SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 75 – Diciembre de 2017 – Año VIII
ISSN 2250-5385 –
Edición trimestral
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(se le avisará cada nuevo número trimestral).
“Silver Flying Fish” (Pez volador de plata) Mónica Villarreal (2017) (Acrílico sobre papel, 12” x 19”) Serie “Flying Fishes“ (Peces voladores) |
Sumario:
• Fernando SORRENTINO (Argentina)
• Elena Liliana POPESCU (Rumania)
• Adriano CORRALES ARIAS (Costa Rica)
• Haidé DAIBAN (Argentina)
• Óscar José FERNÁNDEZ GALÍNDEZ
(Venezuela)
• Nechi DORADO (Argentina)
• Jorge Diego MEJÍA CORTÉS (Colombia)
• Aída VALDEPEÑA JIMÉNEZ (México)
• Julián ALEGRÍA (Argentina)
• George REYES (Ecuador - México)
• Daniel QUINTERO TRUJILLO (Colombia)
• Héctor ZABALA (Argentina)
FERNANDO SORRENTINO
Biografía y listado de obras en:
Otras colaboraciones de este autor,
además de las que figuran en el anterior enlace, se encuentran en estos números
del Suplemento de Realidades y Ficciones:
También se pueden consultar algunos
de sus ensayos en las siguientes revistas de Realidades y Ficciones:
COSTUMBRES
DEL ALCAUCIL
Fernando Sorrentino ©
Muy pocas personas conocen el pasaje
Ohm. Su única cuadra de extensión corre cerca de la esquina de las avenidas
Triunvirato y de los Incas. En un pequeño departamento con balcón al
contrafrente vivo yo.
Yo alcancé los cuarenta y ocho años
sin querer —o sin poder— casarme. Vivo solo y me arreglo bastante bien. No soy
agricultor ni botánico, sino profesor de castellano, literatura y latín: nada
sé de aquellas ciencias rurales y naturales, pero algo conozco de lingüística y
etimologías. Desde estos campos empecé mi acercamiento al alcaucil.
Como se sabe, un buen porcentaje del
léxico español reconoce su origen en la lengua de los invasores árabes del
siglo VIII. A veces estos crearon el vocablo mediante el recurso de conferir
forma árabe a un sustantivo latino (o neolatino) corriente en la España de entonces.
Tal es el caso de la palabra
mozárabe caucil, proveniente del latín capitiellum, que significa «cabecita».
De manera que alcaucil (artículo + sustantivo) significa «la cabecita». Este
nombre popular posee, digamos, mayor «expresividad» y «utilidad» que el término
científico Cynara scolymus.
Veamos por qué.
En Buenos Aires nadie ha visto una
planta de alcaucil. De las verdulerías nosotros conocemos, precisamente, esas
cabecitas muertas cuyo corazón (mejor llamado receptáculo) y las bases de cuyas
hojas (mejor dicho, escamas) son, por cierto, muy sabrosos. Ahora bien, estas
cabecitas guardan el germen de la flor, y el horticultor las arranca de la
planta antes de que aquella llegue a desarrollarse, pues, de no hacerlo así,
luego se endurecen y ya no son comestibles.
Durante toda mi vida, yo fui un
ignorante total en lo que a morfología, vida y costumbres del alcaucil
respecta. Ahora, en cambio, puedo decir, sin pedantería, que he adquirido
bastante información y que me he convertido en una suerte de módica autoridad
en la materia. Admito, sí, que, sobre el alcaucil, es más lo que me resta por
aprender que lo que he aprendido.
El alcaucil puede cultivarse en una
maceta, de proporciones más bien amplias. Como es una planta áspera y sufrida,
una especie de cardo, requiere escasos cuidados; se desarrolla en seguida;
alcanza, de altura, un metro y, en extensión horizontal, una longitud que,
hasta ahora, resulta imposible determinar.
Aunque, en general, no me interesan
ni me atraen las plantas, acepté con fingida gratitud el alcaucil que me regaló
una vecina apodada la Chiche :
esta es una señora de cierta edad y de anteojos, simple y aburridora, que tiene
un hijo, más bien de escasas luces, llamado Sebastián.
El joven Sebas —así apocopado por su
madre y sus amigos— terminó el tercer año con arduas dificultades. Ignoro por
qué me avine a impartirle gratuitamente clases particulares de castellano para
que intentara aprender en pocos días lo que no había logrado ni siquiera
sospechar en los once o doce meses anteriores.
Nada me cuesta declarar que soy un
excelente profesor de castellano, con la experiencia —y el cansancio— de veinte
años de tiza y pizarrón. Pero Sebas —inapelablemente palurdo y de tropezado
razonamiento— resultó, tal como yo lo preveía, reprobado con justicia por la
mesa examinadora del mes de marzo.
La señora Chiche —fanatismo maternal
a un lado— supo comprender que la deficiencia no estaba en mí sino en su hijo
y, para agradecerme de alguna manera, me regaló la susodicha planta de
alcaucil.
La señora Chiche llegó a mi
departamento, estuvo un rato, emitió abundantes errores e imprecisiones, no
prestó la menor atención a ninguna de mis palabras, me hizo conocer su visión
desencantada del mundo y, ¡por fin!, se retiró, dejándome la habitual sensación
de desagrado que me producen las personas de escasa inteligencia e ilimitada
incultura. Y, junto con cierto mal humor, ahí quedó, en el balcón, en su maceta
roja y blanca, la planta de alcaucil.
Poco a poco, fue prodigándose en
múltiples cabecitas (alcauciles) de color verde apagado. Por su propio peso,
los alcauciles fueron doblegando la resistencia de los tallos y empezaron a
reptar por el suelo del balcón, como si fueran las múltiples garras de un
animal amorfo y difícil de reconocer, una suerte de erizado pulpo terrestre,
con algo de la dureza pétrea y verdusca de las bestias prehistóricas.
Así habrá transcurrido una semana.
Años enteros he luchado sin éxito
contra las hormiguitas rojas, esos bichitos invencibles y omnívoros diseminados
en infinitas cuevas por todo el departamento. Una tarde me hallaba sentado en
el balcón; leía el diario y tomaba mate.
Entonces vi que cuatro de las tantas
cabecitas de la planta estaban dadas a la caza de hormigas rojas. Su técnica
era, a la vez, muy sencilla y muy eficaz. Con las hojas abajo y el tallo
arriba, corrían a modo de arañas, apresaban con delicada exactitud a la hormiga
y, mediante rápidos movimientos de tracción y masticación, la llevaban hasta el
centro del alcaucil, por donde era ingerida.
Observando con atención, podía
advertirse, en los puntos de ensanchamiento del tallo móvil o tentáculo, que
los cadáveres de las hormigas eran trasladados hasta el tallo central, donde
—imaginé— se hallaría el aparato digestivo del alcaucil. En películas
documentales yo había visto más de una vez algo parecido: cuando la culebra
traga una laucha o una rana, uno puede percibir la forma del cuerpo de la
víctima que se desliza por el interior del cuerpo del victimario: de esta misma
manera comían también los alcauciles.
Sentí alegría. Este hecho me pareció
auspicioso. Los alcauciles eran infatigables y terriblemente hambrientos. Pensé
que, en poco tiempo, lograrían triunfar donde yo fracasé durante años: que
terminarían, de modo contundente, con todas las hormigas rojas del
departamento, esas hormigas que yo, en mi impotencia, tanto aborrecía.
En efecto, así fue. Llegó el momento
en que ya no vi ninguna hormiguita roja. Entonces el alcaucil se extendió en la
busca de otros alimentos.
Algunos alcauciles estrangularon y
devoraron a las demás plantas del balcón: malvones, geranios, un rosal siempre
fracasado, unos helechos antiquísimos, un bravío cacto espinoso. Otros
alcauciles, en cambio, prefirieron cavar la tierra y capturaron lombrices
útiles y sabandijas perjudiciales. Un tercer grupo trepó por las paredes y
penetró en lo hondo de los antros de las arañas.
En verdad, esos alcauciles tenían
buen apetito, y crecían. Crecían siempre. No tardaron mucho tiempo en ocupar
todo el balcón. A modo de enredadera, se tendieron por el piso, por el techo,
por las paredes, en vueltas y revueltas que los convirtieron en selva inextricable.
Debo confesar que, en este punto, me
asusté un poquito: temí, estúpidamente, que el alcaucil continuara creciendo
hasta ocupar todo el departamento.
—Muy bien —le dije—. Si esa es tu
intención, te condeno a morir de hambre.
Bajé las cortinas de madera gris y
cerré herméticamente los vidrios de los ventanales del comedor y del
dormitorio. Estaba seguro de que, privado de alimento, el alcaucil empezaría a
languidecer, a debilitarse, a encogerse, y terminaría por agostarse en briznas
resecas hasta morir.
Adopté esa medida precautoria el
lunes 11 de abril de 1988. Por no sé qué conflicto laboral, en mi colegio no
hubo clases hacia el final de la semana. Aproveché entonces para hacerme una
escapadita a Mar del Plata, en compañía de una especie de novia —por cierto, ya
madura— que tengo desde hace muchísimos años, que es profesora de matemática y
que se llama Liliana Tedeschi. Ambos devotos del tren y refractarios al
ómnibus, partimos de Constitución el miércoles por la noche y pasamos luego
cuatro hermosos días en aquella grata ciudad otoñal.
El domingo 17 de abril, hacia las
ocho de la mañana, me hallé de regreso en mi departamento de la calle Ohm. Como
temo a los ladrones, tengo puerta blindada y dos cerrojos de seguridad. Con el
modesto orgullo de ser tan previsor, abrí el primer cerrojo, abrí el segundo,
empujé la puerta. Noté que ofrecía cierta resistencia: no demasiado firme, es
verdad, pero resistencia al fin.
Entré entonces en una suerte de
bosquecillo de alcauciles. Me recibió una fuerte corriente de aire: en mi
ausencia, estos individuos habían primero devorado las maderas de la cortina
enrollable y luego destrozado los vidrios de los ventanales. Ahora, como
ingentes medusas, se hallaban esparcidos por todo el departamento, y cubrían
metódicamente pisos, paredes y cielos rasos, reptaban por los rincones, se
encaramaban a los muebles, investigaban agujeros y recovecos...
Esto fue lo que vi en una primera
mirada general. En seguida intenté obtener un cuadro más sistemático de la
situación. Aunque traté de mantenerme sereno, aquellos abusos no pudieron menos
que indignarme.
Los alcauciles habían abierto la
heladera, el freezer y todas las alacenas, y habían comido el queso, la
manteca, las carnes congeladas, las papas, los tomates, los fideos, el arroz,
la harina de trigo, las galletitas... En el piso de la cocina me topé con
frascos, ahora vacíos, de mermelada, de aceitunas, de pickles, de
chimichurri...
Habían devorado todo lo humanamente
devorable y ahora —ante mis ojos coléricos— se dedicaban también a todo lo
alcaucilmente devorable, que, según estaba viendo, era toda materia orgánica
—muerta o viva—, y se hallaban desgarrando, royendo y mascando el cuero y las
plumas de los sillones y las maderas de los muebles. Y se hallaban desgarrando,
royendo y mascando los libros, ¡oh, Dios, mis libros queridos, reunidos con
amor a lo largo de más de treinta años, mis libros subrayados y comentados
—jamás con tinta, siempre con lápiz— por mi letra prolija y cuidadosa una y mil
veces!
No tengo cuchilla de carnicero pero
sí una tijera para trozar pollos. Coloqué un tallo de alcaucil entre las dos
hojas de acero y —con odio, con jubilosa impiedad— cercené la abominable
cabecita enemiga.
El alcaucil decapitado rodó unos
centímetros. En el mismo instante, el tallo seccionado se multifurcó en no sé
cuántos tallos menores y, simultáneamente, nacieron quince, veinte, cincuenta
cabecitas que, furiosas, se lanzaron contra mí, intentando morderme los
zapatos, las piernas, las manos.
Entonces, y como pude, retrocedí
hacia la zona del baño y del dormitorio, donde la densidad de alcauciles por
centímetro cuadrado era mucho menor. Soy una persona —creo— bastante lúcida y
no me hallaba dispuesto a perder la calma: solo quería serenarme y reflexionar
un poco, pues no dudaba —siempre tuve mucha confianza en mí mismo— de que
hallaría pronta solución al problema de los alcauciles.
Razoné.
Durante mi ausencia, ¿qué los había
exasperado y hasta enloquecido? Sin duda, la falta de alimentos. En efecto,
durante las semanas anteriores —cuando se hallaban normalmente nutridos—, los
alcauciles habían manifestado una conducta digna y juiciosa. Bastaría, pues,
con proveerlos de la comida necesaria para que volvieran a ser los calmos y
mansos alcauciles de otrora.
Desde el teléfono del dormitorio
—casi no había cama, ni mesitas de luz ni placares ni ropas— llamé al mercadito
Los Dos Amigos. El primer amigo vende carne; el segundo amigo, verduras y
frutas. Al primero le encargué ocho kilos de menudencias bien baratas: hígado,
bofe, huesos. Al segundo, papas y zapallos, que cuestan poquísimo y rinden
mucho. Les pedí que me mandaran todo en seguida: así aplacaría, por el momento,
el hambre de los alcauciles. Más adelante buscaría —y hallaría— la solución
definitiva.
Mientras los alcauciles y yo esperábamos
los víveres, ellos continuaban royendo. El ruido que produce su roer es similar
al de sacudir una caja de fósforos, con la salvedad de que nadie está todo el
tiempo sacudiendo una caja de fósforos, y, en cambio, los alcauciles roían,
roían, roían todo el tiempo. Continuaban royendo los restos de los muebles:
tragaban la madera y desechaban la laca y los elementos metálicos o plásticos.
Pensé: «Mientras tengan algo para
comer, estaré a salvo.» Y, en seguida: «Cómo tardan Los Dos Amigos.»
Entonces sonó el timbre (no el del
portero eléctrico sino el del departamento): sonó con ese tipo de llamado largo
e impaciente que yo aborrezco. Anticipándose a mi movimiento, un alcaucil
presionó hacia abajo el picaporte y abrió de par en par la puerta.
En el vano, sobre el fondo más
oscuro del pasillo, con delantal blanco y gorrita blanca, y con una enorme
canasta de mimbre sostenida por ambas manos, apareció el muchacho gordo y
rudimentario que muchas veces yo había visto lavando la vereda del mercadito
Los Dos Amigos.
El muchacho —descomunal zopenco de
veinte años y cien kilos de peso— vaciló un instante entre saludarme y avanzar.
Otra cosa no pudo hacer: en segundos fue envuelto por una telaraña verde,
dúctil y eficaz de cuarenta o cincuenta alcauciles. No llegó a gritar ni pudo
mover los brazos. Con alcauciles en los ojos, en el cuello y dentro de la boca,
semiestrangulado, y no sé si vivo o ya muerto, fue arrastrado —con ligereza de
pluma— hasta el centro del comedor, y allí los alcauciles, en áspero tumulto, se
dieron a la tarea de horadar y carcomer al muchacho gordo del mercadito, y
también su canasta de mimbre, y las papas y los zapallos, y el hígado y el bofe
y los huesos.
Aquella imagen de los pequeños
alcauciles que recorrían el gran cuerpo me recordó la de las hormiguitas rojas
cuando seccionan una cucaracha muerta, o viva.
Mientras estos alcauciles ingerían
al muchacho, otros habían echado llave a la puerta del departamento y mantenían
ahora aquella en su poder, lejos de mi posibilidad de alcance.
Entonces me encerré en el cuarto de
baño, recinto aún del todo libre de alcauciles. Corrí el pasador metálico y,
sentado en el borde de la bañadera, traté de imaginar un rápido plan para
derrotar a los alcauciles. Con muchos nervios y con poco tiempo, apenas si llegué
a esbozar la idea de provocar un incendio. Pero, ¿qué incendiar?: ya casi no
quedaban cosas inflamables, mi casa solo era un esqueleto de materias
inorgánicas.
Estas especulaciones, y otras
parecidas, resultaban, al fin, ociosas e inoperantes. Lo mejor —me dije— será
no pensar en nada. Y esperar. Sentado en el borde de la bañadera, esperar.
Contemplando con estúpida atención esos objetos familiares tan desprovistos de
interés: el lavatorio, el espejo, los azulejos...
Los alcauciles ya han empezado a roer
y perforar la puerta del cuarto de baño en veinte puntos distintos. Pronto
habrá allí veinte boquetes y, en seguida, veinte cabecitas de un verde apagado
que avanzarán hacia mí.
Yo espero: ni resignado ni pasivo.
He arrancado la barra del toallero y la empuño a modo de garrote: no me
entregaré sin resistencia; trataré de inferirles el mayor daño posible.
Repito lo que dije al principio: he
aprendido bastante —pero aún ignoro muchas cosas— sobre las costumbres del
alcaucil.
ELENA LILIANA POPESCU
(Turnu Mãgurele, Rumania, 20 de
julio de 1948). Poeta, traductora, editora. Doctora en matemáticas por la Universidad de
Bucarest, de la que actualmente es profesora. Pertenece a la Unión de Escritores de
Rumania.
Tiene publicados más de treinta
libros de poesía y traducciones del inglés, francés y español, publicados en
Rumania y en el extranjero.
Sus poemas traducidos al inglés,
español, francés, italiano, portugués, chino, serbo-croata, urdu, albanés,
catalán, y latino, han sido publicados en diversas antologías y revistas
impresas y de Internet, tanto en Rumania como en el exterior (Alemania,
Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Cuba, Estados Unidos, El
Salvador, Italia, España, Hungría, México, Nicaragua, Puerto Rico, Serbia,
Taiwán, Turquía, Uruguay).
Ha traducido al rumano la obra de
más de noventa autores clásicos y contemporáneos, poetas y narradores.
Biografía y trayectoria literaria
en:
Además del enlace anterior, hay
obras de su autoría en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 67:
HIMNO AL SILENCIO
Elena
Liliana Popescu ©
El
que aspira todavía a expresar
la
vivencia sensible en la poesía,
el
invitado a la cena regia
que
alimenta con su don la humilde fantasía
El
que ofrenda todo cuanto tiene
Al
que significa la Vida
misma,
el
que eternamente vuelve a las fuentes
y
siempre está propicio a admitir el consejo
De
quien está dispuesto a enseñarle,
el
que se atreve a mirar en silencio
y
ver en actos que parecen aislados
Al
que, Él solo, sabe de su dolor
Y
los mantiene en vida mediante el amor,
el
que con la poesía intenta abarcar
la
esencia viva oculta en elixires
y
del cuadro de la Vida
desprender
Lo
que el Pintor quiso destacar
en
las sombras del Rostro de la inmortalidad,
el
que se atreve a dirigirse
con
efímeros versos al género humano
Mojando
su pluma en la muda desesperación
resucitando
la esperanza con palabras
trazando
con palabras todo su amor
y
aprendiendo de todo cuanto es
El
que tuvo una vez tanto que decir
con
sus ingeniosas rimas,
¿podría
acaso componer un poema
que
no fuera el del Silencio infinito?
CUANDO TODO SE PIERDE
Elena
Liliana Popescu ©
El
reloj no se ha parado pero
no
se le ve marcar las horas
en
la esfera del tiempo
que
está detenido, en contemplación.
La
perspectiva no se ha perdido
pero
los objetos ya no se ven
delimitados
en la extensión pura
del
espacio, el que no tiene nombre.
La
vida no ha acabado pero la muerte
ya
no se ve en el horizonte
esperando
al ser que se rebeló
un
día, en alguna parte, en el país del olvido.
Todo
está en su sitio como antes
aunque
todo ya no significa nada
cuando
se pierde en el espacio sin tiempo,
en
el tiempo sin espacio.
AQUEL MOMENTO
Elena
Liliana Popescu ©
Unas
palabras, te dijiste,
solo
unas palabras, y creaste
una
historia entera cuyo presente
ya
es ayer, igual que mañana
será
solo el pasado de quien
lo
dejará atrás, perdido
para
siempre.
Solo
una palabra, te dices,
Solo
una palabra, y te acercas
en
tu caminar al umbral insospechado
de
lo desconocido, sin que te asuste
el
pensar que eres y no eres tú,
al
momento en que puedes ser
y
eres.
Poemas traducidos por Joaquín Garrigós.
ADRIANO CORRALES ARIAS
Nació en San Carlos,
Costa Rica, en 1958. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, colabora con
varias publicaciones costarricences y de otros países latinoamericanos. Es
además profesor e investigador.
Puede leerse su
biografía y obras en los siguientes números del Suplemento de Realidades y
Ficciones:
SI ROQUE ES PANFLETARIO, YO ME DECLARO DECADENTE
O “EL TURNO DEL
OFENDIDO”
Adriano Corrales Arias ©
Me la juego me declaro
rockero en una época globalizada por el reguetón y la basura tecnológica.
Roquero y daltónico ante el trascendentalismo trasnochado o daltoniano frente a
la guillotina metafísica vaya usté a saber cómo se define el asunto o el
panfleto díganme señores filólogos lingüistas críticos curadores (del ingl. phanflet libelo difamatorio opúsculo de
carácter agresivo eso dice la real academia qué dirá la irreal o la popular y
democrática) dígame usté doctor master licenciado bachiller quién lo define ¿el
emisor el mensaje o el receptor? señores del tribunal desconozco por qué se le
juzga quizás por aquello del eterno retorno o el asunto sacrificial del evangelio
según Jesucristo porque todo buen pueblo merece un buen mártir para redimirse
en su imaginario y hay que crucificarlo (léase fusilarlo) constantemente como
una representación pasionaria para que posea remordimiento colectivo por el
desplome pero volviendo al propósito que nos ocupa léanse EL MAR o LOS HONGOS y
verán proposiciones teológicas aireadas por la dialéctica y el talento es decir
la duda poética en láminas líquidas olas verdecitas azuladas en el zinc de la
memoria como espasmo suave del amor que cae más mal que la primavera en el
malecón de La Habana
o Santiago de Chile relean LOS TESTIMONIOS en el centro de una TABERNA Y OTROS
LUGARES donde está la segura mano de dios mientras le interrogan en la oficina
técnica de la CIA
o la silla como decía el exquisito poeta nicaragüense y traten de jugar con las
manos atadas por un cordelito de nylon o balbucear poemitas y jacarandas
mientras reciben tremenda galleta con LA VENTANA EN EL ROSTRO y les birbiquean los cojones
o los pechos de la compañera que nos amamantara en noches de amplia ternura y
háganse los huevoncitos buscapleitos jugueteando a la guerrincha en las azoteas
del gay saber y del confort acompañados por el escocés y los bocadillos
importados no señores la vaina es otra no soy solo el que habla sentencien si
quieren pero esgriman razones históricas o artísticas sépase que al poeta no lo
matan por enlazar la vanguardia poética con la política o no exactamente por
eso sino por militar en la segunda y proponer asuntos no tan ortodoxos como el
papel de la pequeña burguesía en la revolución pues a los poetas no se les mata
simplemente por el hecho de serlo puede que a García Lorca pero en el fondo por
ser marica (mamploro diría Roquito) algo que no soportaba la homofobia
franquista sino por su pensamiento y la manera de concretarlo en la acción
claro señores magistrados acá son sus propios compañeros los del crimen por
allí posiblemente la redención como el Pastor Romero porque no cayó en combate
ni en las bartolinas oligarcas lo hicieron las balas compas en un asunto
meramente pipil o guanaco si se mira bien que lo digan Salvador Cayetano Carpio
o la Comandante María
a quienes no se juzga en esta sala es al poeta no al combatiente asunto
estético pues pero dentro de la ética mínima de lo posible humano o la
concurrencia de lo extraordinario para sobrevivir a la muerte en un paisito que
se las trae desde siempre desde 1932 con sus apenas 20.000 km2 pero
atestado de intelectuales y luchadores de toda estirpe y gente buena onda
hacelotodo vendelotodo comelotodo poetas pues a pesar de las maras y los
escuadrones de exterminio y los milicos hijosdeputa no me han respondido
señores qué es un panfleto entonces cómo se come esa pupusa o cómo se logra
insertar en el corazón de un pulgarcito el amor de un Roque multitudinario sin
repetir las rubeniadas de Gavidia el viejitoloco o las maestranzas criollas de
Salarrué estudiando su devenir entre copa y fría y pedaleando fuerte por las
montañas cuscatlecas de la utopía dejando sangre en la página desnuda o cubriéndola
con su propio cuerpo como paraguas inmenso de arlequín con nariz rota travesti
de la poesía como en la ópera bufa estudiantil o con Menen Desleal en la Luz Negra decapitado por
la sombra entonces señores por qué continúan adjetivándolo sin meterse en su
pellejo después de la derrota vean la paradoja derrota político-militar pero no
cultural dicho de otra manera la revoluta no fue pero sí su revolución cultural
he ahí el epílogo para antologadores y profesorazos porque ahora sí nos
acercamos al final y es cuando duele de verdad el LIBRO LEVEMENTE ODIOSO como
este poema de amor ahora que todo se repite en farsa como la resurrección de
Lázaro y los evangelios apócrifos en una Centroamérica dolarizada y unida al
fin pero no por el sueño morazanista sino por el capital transnacional díganme
apertréchense del derecho romano civil canónico castrense ustedes que otean en
el alba las clarinadas de la caballería y almuerzan en compañía de los señores
de la guerra palomitas picasianas posmodernas en el penjaús de la lujuria
prestos a no dejarse arrebatar un puesto en la bolsa y en la tradición del
retrato en suplemento cultural díganme respondan ¿why not? en todo caso los
libros del poeta gozan de buena salud y se venden masivamente de los asesinos
sus conciencias.
(Del libro San José Varia. Ediciones Arboleda,
2009)
HAIDÉ DAIBAN
Reside en Buenos Aires, Argentina.
Farmacéutica, ex docente de la
Facultad de Farmacia, UBA. Alumna de la escritora Syria
Poletti con la que editó Cuentos desde el
taller. Con Lucila Févola fue cofundadora de la revista literaria “Tamaño
Oficio”, con la que colabora desde hace veinticinco años.
Más sobre esta escritora en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 73:
NOCHE CON DUENDES [1]
(Letra
de tango)
Haidé
Daiban ©
El
ritmo del candombe que sale del tranvía
me
sigue y bailotea, procaz y juguetón,
el
barrio ya silencia en calles siempre umbrías
el
duelo de tu ausencia, mi grieta, mi dolor.
La
luna que resiste al alba su llegada,
refleja
sobre un charco sus notas de ilusión
y
algún borracho silba, se silba con la luna.
Un
gallo mientras, canta, saludos para el sol.
Desolado
en mi cuarto,
un
vacío mi cama,
acaricio
la almohada
y
es la nada fatal.
Esta
noche en mi vida
martiriza
mi sueño
con
la imagen a fuego
de
la que ya no está.
Pimpollos
que revientan en flores tempraneras,
el
alma en girasoles se rota con la luz,
desde
este patio grande, baldosas desparejas,
un
duende ya se esconde y queda a contraluz.
Detrás
de las macetas está su triste sombra,
la
sombra de mi angustia, lo que quedó de mí.
El
ritmo del candombe hoy late a ritmo lento,
y
el pecho no responde, es tanto mi sufrir.
NOSTALGIA DE BARRIO [1]
(Letra
de tango)
Haidé
Daiban ©
Nostalgia
de barrio,
no
es solo nostalgia,
es
toda la infancia
jugueteando
en él,
tras
paredes toscas,
entre
los zaguanes,
cuando
la inocencia
reía
en mi piel…
Fue
entonces la magia
de
amigos que eran
las
manos abiertas,
abrazos
de miel.
Y
el brillo en los ojos
miraba
el presente
el
caleidoscopio
no
lloraba a muerte.
Y
las nubes vagas
que
se van borrando
con
el calendario
y
vientos de ayer,
cargan
la alegría
de
las risas leves,
siempre
compartidas
de
mi carnaval…
Me
acuerdo de aquella,
mi
primera estrella
en
el firmamento
de
mi corazón,
y
el mundo que late,
sigue
tras mis pasos
por
el derrotero
buscando
ese amor
Fundida
en las venas
quedó
esa estampa,
un
fuego que aviva
mis
ganas de ver
el
barrio, que aún muestra,
aquello
que fuimos
y
crece el coraje
de
volver a ser.
[1] Estos tangos tienen música de Pascual Mamone.
ANIVERSARIO
Haidé
Daiban ©
Se levantó como pudo. Le
pesaba el tiempo sobre las ancas, sobre sus hombros descarnados.
El hombre arrastró sus
zapatones desde el camastro en donde había estado sentado hasta llegar a la
cocinita. Bajo una luz mortecina, se sirvió un poco de agua y tragó la
pastilla. Era el ritual de la vejez: dos pastillas al día antes de cada comida,
esa era la prescripción.
La prescripción para un
proscripto como él, o como él se sentía en este mundo.
Miró el calendario,
aunque sabía qué día era. Y lo sabía cada año, el mismo día del mismo mes,
cuando se le rompía algo adentro. Recordaba, entonces, lo que sucedió en esa
fecha maldita en que perdió su camino, su guitarra, su amigo “el morocho que
cantaba lindo”.
Había perdido el rumbo
cierto y en un instante su vida pasó a pertenecer a otra era. Fue el antes y el
después.
Sacó del armario el
estuche negro, grande y pesado, lo abrió cuidadosamente y rasgó con sus dedos
artríticos, las cuerdas, como quien acaricia a una mujer.
Desafinada, dijo, aunque
la sensación era premonitoria. ¡Todos los años igual! Tengo que afinarla para
que no llore cuando la toco, es que ¡pucha!, si no esta desgraciada también me
ayuda a lagrimear.
Dejó el estuche sobre la
cama, todavía revuelta de pesadillas atadas a la sábana. Estiró los brazos y
colocó el disco en el aparato apoyado en la pared, apretó la perilla, pulsó la
otra y la voz del Morocho le cantaba nuevamente
“En la doliente sombra de mi cuarto al esperar…”
Mientras afinaba la
guitarra las manos le temblaban. Cada año lo mismo, no dejaba de emocionarse,
pero ahora podía argumentar que era la vejez. La falta de pulso, ¿vio?, es que
con los años….
“sus pasos que quizá no volverán…”
¿Por qué nos tuvo que
pasar, Morocho?, ¿por qué?
Mirá qué suerte la mía,
¡salvarme! Pero te digo, es suerte fulera, quedarse solo, sin siquiera la
guitarra.
“que quizá no volverán, que quizá no volverán…”
pero, maldita púa, es
capaz de arruinarte. Y sí, lo cierto es que ellos se fueron, todos se fueron,
no hacen una esperita por si los alcanzo, ¿sabés?
“a veces me parecen que ellos detienen su andar…”
Bueno, yo siento que vos
sí, te parás ante mi puerta, que estás a mi lado cada vez que cantás. Me hacés
sentir otra vez joven y siquiera un día al año tengo ganas de rasgar un
poquito.
Le uso la viola a Le
Pera, pobrecito. La que vos le regalaste Pero se la cuido, Morocho, nadie la
toca. Nadie. Yo mismo la afino, la lustro y la guardo. La guardo hasta el año
que viene, siempre es el próximo año, el próximo, el próximo… Para el encuentro
con todos. Con la memoria, cuando me parece que golpean mi puerta como en
aquellas noches en que íbamos de juerga, ¿te acordás?
“sin atreverse luego a entrar…”
No, Morocho, en realidad
para mí, ustedes entran al bulín, a mi bulín, están conmigo, siempre. Y hoy, ni
te cuento.
Levantó la mirada hacia
el disco y dijo para sí: Mientras este viejo vaya tirando, seguirán así las
cosas. Porque no es cuestión de llorar “como una mujer”, ¿entendés?
A los amigos hay que
recordarlos como eran, cuando eran. Y yo trato de acordarme de los mejores
encuentros, arriba del escenario o en la mesa del bar. ¡Qué cosa, che, tener
que sobrevivir sobre andamios de memoria!
“pero no hay nadie y ella no viene…”
Sí, Morocho. Ella va a
venir por mí. Y yo la espero. Resignación, hermano, eso es lo que me quedó.
No sé si contarte,
Morocho, pero como sos un amigo, de una sola pieza, ¿no?, bueno, el caso es que
un jailafe me propuso un intercambio: me mantiene con los gastos de tordos,
remedios y pilchas de por vida, a cambio de la viola. Y sí, de la viola de
Alfredo. Ni él ni yo la necesitamos más. La voy a extrañar, claro, pero…
Y hay algo más para
contarte, Morocho, y no te enojes, en el trato entran algunos discos tuyos, ¡no
todos!, sabés, no todos… No podría sobrevivir al silencio, al de tu voz, justo
en este día, el día de nuestro reencuentro. El del Aniversario. Espero, viejo,
que no te revires.
Bueno, la viola ya está
afinada. Al jonca, querida, y hasta más ver.
El viejo, arrastrando
los pies, guardó la guitarra en el estuche y lo dejó junto a la puerta a la
espera del nuevo dueño, como una momia en exposición. Se acercó a la mesita
cubierta de hule, estiró el brazo y dejó caer el pick-up. En el cuartucho las
lágrimas resbalaban por las paredes. Será la humedad, dijo el viejo,
observando, pasando la mano por el empapelado.
La humedad o la pava que
hierve y hierve. ¡Siempre lo mismo, qué memoria!
Desde el surco negro
como el pelo engominado del Morocho, la voz seguía:
“Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi soñar…”
Pasando el corredor,
desde la puerta de calle, el timbre sonaba insistentemente.
ÓSCAR JOSÉ FERNÁNDEZ GALÍNDEZ
Nace en Caracas, Venezuela, el
30/5/1971. Es poeta y biofilósofo. Profesor de biología. Sus investigaciones y
reflexiones lo llevaron a proponer una teoría que explica la complejidad de la
vida desde los paradigmas emergentes en biología, a partir de la “Teoría
metacompleja del pensamiento biológico”. Desde allí relaciona ciencia, arte,
filosofía y política, para intentar aproximarse recursivamente al pensamiento y
hacerlo transdisciplinario, centro de sus búsquedas y creencias.
Más sobre este escritor en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:
ROSA CIBERNÉTICA
Óscar José Fernández
Galíndez ©
“En
el corazón de esta video cultura siempre hay una pantalla,
pero
no forzosamente una mirada”. (Jean Baudrillard)
Me pierdo erráticamente
en el hipervínculo
de tus aguas.
Amanece de pronto
y veo tu ícono rojo
en mi piel.
Navego catódicamente
entre tus teclas
y no encuentro la salida
de tu ciberespacio.
Cautivas mi código de
barras
en medio de la
silenciosa mirada
del “@” romántico.
Chateo con tu destino
para descubrir
que llegaste
sin salir.
Tu hipertexto es un
pretexto.
En ARPANET encuentro tu
rostro
mirada bélica de un
futuro
sin tiempo
sin espacio.
Tecleo tu no presencia
y me pierdo cual furtivo
hacker
entre tus ceros y tus
unos,
¿para vivir?
Es bidireccional
el software de tu risa.
Eres devoradora de
códigos
cual virus cibernético
te comes mis fuentes
primarias
en hilos de luz.
Bloqueas el servidor
de mi conciencia
ahora no puedo pensar.
Espérame detrás
del clic de tu memoria.
Acabo de perder
la ciberguerra
de un encuentro
digital.
¿Cuál es la clave para
accesar a tu nombre?
¿Cómo se enamora
a una mujer
virtual?
Tócame con la fibra
óptica
de tus pupilas
y conéctate
a mis sentidos.
Ponte los electrodos
prende la computadora
y
hablemos a distancia.
Quiero enviarle a tu
base de datos
el archivo
de una rosa
y envirularte.
Solo deseo una cosa
navegar el Intranet
de tu empresa.
¿Cómo se conecta
un alma a una
computadora?
Lo que quieras
decirme
dilo
en MP3.
Busca en tu banco de
imágenes
y si aún sigo allí
archívame como soporte
en el PC de un niño.
¿Cuántas mega-almas
archiva tu memoria RAM
diariamente?
¿Cómo hago para no
perderme
si tu ciberruta aún
no está definida?
Te invito un
cibercafé
sin azúcar.
Desearía formatear
mi destino
y convertirme
en el cibernauta
de tu CPU viajero.
Reinicia
reformatea
reconfigura
reprograma
revive
reama
resiste.
Si de verdad
quieres que mis mensajes
entren en tu cuenta
dame espacio en tu
buzón.
ROSA
NEURÓTICA
Óscar José Fernández
Galíndez ©
“El neocórtex humano es un
prodigioso tejido anárquico, donde las uniones sinápticas se efectúan de manera
aleatoria. Aunque está constituido por células especializadas (neuronas), el
cerebro es un campo no-especializado, donde se implantan innumerables
localizaciones y a través del cual se efectúan interacciones laterales. Son las
interacciones anárquicas las que están en la fuente del orden central... No hay
equilibrio, sino inestabilidad, tensión permanente entre estos aspectos que, al
mismo tiempo que son fundamentalmente complementarios, resultan fácilmente
concurrentes y antagonistas” (Edgar Morín).
Bar bioquímico
neurocorteza del deseo
dame una serotonina doble en las
rocas.
Encuentro neurótico en el istmo de
tu fe.
La razón es orden en la anarquía
cerebral.
Recurres discontinuo
en el cortocircuito de la vida.
Te entretejes en redes neuronales
para construir matices de ideas.
En el tiempo viajero
te pierdes cual efecto mariposa.
Profetizas un encuentro cortical
en medio del lóbulo misionero
de la imaginación.
Anímate a decirme
lo que ya sé.
Envuélveme con la mirada telepática
de tus sillas.
Alzaimer.
Muévete
muéveme
a través del pasadizo
telekinético de tu silencio.
Eres desencadenante
de sentidos
suspiros
y
luz.
Arrópame en tus dendritas
y condúceme
a la mágica presencia de tu risa
viajera.
Transmites tu impulso
me impulsas
te impulsas
haciendo de los sentidos
un sentimiento
haciendo de la percepción
una necesidad.
Me veo en el espejo sináptico
de tu alma.
Fluctúas erráticamente
en el laberinto anárquico
del pensamiento.
Te toco sin tocarte
eres el resultado armónico
de una búsqueda neuronal.
Neurotoxina con azúcar
dulce veneno.
Hambre
sed
necesidad
neuroquímica del deseo.
Delgado bucle
de interconexión amorosa
te enredas entre mis dudas
y conduces la recesividad
de mi nostalgia.
Rechazo la anestesia
de la vida
que oculta el dolor
de no tenerte.
Un segundo no es suficiente
para una memoria sin memoria.
Si te encuentro
en la mirada gemela
de tus sentidos
entonces no existes
más que en mi memoria.
A veces un recuerdo
un sueño y una historia inventada
no tienen diferencia.
Dios es un muchacho INF
que aprende de nuestros errores.
Psicosis efecto caótico
del espacio tiempo mental.
Psicosis mente sin reglas
sin parámetros
en el mundo de los psicópatas
(sociópatas)
el neurótico es el rey.
NECHI DORADO
Ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Periodista, narradora y poeta. Autora del libro de cuentos y relatos Destapando el silencio (Ediciones Amaru)
de fuerte contenido social y a modo de homenaje a los seres que sufren la
marginación y el olvido. Es militante social y de derechos humanos.
Más sobre esta escritora en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 66:
COMO UNA
GÁRGOLA HERIDA
Nechi Dorado ©
GárgolaBeatriz Palmieri |
Si pudiera hacer un retrato de esa
señora, diría que lo imagino comparable a una luna de julio agonizando en las
veredas rotas de mi infancia. Una mujer sin tiempo, como calcinada en alguna
memoria abierta.
Su nombre era Brunilda, doña
Brunilda decían de ella los mayores en aquella época donde se anteponía el don
o doña cuando se mencionaba a alguien ya entrado en años. Era la barrera
absurda (!) respetuosamente impuesta que nadie se atrevía a saltar en aquel
entonces, aunque luego hayamos comprendido que de muchas formas se puede ser
desconsiderado.
Siendo muy pequeña observaba su paso
que infundía un temor inculcado; llevaba una bolsa casi arrastrándola en la que
según el mito barrial encerraba a los niños que se portaban mal para
llevárselos a su cueva y comerlos en la cena.
Ya adulta comencé a recordarla
asociándola a una gárgola herida, la comparo con la esquirla de algún adiós,
casi una bienvenida al dolor, a la muerte, a página cerrada de su propia
historia.
Doña Brunilda no hizo nada para acceder
al título degradante de “roba niños”, solo que el término se utilizaba para
disciplinar. Tal vez era ir preparándonos, taxativamente, para afrontar un
mundo donde el miedo paraliza, coarta impulsos, ordena, marca pautas que han de
convertirse en una especie de versos libres atados con cadenas.
Doña Brunilda no encajaba en los
estándares sociales prefijados, era como si no cupiera en un planeta donde la
belleza arrasa, se traga la moral, deglute escrúpulos, escupe y defeca la
descomposición de un modelo social amasado a fuerza de ejemplos para nada
ejemplificantes.
La pobre vieja parecía cargar en su
pecho un escapulario de culpas, esas que al amanecer se incrustan hiriendo
hasta los tendones. Surcaban su frente rastros de tragedia heredados de
historias arcaicas plagadas de miserias humanas.
Recordarla luego de tantos años de
temor, como infundiera, se convierte en una espina de sol empotrándose en mis
manos pequeñas, tan pequeñas como para contener las fantasías retorcidas de
fantasmas humanos amasados a fuerza de “portate bien o doña Brunilda te mete en
su bolsa”. Artilugio familiar, soporte férreo que habría de apuntalar cuando la
educación fallaba. Cuando los padres y madres trataban de ocultar su propia
debilidad descargando su fracaso sobre la pobre indigente.
¿Qué hecho cuasi misterioso habría
rodeado su humanidad de tanto espanto? ¿A quién se le ocurrió cubrirla de
niebla tenebrosa? ¿Por qué ese ensañamiento barrial contra una pobre persona
que tal vez andaría como sacando punta a la esperanza con una navaja con el
filo mellado?
En este presente mío, en el ocaso de
mis días la imagino encabezando una procesión de ángeles renegados, como una
pulga tullida, como una abeja sin aguijón, perdido en los bordes de un corcho
incinerado. Estoy segura de que esa mujer sabía del estigma social que le
impusieran porque cuando pasaba por la acera de mi casa y yo la saludaba
agitando mi manita con mucho disimulo y un poquitín de duda sobre si sería o no
tan mala, ella me respondía agitando, también, tímidamente la suya. Y como si
fuera un acto reflejo volvía inmediatamente su vista al frente como para que
nadie descubriera su osadía de saludar a una niña, justamente ella, la que “se
comía” a todas.
Perdí el mito de doña Brunilda al
mudarnos de barrio, pero jamás olvidé a esa mujer de paso lento, de mirada
perdida, de blasfemia empotrada en su desgarbada figura marginada. Ya no debe
ser parte de este mundo absurdo donde la pobreza asusta y suele ser utilizada
como ícono brutal de la ignorancia supina.
¡Cuánto daría por poder abrazarla!
Por decirle que sabía que no era cierto que robaba a los niños. Que no le tenía
miedo, bueno, un poquito nomás.
Que corría a esconderme en el jardín
de la casa de abuela para verla pasar y que todavía guardo el secreto de su
mirada de reojo. De paso, le pediría perdón en nombre de una sociedad que
aunque parezca mentira, se superó en muchas cosas para irse degradando en
otras. Le contaría que igual que ella los valores fueron muriendo de a poco y
los pre-juicios continúan siendo como la quintaesencia de un dios venido a
menos.
Una espina de sol incrustándose en
mis manos
Una gárgola herida
Un león sin melena
Una plaza sin niños
Una montaña de arrullo
Ilustración: “Gárgola”, de la
artista visual argentina Beatriz Palmieri.
JORGE DIEGO MEJÍA CORTÉS
(Sabanalarga, Antioquia, Colombia).
Tecnólogo en Administración Agropecuaria. Normalista superior en Normal
Superior de Envigado. Estudiante de ciencias políticas de la Universidad de
Antioquia. Docente del Centro Educativo Rural Filo de los Pérez del Municipio
de Sabanalarga, Antioquia. Profesor de ciencias sociales, filosofía y ciencias políticas
del Colegio Manuel Mejía Vallejo, Envigado, Antioquia (2012). Director de la Casa de la Cultura Julio Cesar
García del Municipio de Fredonia (2008–2010).
Ha participado en diversos medios
literarios, tanto en papel como en la web, como ser Nexos (periódico
universitario, EAFIT), El Suroeste, Revista Cuadernícolas, La cesta de las
palabras (España), Resonancias Literarias (Francia), Revista Universo, La Réplica (España).
Más sobre este escritor en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 69:
LARGA INFANCIA
Jorge Diego Mejía Cortés
©
Crayones roídos
La febril efervescencia
Plastilina tóxica
Lontananza de otros
cuerpos
Nuestros sexos
Grescas de lápices
afilados
Paroxismo secular
El dibujo de papá
Pretérito
pluscuamperfecto
El olor a orina
Raíz cuadrada
Años escolares y
juglares
CÓLERA DE INVIERNO
Jorge Diego Mejía Cortés
©
Soy más animal
Conforme se avecina la
noche
El hambre de mis fauces
por tu boca
La sangre de tu boca por
mi camisa blanca
Mi necesidad por ti
Mi necesidad hacia ti
Tu narcisismo por mí
Tu nazismo hacia mí
Arribas de noche como
conga de negro
Aúllas tiernamente sobre
la sábana desnuda
Sobre mi fría piel
encontrarás la tibieza
Para dar coces de
delicadeza
Es la sutileza de mis
piernas por la rabia de tus nalgas.
Entiendes la intensidad
del todo por el todo.
PARTÍCULAS ELEMENTALES
Jorge Diego Mejía Cortés
©
Existe un universo
iridiscente
Donde tus pupilas
púrpuras
Tu taumatúrgico pelambre
Tus sendas zancas
Transpiran música órfica
Emanan líquidos lascivos
Eres un ineludible
protocolo
Eres una inefable
empresa
Vamos alucinando con
esferas rosas
Hurgamos en nuestros
apetitos
Alunizamos en cada
molécula de luz
AÍDA VALDEPEÑA JIMÉNEZ
México D.F., 1976. Poeta. Realizó
estudios de Literatura Latinoamericana en la UNAM. Estudió el diplomado
en creación literaria en la
Escuela de Escritores de la SOGEM. Tallerista
de creación literaria en varios estados de la república. Docente de lengua y literatura
en instituciones educativas de nivel medio superior y superior. Ha participado
en congresos literarios nacionales e internacionales. Su obra poética se
publica en distintos medios impresos y electrónicos de México, Perú, Chile, Venezuela,
Brasil, España, Dinamarca y Estados Unidos. Galardonada con el Premio
Interamericano de Poesía Jóvenes Creadores Sinaloa 2007, en el que publicaron
su primer poemario Universo de Náufragos.
Parte de su obra fue incluida en la antología Semilla Desnuda, selección de noventa poetas mexicanos editada por
el INBA/CONACULTA. Traducida al portugués en la antología Tenho tanta palavra meiga, ediciones México/Brasil. La Secretaría de Cultura
de Morelos editó su segundo poemario A
Contracorriente.
Suplemento de Realidades y Ficciones
ha publicado varias de sus obras en:
LOS VIAJEROS NO VUELVEN
Aída Valdepeña Jiménez ©
Hace diez minutos te
tomé de la mano para ir al bosque a recolectar las violetas que te llevaste. En
cuanto vuelva a poner un pie en la sala, tendré que conformarme con recordar tu
voz como una hoja caída. Conformarme, con el aroma guardado en la ropa que
dejas, con la fotografía que se sostiene sola en la mesa de noche, con la
música imaginada, del piano imaginado, que nunca pudimos comprar para que lo
tocaras. No quisiera moverme. Quisiera dejar mis manos apretadas al pecho hasta
que vuelvas. Conformarme, con mirar del mismo modo que tú, la luna menguante
que te fascinaba de niño. Conformarme, con imaginar que esta noche no acabará,
y que incluso, si cierro los ojos, quizás, hasta pueda imaginar que todas las
madrugadas serán el día anterior a hoy. Imaginar que me quedo así hasta que
vuelvas, hasta que dejes tu fusil en el suelo y con tu mano cálida, me tomes de
la mano, y me lleves a juntar las violetas heladas de este bosque tan lejano a
mis manos.
MEMBRANA DE LA
LUNA
Aída Valdepeña Jiménez ©
¡Quién eras…!
¿de qué raíz,
de qué árbol te pulieron?
Por qué decidiste
emigrar a mis brazos tan desnudos de todo?
Saber de ti
fue saber del aroma
lejano de la savia
Verte
fue extrañar tus brazos
desde entonces.
Venías para irte tan
pronto yo te viera; porque desde antes, te presentía en mi sangre, en mi
lengua, en cada fuego elevado de las fogatas a las que me acercaba —y así como
ese fuego— también el viento me arrebataba tu presencia.
¿Tu intención era arder?
Yo ardí contigo,
y aún sin tu mirada,
el incendio en mi cuerpo
permanece.
¡Qué rara combustión,
qué sofocado fuego el no tenerte!
Amanecer con mariposas
pegadas en la boca
con el recuerdo húmedo
de tus raíces.
¡Qué extraño ser lo
mismo todo el tiempo!
porque si estabas tú,
me era necesario
duplicarme tantas veces, para amarte,
de tantos modos como
fuera preciso.
Esta noche te escribo,
porque recordé tu voz más que tus caricias, porque recordé que al verte,
siempre supe que te irías, y que por eso cultivé, desde entonces, tus recuerdos
y luego abrí las manos para que la lluvia se los llevara como se lleva los
papeles del río… pero sigues aquí, o por lo menos, eso creo yo, eso siento yo.
Que sigas aquí, viendo las mismas estrellas que elegiste mirar conmigo, pero no
estás aquí, y me pregunto si miras la luna, y si es mi luna tu luna aunque ya
no la mires pensando que la miro, aunque las nubes la oculten como guante a la
mano.
Me sigo preguntando
si desde tu balcón
hoy miras las estrellas
que esta noche son tímidas y poco iluminadas
como membranas del mar,
como mis letras, como esta desmedida incertidumbre de no saber de ti, que
parece poco si la veo por fuera, pero que está quemándome como un abeto seco al
que le han puesto lumbre.
Porque así como supe de
tu temor al mar,
de tu amor a la noche,
de tu canto lejano que
invocaba sirenas,
hoy sé nada de ti,
y a mí me toca entonces:
temerle a la noche
porque no le temía ya
que estabas conmigo
y tú no le temías ya que
yo no temía.
Lo que nunca supiste
es que verte dormir
era mi propia luna…
y que ahora la luna
solo se queda luna y
nada más, y no hay cobijo, y nada me consuela.
Se va la noche
así como el perfume de
tu piel se va con cada lluvia.
Y me quedo imaginando
que la sombra de mis manos ha de ser ya tu sombra, porque salen de mí: urgidas
a tocarte, a buscar tu cobijo, a arder entre tu incienso. Así mi voz, que busca
tus caminos para encontrar tus labios, y que pronuncies mi nombre sin saber el
motivo.
O como aquellos sueños
donde eres tan real
que pienso que
escapaste,
para en secreto,
venir a hacerme arder.
De tu raíz emigraste a
mis brazos, para emigrar de nuevo a tu raíz. Me llevaste de un sueño a un
bosque, de un valle a un lirio. Adheriste tus besos a todo mi futuro. Mis
palabras se volvieron nubes —y por eso te escribo— para cercar distancias, como
ovejas cansadas, para estar contigo cuando mires la luna, pero no para que yo
mire la luna, sino para mirarte a ti cuando la estés mirando:
Mirar lo que tus ojos
miren,
andar donde tus pasos
anden,
hablar de nuevo un
lenguaje de estrellas,
pues las constelaciones
callaron cuando tú partiste,
mirar el árbol y tenerte
conmigo,
con la facilidad del
alcohol que se incendia.
D e l e t r e a r tu nombre.
Contar cuántas veces la
luna
Cuántas veces tu mano y
la mía
Cuánto caminar hacia los
sauces en flor para abrazarte
Quería eso, o de lo
contrario, quería del tiempo también solo un breve segundo, en el que me
extinguiera cuando tú te marchaste. Quería, que ninguna profundidad me ahogara
más que tu ausencia, y hoy solo quiero que la luna brille cuando yo esté
ardiendo.
JULIÁN ALEGRÍA
Buenos Aires, Argentina. Escritor
aficionado, técnico químico. Ha recorrido América financiando en parte el viaje
con su libro Trece historias contra toda
superstición, de armado artesanal, es decir que no está publicado por
editorial comercial alguna.
EL CRUCE
MÁS ESPECIAL
Julián Alegría ©
El viejo de setenta corre desde
atrás, tras haberlo dejado pasar para no sorprenderlo de pronto, aunque tuvo
ganas de hacerlo y las reprimió cuando el opuesto de las situaciones se hizo
dueño de su ansiedad.
—Oíme una cosa, pibe.
El viejo olía mal. Asquerosamente
mal.
—¿Qué?
—Mirá, en la vida no existen las
verdades ni los sentidos. ¿Okey? Entonces, una vez que te acostumbres y te
asientes en esa idea, solo irás tomando el camino que sea, ese que de todas
maneras no tiene algún destino, sino todo lo contrario; conduce igual que todo
el resto de los caminos a la nada, pero al menos será el que te haga feliz,
que, después de todo, es lo único que vale la pena. Y necesito que estés atento
a la explicación del porqué de utilizar el término vale la pena, y no haber
dicho; es lo único que importa. Porque, es obvio, nada importa, ¡entonces sé
feliz, pelotudo!
El viejo, exaltado acababa de
empujar a Federico, que escuchaba atónito el monólogo de un viejo que de la
nada había aparecido. Vestía bien, olía a alcohol, pero vestía bien. Por los
poros de las arrugas destilaba el alcohol de su interior. Aun así, aun ante
este panorama del que cualquiera sentiría rechazo, Federico se quedó, porque,
después de todo, había algo en el viejo, algo extraño y oculto, misterioso pero
familiar, conmovedor pero repulsivo.
—Las personas tienen tres opciones;
la primera es negar el absurdo absoluto en el que estamos de todas las formas
que se conocen: religión, costumbres, fanatismos y ansias de poder. Si elegís
esa opción, entonces serás un tipo correcto y terminarás como yo; borracho a
los setenta años, despreciado a veces, y olvidado el resto del tiempo por las
personas que me rodean. Desde la inmediatez de mi familia hasta lo relativo a
toda mi gente cercana, que con suerte siguen con vida la mayoría, al igual que
yo. Durante más de treinta años he cenado con mi mujer y mis hijos sábado de
por medio en la casa de mi suegra. Durante más de cuarenta, también, he
trabajado en la misma empresa que hace poco más de media década me vio obsoleto
y me retiró. Hoy no la tengo y la extraño, no la tengo y es un peso que me
genera un vacío mayor que cualquier otro, porque este vacío, el de verse viejo
e inútil a los setenta años, es el vacío de nuestra propia y cercana muerte. No
tengo miedo, pero estoy arrepentido. Mañana es mi aniversario de casamiento, y
no hubo un solo año en mi vida desde haberme casado en el que no piense si he
terminado de conocer a la mujer que hace tantos años me acompaña. No lo sé, y
la amo. Juro que la amo, hemos tenido tres hermosos hijos que ya están grandes
y tienen sus vidas, y ella siempre ha estado a mi lado. Pero aun así no logro
saber a ciencia cierta si es que en verdad la amo, aunque le diga que sí lo
hago como siempre he hecho. Me siento una basura por decir esto, pero es lo que
realmente estoy sintiendo y desgarra el alma ocultarlo todo el tiempo. Mañana,
en mi aniversario, le haré el mejor de los regalos que le he dado en mi vida,
porque tengo pánico de que este año sea el último. Negué el absurdo absoluto,
pendejo, ¿entendés lo que te digo?, es lo que no quiero que hagas.
Federico, ya sin sorpresa pero con
mucha atención, ni siquiera se percataba de lo extraño que resultaba todo lo
que estaba sucediendo. De todos los viejos borrachos con los que se haya
cruzado en el pasado y estos intentando de manera pendenciera entablar una
conversación, este, sin dudas era a quién más había escuchado en toda su vida,
o, tal vez, —especula— aquel viejo sea a la única persona que escuchó con una
sincera y demoledora atención. Y no era Federico alguien de no escuchar ni
prestar atención, pero lo intenso del contundente monólogo del viejo y lo
identificado que con su discurso se sentía lo envolvían en una avalancha en su
cerebro de respuestas a las preguntas que desde niño se había hecho a sí mismo,
hasta de aquellas que nunca había conversado jamás con nadie.
Las expresiones del viejo, la manera
de hablar y la forma de sus ojos sentía Federico haberlas visto antes. Estaba
convencido de que ese viejo no era precisamente un extraño, pero no recordaba
cuando ni donde creía haberlo visto. También reconocía en el viejo cierto
implícito patetismo sutil. Sus movimientos eran los de alguien que parecía
haber tenido más movimiento antes, pero no lo suficiente como para que lo
patético desaparezca por completo, ni para opacar el despertar de vergüenza
ajena. En sus percepciones fugaces, también sintió Federico un repentino
rechazo por el viejo, y a su vez, existía una convivencia con el entendimiento.
Un entendimiento indescriptible que hacía de único pero supremo motivo por el
cual no se alejaba de él. Una mezcla de respuestas con intriga, de curiosidad
con revelaciones. Mientras tanto, el viejo, aún tenía más cosas por decirle:
—¿Te acordás de las tres opciones de
las que te hablaba?
—Sí.
—Bárbaro. La primera entonces es la
negación del absurdo absoluto, y verás que no es una opción tan feliz después
de todo. Mirame, tan solo mirame y date cuenta de lo que te digo. He conseguido
todo, o casi todo. Por lo menos lo que estuvo a mi alcance, y me ha ido bien en
la vida, mejor dicho, lo que se conoce como bien en la vida; formé una familia,
cumplí siempre con las leyes, trabajé duro, seguí a Dios e hice siempre lo que
creí correcto hacer creyendo, a su vez, que con ello lograría la tranquilidad,
es decir, el fin de aquellos susurros interiores. Pero decidí mal, pibe. Y así
fue porque los parámetros que hacían de base eran los equivocados. Ojo, cuando
digo que eran los equivocados, hablo por mí mismo. No te olvides que no existen
los sentidos, las verdades ni las mentiras. De esta premisa entonces nace la
posibilidad del surgimiento de errores relativos al individuo en cuestión. Lo
que para alguien puede significar errar, para otro, tranquilamente, puede ser
el mejor acierto jamás hecho.
Fui feliz, pibe. Claro que sí.
¡Mierda que fui feliz! Hoy estoy en uno de mis días malos, pero solo en estos
es que desnudo mis verdades más genuinas —hizo una pausa—. ¿Tendrías un
cigarrillo?
—No fumo, disculpá. —respondió
Federico.
—Claro, es cierto. Aún no fumás…
El viejo hizo una pausa, como si
necesitase de un profundo respiro, como si aquello le sirviese de consuelo y lo
llenase de la fuerza para seguir hablando.
—Fui feliz, pero podría haberlo sido
mucho más, y solo dependía de mí mismo. Siempre es así, pero no me quiero ir
por las ramas, volvamos a las tres opciones de las que te hablaba. Descartando
la primera le sigue la segunda que es aceptar el absurdo, pero ahí aparece la
madre de las bifurcaciones, esa que distingue a los vivos de los boludos.
Prestá atención. Yo alguna vez acepté el absurdo, fue durante mi adolescencia.
Tenía más o menos tu edad, y las preguntas existenciales me acechaban todo el
tiempo. Pasaba días enteros pensando, y pensar frustra, pibe. Frustra mucho.
Tanto que llega un momento en que si uno mismo no es inteligente, se termina
yendo por el peor camino. Fue también en esos días en que especulé, y cada vez
más afirmaba mi idea de que el individuo en verdad no existe, y mis noches eran
largas, y mi tiempo improductivo. Pero si había algo de lo que estaba
convencido era que nada quería producir, y solo dejaba pasar el tiempo.
Me dolía pensar, y mis días,
encerrado en eso, desaparecieron cuando concluí en que si así seguía, nunca iba
a poder ser feliz. Porque creía que las dos opciones estaban en negar o bien
aceptar el absurdo —el viejo hizo otra pausa, esta vez más larga que las
anteriores—. Entonces cerré los ojos, y le dí para adelante. Terminé siendo un
gran tipo productivo; produje como te dije una familia, construí una casa, y me
convertí en un negador. Negaba para ser feliz, y progresaba para no mirar hacia
atrás y encontrarme con las mismas preguntas, y, por supuesto, las mismas
conclusiones.
Las primeras palabras de mis hijos y
sus egresos de los estudios son cosas de las que me enorgullezco y quedarán
siempre en mi memoria. Pero hoy, apenas si me puedo detener a mirarlos para
darme cuenta de que no los he criado como debí hacerlo, y la consecuencia de
aquello es que me haya equivocado tanto. Los miro y me veo a mí mismo. Son la
antesala de lo que soy ahora. Ellos también están perdidos, pero apenas si
puedo insinuarles algunas palabras hasta que acaban por desestimarme. Ellos ya
han construido tantas barreras que no pueden volver atrás.
La esquina de Murguiondo y Zequeira,
desolada como todo domingo, tenía a estos dos parados sobre las baldosas de la
vereda del antiguo taller mecánico cerrado. El viejo hablaba, Federico
escuchaba, y en sus ojos alguna lágrima amagaba con caer por su cara cuando la
lástima por escuchar su pena le resultaba inevitable.
—Tardé mucho en entender que había
una tercera opción, —continuó el viejo— más que negar y ser feliz, o aceptar y
sufrir. Porque se puede también aceptar y tratar de ser feliz, y es esta la única manera posible que existe
para que uno haga lo que de verdad tiene ganas, y cuando esto sucede, no hay
manera de arrepentirse. Entonces siempre se ganará, porque no existe nada más
hermoso que ganarle a uno mismo. Descontextualizate de tu tiempo, entendé que
todos somos distintos pero en el fondo somos iguales, y aceptá que quien quiera
negar entonces que niegue, y quien quiera aceptar que acepte, porque después de
todo, no sos quién para decir qué es correcto y qué no lo es. ¿Entendés lo que
te digo?
—Sí. Según tu teoría, no hay
correctos ni incorrectos. Todo depende de uno mismo, aunque aquello en verdad,
relativa, nada signifique —contestó Federico creyendo sobrevolar lo paranormal.
—¡Bien pibe, eso es una respuesta,
carajo!
—Gracias, igualmente, hay algo que
sigo sin entender…
—Esperá —interrumpió el viejo—. Ya
te vas a enterar. Dejame terminar. Cortate el pelo como te dé la gana, amá a la
mujer que quieras amar, y después soltala para amar a otras. Amá a todos, no lo
reprimas. Pero dejalos libres, siempre. Es la única manera posible de que a uno
mismo le permitan también serlo. Hacé ese viaje que tenés en mente, cambiá.
Hacelo, sí. Cambiá mucho y todo el tiempo. No hay porqué seguir un patrón, no
está mal cambiar. Desprendete de todo, regalá lo que ya no uses, aprendé a ser
feliz con poco. No pases un solo día de tu vida sin preguntarte las cosas,
cuestionate todo el tiempo sin amargarte por las respuestas. Buscá lo que no
tengas y quieras tener, pero convencete de en verdad quererlo, aunque después
ya no te interese. ¡¿Qué importa?! Aprendé cuanto antes que nada es tuyo y que
todo compartido es mejor. Escuchá a quienes vos quieras, pero preguntate
siempre si vale la pena escucharlo, y entendé, por sobre todo, que absolutamente
todo es relativo a quien lo dice. No existen las verdades, pero sí existen las
posibilidades, y solo escuchando las vas a conocer. Divertite como imbécil, y
no te quedes quieto. No creas ni siquiera en lo que yo mismo te estoy diciendo,
aunque estoy seguro de que en mí creerás por el resto de tu vida. ¿No es
cierto?
—Podés apostar a que sí, pero
insisto, no entiendo porque es que me estás diciendo todo esto a mí.
—Porque soy vos, o vos sos yo, como
elijas.
Federico lo sabía, hacía rato se
había dado cuenta de que aquel viejo no era más que él mismo, pero necesitaba
escucharlo de su propia boca como para poder aceptar algo así.
—Pero existe una razón más fuerte
por la cual estoy acá; si mi hipótesis es correcta, y con todo lo que te acabo
de decir te influyo para el resto de tu vida, entonces, yo también cambiaré, y
dejaré de existir, y mi vida, más bien la tuya, habrá sido feliz. ¿No es acaso
este el suicidio más extraordinario de todos los tiempos?
El viejo desapareció, y Federico, en
aquella esquina de Murguiondo y Zequeira, nunca más volvió a ser el mismo.
GEORGE REYES
Ecuatoriano de nacimiento, reside
actualmente en la ciudad de México. Posee un bachillerato, una licenciatura y
dos maestrías en teología, y cursa actualmente un PhD en Teología. Entre otras
actividades, es presbítero, profesor, teólogo/escritor, poeta y ensayista.
Ha publicado cantidad de poesía y
ensayos literarios y teológicos en varias revistas literarias y teológicas
especializadas, virtuales y de papel; su poesía ha recibido homenaje y ha sido
motivo de crítica especializada. También ha sido incluida en varias antologías
en papel como en Antología de poesía
religiosa latinoamericana (2010) y Nueva
poesía hispanoamericana (2007). Editó recientemente su obra Hermenéutica posmoderna y hermenéutica
bíblica.
Más sobre su biografía y obras en
Suplemento de Realidades y Ficciones:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2015/06/ (Nº 65)
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2015/06/ (Nº 65)
A continuación, tres de sus obras
del poemario Filosofía risueña,
escrito en ciudad de México:
RETAZO DE GRANDEZA
George
Reyes ©
Haciéndome eco de Jhoannes
Bobrowski, poeta alemán
Tú,
desgajada
sombra del inicio:
abecé
de rosas,
abecé
de espinas.
Donde
abunde rosas,
que
se calle el signo.
Donde
calle el signo
que
las rosas digan su secreto azul,
que
a la sinfonía de este recuerdo
le
solfea su brisa,
le
solfea su olor.
EN TANTO DESCIENDE AL CORAZÓN
George
Reyes ©
Prolongado
grito sopla polvo a los ojos de la dicha de pantera.
Borbolla
retaceada antología de pisadas saltarinas de laderas,
en
tanto encharcan las glicinas a mis cándidos geranios.
A
esa hora tomé yo el arpa moteada de minúsculo oasis
a
entonarte una copla dilatada en plebeyo idioma,
en
tanto el sol tardeado
me
estremece el terciopelo
al
mirar su acuarela.
Cual
felino encorvado ronroneando adentro
piso
tierra pantanosa que se traga entero cada sueño,
en
tanto avisto un relumbrón,
pestañándome
el rosal que más te importa:
que
descienda yo de la cabeza al corazón
un
murmullo de piedad de hora extraña.
YA NO BEBO PALABROMBRE
George
Reyes ©
Las
palabras de mi boca son todas justas...
Proverbios
Fuente
rumorosa,
que
en su orilla se fecunda la alegría;
murmulla
en la entrada de los soles
la
palabra grande
que
su luz deslíe
el
jarrón de llanto y sombra
que
quiso ser mi tempestad y noche.
Ya
no estoy con los párpados caídos
como
cuando me vencía el tiempo;
en
mi lengua viajan risueñas frases
y
me siento niño, esperando en ti;
y
me siento lírico, verseando el sueño,
sin
beber oleaje de náufrago y pirata
que
en mis labios deja sal y arena.
DANIEL QUINTERO TRUJILLO
Nació en Convención (Norte de Santander),
Colombia, el 1º de enero de 1947. Maestro de escuela rural y normalista
superior de Piedecuesta 1964. Licenciado en psicopedagogía y filosofía de la Universidad Pedagógica
y Tecnológica de Colombia (UPTC), Tunja 1969. Magister en ciencias de la educación
por la Universidad
de Antioquia, 1971. Especializado en informática e investigación educativa.
Profesor y decano de la
Facultad de Educación de la UPTC.
Autor de artículos y libros de
pedagogía y psicología, publicados por la UPTC , la Universidad de Boyacá y la Universidad Juan
de Castellanos.
Dirigió el boletín informativo
Noticias Breves de la
Facultad de Educación. Autor de Ecos de la Cuadra ,
Firavitoba. Autor de Cuentos y
relatos (Libro Total), Cuentos de paz
y alegría para tiempos de navidad, Puro cuento (Fundación Caro Bogotá
2013), Audio Cuentos 2013.
Columnista de Vanguardia Liberal,
Revista Gente de Bucaramanga y Horizontes Culturales Ocaña, Miembro de la Asociación de
Escritores de la provincia de Ocaña y Sur del César.
UN DIA
SIN CONEXIÓN
Daniel Quintero Trujillo ©
Cuando Jefferson despertó, el mundo
estaba sin conexión; las nuevas tecnologías de la comunicación no funcionaban;
se sentía intranquilo como cuando un adicto
atraviesa por el síndrome de abstinencia.
Mientras viajaba rumbo al trabajo y
a medida que las horas avanzaban, observó sorprendido en las calles cómo la
gente estrechaba sus manos para saludar, cómo otros dialogaban sentados en los
andenes y cómo en la oficina había tiempo para compartir, con creatividad
generar otras alternativas de trabajo y enterarse de las bellas sonrisas que tenían sus compañeras.
Cuando llegó de nuevo al hogar, sus
familiares se sentaron en la sala para
escucharse unos a otros y a reconocer quienes eran ellos.
Este fue el día, que por culpa del
colapso en las comunicaciones, los seres humanos se acordaron que ellos
existían para servir al prójimo, para amar y ser libres, dedicados a dulces
sueños y pasatiempos gratos.
EL ÚLTIMO
EQUIPAJE
Daniel Quintero Trujillo ©
Siempre se viaja con muchas maletas,
llevando ropa, dinero, cachivaches, propiedades, títulos y honores; pero para tu último viaje, el equipaje debe ser
liviano y reducido .Lo único que debes llevar, cabe en el corazón: haber amado
a Dios y al prójimo, aún sea este tu rival.
HÉCTOR ZABALA
Narrador y ensayista argentino
(Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, 1946). Reside en la ciudad de Buenos Aires.
Varios premios y distinciones en
narrativa corta. Unas noventa páginas web y revistas literarias han editado
obras o artículos de su autoría.
Director de la revista literaria
Realidades y Ficciones así como del Suplemento respectivo, ex redactor de Revista
SESAM, contador público nacional (UBA), maestro internacional de ajedrez
(ICCF).
Ha publicado tres libros de cuentos:
Rollos
sacrílegos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-151-9),
Unos
cuantos cuentos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-149-6),
El
trotalibros y algunos mitos (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-152-6),
y una obra teatral en colaboración
con Diana Decunto y Alicia Zabala: Diván
en crisis (eBook Argentino, ISBN 978-987-648-150-2).
Tiene varios libros de cuentos en
preparación.
PARADOJA
ESPIRITUAL
Héctor Zabala ©
Los fantasmas existen, esto es
indudable. Y en todos lados existen, excepto en la mente de los escritores que
escribimos sobre ellos. Esto es así porque tal existencia ha sido probada de
manera rotunda: los veintiún gramos de diferencia entre el cuerpo moribundo
y el cuerpo inerte, de que tanto habla cierta literatura especializada, es la
clave para que no queden escépticos ni despistados.
Corresponde ahora a la ciencia
demostrar cómo algo intangible (un espíritu) puede convertirse en algo
absolutamente tangible, susceptible hasta de medirse en gramos. Es una
contradicción, no cabe duda, pero la ciencia está llena de esas cosas.
EL REY
SORDO
Héctor Zabala ©
En cierto país gobernaba un rey
sordo. Sufría sordera del oído izquierdo. Del derecho también, aunque no tan
absoluta. De ahí que usara un cornetín que aplicaba a su oreja izquierda. Era
inútil, pero Su Majestad bonachonamente se empeñaba en usarlo porque así lo
exigía el Protocolo creado por él mismo.
Ante cualquier petición desde el
lado oeste (el trono miraba hacia el norte), Su Majestad apuntaba el cornetín
hacia su interlocutor. Escuchaba —o mejor dicho, no escuchaba— un buen rato,
para luego despedir al peticionante. En tono amable, aclaraba no satisfacer
nada de lo peticionado por no entender palabra alguna sobre la petición.
Desde el lado oriental del trono
también le peticionaban y por ahí hasta tenían alguna vez más suerte, aunque tampoco demasiada. Y no tanto porque ese
particular oído mayestático escuchara apenas ruidos confusos, sino porque a Su
Majestad le caían más simpáticas las sonrisas de aquel lado.
Cierto día apareció un extranjero,
un sabio eminente que acababa con cualquier sordera regia y no regia en un par
de días. Llegado ante el trono, el forastero desplegó un cartel donde con claridad
proponía la cura completa.
El murmullo llenó la
Gran Sala del Trono, en realidad todo el
país. Recurrir a la escritura ante Su Majestad estaba prohibido por el
Protocolo. Mas, como se trataba de un extranjero ajeno a las normas y con
buenas intenciones, amén de ciudadano de un imperio poderoso, la osadía era
perdonable.
La operación de oídos sería simple,
sin riesgos y efectiva. El rey sordo meditó un largo rato, miró a sus
ministros, después les hizo un guiño casi imperceptible. Los ministros
transmitieron en tono confidencial al buen sabio que Su Majestad rehusaba
quitarse la sordera por razones de Estado.
El sabio volvió perplejo a su país.
A los pocos días recibió un pliego que lo declaraba Súbdito Benemérito de Su
Majestad con derecho a pensión vitalicia. Firmaban el pliego —escrito en letras
de oro— el rey sordo y todos sus ministros. El Protocolo así lo exigía.
Héctor Zabala ©
[...]
no descendí al lodazal cubierto de vicios a fin de revolverlo.
Me
limité más bien a examinar ridiculeces en vez de torpezas [...]
Erasmo de Rótterdam, Carta a Tomás Moro
Te diré como fue, hija
mía. Te lo diré porque vas a escuchar esa odiosa versión que anda en el aire.
Sí, esa versión sobre nuestra supuesta tátara-tatarabuela que en un invierno
helado habría muerto de inanición, allá, en la antigua Hélade.
Porque esa
tátara-tarabuela o nunca existió o bien nunca murió de hambre. Pues ninguna de
nosotras, las cigarras, alcanza el invierno una vez adulta, como pronto sabrás
cuando te pongas vieja como yo y veas decaer el estío.
Todo eso es mentira,
ninfa mía. Y si no crees a tu madre, entonces pregunta a esos sabihondos cómo
es que aún existimos. Pregunta cómo puede ser que solo haya sucumbido nuestra
vieja abuela y pregunta qué pasó con sus miles de hermanas que también le
cantaban al verano y tampoco laboraban.
Porque eso de que nos
pasamos solfeando todo el tiempo no deja de ser una charlatanería interesada,
barata. Un embuste vulgar de los animales con ropa, que pretenden proyectar en
nosotras sus propios vicios, sus propias miserias.
Porque los hombres no
son de los más industriosos que digamos, ninfa mía. Bien sabemos que hacen sus
siestas, organizan sus huelgas, se toman sus vacaciones, decretan sus feriados.
Y, por si fuera poco, tienen sus fiestas de guardar y sus asuetos y sus
cumpleaños y sus borracheras y sus partes de enfermo. Y que no conformes aún,
esclavizan noche y día a miles de animales laboriosos mientras ellos descansan
a pierna suelta. Todo eso para aplicarse a sí mismos, con rigurosidad de
matemático, la ley del menor esfuerzo, que ¡oh, paradoja! tanto vituperan desde
lo alto de púlpitos y cátedras.
Porque, como te darás
cuenta, esa culpa recurrente ha ido creando en los humanos el complejo del
haragán. Culpa que subliman, en su mezquindad manifiesta, tratándonos de
holgazanas a nosotras, las cigarras, a fin de que nadie repare en ellos, en sus
defectos, en sus antinomias.
Porque hay quienes
afirman que este infundio se viene diciendo desde los tiempos de Esopo. Pero yo
—que he averiguado— descubrí que ese venerable intelectual, si bien tuvo algo
que ver con la trama, jamás se habría metido con nosotras, las cigarras. Según
me contaron, fue al escarabajo a quien colgó el sambenito de vago y mal
entretenido en el contrapunto con la hormiga.
Pero hay más. Debo
confesarte consternada que la especie se difundió también en el mundo de los
sin ropa. Y por causa de las hormigas ocurrió. Porque estas, aunque buenas
chicas, jamás pudieron superar su complejo de esclavas, aun cuando sus reinas
no se comporten como déspotas y solo sirvan para poner huevos, huevos y más
huevos.
Porque tampoco es cierto
que la hormiga, esa supuesta mártir del trabajo, se haya recogido en sus
abrigados laberintos y le cerrara la puerta y sus graneros a nuestra supuesta
antepasada. Porque, amén de lo dudoso de que nuestra abuela pudiese soportar
los primeros fríos del otoño, ¿cuándo viste un hormiguero con puerta o puente
levadizo? ¿Y desde cuándo nos gusta tanto la cebada y el trigo a las cigarras?,
¿o acaso no nos ven siempre allá arriba en los árboles? Además, ¿no te suena
sospechoso que los hombres dejaran recoger a la hormiga esos granos dorados sin
intentar nada en su contra?
Porque si te quedan
dudas de mis palabras, pronto verás que las realmente abrigadas y protegidas
hemos sido siempre nosotras, las cigarras. Sí, dentro de nuestros pañales de
invierno, junto a las raíces de cualquier árbol que nos brinde comida y cobijo,
como quizás ya mismo vislumbres en tu cuerpito de ninfa.
Porque además oirás a
las hormigas —como las he oído yo— salir a la intemperie. Moviendo y removiendo
sus antenas en busca del magro alimento aun durante la época que deberían
resguardarse del frío, según reza la leyenda. Y esto porque sus almacenes jamás
están llenos, tal como ellas y los humanos pretenden en su engaño a medio
mundo.
Estoy indignada, sí, y
con razón. Porque las cosas hay que contarlas como en realidad sucedieron. De
lo contrario, cualquiera podría afirmar que esto es una fábula y no una
historia.
Mas si humanos y
hormigas pretenden seguir narrando sus fábulas, allá ellos. No es tu negocio
seguirlos. Nosotras, las cigarras, hemos transmitido la verdad generación tras
generación, tal como espero seguirá haciendo la tuya, oh, ninfa de mi alma.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y
FICCIONES
Nº 75 – Diciembre de 2017
– Año VIII
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral
Exp. 5347864 del 20/10/2017, Dirección Nacional del
Derecho de Autor / República Argentina.
Propietario y Director: Héctor
Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo
en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 75:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/12/
Colaboradores
Corrección
general:
Noelia
Natalia Barchuk Löwer
Resistencia
(Chaco), Argentina
Currículo
en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 72:
Ilustración
de carátula y emblema:
Mónica
Villarreal
Scottsdale
(Arizona), Estados Unidos
Monterrey
(Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo
en revista Realidades y Ficciones Nº 17:
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2014/06/
El listado completo de colaboraciones al Suplemento
de REALIDADES Y FICCIONES se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite
AUTORES.
@RyFRevLiteraria
@RyF_Supl_Letras
Las opiniones vertidas en los artículos de esta
publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.
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