unas palabras, y creaste
una historia entera cuyo presente
ya es ayer, igual que mañana
será solo el pasado de quien
lo dejará atrás, perdido
para siempre.

Solo una palabra, te dices,
Solo una palabra, y te acercas
en tu caminar al umbral insospechado
de lo desconocido, sin que te asuste
el pensar que eres y no eres tú,
al momento en que puedes ser
y eres.
Poemas traducidos por Joaquín Garrigós.


  
ADRIANO CORRALES ARIAS

Nació en San Carlos, Costa Rica, en 1958. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, colabora con varias publicaciones costarricences y de otros países latinoamericanos. Es además profesor e investigador.
Puede leerse su biografía y obras en los siguientes números del Suplemento de Realidades y Ficciones:



SI ROQUE ES PANFLETARIO, YO ME DECLARO DECADENTE
O “EL TURNO DEL OFENDIDO”
Adriano Corrales Arias ©

Me la juego me declaro rockero en una época globalizada por el reguetón y la basura tecnológica. Roquero y daltónico ante el trascendentalismo trasnochado o daltoniano frente a la guillotina metafísica vaya usté a saber cómo se define el asunto o el panfleto díganme señores filólogos lingüistas críticos curadores (del ingl. phanflet libelo difamatorio opúsculo de carácter agresivo eso dice la real academia qué dirá la irreal o la popular y democrática) dígame usté doctor master licenciado bachiller quién lo define ¿el emisor el mensaje o el receptor? señores del tribunal desconozco por qué se le juzga quizás por aquello del eterno retorno o el asunto sacrificial del evangelio según Jesucristo porque todo buen pueblo merece un buen mártir para redimirse en su imaginario y hay que crucificarlo (léase fusilarlo) constantemente como una representación pasionaria para que posea remordimiento colectivo por el desplome pero volviendo al propósito que nos ocupa léanse EL MAR o LOS HONGOS y verán proposiciones teológicas aireadas por la dialéctica y el talento es decir la duda poética en láminas líquidas olas verdecitas azuladas en el zinc de la memoria como espasmo suave del amor que cae más mal que la primavera en el malecón de La Habana o Santiago de Chile relean LOS TESTIMONIOS en el centro de una TABERNA Y OTROS LUGARES donde está la segura mano de dios mientras le interrogan en la oficina técnica de la CIA o la silla como decía el exquisito poeta nicaragüense y traten de jugar con las manos atadas por un cordelito de nylon o balbucear poemitas y jacarandas mientras reciben tremenda galleta con LA VENTANA EN EL ROSTRO y les birbiquean los cojones o los pechos de la compañera que nos amamantara en noches de amplia ternura y háganse los huevoncitos buscapleitos jugueteando a la guerrincha en las azoteas del gay saber y del confort acompañados por el escocés y los bocadillos importados no señores la vaina es otra no soy solo el que habla sentencien si quieren pero esgriman razones históricas o artísticas sépase que al poeta no lo matan por enlazar la vanguardia poética con la política o no exactamente por eso sino por militar en la segunda y proponer asuntos no tan ortodoxos como el papel de la pequeña burguesía en la revolución pues a los poetas no se les mata simplemente por el hecho de serlo puede que a García Lorca pero en el fondo por ser marica (mamploro diría Roquito) algo que no soportaba la homofobia franquista sino por su pensamiento y la manera de concretarlo en la acción claro señores magistrados acá son sus propios compañeros los del crimen por allí posiblemente la redención como el Pastor Romero porque no cayó en combate ni en las bartolinas oligarcas lo hicieron las balas compas en un asunto meramente pipil o guanaco si se mira bien que lo digan Salvador Cayetano Carpio o la Comandante María a quienes no se juzga en esta sala es al poeta no al combatiente asunto estético pues pero dentro de la ética mínima de lo posible humano o la concurrencia de lo extraordinario para sobrevivir a la muerte en un paisito que se las trae desde siempre desde 1932 con sus apenas 20.000 km2 pero atestado de intelectuales y luchadores de toda estirpe y gente buena onda hacelotodo vendelotodo comelotodo poetas pues a pesar de las maras y los escuadrones de exterminio y los milicos hijosdeputa no me han respondido señores qué es un panfleto entonces cómo se come esa pupusa o cómo se logra insertar en el corazón de un pulgarcito el amor de un Roque multitudinario sin repetir las rubeniadas de Gavidia el viejitoloco o las maestranzas criollas de Salarrué estudiando su devenir entre copa y fría y pedaleando fuerte por las montañas cuscatlecas de la utopía dejando sangre en la página desnuda o cubriéndola con su propio cuerpo como paraguas inmenso de arlequín con nariz rota travesti de la poesía como en la ópera bufa estudiantil o con Menen Desleal en la Luz Negra decapitado por la sombra entonces señores por qué continúan adjetivándolo sin meterse en su pellejo después de la derrota vean la paradoja derrota político-militar pero no cultural dicho de otra manera la revoluta no fue pero sí su revolución cultural he ahí el epílogo para antologadores y profesorazos porque ahora sí nos acercamos al final y es cuando duele de verdad el LIBRO LEVEMENTE ODIOSO como este poema de amor ahora que todo se repite en farsa como la resurrección de Lázaro y los evangelios apócrifos en una Centroamérica dolarizada y unida al fin pero no por el sueño morazanista sino por el capital transnacional díganme apertréchense del derecho romano civil canónico castrense ustedes que otean en el alba las clarinadas de la caballería y almuerzan en compañía de los señores de la guerra palomitas picasianas posmodernas en el penjaús de la lujuria prestos a no dejarse arrebatar un puesto en la bolsa y en la tradición del retrato en suplemento cultural díganme respondan ¿why not? en todo caso los libros del poeta gozan de buena salud y se venden masivamente de los asesinos sus conciencias.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda, 2009)



HAIDÉ DAIBAN

Reside en Buenos Aires, Argentina. Farmacéutica, ex docente de la Facultad de Farmacia, UBA. Alumna de la escritora Syria Poletti con la que editó Cuentos desde el taller. Con Lucila Févola fue cofundadora de la revista literaria “Tamaño Oficio”, con la que colabora desde hace veinticinco años.
Más sobre esta escritora en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 73:



NOCHE CON DUENDES [1]
(Letra de tango)
Haidé Daiban ©

El ritmo del candombe que sale del tranvía
me sigue y bailotea, procaz y juguetón,
el barrio ya silencia en calles siempre umbrías
el duelo de tu ausencia, mi grieta, mi dolor.

La luna que resiste al alba su llegada,
refleja sobre un charco sus notas de ilusión
y algún borracho silba, se silba con la luna.
Un gallo mientras, canta, saludos para el sol.

Desolado en mi cuarto,
un vacío mi cama,
acaricio la almohada
y es la nada fatal.
Esta noche en mi vida
martiriza mi sueño
con la imagen a fuego
de la que ya no está.

Pimpollos que revientan en flores tempraneras,
el alma en girasoles se rota con la luz,
desde este patio grande, baldosas desparejas,
un duende ya se esconde y queda a contraluz.

Detrás de las macetas está su triste sombra,
la sombra de mi angustia, lo que quedó de mí.
El ritmo del candombe hoy late a ritmo lento,
y el pecho no responde, es tanto mi sufrir.


NOSTALGIA DE BARRIO [1]
(Letra de tango)
Haidé Daiban ©

Nostalgia de barrio,
no es solo nostalgia,
es toda la infancia
jugueteando en él,
tras paredes toscas,
entre los zaguanes,
cuando la inocencia
reía en mi piel…

Fue entonces la magia
de amigos que eran
las manos abiertas,
abrazos de miel.
Y el brillo en los ojos
miraba el presente
el caleidoscopio
no lloraba a muerte.

Y las nubes vagas
que se van borrando
con el calendario
y vientos de ayer,
cargan la alegría
de las risas leves,
siempre compartidas
de mi carnaval…

Me acuerdo de aquella,
mi primera estrella
en el firmamento
de mi corazón,
y el mundo que late,
sigue tras mis pasos
por el derrotero
buscando ese amor

Fundida en las venas
quedó esa estampa,
un fuego que aviva
mis ganas de ver
el barrio, que aún muestra,
aquello que fuimos
y crece el coraje
de volver a ser.

[1] Estos tangos tienen música de Pascual Mamone.


ANIVERSARIO
Haidé Daiban ©

Se levantó como pudo. Le pesaba el tiempo sobre las ancas, sobre sus hombros descarnados.
El hombre arrastró sus zapatones desde el camastro en donde había estado sentado hasta llegar a la cocinita. Bajo una luz mortecina, se sirvió un poco de agua y tragó la pastilla. Era el ritual de la vejez: dos pastillas al día antes de cada comida, esa era la prescripción.
La prescripción para un proscripto como él, o como él se sentía en este mundo.
Miró el calendario, aunque sabía qué día era. Y lo sabía cada año, el mismo día del mismo mes, cuando se le rompía algo adentro. Recordaba, entonces, lo que sucedió en esa fecha maldita en que perdió su camino, su guitarra, su amigo “el morocho que cantaba lindo”.
Había perdido el rumbo cierto y en un instante su vida pasó a pertenecer a otra era. Fue el antes y el después.
Sacó del armario el estuche negro, grande y pesado, lo abrió cuidadosamente y rasgó con sus dedos artríticos, las cuerdas, como quien acaricia a una mujer.
Desafinada, dijo, aunque la sensación era premonitoria. ¡Todos los años igual! Tengo que afinarla para que no llore cuando la toco, es que ¡pucha!, si no esta desgraciada también me ayuda a lagrimear.
Dejó el estuche sobre la cama, todavía revuelta de pesadillas atadas a la sábana. Estiró los brazos y colocó el disco en el aparato apoyado en la pared, apretó la perilla, pulsó la otra y la voz del Morocho le cantaba nuevamente
“En la doliente sombra de mi cuarto al esperar…”
Mientras afinaba la guitarra las manos le temblaban. Cada año lo mismo, no dejaba de emocionarse, pero ahora podía argumentar que era la vejez. La falta de pulso, ¿vio?, es que con los años….
“sus pasos que quizá no volverán…”
¿Por qué nos tuvo que pasar, Morocho?, ¿por qué?
Mirá qué suerte la mía, ¡salvarme! Pero te digo, es suerte fulera, quedarse solo, sin siquiera la guitarra.
“que quizá no volverán, que quizá no volverán…”
pero, maldita púa, es capaz de arruinarte. Y sí, lo cierto es que ellos se fueron, todos se fueron, no hacen una esperita por si los alcanzo, ¿sabés?
“a veces me parecen que ellos detienen su andar…”
Bueno, yo siento que vos sí, te parás ante mi puerta, que estás a mi lado cada vez que cantás. Me hacés sentir otra vez joven y siquiera un día al año tengo ganas de rasgar un poquito.
Le uso la viola a Le Pera, pobrecito. La que vos le regalaste Pero se la cuido, Morocho, nadie la toca. Nadie. Yo mismo la afino, la lustro y la guardo. La guardo hasta el año que viene, siempre es el próximo año, el próximo, el próximo… Para el encuentro con todos. Con la memoria, cuando me parece que golpean mi puerta como en aquellas noches en que íbamos de juerga, ¿te acordás?
“sin atreverse luego a entrar…”
No, Morocho, en realidad para mí, ustedes entran al bulín, a mi bulín, están conmigo, siempre. Y hoy, ni te cuento.
Levantó la mirada hacia el disco y dijo para sí: Mientras este viejo vaya tirando, seguirán así las cosas. Porque no es cuestión de llorar “como una mujer”, ¿entendés?
A los amigos hay que recordarlos como eran, cuando eran. Y yo trato de acordarme de los mejores encuentros, arriba del escenario o en la mesa del bar. ¡Qué cosa, che, tener que sobrevivir sobre andamios de memoria!
“pero no hay nadie y ella no viene…”
Sí, Morocho. Ella va a venir por mí. Y yo la espero. Resignación, hermano, eso es lo que me quedó.
No sé si contarte, Morocho, pero como sos un amigo, de una sola pieza, ¿no?, bueno, el caso es que un jailafe me propuso un intercambio: me mantiene con los gastos de tordos, remedios y pilchas de por vida, a cambio de la viola. Y sí, de la viola de Alfredo. Ni él ni yo la necesitamos más. La voy a extrañar, claro, pero…
Y hay algo más para contarte, Morocho, y no te enojes, en el trato entran algunos discos tuyos, ¡no todos!, sabés, no todos… No podría sobrevivir al silencio, al de tu voz, justo en este día, el día de nuestro reencuentro. El del Aniversario. Espero, viejo, que no te revires.
Bueno, la viola ya está afinada. Al jonca, querida, y hasta más ver.
El viejo, arrastrando los pies, guardó la guitarra en el estuche y lo dejó junto a la puerta a la espera del nuevo dueño, como una momia en exposición. Se acercó a la mesita cubierta de hule, estiró el brazo y dejó caer el pick-up. En el cuartucho las lágrimas resbalaban por las paredes. Será la humedad, dijo el viejo, observando, pasando la mano por el empapelado.
La humedad o la pava que hierve y hierve. ¡Siempre lo mismo, qué memoria!
Desde el surco negro como el pelo engominado del Morocho, la voz seguía:
“Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi soñar…”
Pasando el corredor, desde la puerta de calle, el timbre sonaba insistentemente.


  
ÓSCAR JOSÉ FERNÁNDEZ GALÍNDEZ

Nace en Caracas, Venezuela, el 30/5/1971. Es poeta y biofilósofo. Profesor de biología. Sus investigaciones y reflexiones lo llevaron a proponer una teoría que explica la complejidad de la vida desde los paradigmas emergentes en biología, a partir de la “Teoría metacompleja del pensamiento biológico”. Desde allí relaciona ciencia, arte, filosofía y política, para intentar aproximarse recursivamente al pensamiento y hacerlo transdisciplinario, centro de sus búsquedas y creencias.
Más sobre este escritor en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:



ROSA CIBERNÉTICA
Óscar José Fernández Galíndez ©

“En el corazón de esta video cultura siempre hay una pantalla,
pero no forzosamente una mirada”. (Jean Baudrillard)

Me pierdo erráticamente
en el hipervínculo
de tus aguas.
Amanece de pronto
y veo tu ícono rojo
en mi piel.
Navego catódicamente
entre tus teclas
y no encuentro la salida
de tu ciberespacio.
Cautivas mi código de barras
en medio de la silenciosa mirada
del “@” romántico.
Chateo con tu destino
para descubrir
que llegaste
sin salir.
Tu hipertexto es un pretexto.
En ARPANET encuentro tu rostro
mirada bélica de un futuro
sin tiempo
sin espacio.
Tecleo tu no presencia
y me pierdo cual furtivo hacker
entre tus ceros y tus unos,
¿para vivir?
Es bidireccional
el software de tu risa.
Eres devoradora de códigos
cual virus cibernético
te comes mis fuentes primarias
en hilos de luz.
Bloqueas el servidor
de mi conciencia
ahora no puedo pensar.
Espérame detrás
del clic de tu memoria.
Acabo de perder
la ciberguerra
de un encuentro
digital.
¿Cuál es la clave para
accesar a tu nombre?
¿Cómo se enamora
a una mujer
virtual?
Tócame con la fibra óptica
de tus pupilas
y conéctate
a mis sentidos.
Ponte los electrodos
prende la computadora
y
hablemos a distancia.
Quiero enviarle a tu base de datos
el archivo
de una rosa
y envirularte.
Solo deseo una cosa
navegar el Intranet
de tu empresa.
¿Cómo se conecta
un alma a una computadora?
Lo que quieras
decirme
dilo
en MP3.
Busca en tu banco de imágenes
y si aún sigo allí
archívame como soporte
en el PC de un niño.
¿Cuántas mega-almas
archiva tu memoria RAM
diariamente?
¿Cómo hago para no perderme
si tu ciberruta aún
no está definida?
Te invito un
cibercafé
sin azúcar.
Desearía formatear
mi destino
y convertirme
en el cibernauta
de tu CPU viajero.
Reinicia
reformatea
reconfigura
reprograma
revive
reama
resiste.
Si de verdad
quieres que mis mensajes
entren en tu cuenta
dame espacio en tu buzón.


ROSA NEURÓTICA
Óscar José Fernández Galíndez ©

“El neocórtex humano es un prodigioso tejido anárquico, donde las uniones sinápticas se efectúan de manera aleatoria. Aunque está constituido por células especializadas (neuronas), el cerebro es un campo no-especializado, donde se implantan innumerables localizaciones y a través del cual se efectúan interacciones laterales. Son las interacciones anárquicas las que están en la fuente del orden central... No hay equilibrio, sino inestabilidad, tensión permanente entre estos aspectos que, al mismo tiempo que son fundamentalmente complementarios, resultan fácilmente concurrentes y antagonistas” (Edgar Morín).

Bar bioquímico
neurocorteza del deseo
dame una serotonina doble en las rocas.
Encuentro neurótico en el istmo de tu fe.
La razón es orden en la anarquía cerebral.
Recurres discontinuo
en el cortocircuito de la vida.
Te entretejes en redes neuronales
para construir matices de ideas.
En el tiempo viajero
te pierdes cual efecto mariposa.
Profetizas un encuentro cortical
en medio del lóbulo misionero
de la imaginación.
Anímate a decirme
lo que ya sé.
Envuélveme con la mirada telepática
de tus sillas.
Alzaimer.
Muévete
muéveme
a través del pasadizo
telekinético de tu silencio.
Eres desencadenante
de sentidos
suspiros
y
luz.
Arrópame en tus dendritas
y condúceme
a la mágica presencia de tu risa viajera.
Transmites tu impulso
me impulsas
te impulsas
haciendo de los sentidos
un sentimiento
haciendo de la percepción
una necesidad.
Me veo en el espejo sináptico
de tu alma.
Fluctúas erráticamente
en el laberinto anárquico
del pensamiento.
Te toco sin tocarte
eres el resultado armónico
de una búsqueda neuronal.
Neurotoxina con azúcar
dulce veneno.
Hambre
sed
necesidad
neuroquímica del deseo.
Delgado bucle
de interconexión amorosa
te enredas entre mis dudas
y conduces la recesividad
de mi nostalgia.
Rechazo la anestesia
de la vida
que oculta el dolor
de no tenerte.
Un segundo no es suficiente
para una memoria sin memoria.
Si te encuentro
en la mirada gemela
de tus sentidos
entonces no existes
más que en mi memoria.
A veces un recuerdo
un sueño y una historia inventada
no tienen diferencia.
Dios es un muchacho INF
que aprende de nuestros errores.
Psicosis efecto caótico
del espacio tiempo mental.
Psicosis mente sin reglas
sin parámetros
en el mundo de los psicópatas (sociópatas)
el neurótico es el rey.



NECHI DORADO

Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Periodista, narradora y poeta. Autora del libro de cuentos y relatos Destapando el silencio (Ediciones Amaru) de fuerte contenido social y a modo de homenaje a los seres que sufren la marginación y el olvido. Es militante social y de derechos humanos.
Más sobre esta escritora en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:



COMO UNA GÁRGOLA HERIDA
Nechi Dorado ©

GárgolaBeatriz Palmieri
Despertaba en mí una profunda tristeza cada vez que veía pasar a esa mujer de aspecto tan triste, siempre en soledad, arrastrando sus pies por las calles angostas, compartiendo andares con las hormigas mucho más ágiles que ella.
Si pudiera hacer un retrato de esa señora, diría que lo imagino comparable a una luna de julio agonizando en las veredas rotas de mi infancia. Una mujer sin tiempo, como calcinada en alguna memoria abierta.
Su nombre era Brunilda, doña Brunilda decían de ella los mayores en aquella época donde se anteponía el don o doña cuando se mencionaba a alguien ya entrado en años. Era la barrera absurda (!) respetuosamente impuesta que nadie se atrevía a saltar en aquel entonces, aunque luego hayamos comprendido que de muchas formas se puede ser desconsiderado.
Siendo muy pequeña observaba su paso que infundía un temor inculcado; llevaba una bolsa casi arrastrándola en la que según el mito barrial encerraba a los niños que se portaban mal para llevárselos a su cueva y comerlos en la cena.
Ya adulta comencé a recordarla asociándola a una gárgola herida, la comparo con la esquirla de algún adiós, casi una bienvenida al dolor, a la muerte, a página cerrada de su propia historia.
Doña Brunilda no hizo nada para acceder al título degradante de “roba niños”, solo que el término se utilizaba para disciplinar. Tal vez era ir preparándonos, taxativamente, para afrontar un mundo donde el miedo paraliza, coarta impulsos, ordena, marca pautas que han de convertirse en una especie de versos libres atados con cadenas.
Doña Brunilda no encajaba en los estándares sociales prefijados, era como si no cupiera en un planeta donde la belleza arrasa, se traga la moral, deglute escrúpulos, escupe y defeca la descomposición de un modelo social amasado a fuerza de ejemplos para nada ejemplificantes.
La pobre vieja parecía cargar en su pecho un escapulario de culpas, esas que al amanecer se incrustan hiriendo hasta los tendones. Surcaban su frente rastros de tragedia heredados de historias arcaicas plagadas de miserias humanas.
Recordarla luego de tantos años de temor, como infundiera, se convierte en una espina de sol empotrándose en mis manos pequeñas, tan pequeñas como para contener las fantasías retorcidas de fantasmas humanos amasados a fuerza de “portate bien o doña Brunilda te mete en su bolsa”. Artilugio familiar, soporte férreo que habría de apuntalar cuando la educación fallaba. Cuando los padres y madres trataban de ocultar su propia debilidad descargando su fracaso sobre la pobre indigente.
¿Qué hecho cuasi misterioso habría rodeado su humanidad de tanto espanto? ¿A quién se le ocurrió cubrirla de niebla tenebrosa? ¿Por qué ese ensañamiento barrial contra una pobre persona que tal vez andaría como sacando punta a la esperanza con una navaja con el filo mellado?
En este presente mío, en el ocaso de mis días la imagino encabezando una procesión de ángeles renegados, como una pulga tullida, como una abeja sin aguijón, perdido en los bordes de un corcho incinerado. Estoy segura de que esa mujer sabía del estigma social que le impusieran porque cuando pasaba por la acera de mi casa y yo la saludaba agitando mi manita con mucho disimulo y un poquitín de duda sobre si sería o no tan mala, ella me respondía agitando, también, tímidamente la suya. Y como si fuera un acto reflejo volvía inmediatamente su vista al frente como para que nadie descubriera su osadía de saludar a una niña, justamente ella, la que “se comía” a todas.
Perdí el mito de doña Brunilda al mudarnos de barrio, pero jamás olvidé a esa mujer de paso lento, de mirada perdida, de blasfemia empotrada en su desgarbada figura marginada. Ya no debe ser parte de este mundo absurdo donde la pobreza asusta y suele ser utilizada como ícono brutal de la ignorancia supina.
¡Cuánto daría por poder abrazarla! Por decirle que sabía que no era cierto que robaba a los niños. Que no le tenía miedo, bueno, un poquito nomás.
Que corría a esconderme en el jardín de la casa de abuela para verla pasar y que todavía guardo el secreto de su mirada de reojo. De paso, le pediría perdón en nombre de una sociedad que aunque parezca mentira, se superó en muchas cosas para irse degradando en otras. Le contaría que igual que ella los valores fueron muriendo de a poco y los pre-juicios continúan siendo como la quintaesencia de un dios venido a menos.

Una espina de sol incrustándose en mis manos
Una gárgola herida
Un león sin melena
Una plaza sin niños
Una montaña de arrullo

Ilustración: “Gárgola”, de la artista visual argentina Beatriz Palmieri.


  
JORGE DIEGO MEJÍA CORTÉS

(Sabanalarga, Antioquia, Colombia). Tecnólogo en Administración Agropecuaria. Normalista superior en Normal Superior de Envigado. Estudiante de ciencias políticas de la Universidad de Antioquia. Docente del Centro Educativo Rural Filo de los Pérez del Municipio de Sabanalarga, Antioquia. Profesor de ciencias sociales, filosofía y ciencias políticas del Colegio Manuel Mejía Vallejo, Envigado, Antioquia (2012). Director de la Casa de la Cultura Julio Cesar García del Municipio de Fredonia (2008–2010).
Ha participado en diversos medios literarios, tanto en papel como en la web, como ser Nexos (periódico universitario, EAFIT), El Suroeste, Revista Cuadernícolas, La cesta de las palabras (España), Resonancias Literarias (Francia), Revista Universo, La Réplica (España).
Más sobre este escritor en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 69:



LARGA INFANCIA
Jorge Diego Mejía Cortés ©

Crayones roídos
La febril efervescencia
Plastilina tóxica
Lontananza de otros cuerpos
Nuestros sexos
Grescas de lápices afilados
Paroxismo secular
El dibujo de papá
Pretérito pluscuamperfecto
El olor a orina
Raíz cuadrada
Años escolares y juglares


CÓLERA DE INVIERNO
Jorge Diego Mejía Cortés ©

Soy más animal
Conforme se avecina la noche
El hambre de mis fauces por tu boca
La sangre de tu boca por mi camisa blanca

Mi necesidad por ti
Mi necesidad hacia ti
Tu narcisismo por mí
Tu nazismo hacia mí

Arribas de noche como conga de negro
Aúllas tiernamente sobre la sábana desnuda

Sobre mi fría piel encontrarás la tibieza
Para dar coces de delicadeza
Es la sutileza de mis piernas por la rabia de tus nalgas.
Entiendes la intensidad del todo por el todo.


PARTÍCULAS ELEMENTALES
Jorge Diego Mejía Cortés ©

Existe un universo iridiscente
Donde tus pupilas púrpuras
Tu taumatúrgico pelambre
Tus sendas zancas
Transpiran música órfica
Emanan líquidos lascivos
Eres un ineludible protocolo
Eres una inefable empresa
Vamos alucinando con esferas rosas
Hurgamos en nuestros apetitos
Alunizamos en cada molécula de luz



AÍDA VALDEPEÑA JIMÉNEZ

México D.F., 1976. Poeta. Realizó estudios de Literatura Latinoamericana en la UNAM. Estudió el diplomado en creación literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Tallerista de creación literaria en varios estados de la república. Docente de lengua y literatura en instituciones educativas de nivel medio superior y superior. Ha participado en congresos literarios nacionales e internacionales. Su obra poética se publica en distintos medios impresos y electrónicos de México, Perú, Chile, Venezuela, Brasil, España, Dinamarca y Estados Unidos. Galardonada con el Premio Interamericano de Poesía Jóvenes Creadores Sinaloa 2007, en el que publicaron su primer poemario Universo de Náufragos. Parte de su obra fue incluida en la antología Semilla Desnuda, selección de noventa poetas mexicanos editada por el INBA/CONACULTA. Traducida al portugués en la antología Tenho tanta palavra meiga, ediciones México/Brasil. La Secretaría de Cultura de Morelos editó su segundo poemario A Contracorriente.
Suplemento de Realidades y Ficciones ha publicado varias de sus obras en:



LOS VIAJEROS NO VUELVEN
Aída Valdepeña Jiménez ©

Hace diez minutos te tomé de la mano para ir al bosque a recolectar las violetas que te llevaste. En cuanto vuelva a poner un pie en la sala, tendré que conformarme con recordar tu voz como una hoja caída. Conformarme, con el aroma guardado en la ropa que dejas, con la fotografía que se sostiene sola en la mesa de noche, con la música imaginada, del piano imaginado, que nunca pudimos comprar para que lo tocaras. No quisiera moverme. Quisiera dejar mis manos apretadas al pecho hasta que vuelvas. Conformarme, con mirar del mismo modo que tú, la luna menguante que te fascinaba de niño. Conformarme, con imaginar que esta noche no acabará, y que incluso, si cierro los ojos, quizás, hasta pueda imaginar que todas las madrugadas serán el día anterior a hoy. Imaginar que me quedo así hasta que vuelvas, hasta que dejes tu fusil en el suelo y con tu mano cálida, me tomes de la mano, y me lleves a juntar las violetas heladas de este bosque tan lejano a mis manos.


MEMBRANA DE LA LUNA
Aída Valdepeña Jiménez ©

¡Quién eras…!
¿de qué raíz,
de qué árbol te pulieron?
Por qué decidiste emigrar a mis brazos tan desnudos de todo?
Saber de ti
fue saber del aroma lejano de la savia
Verte
fue extrañar tus brazos desde entonces.
Venías para irte tan pronto yo te viera; porque desde antes, te presentía en mi sangre, en mi lengua, en cada fuego elevado de las fogatas a las que me acercaba —y así como ese fuego— también el viento me arrebataba tu presencia.
¿Tu intención era arder?
Yo ardí contigo,
y aún sin tu mirada,
el incendio en mi cuerpo permanece.
¡Qué rara combustión, qué sofocado fuego el no tenerte!
Amanecer con mariposas pegadas en la boca
con el recuerdo húmedo de tus raíces.
¡Qué extraño ser lo mismo todo el tiempo!
porque si estabas tú,
me era necesario duplicarme tantas veces, para amarte,
de tantos modos como fuera preciso.
Esta noche te escribo, porque recordé tu voz más que tus caricias, porque recordé que al verte, siempre supe que te irías, y que por eso cultivé, desde entonces, tus recuerdos y luego abrí las manos para que la lluvia se los llevara como se lleva los papeles del río… pero sigues aquí, o por lo menos, eso creo yo, eso siento yo. Que sigas aquí, viendo las mismas estrellas que elegiste mirar conmigo, pero no estás aquí, y me pregunto si miras la luna, y si es mi luna tu luna aunque ya no la mires pensando que la miro, aunque las nubes la oculten como guante a la mano.
Me sigo preguntando
si desde tu balcón
hoy miras las estrellas que esta noche son tímidas y poco iluminadas
como membranas del mar, como mis letras, como esta desmedida incertidumbre de no saber de ti, que parece poco si la veo por fuera, pero que está quemándome como un abeto seco al que le han puesto lumbre.
Porque así como supe de tu temor al mar,
de tu amor a la noche,
de tu canto lejano que invocaba sirenas,
hoy sé nada de ti,
y a mí me toca entonces:
temerle a la noche
porque no le temía ya que estabas conmigo
y tú no le temías ya que yo no temía.
Lo que nunca supiste
es que verte dormir
era mi propia luna…
y que ahora la luna
solo se queda luna y nada más, y no hay cobijo, y nada me consuela.
Se va la noche
así como el perfume de tu piel se va con cada lluvia.
Y me quedo imaginando que la sombra de mis manos ha de ser ya tu sombra, porque salen de mí: urgidas a tocarte, a buscar tu cobijo, a arder entre tu incienso. Así mi voz, que busca tus caminos para encontrar tus labios, y que pronuncies mi nombre sin saber el motivo.
O como aquellos sueños
donde eres tan real
que pienso que escapaste,
para en secreto,
venir a hacerme arder.
De tu raíz emigraste a mis brazos, para emigrar de nuevo a tu raíz. Me llevaste de un sueño a un bosque, de un valle a un lirio. Adheriste tus besos a todo mi futuro. Mis palabras se volvieron nubes —y por eso te escribo— para cercar distancias, como ovejas cansadas, para estar contigo cuando mires la luna, pero no para que yo mire la luna, sino para mirarte a ti cuando la estés mirando:
Mirar lo que tus ojos miren,
andar donde tus pasos anden,
hablar de nuevo un lenguaje de estrellas,
pues las constelaciones callaron cuando tú partiste,
mirar el árbol y tenerte conmigo,
con la facilidad del alcohol que se incendia.
D e l e t r e a r  tu nombre.
Contar cuántas veces la luna
Cuántas veces tu mano y la mía
Cuánto caminar hacia los sauces en flor para abrazarte

Quería eso, o de lo contrario, quería del tiempo también solo un breve segundo, en el que me extinguiera cuando tú te marchaste. Quería, que ninguna profundidad me ahogara más que tu ausencia, y hoy solo quiero que la luna brille cuando yo esté ardiendo.


  
JULIÁN ALEGRÍA

Buenos Aires, Argentina. Escritor aficionado, técnico químico. Ha recorrido América financiando en parte el viaje con su libro Trece historias contra toda superstición, de armado artesanal, es decir que no está publicado por editorial comercial alguna.



EL CRUCE MÁS ESPECIAL
Julián Alegría ©

El viejo de setenta corre desde atrás, tras haberlo dejado pasar para no sorprenderlo de pronto, aunque tuvo ganas de hacerlo y las reprimió cuando el opuesto de las situaciones se hizo dueño de su ansiedad.
—Oíme una cosa, pibe.
El viejo olía mal. Asquerosamente mal.
—¿Qué?
—Mirá, en la vida no existen las verdades ni los sentidos. ¿Okey? Entonces, una vez que te acostumbres y te asientes en esa idea, solo irás tomando el camino que sea, ese que de todas maneras no tiene algún destino, sino todo lo contrario; conduce igual que todo el resto de los caminos a la nada, pero al menos será el que te haga feliz, que, después de todo, es lo único que vale la pena. Y necesito que estés atento a la explicación del porqué de utilizar el término vale la pena, y no haber dicho; es lo único que importa. Porque, es obvio, nada importa, ¡entonces sé feliz, pelotudo!
El viejo, exaltado acababa de empujar a Federico, que escuchaba atónito el monólogo de un viejo que de la nada había aparecido. Vestía bien, olía a alcohol, pero vestía bien. Por los poros de las arrugas destilaba el alcohol de su interior. Aun así, aun ante este panorama del que cualquiera sentiría rechazo, Federico se quedó, porque, después de todo, había algo en el viejo, algo extraño y oculto, misterioso pero familiar, conmovedor pero repulsivo.
—Las personas tienen tres opciones; la primera es negar el absurdo absoluto en el que estamos de todas las formas que se conocen: religión, costumbres, fanatismos y ansias de poder. Si elegís esa opción, entonces serás un tipo correcto y terminarás como yo; borracho a los setenta años, despreciado a veces, y olvidado el resto del tiempo por las personas que me rodean. Desde la inmediatez de mi familia hasta lo relativo a toda mi gente cercana, que con suerte siguen con vida la mayoría, al igual que yo. Durante más de treinta años he cenado con mi mujer y mis hijos sábado de por medio en la casa de mi suegra. Durante más de cuarenta, también, he trabajado en la misma empresa que hace poco más de media década me vio obsoleto y me retiró. Hoy no la tengo y la extraño, no la tengo y es un peso que me genera un vacío mayor que cualquier otro, porque este vacío, el de verse viejo e inútil a los setenta años, es el vacío de nuestra propia y cercana muerte. No tengo miedo, pero estoy arrepentido. Mañana es mi aniversario de casamiento, y no hubo un solo año en mi vida desde haberme casado en el que no piense si he terminado de conocer a la mujer que hace tantos años me acompaña. No lo sé, y la amo. Juro que la amo, hemos tenido tres hermosos hijos que ya están grandes y tienen sus vidas, y ella siempre ha estado a mi lado. Pero aun así no logro saber a ciencia cierta si es que en verdad la amo, aunque le diga que sí lo hago como siempre he hecho. Me siento una basura por decir esto, pero es lo que realmente estoy sintiendo y desgarra el alma ocultarlo todo el tiempo. Mañana, en mi aniversario, le haré el mejor de los regalos que le he dado en mi vida, porque tengo pánico de que este año sea el último. Negué el absurdo absoluto, pendejo, ¿entendés lo que te digo?, es lo que no quiero que hagas.
Federico, ya sin sorpresa pero con mucha atención, ni siquiera se percataba de lo extraño que resultaba todo lo que estaba sucediendo. De todos los viejos borrachos con los que se haya cruzado en el pasado y estos intentando de manera pendenciera entablar una conversación, este, sin dudas era a quién más había escuchado en toda su vida, o, tal vez, —especula— aquel viejo sea a la única persona que escuchó con una sincera y demoledora atención. Y no era Federico alguien de no escuchar ni prestar atención, pero lo intenso del contundente monólogo del viejo y lo identificado que con su discurso se sentía lo envolvían en una avalancha en su cerebro de respuestas a las preguntas que desde niño se había hecho a sí mismo, hasta de aquellas que nunca había conversado jamás con nadie.
Las expresiones del viejo, la manera de hablar y la forma de sus ojos sentía Federico haberlas visto antes. Estaba convencido de que ese viejo no era precisamente un extraño, pero no recordaba cuando ni donde creía haberlo visto. También reconocía en el viejo cierto implícito patetismo sutil. Sus movimientos eran los de alguien que parecía haber tenido más movimiento antes, pero no lo suficiente como para que lo patético desaparezca por completo, ni para opacar el despertar de vergüenza ajena. En sus percepciones fugaces, también sintió Federico un repentino rechazo por el viejo, y a su vez, existía una convivencia con el entendimiento. Un entendimiento indescriptible que hacía de único pero supremo motivo por el cual no se alejaba de él. Una mezcla de respuestas con intriga, de curiosidad con revelaciones. Mientras tanto, el viejo, aún tenía más cosas por decirle:
—¿Te acordás de las tres opciones de las que te hablaba?
—Sí.
—Bárbaro. La primera entonces es la negación del absurdo absoluto, y verás que no es una opción tan feliz después de todo. Mirame, tan solo mirame y date cuenta de lo que te digo. He conseguido todo, o casi todo. Por lo menos lo que estuvo a mi alcance, y me ha ido bien en la vida, mejor dicho, lo que se conoce como bien en la vida; formé una familia, cumplí siempre con las leyes, trabajé duro, seguí a Dios e hice siempre lo que creí correcto hacer creyendo, a su vez, que con ello lograría la tranquilidad, es decir, el fin de aquellos susurros interiores. Pero decidí mal, pibe. Y así fue porque los parámetros que hacían de base eran los equivocados. Ojo, cuando digo que eran los equivocados, hablo por mí mismo. No te olvides que no existen los sentidos, las verdades ni las mentiras. De esta premisa entonces nace la posibilidad del surgimiento de errores relativos al individuo en cuestión. Lo que para alguien puede significar errar, para otro, tranquilamente, puede ser el mejor acierto jamás hecho.
Fui feliz, pibe. Claro que sí. ¡Mierda que fui feliz! Hoy estoy en uno de mis días malos, pero solo en estos es que desnudo mis verdades más genuinas —hizo una pausa—. ¿Tendrías un cigarrillo?
—No fumo, disculpá. —respondió Federico.
—Claro, es cierto. Aún no fumás…
El viejo hizo una pausa, como si necesitase de un profundo respiro, como si aquello le sirviese de consuelo y lo llenase de la fuerza para seguir hablando.
—Fui feliz, pero podría haberlo sido mucho más, y solo dependía de mí mismo. Siempre es así, pero no me quiero ir por las ramas, volvamos a las tres opciones de las que te hablaba. Descartando la primera le sigue la segunda que es aceptar el absurdo, pero ahí aparece la madre de las bifurcaciones, esa que distingue a los vivos de los boludos. Prestá atención. Yo alguna vez acepté el absurdo, fue durante mi adolescencia. Tenía más o menos tu edad, y las preguntas existenciales me acechaban todo el tiempo. Pasaba días enteros pensando, y pensar frustra, pibe. Frustra mucho. Tanto que llega un momento en que si uno mismo no es inteligente, se termina yendo por el peor camino. Fue también en esos días en que especulé, y cada vez más afirmaba mi idea de que el individuo en verdad no existe, y mis noches eran largas, y mi tiempo improductivo. Pero si había algo de lo que estaba convencido era que nada quería producir, y solo dejaba pasar el tiempo.
Me dolía pensar, y mis días, encerrado en eso, desaparecieron cuando concluí en que si así seguía, nunca iba a poder ser feliz. Porque creía que las dos opciones estaban en negar o bien aceptar el absurdo —el viejo hizo otra pausa, esta vez más larga que las anteriores—. Entonces cerré los ojos, y le dí para adelante. Terminé siendo un gran tipo productivo; produje como te dije una familia, construí una casa, y me convertí en un negador. Negaba para ser feliz, y progresaba para no mirar hacia atrás y encontrarme con las mismas preguntas, y, por supuesto, las mismas conclusiones.
Las primeras palabras de mis hijos y sus egresos de los estudios son cosas de las que me enorgullezco y quedarán siempre en mi memoria. Pero hoy, apenas si me puedo detener a mirarlos para darme cuenta de que no los he criado como debí hacerlo, y la consecuencia de aquello es que me haya equivocado tanto. Los miro y me veo a mí mismo. Son la antesala de lo que soy ahora. Ellos también están perdidos, pero apenas si puedo insinuarles algunas palabras hasta que acaban por desestimarme. Ellos ya han construido tantas barreras que no pueden volver atrás.
La esquina de Murguiondo y Zequeira, desolada como todo domingo, tenía a estos dos parados sobre las baldosas de la vereda del antiguo taller mecánico cerrado. El viejo hablaba, Federico escuchaba, y en sus ojos alguna lágrima amagaba con caer por su cara cuando la lástima por escuchar su pena le resultaba inevitable.
—Tardé mucho en entender que había una tercera opción, —continuó el viejo— más que negar y ser feliz, o aceptar y sufrir. Porque se puede también aceptar y tratar de ser feliz, y es esta la única manera posible que existe para que uno haga lo que de verdad tiene ganas, y cuando esto sucede, no hay manera de arrepentirse. Entonces siempre se ganará, porque no existe nada más hermoso que ganarle a uno mismo. Descontextualizate de tu tiempo, entendé que todos somos distintos pero en el fondo somos iguales, y aceptá que quien quiera negar entonces que niegue, y quien quiera aceptar que acepte, porque después de todo, no sos quién para decir qué es correcto y qué no lo es. ¿Entendés lo que te digo?
—Sí. Según tu teoría, no hay correctos ni incorrectos. Todo depende de uno mismo, aunque aquello en verdad, relativa, nada signifique —contestó Federico creyendo sobrevolar lo paranormal.
—¡Bien pibe, eso es una respuesta, carajo!
—Gracias, igualmente, hay algo que sigo sin entender…
—Esperá —interrumpió el viejo—. Ya te vas a enterar. Dejame terminar. Cortate el pelo como te dé la gana, amá a la mujer que quieras amar, y después soltala para amar a otras. Amá a todos, no lo reprimas. Pero dejalos libres, siempre. Es la única manera posible de que a uno mismo le permitan también serlo. Hacé ese viaje que tenés en mente, cambiá. Hacelo, sí. Cambiá mucho y todo el tiempo. No hay porqué seguir un patrón, no está mal cambiar. Desprendete de todo, regalá lo que ya no uses, aprendé a ser feliz con poco. No pases un solo día de tu vida sin preguntarte las cosas, cuestionate todo el tiempo sin amargarte por las respuestas. Buscá lo que no tengas y quieras tener, pero convencete de en verdad quererlo, aunque después ya no te interese. ¡¿Qué importa?! Aprendé cuanto antes que nada es tuyo y que todo compartido es mejor. Escuchá a quienes vos quieras, pero preguntate siempre si vale la pena escucharlo, y entendé, por sobre todo, que absolutamente todo es relativo a quien lo dice. No existen las verdades, pero sí existen las posibilidades, y solo escuchando las vas a conocer. Divertite como imbécil, y no te quedes quieto. No creas ni siquiera en lo que yo mismo te estoy diciendo, aunque estoy seguro de que en mí creerás por el resto de tu vida. ¿No es cierto?
—Podés apostar a que sí, pero insisto, no entiendo porque es que me estás diciendo todo esto a mí.
—Porque soy vos, o vos sos yo, como elijas.
Federico lo sabía, hacía rato se había dado cuenta de que aquel viejo no era más que él mismo, pero necesitaba escucharlo de su propia boca como para poder aceptar algo así.
—Pero existe una razón más fuerte por la cual estoy acá; si mi hipótesis es correcta, y con todo lo que te acabo de decir te influyo para el resto de tu vida, entonces, yo también cambiaré, y dejaré de existir, y mi vida, más bien la tuya, habrá sido feliz. ¿No es acaso este el suicidio más extraordinario de todos los tiempos?
El viejo desapareció, y Federico, en aquella esquina de Murguiondo y Zequeira, nunca más volvió a ser el mismo.



GEORGE REYES

Ecuatoriano de nacimiento, reside actualmente en la ciudad de México. Posee un bachillerato, una licenciatura y dos maestrías en teología, y cursa actualmente un PhD en Teología. Entre otras actividades, es presbítero, profesor, teólogo/escritor, poeta y ensayista.
Ha publicado cantidad de poesía y ensayos literarios y teológicos en varias revistas literarias y teológicas especializadas, virtuales y de papel; su poesía ha recibido homenaje y ha sido motivo de crítica especializada. También ha sido incluida en varias antologías en papel como en Antología de poesía religiosa latinoamericana (2010) y Nueva poesía hispanoamericana (2007). Editó recientemente su obra Hermenéutica posmoderna y hermenéutica bíblica.
Más sobre su biografía y obras en Suplemento de Realidades y Ficciones:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2015/06/ (Nº 65)



A continuación, tres de sus obras del poemario Filosofía risueña, escrito en ciudad de México:


RETAZO DE GRANDEZA
George Reyes ©

Haciéndome eco de Jhoannes Bobrowski, poeta alemán

Tú,
desgajada sombra del inicio:
abecé de rosas,
abecé de espinas.

Donde abunde rosas,
que se calle el signo.

Donde calle el signo
que las rosas digan su secreto azul,
que a la sinfonía de este recuerdo
le solfea su brisa,
le solfea su olor.


EN TANTO DESCIENDE AL CORAZÓN
George Reyes ©

Prolongado grito sopla polvo a los ojos de la dicha de pantera.
Borbolla retaceada antología de pisadas saltarinas de laderas,
en tanto encharcan las glicinas a mis cándidos geranios.

A esa hora tomé yo el arpa moteada de minúsculo oasis
a entonarte una copla dilatada en plebeyo idioma,
en tanto el sol tardeado
me estremece el terciopelo
al mirar su acuarela.

Cual felino encorvado ronroneando adentro
piso tierra pantanosa que se traga entero cada sueño,
en tanto avisto un relumbrón,
pestañándome el rosal que más te importa:
que descienda yo de la cabeza al corazón
un murmullo de piedad de hora extraña.


YA NO BEBO PALABROMBRE
George Reyes ©

Las palabras de mi boca son todas justas...
Proverbios

Fuente rumorosa,
que en su orilla se fecunda la alegría;
murmulla en la entrada de los soles
                      la palabra grande
                      que su luz deslíe
                      el jarrón de llanto y sombra
                      que quiso ser mi tempestad y noche.
Ya no estoy con los párpados caídos
como cuando me vencía el tiempo;
en mi lengua viajan risueñas frases
                      y me siento niño, esperando en ti;
                      y me siento lírico, verseando el sueño,
                      sin beber oleaje de náufrago y pirata
                      que en mis labios deja sal y arena.



DANIEL QUINTERO TRUJILLO

Nació en Convención (Norte de Santander), Colombia, el 1º de enero de 1947. Maestro de escuela rural y normalista superior de Piedecuesta 1964. Licenciado en psicopedagogía y filosofía de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC), Tunja 1969. Magister en ciencias de la educación por la Universidad de Antioquia, 1971. Especializado en informática e investigación educativa. Profesor y decano de la Facultad de Educación de la UPTC.
Autor de artículos y libros de pedagogía y psicología, publicados por la UPTC, la Universidad de Boyacá y la Universidad Juan de Castellanos.
Dirigió el boletín informativo Noticias Breves de la Facultad de Educación. Autor de Ecos de la Cuadra, Firavitoba. Autor de Cuentos y relatos (Libro Total), Cuentos de paz y alegría para tiempos de navidad, Puro cuento (Fundación Caro Bogotá 2013), Audio Cuentos 2013.
Columnista de Vanguardia Liberal, Revista Gente de Bucaramanga y Horizontes Culturales Ocaña, Miembro de la Asociación de Escritores de la provincia de Ocaña y Sur del César.


UN DIA SIN CONEXIÓN
Daniel Quintero Trujillo ©

Cuando Jefferson despertó, el mundo estaba sin conexión; las nuevas tecnologías de la comunicación no funcionaban; se sentía intranquilo como cuando un adicto  atraviesa por el síndrome de abstinencia.
Mientras viajaba rumbo al trabajo y a medida que las horas avanzaban, observó sorprendido en las calles cómo la gente estrechaba sus manos para saludar, cómo otros dialogaban sentados en los andenes y cómo en la oficina había tiempo para compartir, con creatividad generar otras alternativas de trabajo y enterarse de las  bellas sonrisas que tenían sus compañeras.
Cuando llegó de nuevo al hogar, sus familiares se sentaron en la sala para  escucharse unos a otros y a reconocer quienes eran ellos.
Este fue el día, que por culpa del colapso en las comunicaciones, los seres humanos se acordaron que ellos existían para servir al prójimo, para amar y ser libres, dedicados a dulces sueños y pasatiempos gratos.


EL ÚLTIMO EQUIPAJE
Daniel Quintero Trujillo ©

Siempre se viaja con muchas maletas, llevando ropa, dinero, cachivaches, propiedades, títulos y honores; pero  para tu último viaje, el equipaje debe ser liviano y reducido .Lo único que debes llevar, cabe en el corazón: haber amado a Dios y al prójimo, aún sea este tu rival.


  
HÉCTOR ZABALA

Narrador y ensayista argentino (Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, 1946). Reside en la ciudad de Buenos Aires.
Varios premios y distinciones en narrativa corta. Unas noventa páginas web y revistas literarias han editado obras o artículos de su autoría.
Director de la revista literaria Realidades y Ficciones así como del Suplemento respectivo, ex redactor de Revista SESAM, contador público nacional (UBA), maestro internacional de ajedrez (ICCF).
Ha publicado tres libros de cuentos:
Rollos sacrílegos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-151-9),
Unos cuantos cuentos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-149-6),
El trotalibros y algunos mitos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-152-6),
y una obra teatral en colaboración con Diana Decunto y Alicia Zabala: Diván en crisis (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-150-2).
Tiene varios libros de cuentos en preparación.



PARADOJA ESPIRITUAL
Héctor Zabala ©

Los fantasmas existen, esto es indudable. Y en todos lados existen, excepto en la mente de los escritores que escribimos sobre ellos. Esto es así porque tal existencia ha sido probada de manera rotunda: los veintiún gramos de diferencia entre el cuerpo moribundo y el cuerpo inerte, de que tanto habla cierta literatura especializada, es la clave para que no queden escépticos ni despistados.
Corresponde ahora a la ciencia demostrar cómo algo intangible (un espíritu) puede convertirse en algo absolutamente tangible, susceptible hasta de medirse en gramos. Es una contradicción, no cabe duda, pero la ciencia está llena de esas cosas.


EL REY SORDO
Héctor Zabala ©

En cierto país gobernaba un rey sordo. Sufría sordera del oído izquierdo. Del derecho también, aunque no tan absoluta. De ahí que usara un cornetín que aplicaba a su oreja izquierda. Era inútil, pero Su Majestad bonachonamente se empeñaba en usarlo porque así lo exigía el Protocolo creado por él mismo.
Ante cualquier petición desde el lado oeste (el trono miraba hacia el norte), Su Majestad apuntaba el cornetín hacia su interlocutor. Escuchaba —o mejor dicho, no escuchaba— un buen rato, para luego despedir al peticionante. En tono amable, aclaraba no satisfacer nada de lo peticionado por no entender palabra alguna sobre la petición.
Desde el lado oriental del trono también le peticionaban y por ahí hasta tenían alguna vez más suerte, aunque tampoco demasiada. Y no tanto porque ese particular oído mayestático escuchara apenas ruidos confusos, sino porque a Su Majestad le caían más simpáticas las sonrisas de aquel lado.
Cierto día apareció un extranjero, un sabio eminente que acababa con cualquier sordera regia y no regia en un par de días. Llegado ante el trono, el forastero desplegó un cartel donde con claridad proponía la cura completa.
El murmullo llenó la Gran Sala del Trono, en realidad todo el país. Recurrir a la escritura ante Su Majestad estaba prohibido por el Protocolo. Mas, como se trataba de un extranjero ajeno a las normas y con buenas intenciones, amén de ciudadano de un imperio poderoso, la osadía era perdonable.
La operación de oídos sería simple, sin riesgos y efectiva. El rey sordo meditó un largo rato, miró a sus ministros, después les hizo un guiño casi imperceptible. Los ministros transmitieron en tono confidencial al buen sabio que Su Majestad rehusaba quitarse la sordera por razones de Estado.
El sabio volvió perplejo a su país. A los pocos días recibió un pliego que lo declaraba Súbdito Benemérito de Su Majestad con derecho a pensión vitalicia. Firmaban el pliego —escrito en letras de oro— el rey sordo y todos sus ministros. El Protocolo así lo exigía.


LA VERDAD SOBRE LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Héctor Zabala ©
[...] no descendí al lodazal cubierto de vicios a fin de revolverlo.
Me limité más bien a examinar ridiculeces en vez de torpezas [...]
Erasmo de Rótterdam, Carta a Tomás Moro

Te diré como fue, hija mía. Te lo diré porque vas a escuchar esa odiosa versión que anda en el aire. Sí, esa versión sobre nuestra supuesta tátara-tatarabuela que en un invierno helado habría muerto de inanición, allá, en la antigua Hélade.
Porque esa tátara-tarabuela o nunca existió o bien nunca murió de hambre. Pues ninguna de nosotras, las cigarras, alcanza el invierno una vez adulta, como pronto sabrás cuando te pongas vieja como yo y veas decaer el estío.
Todo eso es mentira, ninfa mía. Y si no crees a tu madre, entonces pregunta a esos sabihondos cómo es que aún existimos. Pregunta cómo puede ser que solo haya sucumbido nuestra vieja abuela y pregunta qué pasó con sus miles de hermanas que también le cantaban al verano y tampoco laboraban.
Porque eso de que nos pasamos solfeando todo el tiempo no deja de ser una charlatanería interesada, barata. Un embuste vulgar de los animales con ropa, que pretenden proyectar en nosotras sus propios vicios, sus propias miserias.
Porque los hombres no son de los más industriosos que digamos, ninfa mía. Bien sabemos que hacen sus siestas, organizan sus huelgas, se toman sus vacaciones, decretan sus feriados. Y, por si fuera poco, tienen sus fiestas de guardar y sus asuetos y sus cumpleaños y sus borracheras y sus partes de enfermo. Y que no conformes aún, esclavizan noche y día a miles de animales laboriosos mientras ellos descansan a pierna suelta. Todo eso para aplicarse a sí mismos, con rigurosidad de matemático, la ley del menor esfuerzo, que ¡oh, paradoja! tanto vituperan desde lo alto de púlpitos y cátedras.
Porque, como te darás cuenta, esa culpa recurrente ha ido creando en los humanos el complejo del haragán. Culpa que subliman, en su mezquindad manifiesta, tratándonos de holgazanas a nosotras, las cigarras, a fin de que nadie repare en ellos, en sus defectos, en sus antinomias.
Porque hay quienes afirman que este infundio se viene diciendo desde los tiempos de Esopo. Pero yo —que he averiguado— descubrí que ese venerable intelectual, si bien tuvo algo que ver con la trama, jamás se habría metido con nosotras, las cigarras. Según me contaron, fue al escarabajo a quien colgó el sambenito de vago y mal entretenido en el contrapunto con la hormiga.
Pero hay más. Debo confesarte consternada que la especie se difundió también en el mundo de los sin ropa. Y por causa de las hormigas ocurrió. Porque estas, aunque buenas chicas, jamás pudieron superar su complejo de esclavas, aun cuando sus reinas no se comporten como déspotas y solo sirvan para poner huevos, huevos y más huevos.
Porque tampoco es cierto que la hormiga, esa supuesta mártir del trabajo, se haya recogido en sus abrigados laberintos y le cerrara la puerta y sus graneros a nuestra supuesta antepasada. Porque, amén de lo dudoso de que nuestra abuela pudiese soportar los primeros fríos del otoño, ¿cuándo viste un hormiguero con puerta o puente levadizo? ¿Y desde cuándo nos gusta tanto la cebada y el trigo a las cigarras?, ¿o acaso no nos ven siempre allá arriba en los árboles? Además, ¿no te suena sospechoso que los hombres dejaran recoger a la hormiga esos granos dorados sin intentar nada en su contra?
Porque si te quedan dudas de mis palabras, pronto verás que las realmente abrigadas y protegidas hemos sido siempre nosotras, las cigarras. Sí, dentro de nuestros pañales de invierno, junto a las raíces de cualquier árbol que nos brinde comida y cobijo, como quizás ya mismo vislumbres en tu cuerpito de ninfa.
Porque además oirás a las hormigas —como las he oído yo— salir a la intemperie. Moviendo y removiendo sus antenas en busca del magro alimento aun durante la época que deberían resguardarse del frío, según reza la leyenda. Y esto porque sus almacenes jamás están llenos, tal como ellas y los humanos pretenden en su engaño a medio mundo.
Estoy indignada, sí, y con razón. Porque las cosas hay que contarlas como en realidad sucedieron. De lo contrario, cualquiera podría afirmar que esto es una fábula y no una historia.
Mas si humanos y hormigas pretenden seguir narrando sus fábulas, allá ellos. No es tu negocio seguirlos. Nosotras, las cigarras, hemos transmitido la verdad generación tras generación, tal como espero seguirá haciendo la tuya, oh, ninfa de mi alma.


  
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 75 – Diciembre de 2017 – Año VIII
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral
Exp. 5347864 del 20/10/2017, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.

Propietario y Director: Héctor Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 75:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/12/ 



Colaboradores

Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 72:



Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17:
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2014/06/




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 @RyFRevLiteraria

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Las opiniones vertidas en los artículos de esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.



"Realidades y Ficciones"
Mónica Villarreal (2014)
acrílico y óleo sobre
papel-lienzo, 30 cm x 30 cm