SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 78 – Septiembre de 2018 – Año IX
ISSN 2250-5385 –
Edición trimestral
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido,
ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).
“Red Betta Flying Fish” (Pez volador beta rojo) Mónica Villarreal (2017) (Acrílico sobre papel, 10" x 8") Serie “Flying Fishes” (Peces voladores) |
Sumario:
• Noelia Natalia BARCHUK (Argentina)
• Eva María
MEDINA MORENO (España)
• Manuel Gerardo
SÁNCHEZ (Venezuela)
• Graciela FAZIO (Argentina)
• Omar Iván
GARZÓN PINTO (Colombia)
• Toni PRAT
(España)
• Ivo MARINICH
(Argentina)
• Lilia MORALES
Y MORI (México - España)
• Ivo Luis
MORÁN ALBÓNICO GASPAROTTO (Perú - Argentina)
• Axel BLANCO
CASTILLO (Venezuela)
• Javier DICENZO (Argentina)
• KOMODO
(España - Irlanda)
NOELIA NATALIA BARCHUK
Tiene una obra publicada, Chaco: Relatos del hoy por hoy, en
colaboración con Miguel Vidaurre. Su poema Palomas
Heridas integra la antología Tributo
a Malvinas, Ediciones Kram, 2014.
La han distinguido repetidas veces
en certámenes literarios, tanto en narrativa como en poesía, el último galardón
fue hace pocas semanas por su cuento El
fantasma de la bicicleta, que recibiera primera mención especial en el
concurso “El Chaco vive a través de sus letras”, organizado por la biblioteca
Constancio C. Vigil, de Las Breñas. Es correctora en Realidades y Ficciones.
Diversos diarios y revistas le han publicado artículos y obras de ficción. Hace
poco tiempo fue elegida democráticamente como vocal en SADE – filial Chaco.
Más sobre sus obras y trayectoria
literaria en:
• Revista Realidades y Ficciones:
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/2018/03/realidades-y-ficciones-revista.html
(Nº 32)
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/2017/12/realidades-y-ficciones-revista.html
(Nº 31)
• Suplemento de Realidades y
Ficciones:
PENSAMIENTOS
DE LA LOBA ROMANA [1]
Noelia Natalia Barchuk ©
A soles y tormentas he resistido,
desde aquellos lejanos años '20 cuando me albergaron en la plaza central.
He visto tus cambios como una
espectadora cómplice. Vi nacer el mítico Bar La Estrella , donde artistas
y políticos repetían el famoso “anotame japo”.
Presencié banderas izadas hasta
media asta, desfiles escolares, chicos de pantalones elefante y chicas de
minifalda paseando por tu glorieta.
Mucho tiempo después te llegó
Fabriciano y los artistas cincelaron quebrachos, pariendo esculturas. Lloré la
muerte de Zitto, y más acá la de Sandro o Carlitos, y la de Abel “el policía”.
Flashee con los colores de Milo y
con el advenimiento de tu nueva urbanidad.
Porque las ciudades cambian,
trasmutan, imponen su propio movimiento.
Pero yo resistiré porque soy
patrimonio cultural de Resistencia, tu Loba Romana que aúlla en silencio.
[1] Finalista en el Concurso de
Microrrelatos “Crónicas de Resistencia”, organizado por la Municipalidad de
Resistencia (Chaco), Argentina (enero de 2018).
LIQUIDO
POR CIERRE [1]
Noelia Natalia Barchuk ©
Sí, tal vez había llegado el día. El
día para tirar la toalla, colgar los guantes y prender una velita a la finada,
para que iluminara el camino. Se veía fulero el panorama.
Estaba despierto pero aún no había
atinado abrir los ojos. Sin realizar movimiento alguno, contuvo la respiración
por unos instantes. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Hasta allí llegó como
siempre. Ensayaba su propia muerte. Pero no, tentándola y todo con ese juego
macabro, no lo pasaba a buscar.
Entonces se dignó a levantar los
párpados, exhalando un largo suspiro, mezcla de alivio y desazón. Miró el
reloj, tan viejo y golpeado como él, pero seguía andando. Por fin se incorporó
desde las sábanas a un nuevo día. Un pie, luego el otro, siempre primero el
derecho por supuesto. Quedó sentado otro tanto. Pasó las dos manos por el
rostro, de abajo hacia arriba, como se amansan los pingos. Después solo una
mano parecía acomodar las vértebras del cuello. Calzó las chinelas que
fielmente lo aguardaban al costado de la cama. Se puso de pie.
Antes de dirigirse a la cocina, fue
al baño; el agua de la ducha era el mejor despertador.
Cargó la pava para preparar el mate.
Cuando estuvo listo, comenzó a tirar de la puerta persiana del frente del
negocio. Con idéntico gesto repitió para el caso de las dos vidrieras.
Finalmente sacó el cartelito escrito con letra de imprenta con la leyenda
“LIQUIDO POR CIERRE”. Hacía un buen tiempo que se había convertido en un viejo
mentiroso: todos los días la misma cosa. Quizás no fuera mentiroso, tal vez
cobarde. No se animaba a cerrar el boliche para siempre.
Esa mañana creyó con sinceridad, era
la última vez que colgaba el cartel. El negocio había tenido su relativa fama y
clientela; unos cincuenta y pico años atrás. ¡Ah! Qué distinto era el ambiente
de aquel entonces… A Piero se le humedecían los ojos y parecía volarle el alma
al recordar ese tiempo. Cierto es el dicho que todo tiempo pasado fue mejor;
pero también que la memoria hace de las suyas, engalanando a su antojo lo ya
vivido.
Pero él tenía razón. Había vivido
otra cosa, nada comparable con ese mustio presente. El bolichito siempre había
estado en el mismo lugar. Las baldosas, como si fueran un tablero de ajedrez,
se mantenían limpísimas, pese a la circulación de la gente. Los nueve frascos
en su estantería particular eran las delicias de los niños; caramelos,
confites, garrapiñadas. Se vendía bien. El precio era el justo, la atención
impecable, la clientela una maravilla. Salvo muy contados casos, tuvo que
correr algún borrachín confundido, ya que nunca habían expedido alcohol.
Las cajas de galletitas surtidas,
aceite, fideo, arroz, azúcar; todo se podía fraccionar para vender según
pudiera y quisiera comprar el cliente. También se fiaba, pero a muy pocos. Era
una tienda de ramos generales. Se encontraba desde telas, bolsas de feria,
botas de goma y los productos alimenticios.
¡La época de los trenes! Pero todo
se fue malogrando, al compás de la soledad de los rieles. El advenimiento de
otro ritmo de vida con los súper e hipermercados, dilapidaron los almacenes de
barrio. Nadie entraba a comprar en el local de Piero. Es cierto que tampoco
había intentado cambiar el perfil, renovarse. Por el contrario, parecía
empeñado en seguir ofreciendo vetustas mercaderías. Ya no vendía comestibles.
Salió de la especie de trance en que
se encontraba cuando vio cruzar la puerta a su amigo Cristóbal. Octogenario
como él, diario en mano, iba a charlar un rato. La mañana pasó. Por la tarde, a
las cinco en punto nuevamente abrió el local, colgando el cartel de la
liquidación. ¿Qué haría mañana si cumplía y cerraba el negocio? Nada. Pero
sabía que el día era ese.
Miró el mostrador, astillado, rozó
con la punta de los dedos los descoloridos paquetes de figuritas. Sintió que el
olor a humedad colmaba sus pulmones. Llegada la hora, cerró todo como cada día
anterior. Ya se había arrepentido de nuevo. Mañana, tal vez mañana cerraba todo
para siempre. Un nuevo amanecer entibió la habitación de Piero. Uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete…Esta vez, el infinito.
[1] De su libro Chaco: Relatos del hoy por hoy Resistencia, ConTexto Libros, 2014
(ISBN 978-987-1885-94-7).
ACTUACIÓN
ESPECIAL
[1]
Noelia Natalia Barchuk ©
Han pasado tantos veranos desde
aquel martes y sin embargo mi memoria guarda su imagen intacta. Llegó
desesperada. Ignoro si era realmente bonita, o por su estado había transmutado
en una especie de hada a mis ojos. Sí, solo a mis ojos cansados esa mujer
podría haber inspirado tal ilusión. De principio me hermanó la soledad que
irradiaban sus poros. Leila fue la primera que le dirigió la palabra. No puede
ver la expresión de mi secretaria, porque aguardaba desde unos cuantos pasos
atrás; solo resta imaginar sus grandes ojos cafés enternecidos ante esa figura.
Dijo tener veinticuatro años. En realidad aparentaba los veintiocho que
verdaderamente tenía.
La tarde estaba densa. Mucho calor,
mucha humedad, demasiada presión. Siempre creí que este suelo debiera llamarse
Tierra del Fuego: todo quema, arde, los veranos son un infierno. Aquella tarde
Cecilia, preñada de seis meses, se desplomó sobre la silla de plástico de la
sala. Por algún motivo tendía a descalificar con esa palabra a la mujer
embarazada. Dejaba aflorar algún resentimiento, despecho o algún desengaño mal
curado. Con el tiempo y psicoanálisis, pude revertir mi vocabulario.
No era una mujer con panza, sino una
panza con mujer, como dicen por ahí. Vestía una solera lila, con estampado
pequeñísimo, de flores o estrellas. A comienzos de la década del noventa, no se
estilaba ver como ahora a futuras mamás con remeras cortitas, ombligo al aire,
pantalones tiro bajo y diminuta ropa interior.
Al enterarme de que le faltaban tres
meses para parir, sentí una extraña congoja. Su cabello castaño, recogido en un
flojo rodete, me recordó a mi primera novia. ¡Qué alivio que no fuera ella! En
los pies llevaba unas sandalias bien planas. Su piel pálida desentonaba con las
nuestras. Cecilia sudaba a chorros, pero sofocaba dicha vergüenza secándose con
un pañuelo azul que doblaba en cuatro a cada rato para volverlo a utilizar.
Bebió por la mitad el vaso con agua fría que le acerqué. Entonces, al fin
habló.
—Necesito contratar un actor.
Preferentemente blanco, de mi edad, alto y atractivo.
En realidad pretendía un modelo y no
un actor. Nadie la interrumpió, con la mirada la alentamos a que siguiera con
su disparatado discurso.
Las apariciones serían esporádicas,
hasta dar a luz.
—Por favor, que sea a bajo precio
cada representación.
—A ver si entendí bien, señora —dije
quitándome los anteojos—. Usted quiere un tipo que le chamuye a la familia, a
los amigos y a la gente del trabajo, fingiendo que es su marido…
—Marido no, novio, y que nos estamos
por casar —replicó abanicándose con una revista.
—No creo que alguno de aquí acepte.
Pocos son físicamente algo parecido a lo que usted pretende, muchos son
decentes…
Quiso esconder su rabia, pero se le
notaba en la nariz, se le ensanchó como un toro. Luego miró sus manos, uñas
cortas, prolijas, hinchadas al igual que los pies. Después volvió la vista al
techo, y quedó unos minutos así; el ventilador colgante parecía haberla
hipnotizado. Contuvo las lágrimas y hurgó en su bolsa. Extrajo de la billetera
una foto que le habían tomado abrazada a un fulano.
—Este, ¿ve? Este es el irresponsable
que me abandonó… la culpa es mía, mía, mía… —estalló en llanto.
Comenzaban a llegar los alumnos al
taller de las seis; quería que Cecilia desapareciera. Me senté a su lado, ya
que todo el tiempo había permanecido de pie. Recogí la foto del piso y se la
guardé en el lugar de donde la sacó. Mi secre me tendió uno de sus pañuelitos
desechables y se lo pasé. Le di el sí que esperaba, que vería la manera de
encontrar quien representara el papel de novio, y futuro padre, marido
posteriormente muerto. Así, según ella, quedaría perdonada por sus afectos y la
mentira taparía la verdad que tanto le dolía. Era un absurdo, ella una idiota y
yo otro. Logré ponerla de pie, le di un volante de la próxima puesta en escena,
donde figuraba el teléfono del local, y le deseé buena suerte. Pedí que llamara
en una semana.
En las tarde siguientes, el calor
repetía sus estragos; el aire acondicionado era un lujo y no una necesidad,
como se dice ahora.
Intenté olvidarme del desopilante
asunto. No mencioné ni una palabra a mis alumnos ni colegas sobre el tema.
Recuerdo que por aquellos tiempos mis relaciones amorosas se reducían a
romances fugaces, sin compromiso. Hacía años que una mujer no agujereaba mi
cerebro. No la conozco, repetía vagamente, para no crearme falsas expectativas.
Durante todo el maldito veintiuno de
enero esperé que sonara el teléfono. Sentí que había sido una insensatez no
pedirle la dirección o algún número para llamarla.
La tarde siguiente, junto a Silvia y
Hugo compartía unos tererés mientras hablábamos de lo que nos unía y
apasionaba, el teatro.
Al salir me despedí de mis
compañeros y ya terminando de cerrar la puerta vi que ella esperaba en la
vereda. Estaba distinta de la primera vez. Venía del trabajo, estaba sutilmente
maquillada. Sus ojos me interrogaron y mi boca no habló.
Era predecible como un mal guión.
Sobre mi carpeta cargué los papeles de ella. El brazo que me quedaba libre lo
perdí en su hombro derecho. Sin esfuerzo sentí orgullo por la madre y por el
hijo. La actuación salió tan buena que decidí no morir; jamás le cobré un peso.
Me conformo con recibir cada día su beso como aplauso.
[1] De su libro Chaco: Relatos del hoy por hoy Resistencia, ConTexto Libros, 2014
(ISBN 978-987-1885-94-7).
EVA MARÍA MEDINA MORENO
(Madrid, España, 1971) Escritora.
Licenciada en filología inglesa y profesora de educación general básica por la Universidad Complutense
de Madrid.
Autora de la novela Relojes muertos (ISBN: 9788416216253).
Más información sobre sus obras y
trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
Eva María Medina Moreno ©
Era una gota rápida, prematura. El
ritmo, sofocado. Gota enfurecida que, tomando el papel de líder, se quejaba por
la fugacidad de su vida. Pensé que si hubiera sido gota pausada, de ritmo
lento, nadie la habría escuchado. Sin embargo, nadie parecía hacerle caso,
nadie se acercaba allí y cerraba el grifo, aunque eso significase acabar con
ella.
Solo yo había captado algo, al menos
la había escuchado. Aunque no me acercase al grifo, vivía con intensidad el
desarrollo de esa gota. Hubo un momento de exterminio. Luego, el espacio se
ensanchó, para que no olvidase que ella seguía allí esperándome, cansada de
repetirse, una y otra vez.
PARPADEA
Eva María Medina Moreno ©
Unos párpados que se abren y se
cierran. Pequeños trozos de carne, piel escurridiza que se tensa y destensa. Si
permanecen cerrados, desapareceré, desintegrándome en átomos diminutos. Lucho.
Esos trozos de piel son mi única apertura.
Si al bajar los párpados cierro los
ojos, me introduciré en ellos y dejaré de existir. Al cerrarlos desapareceré,
también los ojos. No quedará nada, solo una mota de polvo; esencia de lo que
fui. Esa mota se desvanecerá, mezclándose con el entorno.
¡Parpadea, parpadea!
YO
Eva María Medina Moreno ©
Que me ahogo sin poder escribir una
línea, me esbozo y me invento cada día. Me como, me devoro y me río. Opresora
de mi propio yo, que crece y pide explicaciones. Habiendo sido dictadora, debo
ahora cortar las cuerdas. Mis pequeñas Evas estiran piernas y brazos; habrá que
enseñarlas a andar.
DETERIORO
Eva María Medina Moreno ©
Acabábamos de cenar. Hacía tiempo
que lo notaba raro. Lo miré. Observaba la televisión con desidia, como si no le
interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en
una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda
se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar
en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo.
Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y
grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos
dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Cogí el plato y lo llevé a la
cocina. Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero
seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme,
él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.
Sentada en el sofá imaginé cómo
íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido
esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta.
Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que
se iban consumiendo, cada una a su manera.
MANUEL GERARDO SÁNCHEZ
(Caracas, Distrito Capital,
Venezuela, 1982) Su nombre completo es Manuel Gerardo Sánchez Campo Elías.
Licenciado en Historia egresado de la Universidad Central
de Venezuela. Graduado con honores de Magna Cum Laude. Su tesis de grado, Evas de delantal y perifollo, obtuvo
mención honorífica y publicación. En los últimos ocho años se ha dedicado a
labor periodística. Ha publicado crónicas, reportajes y entrevistas en Exceso,
Cocina y vino y Complot, entre otros medios. Actualmente, es editor de la
revista Clímax. Ha escrito el libro de relatos El último día de mi reinado.
MÚSICA PARA LOS CÓMPLICES
Manuel
Gerardo Sánchez ©
“Compás 32. ‘Ahora’, aulló
Antonio Vivaldi, y todo
el mundo arrancó sobre el
Da capo, con tremebundo
impulso, sacando el alma a
los violines, oboes, trombones,
regales, organillos de
palo, violas de gamba, y cuanto
pudiese resonar en la
nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo
alto, como estremecidas
por un escándalo en el cielo”.
Alejo Carpentier. Concierto
barroco.
En la habitación contigua al salón
principal, Samuel se anudaba el corbatín. Su tuxedo se le ceñía al pecho.
Esculpía un torso griego, como si los cinceles de Praxíteles hubieran tallado
cada curva, cada surco, cada pliegue de su piel tan áspera como mórbida. Frente
al espejo, yo lo veía tejer y tejer, como Aracné, una y otra vez, el lazo
blanco que rizaba su bonhomía de músico clásico. Al terminar la hechura, sus
manos se agitaron en un extraño vibrato que hendía la incorporeidad de la brisa
fría que, en ese atardecer del 23 de noviembre, se filtraba por la ventana. Se
examinaba con escrúpulos la camisa, el fajín, los zapatos de charol con
agujeritos en las puntas y sus dedos largos pero acolchados de violista.
Trémulo, sus piernas a duras penas lo mantenían en pie. Él languidecía ante la
expectación de una sala abarrotada de melómanos que esperaría ser conducida
hasta un remanso de felicidad o placer. Se persuadía de que, en cuanto los
crepúsculos del cielo y de su templanza se apagaran con el terciopelo de la
noche, le sacaría el alma a su viola en un concierto dedicado a Camille de
Saint-Saëns.
Después de aprobarse, volteó para
cazar a su fiel amante. Y allí estaba: obsequiosa, lustrosa y lúbrica sobre la
silla. La viola reposaba, quietecita, siempre dispuesta a ser toqueteada,
sobada y despreciada. Samuel, más que nunca, como ningún otro día, la deseaba.
Como un fámulo sexual que paga el más alto precio por la embriaguez de un
orgasmo eterno, la quería poseer y luego, solo luego de un último aliento,
desdeñarla como a una prostituta sucia. Esa noche, ante decenas de voyeurs, le
haría el amor. Deslizaría sus dedos por sus cuatro estiradas y vibrantes
lenguas, acariciaría las curvas de su cuerpo para sentir sus estremecimientos y
posaría su hirsuta barbilla de trovador muy cerquita de la boca redonda del instrumento
para sustraer los jadeos y suspiros devenidos notas: do, re, sol, fa. Esa es la
magia de la música, elucubraba Samuel. Sonidos que se imbrican, se funden y se
aparean para alumbrar un embelesamiento que abre las puertas de mundos
maravillosos.
Lugares recónditos con geografías
que ojo alguno jamás ha detallado, con efluvios y olores que ninguna nariz ha
aspirado, con sabores que no ha degustado cuando menos una boca, pero que, sin
embargo, todo, absolutamente todo, deslumbra, huele y sabe.
Samuel pastoreaba su contemplación
sin percatarse de mi presencia.
Sobre la mesa estaban las entradas
que, en tinta gris, como relámpagos de plata, decían: “Sinfonía número 3 en Do
menor. Orquesta Las Américas”.
Después de tres años sin ofrecer un
espectáculo, la famosa agrupación había reunido por vez primera a los mejores
músicos de toda América Latina, venidos desde el punto más septentrional de
México hasta el más austral de la Patagonia. Samuel , para la sazón, se había ungido
con lágrimas y aplausos como el violista más célebre de Venezuela y uno de los
mejores del mundo.
Su participación henchía de
conmoción a los expertos no solo porque su arco sería el principal de las trece
violas de la sinfónica, sino también porque desfogaría un breve recital al
culminar la romántica pieza para órgano que compusiera el maestro Saint-Saëns
en 1886. Las condiciones estaban servidas para que la noche discurriera en
júbilo y panegíricos; para que los tubos del órgano, lejos de una catedral y de
los evangelios, bramaran en breves intervalos durante los treinta minutos del
espectáculo y conquistaran, no obstante, a Dios y a los ángeles. Y, por
supuesto, para que Samuel se bañara, pródigamente, con los vítores y ovaciones
de sus seguidores.
Yo, mientras tanto, me pringaba de
una orgullosa complacencia y lo admiraba sin un ápice de envidia, a pesar de
que mi segundo libro no fue venerado sino por una miríada de xenofóbicos,
frívolos y trastornados lectores. La prensa redactaba floridas lisonjas o nos
escarnecía con duras críticas en las prescindibles secciones de sociales.
Verbigracia: “el famoso violista Samuel llegó a la clausura, junto al escritor
de A cada uno su senda, para cerrar
la semana de Mozart”. “La pareja fue sorprendida en un restaurante capitalino
cuando el escritor bamboleaba su borrachera”. “El músico Samuel Verhook se
disculpó ante la prensa por los golpes y escupitajos que le propinó su pareja a
unos paparazzi en París”. Aun cuando mi ya manido nombre solo acompañaba al
suyo para ensuciarlo o, en el mejor de los casos, para adornar, como las
espiras de una columna salomónica, el rendimiento de quienes lo adulaban, yo lo
encumbraba en mi altar, en mi panteón personal. En mis ensoñaciones éramos como
Proust y Hahn, entre paseos en cabriolés y churriguerescas comidas, entre notas
y letras, entre sinfonías y líricas. E imaginaba que Samuel me nimbaba, a la
guisa de Reynaldo a Marcel, de admiración como el único poeta de su parnaso.
Durante el trayecto al teatro no
trabamos palabras. La solemnidad de nuestro silencio no adversaba la
impaciencia e intranquilidad que nos embargaban. En pocos minutos el estallido
de los instrumentos terminaría de silenciar cualquier pensamiento impropio.
“¿Cómo luzco? ¿El corbatín está derecho? No sé, es extraño, pero me están
sudando las manos. Este concierto es muy importante para que la fundación
gringa subsidie la gira que queremos hacer por Japón y China. Todo tiene que
salir bien”, farfulló Samuel justo cuando el taxi se estacionaba para
soltarnos. Llegamos. No hubo tiempo de chácharas. Los organizadores estaban por
dar sala, solo apremié a decirle: “Toca con duende. En la salida hablamos”. Lo
besé en la mejilla recién afeitada y subí en busca de mi palco.
Los concurrentes entraban a
empellones para arrellanarse y perderse en los dos movimientos de la sinfonía y
yo trashumaba por los pasillos para ver si hallaba alguna cara conocida. El que
busca encuentra. Y allí estaba Sandoval, el crítico literario que enlodó de
degradación y oprobio mi libro, que me humilló y flageló mi ego, que bien esponjado
estaba, con látigos tan punzantes como los que desgarraran las carnes de
Cristo. Sí, allí estaba anadeando su engreimiento, con su aire de sabelotodo,
con ese paletó negro, con la misma camisa azul de cuello y puños blancos que
siempre lo embute para ocasiones de etiqueta, y con esa misma mirada que
respinga y soslaya todo a su derredor por no considerarlo a la altura de su
copete. Su postura nunca me cayó mal. De hecho, su soberbia coqueteaba con la
mía, y su sonrisa adusta manaba un savoir faire que me provocaba lamer con un
beso.
Pero desde que me había maltratado,
su presencia me había escaldado como el ardor en las hemorroides.
Me acerqué para saludarlo, pero me
ignoró. Me hizo el fo. Entonces lo odié aún más. Cerré los diques de mi locura
para que no se desbordaran mis ganas de asestarle un garrotazo que despelucara
ese copete horrendo que se le encresta por encima de la frente. Me incorporé y
al salir de la humillación me di cuenta de que su esposa, Maritza, como una
geisha, siempre había estado ahí, oliendo el polvo de los zapatos de su marido.
Para los sabedores, Maritza era la estrella: el genio detrás del crítico. Sus
textos acerca de botánica, entomología, religión y buen uso del castellano la
habían granjeado reconocimiento. Había quienes aludían a ella como la
intelectual o la papisa de la lengua. Los más agudos o los más cicateros
aseguraban que las dos novelas de Sandoval, bien acogidas por los lectores y la
crítica, habían sido escritas por ella: por su heroína sumisa. Maritza y yo
cruzamos miradas, pero siguió de largo. Me dejó solo con mi ofuscamiento. Así
eran mis ansias de aprobación.
Apareció el concertino y con él,
escoltando sus pasos, las tres flautas, los dos piccolos, los dos oboes, los
dos clarinetes, los dos fagots, el contrafagot, los cuatro cornos y las tres
trompetas junto al piano, órgano, tubas, platillos y bombos. Luego desfilaron
con salerosa marcha las cuerdas: violines, contrabajos, violonchelos y, por
supuesto, Samuel y las violas. Por último, brotó de una cenicienta y tupida
neblina el director con su batuta.
Mas él poco me interesaba. Al acabar
el protocolo, al fin gorjeó el clarinete para dar inicio al susurro del lento
Adagio-Allegro Moderato. Las cuerdas entreveraron tímidamente las primeras
crispaciones, en tanto los chelos, en un siniestro pero delicioso pizzicato,
sembraban la intriga para cederle la magia a los violines y a las violas, que
explotarían en un vaivén desafiante.
Esta introducción se bifurcaba y
volvía a converger en un mismo estuario donde reposaba un tema de carácter
mendelssonhniano y otro un poco más suave, con repeticiones en tonalidades
menores, que producían escalofríos a la audiencia.
Mientras el movimiento se desvanecía
en un estado de ánimo tranquilo y placentero por las notas de los chelos y
contrabajos —antes que terminara la orgía de sonidos en una lenta y suave y
sostenida “La bemol” tocada por el órgano—, un sentimiento de llenura, de
hastío y ahíto trepidaba en mi barriga. A mi izquierda tenía de vecina a
Maritza y ella a su vez a su engreído marido. Una sensación irreprimible de
detener el concierto me apoderaba, me gobernaba, me corroía. Quería gritar a
todos las mentiras y patrañas de Sandoval. Desenmascararlo y de confirmar todas
las suposiciones de su reprimida y frígida esposa. Ella era la artista. Domeñé
mi impulsión, al son que mecía el Poco Adagio. Su sostenida perorata entre el
órgano y las cuerdas amainó mi vesania.
El enérgico segundo movimiento, con
su Presto de pasajes rápidos en formas de escalas para el piano, con el Maestoso
que se desliza y serpentea con acordes en “Do Mayor” tocados por el órgano —y
que luego se intercalan, poderosos, con la fanfarria de los metales—, quebró la
cordura y control de los asistentes. Saltaron las lágrimas, más de un pulmón se
detuvo sin aire y las gargantas se constriñeron como por una soga en el cuello.
La expectativa culminaría en un paroxismo de alegría o degollina. Yo ignoraba,
sin embargo, todo, solo por algunas hendeduras de mi frágil concentración se
colaban los estallidos de los platillos y el tamborileo de las castañuelas. Ya
no me importaba Samuel ni ese estúpido concierto, menos las halagüeñas palabras
y encomios que recibiría mi músico y que me empalagarían al salir.
Yo solo pensaba en Sandoval, en su
camisa azul de cuello y puños blancos, en la torcida de ojos que me echó cuando
nos topamos, en su mujer, que en ese momento salivaba y deglutía, y en mi
degradado libro.
“Este último movimiento es de gran
variedad, incluyendo un tema de fuga polifónica y un breve interludio pastoral.
Los patrones cromáticos juegan un papel importante”, comentó un hombre a mi
derecha que engoló la voz para dar a creer que era una autoridad en la materia.
Antes que los músicos depusieran sus instrumentos, Maritza despertó del hechizo
y se me acercó con sigilo al oído. “No quería molestarte, pero no podía pasar
la oportunidad de decirte que me encantó tu libro. Me reí mucho”, gorgoteó
impasible. “Gracias”, le respondí todavía con un poco de indiferencia.
Cuando se hicieron la luz y el
silencio, el auditorio se puso de pie. Yo también me paré, por ósmosis.
Prorrumpieron los aplausos. Maritza me hizo guiños. Nos sonreímos y aplaudí.
Supe entonces que entre los dos había nacido una complicidad entrañable que nos
estrecharía para decretarle la guerra a Sandoval. Aplaudí y aplaudí. Las manos
me ardían con cada choque de palmas. Aplaudí durísimo, no por la orquesta ni
por Saint- Saëns, sino por mí y por Maritza, por nuestra valentía, porque ella
era más inteligente que su esposo, porque había disfrutado de mis letras en
silencio y porque la noche era mía y no de Samuel.
Al poco tiempo mi amado se paró al
frente del escenario. Solo con su viola. El recital iba a comenzar. Yo salí del
teatro en busca de un trago.
Caracas, junio 2011.
GRACIELA FAZIO
Ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Psicoanalista. Ex docente de la cátedra Fisiopatología y Enfermedades
Psicosomáticas a cargo del doctor Alberto Chiapella en la Facultad de Psicología de
la Universidad
de Buenos Aires. Tutora y actual docente de práctica profesional y del curso de
posgrado Fisiopatología y Enfermedades Psicosomáticas en el Hospital Durand.
Ha editado en noviembre de 2016 un
hermoso libro de cuentos, Retratos de la
aldea, con ilustraciones a cargo de Miguel Carini. Tiene varios otros
inéditos.
TALLADOR
DE VIDAS
Graciela Fazio ©
Vivía a una cuadra del Mercado de
Pulgas, el de la calle Dorrego. A los quince años descubrió que Dios le había
dado un don: tallar en hueso historias de vida y de amor. Entonces, se sentó en
un banquito de madera en la puerta de su humilde pero confortable casa, frente
a una mesa pequeña y esculpió, por primera vez, a sus vecinos de la vereda de
enfrente: un matrimonio de abuelos con dos nietitos que jugaban cerca de ellos.
Miguel Carini, pág. 22 (fragmento) del libro Retratos de la aldea. |
Después se le acercó una familia que
vivía en la esquina, querían una escultura del grupo familiar completo,
incluido el perro. El resultado reproducía hasta el impacto el modelo original,
incluso los músculos y el pelo estaban labrados con llamativo realismo.
La habilidad del escultor se comentó
por todo el barrio y como sus obras costaban un precio muy bajo, cientos de
familias esperaban en una lista a que les tocara el turno para quedar para
siempre modelados sobre hueso.
Llegó a tener un puesto en el
Mercado, y los visitantes del lugar hacían cola frente a su tallercito para
entregarle la foto que los dejaría esculpidos para toda la vida.
A veces tardaba años para hacer la
entrega porque eran muchos los pedidos, pero él siempre estaba tallando. Decía
que Dios pretendía que trabajara incesantemente y solo cobrara el dinero que le
alcanzara para poder comer y mantener sus heredadas pertenencias, en el barrio
que adoraba.
Durante sesenta años fue armando
cientos de álbumes en los que exponía dos fotos por carilla: una era la que le
entregaban las familias y la otra era la de la escultura de hueso.
En algunas labraba rostros, en otras
la parentela de cuerpo entero y en muchas estaban también las mascotas.
Eran obras de arte de valor
incalculable, pero él repetía siempre que Dios le había dado el don de esculpir
sin estudiar para mantener “siempre viva” la imagen de los que se habían
elegido para amarse y reproducirse. Y le había indicado que lo hiciera sobre
hueso porque era el único material que se perpetuaba eternamente y que
pertenecía a seres que sabían del amor y la procreación.
Al escultor lo conocí en la ciudad
de Colón (Entre Ríos). Estada sentado a la vera de un camino de tierra y
mostraba al que quisiera verlo sus álbumes, entre tanto contaba su historia.
Mientras yo miraba las fotos, lo
interrogué:
—¿Cuál es su nombre?
—Braulio.
—Si toda la gente del barrio y los
visitantes lo querían tanto y usted dijo adorar Dorrego, ¿por qué vino a vivir
acá?
Miguel Carini, pág. 24 (fragmento) del libro Retratos de la aldea. |
—Señora, las gentes son ateas y
traidoras, ¿puede creer que ni Dios me pudo salvar de la injusticia? El día que
cumplí setenta y cinco años, el peor de mi vida, me encerraron en la cárcel de
Devoto y cuando salí de ahí, después de diez años, Dios me sacó el don y me
mandó a vivir a las tierras de mis ancestros y acá estoy.
—¿De qué lo acusaron, Don Braulio?
—No vuelva a decirme “Don” porque
Dios me lo sacó para siempre. Yo trabajaba de noche de cuidador del cementerio
de Chacarita y desenterraba huesos para esculpir vidas; cuando lo supieron, me
acusaron de delincuente y me encarcelaron.
Si algún día viajan a Colón, y si
así lo desean, pregunten por Braulio.
MUCHO MÁS QUE UN CRIMEN
Graciela Fazio ©
Entonces sabe lo que pasó: la Gladys vendió el ranchito.
Dice el Pedro que se lo compró en 25 mil pesos.
Miguel Carini, pág. 25 (fragmento) del libro Retratos de la aldea. |
Todos decían que era prostituta como
esa de la tele a la que nadie se llevaría presa jamás.
Igual para ser puta hay que ser
linda y la Gladys
era fea, los ojos los tenía verdes pero era gorda, petisa y fea.
La cana la vigiló mucho tiempo y la
amenazaba, pero ella no tenía amigos ni familiares chorros y nadie la acusaba de
nada, hasta que por fin no la jodieron más.
Mucho después de este quilombo que le
cuento, la Gladys
dejó de trabajar, todos nos preguntábamos cómo hacía para vivir como una reina,
era muy joven para estar jubilada.
Se había vuelto antipática. Si podía, no saludaba.
La mañana que vi los patrulleros en
la puerta del edificio donde vivía la
Gladys pensé: le descubrieron que afanaba. Pero no. Una
vecina vio sangre que se escurría por debajo de su puerta y llamó a la policía
que tiró la puerta abajo y la encontró muerta por mil puñaladas, capaz que más.
¿Sabe que le revisaron toda la casa?
La cana si quiere, encuentra, eh. Adentro de un sobre había una carta que la Gladys iba a mandarle a su
prima del Chaco. Sé todo lo que decía ahí porque ayer la publicaron en el
diario. ¿Quiere que se la lea?
Arranqué la página para mostrársela.
Ahí va:
“Hola
Negra, te escribo para ayudarte y porque me juraste que si lo hacía nunca se lo
ibas a contar a nadie, si hacés lo mismo que yo podés venirte a vivir cerca de
mí y nunca más te jode nadie y la guita te alcanza y el negocio es seguro, mirá
te cuento lo que hice, vos podés hacer lo mismo, yo te ayudo.
Fue asi:
te acordás de la enfermera que me hizo el aborto hace cinco años, bueno, ella
me contó que en un lugar te pagan bien si te dejás sacar unos óvulos de los
ovarios, que ellos después se los venden a mujeres que no pueden tener hijos.
Ella
misma me llevó a esa clínica y me sacaron los óvulos. Duele muy poco. Me
pagaron y me fui.
Había
pasado un año desde ese día y se me apareció la enfermera que me sacó los
óvulos con un sobre, que le había dado la mujer que había tenido un hijo con
mis óvulos y adentro había mil pesos y una carta sin firmar dándole las gracias
por haber sido tan generosa, decía que yo era el hada que le había posibilitado
ser madre.
Entonces
me enfurecí. ¿A vos te parece, Negra, que me quiera pagar con mil pesos? Y se
me ocurrió la gran idea, le pedí a la enfermera que me diera los datos de esa
mujer.
Ella me
dijo que eran secretos y estaba prohibido darlos, entonces le pregunté cuánto
me cobraría por conseguírmelos y me contestó 25 mil pesos.
Vendí mi
casita chica y se los di y ella cumplió y me dio los datos de esa hija de puta
que usó mis óvulos y me pagó mil pesos por ser hada.
Me acordé
de mi vieja que vendió a esos cinco bebés que nacieron después que yo y le
dieron mucho más y fui por lo mío.
Me
aparecí en la casa donde vivía mi nene, el de los óvulos, me presenté tal cual
soy a reclamarlo.
Miguel Carini, pág. 40 (fragmento) del libro Retratos de la aldea. |
Dije que
era la madre del chiquito a la sirvienta con delantal negro y puntillas
blancas, esa me dejó en la calle un rato largo hasta que aparecieron esos dos:
la mujer y el hombre, eran altos, rubios, con los ojos verdes como el nene. Que
lo vi.
Yo soy
inteligente y me di cuenta que estaban asustados, entonces les dije que me
había arrepentido y venía a buscar a mi hijo.
Ahí no
hice como mi mamá, ella dice que lo que se dio se dio.
Los dos
me miraron con odio, ya no les parecía un hada, no sé qué se dijeron entre
ellos del DNI o ADN o ANN, como no entendí quedé seria y callada.
El hombre
le dijo a la esposa que me dejaran allí un rato y volvieron a preguntarme
cuánta plata quería. Les dije que no quería plata que lo que quería era el
departamento de la avenida y me lo compraron y me dijeron que si seguía
molestando me iban a matar.
Un poco
me asusté, Negra, pero después me di cuenta de que cuesta mucho pagar los
gastos de un departamento en una avenida y fui y les dije que quería 3 mil
pesos por mes y ahí mismo me los dieron y no me amenazaron más.
Del uno
al cinco de cada mes voy a pasar a cobrar.
Venite a
mi casa y te ayudo a hacer lo mismo.
Quedo
esperando tu respuesta.
Un beso.
Gladys.”
OMAR IVÁN GARZÓN PINTO
(Bogotá, Colombia). Sus poemas han
sido publicados en antologías, revistas y periódicos de varios países de habla
hispana.
En este número publicamos dos poemas
de su libro Un poeta es un satélite en
constante caída.
Más información sobre sus obras y
trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
CONFESIONES EN ENERO
Omar
Iván Garzón Pinto ©
1.
(COSOVEI)
¿Acaso
se puede escribir un solo verso sin la agonizante
pero
nunca faltante esperanza de verse reflejado en el poema?
14.
(GELMAN)
Cada
palabra que decimos nos denuda.
Cada
palabra que nos nace nos rescata de la muerte.
23.
(FONZ)
Mírame,
poeta: aquí cuelga la estrella viajera
que
encontró la refrescante sombra en la aridez del desierto.
26.
(PACHECO)
Se
tiene la lucha, se tiene el desierto, se tiene la incertidumbre. En fin, el
mundo.
Es
necesario el oasis: Si no hay versos, no podremos dar un paso más.
28.
(LOO)
Todo
poeta es una promesa mientras vive.
El
camino se encargará de decirnos qué tan falsa era cada promesa.
EL EVANGELIO SEGÚN SANMIGUEL
Omar
Iván Garzón Pinto ©
Nos
enseñaron a arrodillarnos
cuando
arreciaran los vientos del invierno.
Nos
obligaron a rogar cuando la lluvia fuerte se posara
en
nuestro pecho.
Aprendimos
a temer al fuego
por
causa de la danza de sus sombras.
y
seguían: ni viento ni lluvia cesaban
a
pesar de nuestras súplicas
y
la llama y sus sombras
eran
muy grandes ante nuestros ruegos.
“¡Crean,
crean, hermanos!”
nos
decían con las manos llenas
mientras
nos apuntaban por la espalda con un puñal
como
Abraham a Isaac.
Una
vez nos dimos cuenta de la niebla
Aprendimos
a no huir.
Así
encontramos los ojos tristes de Moisés
entre
las uvas fermentadas que impregnaban
/la embriaguez de nuestros labios:
Las
aves moribundas
y
la hedionda brisa citadina
son
el eco de la trompeta apocalíptica
que
debemos escuchar aterrorizados
o
comiendo palomitas de maíz para distraernos
mientras
ellos le roban gemidos infantiles
a
la noche que esconden debajo de sus camas
para
después humedecerlos con sus lenguas y sus ojos
con
esos con los que también nos venden sus tierra prometida
más
allá de las estrellas.
Los
mismos ojos con los que Edith vio hacia atrás
antes
de convertirse en la sal
de
la que están hechos los detractores de Sodoma
que
son también los que necesitan de Gomorra
para
vender allí su evangelio de la muerte.
De
roja sal están hechos sus atriles
sus
argollas y vestidos.
De
la misma con la que vendieron a Dios
cuando
creíamos que él nos oía.
De
sangra porque prostituyeron a Dios para llenarse las manos.
¡Un
aplauso para los proxenetas del Cristo caído y del resucitado!
Un
aplauso aunque nunca nos mostraron su costado
ni
la planta de sus pies
ni
las palmas de sus manos.
Nos
impusieron cerrar los ojos
para
entender el mensaje de los ríos
pero
el mensaje de los ríos era muy confuso.
Entonces
unos pocos nos aventuramos
A
separar nuestras pestañas:
Vimos
a los muertos pasearse en sus cauces
chocando
con las piedras
desnudos
Sin
rostro. Entendimos que nada se llevan las hojas
cuando
caen
y
que no hay nada bajo el cielo que nos sea oculto.
Solo
necesitamos entender el canto de los gallos
y
el vuelo de las aves
en
medio de tanto aullido
de
tantos gritos
tantas
luces de neón.
Nos
enseñaron a desear el sonido de las monedas
cuando
chocan entre sí.
Para
ignorar la voz herida de los niños
para
ignorar las nubes que no vio Adán
para
ignorar las aves que salieron de los mares
para
no ver la lluvia que rosó al borracho de Noé
para
enterrar la lluvia al verbo hecho carne
ese
que ahora necesita de tu ayuda
porque
ya jugó su última carta:
Mandó
a su hijo a morir por ti
y
lo único que se te ocurrió
fue
bañarlo en oro y colgarlo
de
tu pecho. Ahora eres salvo.
Nos
enseñaron a arrodillarnos para no andar la tierra.
Nos
enseñaron a rogar para vivir a la sombra de otros hombres.
Nos
enseñaron a cerrar los ojos para no ver nuestro reflejo en el agua
y
así por fin poder matar a Dios.
A Tomás
Sanmiguel
TONI PRAT
Poeta visual. Su nombre completo es
Antoni Prat Oriols (Vic, Barcelona, 1952). Cursó estudios de Ingeniería
Mecánica, Escultura y Fotografía.
Ha realizado múltiples exposiciones
y presentaciones de sus poesías visuales y ha editado libros sobre la especialidad.
Más información sobre sus obras y
trayectoria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
IVO MARINICH
Reside en Buenos Aires, Argentina.
Se encuentra en cuarto año de la carrera de Licenciatura en Comunicación (UBA).
Actualmente participa en una revista digital (Revista OZ) con relatos de
ficción. Ha sido seleccionado para participar en antologías de Argentina
(Editorial Dunken en cuatro oportunidades) y España (editorial Palabras en flor
en dos), además de haber sido finalista en un concurso de novela en España en
2015.
FEDERICO
GARCÍA LORCA, EL AMOR Y LA ROSA
Ivo Marinich ©
Dicen que Federico García Lorca
murió el 18 de agosto de 1836, fusilado por autoridades franquistas. Se lo
acusaba de socialista, espía, homosexual. Su cuerpo no fue hallado; se dice que
fue sepultado en una fosa común cuyo paradero jamás se supo. Pero todavía hoy
se lo busca, nadie sabe bien por qué: si para enterarse que de verdad fue
muerto y que no vive entre sus versos, o para encontrar junto a los restos la
belleza de un poema inédito. La búsqueda continuará, pues nadie sabe de la rosa
eterna.
Federico García Lorca nació en el
albor del siglo XX, en Granada, España. Un caballero del arte. Poeta,
dramaturgo, prosista, músico. Sus obras lo ubican entre los españoles más
influyentes del pasado siglo. Su amor platónico fue Salvador Dalí, con quien formó
una estrecha amistad hasta el día de su muerte. Regó su poesía desde la
experiencia amorosa, el amor en su verso era lo que el agua para la rosa. Tras
la explosión de la guerra civil en agosto de 1936, García Lorca es arrestado.
Pasa su última noche en una celda común junto a otros presidiarios.
Imagino esa noche. Las preguntas.
Miraría la luz de la luna por la claraboya abarrotada, luna por él tan
admirada, y se preguntaría si alguna vez, en alguna época, las personas
dejarían de ser perseguidas por amores inconvencionales. Y con una lágrima que
aquella única vez no pretendió ocultar, se respondería, como dándose palmadas
al hombro, que el futuro alumbraría tiempos mejores.
Federico García Lorca fue fusilado
la tarde siguiente en un lugar desconocido, sepultado después en la incógnita.
Yo creo saber dónde. De viaje en Fuente Grande, Granada, el destino tomó la
forma de un campesino anciano al que escuché hablar de la rosa eterna. Decía,
ante la escucha atónita de los pueblerinos, que conocía la existencia de una
flor que mantenía sus pétalos durante todas las estaciones. La había visto por
primera vez hacía dos décadas, en uno de sus tantos viajes mensuales a la
ciudad. “Allí está, haya nieve, tormenta, sequía o helada”, decía, maravillado,
a lo que después agregó: “esa rosa es poesía, sí señor, es poesía”. A los
curiosos les avisó que jamás revelaría el sitio por miedo a lo que pudieran
hacer con ella.
Solo si sus intenciones son dignas,
a aquellos buscadores de Federico García Lorca os recomiendo que exploren allí
donde una rosa se abre por la eternidad.
“Rosas,
rosas divinas y bellas,
sollozad,
pues sois flores de amor”.
EL
GENERAL LADRÓN
Ivo Marinich ©
Cuando el 12 de agosto de 1963 fue
robado el sable corvo del general José de San Martín del Museo Histórico
Nacional, sentí la obligación de encontrarlo. Por entonces tenía once años. Le
pedí a mi madre que me comprara un pizarrón y empecé a dibujar hipótesis.
Llegué a decir a mis padres que San Martín se sentía solo en su tumba, que
necesitaba de vuelta aquel compañero incondicional de batallas y glorias. A mis
compañeros de colegio les decía que tal vez había buscado su sable para
combatir los enemigos del más allá, y juntos especulábamos quienes eran estos y
si podría triunfar esta vez. Por supuesto que cuando después se le adjudicó el
robo a un grupo de integrantes de la Juventud Peronista ,
yo que no tenía idea qué significaba eso, no lo creí, ni siquiera cuando fueron
detenidos por la policía, porque de todas formas no encontraron el sable; ¿y si
los estaban inculpando para ocultar algo sobrenatural? ¿Y si era una maniobra
del gobierno para evitar que se supiera la verdad? El sable había desaparecido,
era todo lo que me importaba. El verdadero ladrón sería aquel que lo tuviera
consigo, y a medida que pasaban los meses, más me convencía de que el propio
San Martín estaba involucrado.
Pero me tocó crecer, como a todos, y
esa locura por descifrar la incógnita fue perdiendo su brillo con el paso de
los años, porque ese enigma que al principio es encantador, cuando se cierra
sobre sí mismo, termina siendo un tormento. El sable corvo del general José de
San Martín parecía haber desaparecido para siempre. Empecé a pensar que algún
astuto ladrón lo había vendido al mercado negro y seguro era adorno en el gabinete
de un poderoso extranjero. Pero aun adulto el halo de mis creencias infantiles
tocaba su música en mi mente. Hasta escribí un cuento, “El general ladrón”, con
el que sin éxito participé en algunos concursos literarios, aunque sí recibí
ofensivas respuestas de los jurados por “ultrajar un prócer”, a pesar de que
esa nunca fue la idea.
Terminé sepultando el sable. Antes
de echarle tierra me dije que detrás de su robo había todo un entramado
simbólico que ni yo ni nadie jamás entendería. El resto de mi vida hasta llegar
a este presente no aporta nada a lo que cuento, excepto el hecho de que tras la
muerte de mi mujer reviso hasta el cansancio las efemérides de cada día y me
transporto a fechas homónimas del pasado. Siento que el presente es aburrido
porque las cosas todavía no suceden, en cambio el pasado está lleno de acción y
cuando uno ha visto suficiente es capaz de conectar los hechos y darse cuenta
que en realidad todo es la misma cosa.
Hoy, 12 de agosto, entre los
primeros que hallé estaba el robo del sable corvo de San Martín. De repente me
sentí un niño mimado otra vez, que volaba con las alas de su fantasía. E hice
lo que la tecnología de hace cincuenta años no me permitía, bucear en el
interminable océano de información. Encontré esto, fracción del testamento de
San Martín, allá por de enero de 1844:
“El sable
que me ha acompañado en toda la
Guerra de la
Independencia de la América del Sur le será entregado al general de la República Argentina
don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino
he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las
injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.
En esa última línea, ahí está la
respuesta. El entramado simbólico que creí indescifrable aparecía tan claro
como es posible. El general José de San Martín robó su sable aquel 12 de agosto
de 1963; su cualidad de alma le permite estar en cualquier tiempo, y por eso lo
robó, porque sabría qué destino le esperaba a la patria que había amado.
NIETZSCHE
Y LA TEORÍA DE
LA POTESTAD DEL
BIGOTE
Ivo Marinich ©
Hoy se conmemoran 117 años de la
muerte de Friedrich Nietzsche, la persona que murió cuando debió haber nacido.
¿Quién fue este hombre anacrónico? El apellido hace que uno piense en un bigote
ampuloso que pareciera estirarse a tapar una boca que no iba a poder callar.
Era un bigote con rostro, uno que disimulaba los ojos tristes y la palidez
propia del encierro.
Me gusta pensar la vida de Friedrich
Wilhelm Nietzsche, nacido en 1844, en la vieja Prusia, desde una teoría
censurada y acusada de irrisoria, por esto último probablemente verdadera. Se
dice que el Nietzsche que conocemos no lo fue hasta entrada ya la pubertad,
cuando su reloj biológico dio la orden de, entre otras cosas, permitir el
desarrollo del bozo, aquel bello entre el labio superior y la nariz. Según
estos historiadores y teóricos, el consolidado bigote postadolescente tendría
autonomía y una inusitada conexión nerviosa con el cerebro. Dan por hecho,
entonces, que el legado del filósofo alemán es producto de esta relación
bigote-cerebral, y proclaman haberse iniciado “la potestad del bigote” (así
titulan el caso) luego de finalizada su formación escolar, cuando después de un
semestre abandonó los estudios en teología para instruirse en filología.
Sin embargo, lo más interesante de
la teoría de la potestad del bigote es que enfatiza más su vida como hombre que
su pensamiento filosófico, quizá por esto tan repudiada entre colegas.
Nietzsche, según esta hipótesis, fue un hombre que nació fuera de época, uno
que murió cuando debió haber nacido, pues el ansiado éxito de sus escritos no
llegaría hasta después de su fallecimiento. “Dejó de existir teniendo dudas
sobre el valor de sus ideas”, afirman con énfasis nostálgico los seguidores de
este pensamiento.
Existe una disputa interna en la
teoría de la potestad del bigote. Están aquellos que piensan la autonomía de
aquel racimo de pelos como siniestra, culpable a la vez de una genialidad y una
depresión que lo haría experimentar intensas vicisitudes pasionales; otra
facción, aunque respalda la idea de autonomía, objeta como real absurdo
pensarla en términos siniestros, sostiene que el vigor de sus pasiones son las
de cualquier mortal y que el bigote está circunscrito a desarrollar no la
pasión sino el raciocinio.
Pese a las diferencias, ambos
enfoques no dudan en declarar la existencia de Friedrich Nietzsche como
rebosante de pasión; amistades y enemistades, sueños frustrados, guerra, moral
enarbolado, soledad, amor propio y amor no correspondido. “Fue la pasión de
Nietzsche, y no el pensamiento, su legado más valorable”, afirman y reafirman
los paladines de esta teoría. Tenía el alemán una forma tan poderosa de
encarnizar su vehemencia, por gracia del bigote, que su cerebro no pudo
soportarlo y allá por 1890 sucumbió en una demencia que lo sojuzgó sus últimos
diez años de vida.
¿Locura? No tiene cabida la locura,
lo defienden los que pregonan la teoría de la potestad del bigote. A capa y
espada sostienen que el cortocircuito que pudo haber sufrido la mente no afectó
la claridad de su bigote, y se basan en el relato de Elisabeth Nietzsche, su
hermana, que lo cuidó en Weimar hasta el día de su muerte: “Él (por Friedrich) hace lo mismo todos los días. Estira el brazo
contra un rincón, prepara la mano como si fuese una pistola, y con la boca
simula el disparo. Después me mira y sonríe, dice haber matado a Dios”.
LILIA MORALES Y MORI
(México, 22/2/1946). Estudió
biología en la Facultad
de Ciencias de la UNAM. Es
narradora, poeta, diseñadora de arte fractal e inventora de juegos y modelos
matemáticos. En 2010 adquirió la nacionalidad española de origen, de la región
Catalana.
Más información sobre su biografía y
trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
RABORÁ
(Homenaje
a los poetas malditos)
Lilia
Morales y Mori ©
I
Como
divino céfiro
circunscribe
al cosmos
un
espíritu insigne
cuya
fúlgida luz concéntrica
y
lenta pulsación de onda
adormece
al arcano sueño
de
eternas orgías vindicadoras.
Más
Raborá
no
pende de un solo momento luminoso
nace
cuando nacen los espejos
sobre
las aguas tranquilas
al
morir las tempestades
y
ausentes los vientos
justo
cuando emergen
voluptuosos
los astros
arrojados
de un frágil universo
carente
de memoria
pleno
de reticencias
al
influjo de las aguas tibias
dispuestas
a calmar la sed eterna.
Ahora
sé que Raborá
habita
los abismos siderales
incitando
las tormentas eléctricas
que
estremecen el plácido canto
más
allá del vértigo de la materia
pálida
y desnuda
como
esferas danzarinas
dispersas
sobre lodo ancestral.
II
¡Oh
hexagrama! Preciso eclipse
sobre
la extraña superficie lacustre
en
el preludio del breve renacer
con
sorda magia ondulante
de
líneas paralelas
y
cadencia que embruja
el
flamante despertar de los poetas.
¿Sabes
acaso de otros paisajes
menos
sombríos?
¿Tal
vez alguna canción que palidece
acechando
con grave melodía
en
el umbral de la conciencia
sutil
cabellera indolente
del
glauco rostro de la sinrazón?
Mira
cómo duermen
los
recuerdos coagulados
en
el ámbar de antaño
entre
los brazos del verso
por
donde escala la vida
enigma
y principio
cual
denso muro
recinto
de osamentas
acribilladas
de pájaros
que
se agitan en la naturaleza
con
símbolos inconmovibles.
Y
cuando el viento y la gaviota
se
forjaron
y
la torre y el campanario
y
las tinieblas y el incienso
y
la cúspide y los aliados
de
la Ceremonia
del Rito Universal
se
presagiaron secretos diabólicos
para
complacer a las almas
poseedoras
de mentes agudas.
III
En
el crepúsculo
de
esta galería antigua y espaciosa
el
silencio se cubre de bruma
cuando
se anudan los ecos
hasta
volverse badajo y campana.
Tocan
las sombras
que
incendian la noche
con
su presencia de espía
en
el instante de la premonición
etérea
nave
cuando
copula el sueño
con
su túnica de hojas.
Nadie
habitó dos veces
la
misma escollera
del
barco que zozobra
sepultado
en el lóbrego mar
del
hastío.
Ya
nada es tangible
en
la esencia del tiempo
porque
somos testigos
de
la forma y la sustancia
modelada
con paciente
creación
inconclusa
como
austera casa
que
enciende los ojos de luciérnaga
encabritada
al precipicio
de
la nostalgia.
Solo
el llanto de la sirena
aguarda
en el sarcófago
lujurioso
de la serpiente
que
alucina entre la sábana tibia
y
la espuma
y
el mar frenético
como
espectro furtivo
¡Oh
espíritu!
Vacío
de la tumba estéril.
Dócil
cual gacela
te
devuelvo el tiempo
porque
antaño
también
navegaron
simétricas
figuras asexuadas
de
un enjambre de ángeles
extraviados
en delirios amorosos
envueltos
con vapores amargos
cuyo
sol paliatorio
es
la ofrenda cautelosa
y
la ira temeraria de la muerte.
Hay
un lenguaje en la boca
como
rumor de aves
mirando
el amanecer
y
heme aquí
junto
a este barro
de
forma interminable
donde
la agonía esculpe
la
imagen inversa del espejo
en
el caleidoscopio multicolor
de
una Torre de Babel
mientras
un simulacro
de
mariposas
con
alas de fuego
purifican
el camino del sol.
Danza
la telaraña
sobre
la suave espuma
y
es su blancura
tan
tersa
que
la luna
líquida
perla inmaculada
al
humedecer la transparencia
del
cristal
se
desliza en súbita gota de agua.
Inmensidad
azul
grave
oquedad
donde
sacio mi sed cada mañana
y
es un timbal
y
tu mágica voz
el
tiempo suspendido
en
este
mi
espacio inhabitado
vacío
de mi cuerpo ausente
que
atrapado en la malla blanca
reposa
junto al dintel
mientras
el Cuervo te habla.
¡Abre
viento la ventana!
Que
entre el sol con sus cintas de colores
que
no se atormente mi alma
con
frágiles tibiezas
porque
en este denso espacio
donde
suena el gong de China
quiero
eternizar mi cuerpo
y
suspender mi alma
sobre
el cristal
de
la perla inmaculada
que
se desliza en la negrura
sedosa
implacable
de tus alas.
IV
Abre
viento la ventana
que
aniquila el camino del verbo
en
fecunda reflexión de ecos
sobre
la cúpula del faro
con
pátina herrumbrosa
en
perverso equilibrio
donde
instiga el azar
la
retórica
y
el reflejo de la opaca materia
sembrada
en el abandono del mar.
Más
allá
de
las pardas
y
grises palomas
que
disertan estéril movimiento
y
al viento tocan
con
su frágil cuerpo
hendiendo
el ala
el
pico y la cola.
En
vano se disputan candorosas
difunta
presa
que
su sed reclama
y
con ojo que avizora
la
distancia
irrumpen
al azar el vuelo.
Aves
de surcar ligero
de
sueños parásitos del aire
ignoran
que el cálido reposo
se
lo deben al color de su plumaje.
V
Y
como toda imagen
que
se organiza secretamente
en
símbolos de un mundo exterior
de
formas y colores
a
lo lejos del sinuoso camino
entre
el sueño y la vida
asoma
un espejo
divinamente
inútil
encarnizado
en la búsqueda
del
reflejo relativo y absoluto
finito
e infinito
entre
el paisaje de un cuasicristal
de
una flor
de
una cascada efímera
que
rompe el caleidoscopio multicolor.
Y
esta muerte cósmica
de
imágenes que florecen
en
la conciencia
bajo
el signo de figuras abruptas
transpuestas
a nuestros ojos
cuando
renacen especulativos
frente
al universo perfecto
palpamos
la correspondencia
que
tienen los objetos del delirio
atrapados
en su propia existencia.
Es
como esbozar el sol
con
la elegancia
de
una función matemática
cuya
luz natural
imprime
la objetividad
más
honda del ser
atrapado
en el límite
paradisíaco
de los sentidos.
Más
que un acto compensador
tal
vez el espectro
vital
del drama de la creación
cuyo
deseo inconsciente
de
imitar la naturaleza
fortifica
el proceso
de
misteriosas correspondencias
entre
lo terreno y el paraíso
de
una actividad trascendente.
El
símbolo como juego de la imaginación
desciende
en el reflujo de mis sueños
que
la razón esclarece
en
el orden universal
de
una ilusión perfecta
en
imponderable provocación
que
anhela el equilibrio
dinámico
y extravagante
en
el mar acústico
que
se impacta
con
la frontera del silencio.
VI
¡Ay!
Si esta soledad no fuera mía
atormentado
amor
florecería
altivo
el
espejo donde duerme
la
luz de tus ojos
cuando
mi boca
ave
que anida el calor de tus besos
siembra
indiferente
algas
marinas en el abismo
trémulo
y vacío de la piel.
Crepita
la mañana
cuando
el sol
revienta
en el tejado
agua
de mar salobre.
Los
nidos en la playa
aguardan
el verano
de
la parturienta
sombría
y lánguida
afilada
cuna
sin
caricia ni barcas.
En
soberbia sinfonía
se
desgarra la esfinge
sádica
y frondosa
tras
el mástil que bifurca
con
intervalo angular de péndulo
amplio
y virginal
el
latido pausado
del
pétreo mármol
golpeteando
el insomnio
cruel
de Raborá.
VII
Algunas
cosas se ven
con
mayor claridad
en
noches de luna llena
porque
esa luz voluptuosa
tiene
la virtud de iluminar
la
porción exacta del pensamiento
que
materializa el recuerdo
haciéndolo
nítido y palpable.
Tal
es la ensoñación del poeta
cuando
convierte en sustancia
los
versos arrojados
con
febril erupción.
Cúmulos
de lava candente
crecen
como piedra petrificada
en
el rincón del armario
en
los frascos mohosos
y
en cada lugar preciso
de
las tinieblas
donde
sucumbió el deseo
al
abismo profundo e insalvable.
No
hay búsqueda infructuosa
solo
una eterna espera
pero
al fin
has
visto florecer al amor
como
un puñado de pétalos suaves
que
deshojas tiernamente con la boca.
¡Cuán
castrado es mi cuerpo!
Qué
vulnerable es la centella
cuando
pierde su luz espectral
al
romperse en mil pedazos los espejos.
Ahora
ya nada importa
porque
soy la sombra atrapada
en
el reflejo
de
tu dolorosa verdad
y
así como la antípoda
se
pierde en la distancia
yo
me desvanezco en el tiempo
remoto
de la memoria
convertida
en polvo
que
se hundió en el mar.
VIII
Navegan
las olas
en
el océano de recuerdos
y
yo me veo pez y coral
y
anémona temblorosa
a
veces lirio
triste
y sublime
a
veces espíritu de fuego
en
réplica perfecta
a
una razón superior
acorde
al movimiento
de
la luna que viaja con la noche
como
eterna compañera
de
luz incierta
y
breve canto luminoso.
He
visto vacilante tu claridad
como
cirio encendido
en
mi pupila solitaria
con
un brillo misterioso
de
azul y ámbar
rompiendo
el viento
en
el fondo del mástil
mutable
de la lágrima.
Quiero
tocar las barcas
que
perfuman la noche
e
incendiar el instante mismo
como
sereno pájaro
dormitando
bajo la fronda
rumorosa
de la nube.
Quiero
olvidar
que
te he olvidado
en
el imponderable sueño
que
se extingue frágil
cuando
la marea
se
descubre vigilante.
Quiero
olvidar
y
en el tiempo tenaz del olvido
tejer
recuerdos inventados
de
un mundo parecido al mío
cuyas
formas y colores
se
deshacen en la palma de mi mano.
Y
si el olvido
es
la onda del espejo
el
viento agita su sombra
como
altivo reflejo
de
la criatura humana
ahí,
donde las sábanas
son
colgadas de los versos
cara
al sol
que
se interna en el sarcófago
lujurioso
de la nube
entre
el hueco acerado
de
esta muerte silenciosa.
Más
si el olvido es la centella
del
cirio encendido en mi pecho
que
invoca al verano de la serpiente
bajo
la sombra desdeñosa
de
los almendros
igual
se esclarece
el
reflejo del espejo
mirando
el amanecer
de
esta muerte silenciosa.
Lo
sé
porque
yo he visto
tu
vacilante claridad
en
las tinieblas
de
la Torre de
Babel
con
fuego que purifica
el
umbral de la memoria desnuda
como
espectro furtivo
cuyo
glauco rostro
copula
en el sueño abandonado
al
arbitrio de tu piel.
Más
¿quien puede olvidar?
Si
el olvido
es
la incitación del alba
sumergida
en las tinieblas
de
una funesta encrucijada
cuando
inicia el día
sobre
el horizonte.
Y
hoy
esta
mañana
tu
recuerdo se diluye
en
la cinta gris
del
paisaje volátil de la nube.
IX
¡Ah!
Cómo me devora
este
inmensurable espacio
trazado
con hábil pincelada
tal
vez de purísima acuarela
embebida
en agua
de
una gema turquesa
cual
límpida cosmogonía
que
se impregna
sobre
mi rostro y mi piel
inflamándome
con el cálido añil
en
solemne estado crepuscular
cuando
el mar se cristaliza.
Nada
se interpone
entre
la voluntad
de
la superficie acuática
y
el cielo
porque
ambas latitudes
permanecen
atrapadas
entre
el reflejo extravagante
de
sus espejos.
Más
¡qué ironía!
De
repente veo como un ave
irrumpe
con plácido vuelo
el
espacio celeste
y
mis ojos
en
afinada percepción
veneran
sus gráciles alas.
Diestra
se sabe
la
plumífera incauta
y
no cesa de admirarse
en
la bruñida superficie
de
este mar vítreo
con
que me deleito.
Efectivamente
grandiosa
tal
parece
un
narciso extasiado
en
sí mismo
verdad
consabida del hermoso
que
pretende
en
su diario afán
refrescarse
con agua
proveniente
de Leteo.
Vana
esperanza
cuando
el tiempo se acumula
y
todo languidece
como
la ninfa Eco.
Es
así
que
advierto la música
del
murmullo de las olas
y
pienso que tal vez
la
divinidad me cantase
en
este momento
e
inútilmente pretendo
imitar
la
hipnótica melodía.
Pero
finalmente
me
río de mí
porque
bien sé
que
no puedo ser mar
ni
azul
ni
lamento de ola
ni
aunque me cubra el cuerpo
de
abalorios y madréporas
ensartados
con hilo verde-azul
de
las algas y medusas.
X
Y
cuando ya nada tiene importancia
guardo
el ave del atardecer
en
la vieja maleta
y
me lleno la boca de plumas
para
que vuelen
muy
lejos las palabras.
Mas
el viento
agita
la sombra estéril
de
los versos
deshojados
en otoño
y
en ocre insomnio
florece
el áurea
primigenia
de mi alma.
¡Cuánto
júbilo
el
verde desparrama!
Alegre
terciopelo
que
acaricia altivo
al
divino céfiro.
Desnuda
el espejo
el
reflejo
luminoso
y primitivo
que
la opaca sombra
ebria
y silenciosa
oprime
en mi pecho
la
forja de hierro
y
el silencio tan quedo
tan
suave
tan
pájaro huraño
en
el que yo me veo.
XI
Inagotable
es
la muerte
transmutación
del sueño
como
aciago manantial
que
desfallece en el hueco acerado
de
la sombra inerme.
Solo
el cuerpo semidesnudo
consume
la ceniza
al
borde del epitafio
¿acaso
lo recuerdas?
Alguien
vino a cambiar las flores
por
monótonos mares
que
se marchitan
con
el sol de oriente.
Toda
materia es precaria
en
la vigilia
donde
una vez iniciado el ascenso
se
torna en precipicio
la
trémula vida
como
el acto mismo
que
devora el pensamiento.
Huérfanas
las horas
acarician
la tarde
que
ciñe la ladera de la montaña
y
con encaje de aromas distantes
reverdece
el aposento
agazapando
las casas
y
la aldea
y
el hermano pueblo
y
el vientre del camposanto
y
la tierra de fuego.
Esbelto
caserío
prisionero
entre las sábanas
colgadas
de los almendros
calcinando
con sombra desdeñosa
la
apariencia de huesos
el
rumor de la piedra
y
la flor
y
el carmín
que
tiñen la fronda virgen.
XII
Profundas
como el mar
las
ventanas del cielo
anidan
campanarios
en
las pupilas
del
claro paisaje
ávido
de azahares y amapolas
que
el follaje tabernáculo
ofrenda
a la piel de la quimera.
Adverso
y paradisíaco
como
desecado fruto
el
mundo alberga
en
su antiguo peregrinar
un
tornado de bárbaros mortales
que
nutren a rampantes dioses
con
bálsamo y tatuaje
de
precioso metal.
¡Ah!
Qué perversidad
nos
acuchilla
cuando
este infausto crisol
socava
al planeta apocalíptico
con
infecta discordia
que
exhuma dolencias muertas.
Inflexible
círculo sempiterno
contenido
en el vacío
de
la dimensión umbría
de
arcángeles indómitos
impalpables
crisálidas
talladas
en roca de obsidiana
para
que el rayo idólatra
desgaje
el manto
cruel
de Raborá.
XIII
Mágica
es la onda del espejo
tan
pronto expira el valle
resurge
la cresta con el día
que
paciente se interna
al
vaivén del tiempo
árido
y místico
cuyo
templo funerario
exhala
el perfume de las ninfas.
Bien
dicen
que
hay un no sé qué
en
el aire que ahoga
quizá
sea la brisa coagulada
recordándonos
algo monstruoso
cuando
aspiramos las formas atrapadas
de
figuras incongruentes.
¡Oh
perezoso claustro!
Fortifica
mi pobre existencia
de
asceta que roe
su
propia entraña.
Yo
que
de la nada
inventé
un postigo
para
ver la piedra de Sísifo
en
la cima de la montaña
advierto
tan solo
el
musgo del muro desdentado
navegar
en la vertiente
de
la aurora
¡Oh
anatema mía
infinita
soledad del alma!
Yo
que
de tu vago recuerdo
hago
un atado
de
alas luminosas
para
escapar del reino
furtivo
de la palabra
como
un ensueño
meciéndose
en la espiral
pragmática
de la muerte.
Yo
aprendiz
de juglar
frustrado
anacoreta
transporto
el universo
a
mi aposento irreductible
con
la conciencia del heraldo
incansable
burlador nocturno.
XIV
Inminente
se
avecina el crepúsculo
ahora
navegamos sin rumbo fijo
con
las velas izadas
viento
en popa
arrastrando
el cuerpo
lejana
la sombra
entre
lamentos y gritos
de
lúcidos fantasmas
cuyos
ojos cadavéricos
se
abandonan al arbitrio
de
la criatura humana.
Atrás
van quedando los cementerios
de
muertos enterrados vivos
bajo
tierra salitrosa
capaz
de corroer
hasta
el último rayo de esperanza.
Inútil
maldecir
Eolo
hijo
de Hipotes
ha
llegado con su banda
de
cornos y flautines
augustos
oboes de música sombría.
Empieza
a extinguirse el fuego
crepitando
con pálida luz
mas
el tímido calor
resurge
en el recuerdo
violeta
de la llama
avivada
con cáusticas delicias
¡cómo
debió Raborá advertirnos!
Nuestra
es la naturaleza
y
nuestros son
los
frutos del Edén.
IVO LUIS MORÁN ALBÓNICO GASPAROTTO
(Perú, agosto de 1960). Ha escrito
ensayos, poesía y teatro, narrador de corto y largo aliento; ha vivido y
estudiado en La Paz
(Bolivia), Orlando, Florida (Estados Unidos), Sherbrooke (Canadá), Madrid
(España), Berlín (Alemania), Buenos Aires (Argentina).
Tiene en su haber nueve novelas
publicadas; Entre otras en Lima, La
niebla azul, La muerte buena, Mundo soñado; en Alemania Berlín La cárcel perfecta, Coronando, De Todas
Maneras, Nachrichten aus einer anderen Welt, así como diversas
publicaciones de cuentos cortos.
Escribió para la revista Chasqui en
Berlín. Mientras vivió en Alemania fue miembro de la Sociedad Peruano
Alemana / Instituto Iberoamericano Patrimonio Cultural Prusiano / Miembro de la Casa de las Culturas
Latinoamericanas, del Círculo Literario Karlshorst Berlín / Compañía Teatral
Ausbruch.
Representó al Perú en el encuentro
de delegaciones diplomáticas con el Parlamento Alemán en el 2000. Participado
en la Cita de la Poesía Berlín
2000-01.
Premio Literario de la sociedad
literaria El Butacón Hamburgo, ganador de dos premios literarios del círculo de
escritores españoles en Berlín, El Patio 2000-01, premiado por la Universidad de Munster
en mayo del 2002. Participó en el Festival Internacional de Literatura en
Berlín 2002.
EL
EXTRAÑO CASO DE ANAXIMANDRA
Ivo Luis Morán Albónico Gasparotto ©
Cuando conocí a Anaximandra quedé
cautivado por su mirada. Esa noche, efímera como una estrella fugaz, la hallé
en una de las mesas del café Tolón mientras escrutaba a la clientela con la
observación del que recién llega y estudia el escenario.
Repuesto de aquel paisaje femenino
que atrajo mi atención, me ubiqué en una mesa paralela a la ventana que da a
Coronel Díaz y me acomodé en la silla mientras buscaba con la vista al
camarero.
El ambiente, impregnado del aroma
del café expreso se complementaba con la porteña clientela de Palermo: en su
mayoría hombres maduros muy bien trajeados, uno que otro sujeto de rasgos
bohemios aburguesados, y, las infaltables señoras rubias gracias a su propio
billete, de ademanes distinguidos por obligación y adornadas de una discreta
petulancia.
El camarero no tardó en advertir mi
presencia, con gesto adusto, cojeando, se me aproximó. A simple vista
interpreté la cojera del hombre a una pierna más corta que la otra. Ordené un
café, hizo una seña y se retiró. La imagen de la mujer que descubrí entre las
mesas emergió en mi pensamiento. Contuve el aire y la busque con la mirada. De
pronto, choqué bruscamente con su diáfana observación, entonces sonreí
esperando que vuelva la cabeza para quitarme la mirada de encima, tal como lo
suelen hacer las mujeres bellas presa de tanto lobo suelto por el mundo de la
especie humana. Sin embargo, para mi alegre sorpresa, no despegó su mirada de
la mía. Le sonreí. Moví la cabeza con un gesto de saludo y ella hizo lo propio.
La invité a sentarse conmigo señalándole una de las sillas de mi mesa; ella extendió
la sonrisa. Al cabo de unos minutos se levantó y acercándose a mi mesa se
limitó a decir:
—Hola.
—Siéntate por favor— invité con
ademán de galán de película hindú.
Ella, me estudió con la velocidad
que solo una mujer puede estudiar las situaciones, y tomó asiento.
Me presenté.
—Soy Anaximandra— repuso a mi
presentación.
—Mucho gusto— saludé.
Anaximandra era una mujer delgada,
algo pálida, de ojos pardos y vivos, de cabello oscuro. Pensé de inmediato en
un cuadro de Renoir. Su belleza era una mezcla de exhuberancia indefinida y
languidez.
Conversamos los temas de rigor
típicos de un primer encuentro: ¿De dónde eres? ¿Qué haces? ¿Dónde vives? ¿En
qué trabajas? ¿Qué cosas te gustan? ¿Qué comida te gusta? En fin… las preguntas
usuales que se hacen cuando se conoce a alguien.
Ella, por su parte, no formuló el
clásico cuestionario social de investigación personalizada, más bien, repuso
cada pregunta acompañando sus respuestas de deliciosas sonrisas.
Hablamos de distintos temas,
intercambiamos ideas y pude notar que se trataba de una mujer inteligente y
culta, encima bella.
En el momento que la conversación se
hacía más interesante, mientras sorbía lentamente mi café, sin apartar la vista
de ella, llegaron tres señoras extremadamente producidas, cloqueaban, y se
sentaron en una de las mesas contiguas. Llamó mi atención las vestimentas que
lucían mientras se iban acomodando próximas a nosotros: abrigos de pieles,
atuendos recargados, y, el aroma del perfume de mujer madura, ese que apesta
rico y empalaga.
No tardé en solicitarle a
Anaximandra que nos cambiáramos de mesa ya que no podía soportar el aroma del
perfume que despedían las mujeres. Ella, un tanto divertida, asintió sin hacer
ningún tipo de comentario mordaz.
Le conté a Anaximandra muchas cosas
de mi vida, sin abundar en detalles y sin mencionar a mujer alguna en ella.
Finalmente hice la pregunta que se
guarda para el momento adecuado:
—¿Tienes novio? O de repente sales
con alguien.
Ella me obsequió una mirada
inteligente completando el cuadro de virtudes que descubría en ella y explicó:
—No salgo con nadie porque sé que
terminarán espantándose de mí, y, escaparán…
Advertí un ligero rubor en sus
mejillas.
—Vamos— concluyó, pues por lo visto
debía marcharse.
Nos levantamos y salimos. Extraño,
muy extraño me pareció, pues en el momento de salir me percaté que el café en
pleno, absolutamente todos nos miraban.
—Impertinentes— mascullé entre
dientes esperando mi nueva amiga no escuchara.
Se limitó a sonreír.
Salimos y nos paramos en la esquina
de Santa Fe y Coronel Díaz, nuevamente advertí que la gente que pasaba por la
calle, también nos miraba indiscretamente.
La gente, el estúpido y brutal
género humano, suele mirar o pegar su vista indiscretamente a los hechos,
situaciones, o personas inusuales. Si vestimos como estúpidos, encontraremos
otros estúpidos que nos observarán. Si vestimos a la moda, de acuerdo al
parámetro actual, no escaparemos de las miradas de los fisgones idiotas que se
fijan en la moda sobre los demás. Si poseemos un defecto físico notable, indefectiblemente,
con o sin discreción, seremos el blanco de observaciones morbosas. Somos voyeur por naturaleza.
Y justamente le explicaba este punto
a Anaximandra.
—Qué mirona que es la gente—
finalicé.
—Hay que entenderlos— me respondió a
secas.
Tomándole el brazo sugerí nos
paráramos al lado del quiosco de revista próximo a la esquina para escapar de
las descaradas miradas de los impertinentes transeúntes.
—No sé qué miran tanto— me quejé.
Ella volvió a sonreír agregando:
—El mayor bien es la prudencia, lo
dice mi tío Carlitos, el filósofo de la familia. Es prudente ignorar los actos
indiscretos de las personas. La gente gusta de observar todo lo que sale o
escapa de la normalidad, de igual forma la virtud, honestidad y justicia llaman
la atención porque constituyen una forma de anormalidad. Si el mecánico
encuentra mucho dinero en tu auto, le llamará la atención, entonces si es
honesto, lo devolverá y eso es algo anormal, es noticia. Si la noticia del
mecánico honesto sale en la TV ,
llamará la atención a la gente, pues devolver por ejemplo cincuenta mil pesos,
es inusual.
Anaximanadra, tras decir estas
palabras guardó silencio esperando mi acotación.
Nada repuse, me limité a esperar que
ella concluya su disquisición de las observaciones.
Se formó un vacío entre ambos.
—¡Me tengo que ir!— exclamó de
improviso.
—Bien, Anaximandra, ha sido un gusto
conocerte. ¿Te puedo volver a ver? El destino ha hecho que nos conozcamos y…
Anaximandra colocó de manera casi
pueril su dedito índice sobre mi bocaza invitándome con diplomacia imperativa a
callar.
—El destino al que todos temen
produce risa. Más vale creer en el destino como camino inequívoco trazado por
lo divino que en la fatalidad del destino humano, en la fortuna del destino de
la gente. El azar tan solo aporta lo bueno o lo malo sin que se pueda
controlar.
—Puta madre, es la hija de Sócrates—
pensé.
—Entonces a mi me trajo algo bueno—
interrumpí.
—No lo sé— repuso ella desde una
instantánea abstracción que rompió diciendo:
—Llámame a este teléfono— y apuntó el
número en una servilletita de papel barato del Tolón.
Acto seguido, se marchó tan rápido
que no la pude observar por su ángulo trasero, elemento que todos parecieron
observar.
Pase tres semanas pensando en
Anaximandra, la evocaba y su imagen llegaba fresca a mi mente. Sus ojos y su
mirada. Su cabello delgado y sedoso, como el de las propagandas de shampoo. Su
sonrisa inspiradora, fresca casi infantil. La modelo de Renoir. Empero no
quería llamarla. Para conseguir las cosas a veces hay que hacerse el interesante
y reprimir los deseos compulsivos que enciende la testosterona.
Pasado un mes la llamé: Me invitó a
su casa, hecho insólito que me sorprendió. Una joven, bella, que llama tanto la
atención, no invita tan alegremente a un casi extraño a su morada.
—Calle Cabello 4801 8-B, cerca del
Hospital Fernández— informo en tono liviano.
Llegué a las siete de la noche en
punto, con unas florecillas que compré frente al Centro Comercial Alto Palermo,
o Shopping como le llaman los porteños a estos establecimientos; flores que
resultaron caras y malas.
Además, procuré vestirme lo más
prolijo posible y me perfumé con un clásico de Armani que me costó un ojo de la
cara, situación que asumí aceptando mi existencia en el mundo consumista.
Cuando me abrió la puerta, quedé
impresionado: Anaximandra llevaba el cabello desordenado y vestía un polito
celeste y un pantaloncito corto. Esgrimió su bella sonrisa y me alumbró con su
mirada. Me vi obligado a estudiar sus piernas: torneadas compactas y bellas las
cuales terminaban en pies cuidados con esmero, tan bellos, que memoré el
fetiche del imaginario erótico nipón: pies perfectos.
—Pasa— invitó con voz musical.
Sinceramente, deseaba ver la
dimensión, forma y atractivo de la cola de Anaximandra.
—Sígueme— ordenó a secas
Al volverse, atónito, no pude verle
el culo porque algo inusual llamó mi atención; ¡Tenía rabo! Cola, verdadera
cola, o eso parecía, aunque se hallaba recubierta de un forro adherido o cocido
al pantalón corto que usaba.
Sin lugar a dudas era una broma. No
solté palabra alguna, y me limité a agudizar mi observación en su rabo, o lo
que había puesto allí, tal vez para tomarme el pelo; ¡Pero no! Era lo que yo
creía, en esos segundos, mientras la seguía, observé con mis propios ojos cómo
se movía aquella extensión que emergía de entre sus bellas y pronunciadas
nalgas.
—Puta madre ¿Qué es esto?— pregunté
en mis adentros.
—Pasa— me dijo con naturalidad
mientras movía la cola cuya longitud calculé en unos 40 a 50 centímetros.
Obviamente, cuando la conocí, el
único despistado que no advirtió que tenía rabo fui yo. Aunque, pensándolo
bien, no se dio el momento en el cual pudiera haber visto su rabo.
¿Y la gente? Preguntaba en mis
adentros respondiendo a mis propias preguntas:
Pensarán que es una broma, creerán
que Anaximandra es completamente chiflada y se colocó en el culo, cocido sobre
sus bragas, un resorte con un dispositivo electrónico, mismo Cyborg.
¡Pero que va! Desde un principio
supe que es rabo era realmente auténtico.
Anaximandra, solícita y exquisita,
dulce y misteriosa, me arrancó de mis propios pensamientos.
—¿Quieres un trago? ¿Cerveza?
¿Escocés? ¿Ginebra?
—¡Caray!- interrumpí— me abochornó
con tanta amabilidad.
Observé que Anaximandra sonreía y al
mismo tiempo movía la cola. En un momento ella pareció notar mi indiscreta
observación. Más culpable me sentí cuando recordé nuestra charla filosófica
acerca de los mirones. Empecé a sentime incómodo, y de inmediato, llegaron a mi
mente las palabras de Anaximandra. “Se que terminarán escapando de mi”.
Con la mayor discreción posible
mientras Anaximandra buscaba los vasos volví a observarle la cola: se movía
lentamente, con el movimiento del rabo de una gata, intempestivo, ondulante;
recordé a mi gata Pepa, entonces relacioné el movimiento de su cola con el
nerviosismo. Cuando la Pepa
estaba nerviosa o enfadad movía la cola de la misma manera,
Anaximandra rompió mis conjeturas:
—¿Entonces qué bebes?
—Cerveza— espeté
—Bien, hay unas bien frías en la
heladera.
—¿Cómo es que eres tan reflexiva? Me
refiero a que no siempre se encuentra mujeres bellas que te den charlas
filosóficas.
Pensé de inmediato en su cola. La
jodida cola. Mientras Anaximandra sacaba las cervezas de la heladera su cola se
meneaba, no podía dejar de mirarla.
Noté que me miraba de reojo, sin
lugar a dudas ya había notado que la miraba.
—Qué vergüenza— pensé.
Se acercó y dijo:
—Siéntate en el sillón, o es que vas
a pasarte la noche allí parado.
Silencio. Anaximandra servía las
cervezas. Pegué una observación al entorno: el departamento era pequeño y
acogedor; muebles funcionales y cómodos. Computadora, televisión, todo muy
ordenado. El ambiente tenía un ligero aroma a incienso.
—¿Utilizas esos inciensos místicos?—
pregunté por preguntar.
—Sí, son relajantes— repuso con
suavidad.
—Algo así como místico— agregué.
—¡No! El aroma entra en los
sentidos, si es bueno gratifica y produce la natural reacción de placer, un
buen olor es un placer. El deseo de alcanzar la tranquilidad del cuerpo. Yo
deseo que mi departamento huela bien. Considero necesario estimular el cuerpo
mediante el placer de los aromas. Son estadios de la felicidad de la vida.
—¡MI madre! Esta mujer sin cola es
sin duda la tataranieta del mismo Sócrates— pensé mientras la observaba sorber
su cerveza.
Silencio.
—Puta madre, no sé qué decir,
quisiera escapar. Pero no, esta filósofa con cola es espectacularmente
interesante.
La imaginé sin pantalones, sin
bragas parada frente a mí enseñando su monte de Venus ligeramente sombreado por
un incipiente vello púbico mientra su cola de gata daba vueltas asomándose…
Estaba sentado frente a ella como un
tonito de capirote, no sabía por dónde abordar la conversación. No sabía qué
decir. Era sin duda la cola, la jodida y puñetera cola.
—¿Estás hace mucho tiempo en Buenos
Aires?— pregunté.
—No, hace dos años, vine a estudiar,
llegué con mi novio y… él ya no está.
—Habrá muerto el pobre— imaginé.
Mejor no comentar ciertas cosas que
la gente te cuenta en sus exteriorizaciones: la verdad ya tenía otro tormento:
la filósofa con cola era viuda. ¡Dios mío! Todo junto.
—Y sigues estudian…— Anaximandra me
interrumpió:
—¡No! Por ahora no.
Anaximandra movía la cola como mi
gata Pepa cuando me iba a arañar. Su rostro había adquirido un rictus
ligeramente perceptible de severidad; lo trataba de interpretar.
Mi silencio y la cantidad de
cavilaciones rompían la atmósfera de paz con la cual sin dudas vivía
Anaximandra.
—Te siento y te veo muy tenso.
Desconcentrado y por momentos ausente. Cuando te conocí actuabas diferente.
Bien, lo que sucede es que no habías observado mi colita.
Anaximandra se volvió irguiendo las
posaderas que apuntaron hacia mí, y, movió la cola. Se dio media vuelta y quedó
mirándome fijamente para decir:
—¿Y? ¿Te gusta o te asusta?
No sabía qué carajo responderle.
Anaximandra echó una carcajada que
sonó a riachuelo andino, suave y distante.
—Me encanta que no hayas hecho
ningún comentario a cerca de mi colita. Así nací. El informe médico ilustraba
mi excepción: mis vértebras lumbares son diferentes a las tuyas, y mis
vértebras coccígeas lo mismo. Mi coxis no termina como el de cualquier mujer,
el mío se extiende formando una hilera de vértebras que conforman mi cola. Mi
fisiología no es igual a la del resto de humanos.
—Será extraterrestre la hija de su
madre— me dije en la mente.
Y luego acotó:
—Para mí, vivir con esto siempre ha
sido motivo para pensar mucho.
—Tengo una curiosidad independiente
a las millones de cuestiones que quisiera discutir contigo.
Anaximandra esbozó una de sus
deliciosas sonrisas y exclamó:
—¿Cuál? Si se trata de mera
información o contestar tus inquietudes, te podría satisfacer si puedo
responder.
—Bien— carraspeé.
—Cómo es que la gente en el café,
todos esos sapos que te miraban no te inmutaron en absoluto y… me parece raro
que con tu belleza no te hayas hecho famosa.
—¿Por la belleza o por la cola?
Instantáneamente pensé en las dos
cosas. Ver cómo movía la cola, con esos saltos intempestivos que aceleraba y
desaceleraba el movimiento como una gata, constituía un espectáculo de belleza
indescriptible.
—Tu belleza está en ti y acaba en la
punta de tu cola. ¿La puedo tocar?
Terminé preguntando con tonito
párvulo.
Anaximandra se me aproximó y pasó su
cola por mi cintura.
—Tócala— dijo a secas.
Su textura estaba escondida tras la
tela que la forraba; sin embargo su contextura era gruesa; al rodear su cola
con mi mano, sentí de inmediato la morfología vertebral de aquella extraña
extensión.
Me percaté en un microinstante de
pensamiento, y, recapitulando todo lo conversado, que Anaximandra no contestaba
muchas de mis preguntas, y, con astucia femenina, y con cola, no solo eludía
mis preguntas sino que sus ademanes las desvanecían en la conversación.
—Bien, bien— mascullé.
—Bien, bien ¿Qué?— replicó ella
desafiante con cierta ironía en el rostro.
—Bien…. Creo que llegó la hora de
irme— divagué.
—¿Qué? ¿Te vas? ¡Viste! ¿Qué es lo
que te ha molestado?— objetó a mi información partidera.
—No, nada, no sé lo que estoy
diciendo— repliqué sintiendo un incómodo calor tras mis mejillas y la frente.
Resultaba inefable aquella
sensación. Pronto mi frente se perló de sudor y me sentí azorado. Anaximandra
finalizó su vaso de cerveza y al momento que lo apoyaba en la mesa de centro,
las gotas que el frío condensaba en el vaso brillaron anunciando que ya no
había líquido ámbar, subí la vista, y, gratificado estudié a Anaximandra
mientras se limpiaba la espuma de los labios con el dorso de la mano y sacudía
la cola, era una delicia.
Silencio. Anaximandra ya no hablaba,
se levantó del sillón y caminó hasta la nevera; incluso su forma de caminar era
sensual, cada paso grácil que daba era coronado por su extraordinaria cola.
Aquella noche me despedí disminuido.
Anaximandra me dedicó la última hora simples sonrisas, uno que otro fugaz
comentario y una que otra mirada intermitente.
Salí de su departamento, enfilé a la
avenida de Las Heras y crucé el parque con el mismo nombre sumergiéndome en la
penumbra nocturna que proyectan los árboles con sus sombras. Entre los árboles,
divisé una parejita haciendo artos toqueteos que mediante la fantasía del deseo
traspasan la tela. Seguí caminando imprimiendo algo más de velocidad a mis
pasos. En mi mente estaba Anaximandra. Empecé a imaginar:
—Anaximandra famosa, en las
pasarelas, vestida con Yves Saint Loren y moviendo la cola ante un público
agolpado ante su espectacular presencia. Desplazando a la exuberantes y
fornidas vedette, esas entradas en carne que acaparan los programas bobos.
Atrayendo la atención del mundo entero, ¡Anaximandra! La mujer con cola.
—Es extraño que no sea famosa con lo
sensacionalistas que son en la
Argentina.- pensé
Y seguí imaginándola: deslumbrante
filosofando sobre la justicia social en un esplendoroso auditorio y rodeada por
reporteros amarillos.
La imaginación, funciona como un
rayo que al descargar su energía, cambia la imagen; Y la mía, trasportaba a
Anaximandra a miles de situaciones. Imaginé a Anaximandra bailando conmigo en
una fiesta muy elegante, un año nuevo, yo con smoking y ella con un vistoso
traje de noche moviendo la cola al ritmo ondulante y romántico de la música
soul… Ya estaba frente a mi casa. Mis pensamientos se esfumaron, y aterricé en
la realidad: abrí la puerta la cual produjo un sonido desapacible, y entré
silencioso. Anaximandra no escapaba de mi mente.
—Me he enamorado de Anaximandra, o,
sencillamente mi propia extravagancia me obliga a interesarme en una mujer
diferente, en fin… una tía con cola como una gata. Un fenómeno sin pensar en el
eufemismo que arroja la consciencia y el tacto que dicta la misma.
Los días siguientes, en mi amplio
departamento con vista al Río de la
Plata , diminuta vista, por cierto, pues la pugna de edificios
es bestial y el horizonte se va cerrando, sentado en la terraza bebiendo una
Corona con limón, evocaba a Anaximandra. El asunto se ponía obsesivo: cuando
llegaba a algún supermercado, en el Disco, o en cualquier chino del barrio, me
la imaginaba pasar con un carrito recogiendo latas de conservas coloridas,
caminando sensualmente y atrayendo la atención de todos con su cola.
Si me iba al teatro, me la imaginaba
en escena, actuando ante un público abarrotado que la observaba hipnotizado.
Pensé en la descabellada idea de
invitarla al zoológico para presumir con todos los visitantes que acuden a ver
los animales cumpliendo cadena perpetua por ser bellos, nobles y naturales; y
yo, frente a la jaula de los leones moviéndose inquietos entre moscas,
sacudiendo sus colas felinamente, espantándolas, mientras, Anaximandra,
haciendo lo propio con la mirada clavada compasivamente sobre los condenados.
—Tengo que dejar de imaginar tanta
estupidez— dije en mis adentros.
Me arrellané en el mullido sofá que
mandé hacer para mi lectura, suspiré, y tomé la decisión de llamarla para
sostener una seria conversación con ella.
—Le diré todo lo que imagino. Le
preguntaré ¿Qué siente por mí? ¿Le gustaré?
Todo este cúmulo de inquietudes discurría
en mis pensamientos. Tomé el teléfono y marqué: la voz musical de ella, con
tonito cálido contestó al otro lado del hilo telefónico
—Hola ¿quién habla?— preguntó.
—Soy yo— informé acentuando mi
nombre.
—Ah, tú, bueno… ¿Qué deseas?—
inquirió a medias arrancando la melodía cándida y musical de su voz para
trasformarla, hábilmente, en una voz indiferente y gélida.
Me confundió. Balbuceé
incoherencias.
—O sea… Quería saber, lo mismo te
visito.
—¡Habla claro!— espetó
imperativamente.
Carraspeé y armándome de valor,
escupí la pregunta:
—¿Te puedo volver a ver?
Escuché una risita de acordeón al
otro lado de la línea, lo cual me hizo sentir inmensamente idiota.
—Bien, nos podemos ver, te espero en
un restaurante en la calle Bulnes con Libertador, el local se llama Paninni,
estaré allí mañana a las ocho de la noche en punto. No llegues tarde porque
sino me voy, me gusta la puntualidad. No me agrada que me hagan esperar. Buenas
noches.- acto seguido, sin dejarme lugar a réplica, escuché el pitido de la
línea: había colgado. Reflexioné sobre el tonito que utilizó conmigo, ya no era
tan amable, ni formal, mucho menos dulce, más bien sonaba al tono marcial de
una oficial de alguna escuela militar desconocida.
Pasé toda la noche sin dormir, la
jodida Anaximandra caminaba en todos los vericuetos de mi imaginación, y eso,
evitaba que me entierre en el apacible sueño que brinda la árabe almohada; la
situación se volvía una real locura obsesiva. Desvelado, con los ojos
inyectados y enrojecidos, salté a la ducha sin afeitarme, salí, me sequé, y
continuando con el ritual mañanero me senté en el inodoro leyendo el diario del
día, y, no fui capaz de concentrarme en las malas noticias y crímenes que
publicitaba porque de inmediato mis pensamientos plantearon nuevas interrogantes.
¿Cómo coño hacía Anaximandra para sentarse en el baño con ese rabo? ¿Tendrá una
piscina con tierra para hacer sus necesidades?- me pregunté dentro de la locura
obsesiva e incoherente que se apoderaba de mis pensamientos. Deseché esa
retahíla de locuras sacudiendo la cabeza y me vestí, me perfumé sin ningún
afán, y con cierta parcimonia, me preparé un café. Eran las seis de la mañana y
decidí salir a caminar un poco por el parque para disipar la figura de
Anaximandra de mi mente. Caminé por la avenida Coronel Díaz, era muy temprano
en la mañana y los gases contaminantes que eructaban los autos todavía no
habían copado el ambiente, la flatulencia mecánica atmosférica no había
empezado su labor. Al llegar al Parque de Las Heras inspiré profundamente el aire
matutino llenando mis pulmones del oxígeno limpio que, imagino, se encontraba
aún entre los árboles del parque. Caminé durante unos minutos sin rumbo fijo
observando a los perros con sus cuidadores o paseadores, todos ellos
congregados en el centro del parque: una jauría festiva, ladridos, corridas y
los canes moviendo sus colas con afán de lealtad única, mientras, sus
alternativos custodios, fumaban un inmenso porro alejándose de su realidad
mundana. Definitivamente, esa era una buena profesión: cuidar perros; ellos no
protestan, no joden, no lloran, no hablan, tan solo ladran y aceptan todo sin
queja alguna. Advertí el movimiento de cola de los canes, lo cual me llamó la
atención: había perros grandes, pequeños, de raza o chuscos, todos formaban una
comunidad admirable. Era imposible no pensar en ese instante en la cola de
Anaximandra.
—Sí, pero ella tiene cola de gata
—pensé— nada que ver con la zalamería de los perros.
Y es así, los perros son zalameros,
les gusta celebrar a sus amos, son amigables si no te muerden a la primera y si
están educados en familia. Son obedientes y poseen distintas personalidades que
desembocan siempre en una constante atención a las actuaciones de sus amos. Su
fidelidad indiscutible ha servido para inspirar a millones de artistas y
pensadores. En cambio, los gatos y gatas son diferentes e indiferentes, no se
inmutan si el amo llega, y siempre son indefectiblemente relacionados con el
diablo y las brujerías. Tampoco persiguen a sus dueños, salvo excepciones, como
cuando el amo lleva algún tipo de alimento que a ellos les apasione. El gato y
la gata suelen ser impersonales y muy interesados, no son portadores de la
fidelidad fraternal que muestra el perro al amo. Los gatos según dicen, son
traidores, y si el amo se está muriendo ni siquiera se inmutan, no hacen ni
puto caso. Ellos aman la casa, la comida, las gatas si son gatos y los gatos si
son gatas, y no se interrelacionan entre ellos con tanta vivacidad como los
canes. Mis disquisiciones internas acerca de los perros y los gatos eran el
producto de la obsesión llamada Anaximandra. Sentí el deseo de acercarme a los
cuida perros para solicitarles una calada de su porro: me levanté de la banca
de donde formulaba mis propias observaciones e hice un ademán de saludo, lo
pensé, me detuve, me llevé la mano al mentón como la reacción típica del humano
indeciso, y reprimí mi reacción regresando a mi asiento. La mañana transcurrió
fresca, alegre. Mientras avanzaban las horas llegaron abuelitas dulces, algunas
completas, otras decrépitas custodiadas por sus respectivas enfermeras,
abuelitos en las mismas condiciones que las abuelitas, niños y niñas con sus
respectivas domésticas que los cuidaban. Divisé un grupo de madres jóvenes que
empujaban alegres cochecitos infantiles con sus respectivos pasajeros
durmiendo, mientras ellas, charlaban de ropa, de moda, de los maridos, de las
novelas, de bobadas y de las estupideces clásicas.
—Todo esto es increíble— murmuré en
voz baja como un loquito de parque.
Pasé la mañana entera en el Parque
nadando en el océano de las observaciones, buceando en las reflexiones más
disparatadas, de pronto, miré mi reloj de pulsera y eran las dos de la tarde,
no sé ni entenderé jamás como diablos pasó el tiempo, lo único que sé que ella
seguía metida en mi cabeza como si me hubieran insertado un chip que irradiaba
en mi cerebro la existencias de Anaximandra, la mujer con cola de gata.
Me hallaba verdaderamente extenuado
por no haber dormido la noche anterior, y pensándolo bien necesitaba algo de
descanso. Me levanté de la banca y salí caminando con dirección a mi
apartamento para refugiarme entre las sábanas de mi cama y encontrar algo de
reposo, me hacía falta. Llegué a casa y tanto durante el camino como al llegar,
hice un gran esfuerzo para no pensar en ella, para apartar de mi cabeza las
incoherentes elucubraciones acerca de las posibilidades de vida y rutina de
Anaximandra. Cuando estuve frente a mi cama, tras despojarme de la ropa, salté
en ella como si fuera la piscina del relax. Quedé profundamente dormido y empecé
a soñar: Anaximandra estaba vestida de novia, y yo la esperaba en el altar, el
cura nos miraba con la complacencia con la que miran los sacerdotes buenos.
Ella venía entrando acompañada de un hombre que en sueños, presumí era su
padre, aunque el señor de marras, no tenía cola. Luego, miraba a mi novia, en
todo momento buscaba su cola, y ella me miraba embelesada, y yo, me sentía en
ese pasaje onírico encandilado por mi bella novia. Era una sensación real.
Cuando estuvo a mi lado giré la cabeza para observarle el rabo, y éste se movía
arrítmicamente, a saltos, se hallaba forrado de satén blanco con el que decoran
los asuntos nupciales, en esos momentos, sentí orgullo por el rabo de mi futura
mujer. Eché un vistazo a los familiares y amigos congregados en la iglesia,
compartiendo nuestra eterna e indisoluble decisión, y todos lucían felices y
sonrientes, definitivamente celebraban nuestro enlace; de un momento a otro,
irrumpieron en la iglesia un grupo de periodistas que nos rodeó descaradamente,
y como ellos suelen hacer, sin reparo alguno, dispararon sus artefactos que, en
sueños, atraparon el instante inexistente. –Saldré en la revista Hola- pensé
estupidizado dentro del mismo sueño. Desperté: estaba envuelto en las sábanas,
semidesnudo y empapado en sudor; miré el reloj y eran las siete y cuarenta de
la noche, o sea, me quedaban exactamente veinte minutos para poder acudir al
encuentro de Anaximandra. Me vestí como un rayo, alcancé a perfumarme y salté
dentro del elevador, apenas toqué piso salí disparado a la calle a detener un
taxi: pasó uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis taxis, todos los malditos taxis
se hallaban ocupados, me desesperé hasta que finalmente apareció uno frente a
mí que se encontraba disponible, lo abordé y solicité que me lleve a la dirección
concertada.
—Rápido señor que me espera
Anaximandra— indiqué nervioso.
El taxista, se volvió clavando su
mirada sobre mí, y preguntó:
—¿Y quién diablos es Anaximandra?
¿La debería conocer?
—La verdad que no —le dije—. Lo que
sucede es que me he enamorado de ella y no me la puedo quitar de la cabeza,
disculpe por la tontería que le acabo de decir.
El taxi tuvo que dar varias vueltas
por las direcciones del tráfico, y cuando llegué al restaurante Paninni eran
exactamente las ocho de la noche con diez minutos, o sea llegaba tarde. Entré a
tropezones buscándola con la vista entre las mesas: el restaurante se hallaba
atiborrado de comensales, tragaldabas y los personajes pulcros y elegantes que
constituían la clientela. Los aromas de perfumes de moda no se encontraban en
la atmósfera debido a su dispersión con los olores gourmet de las pastas, las
carnes, y otras delicias que devoraban refinadamente los asistentes. Parado a
mitad del local, busqué impaciente y desencajado a la camarera, yo la conocía y
me había atendido varias veces. Los presentes me echaban observaciones
diversas: estudiándome, reprobando mi actitud torpe, sacudiendo la cabeza, o
extrañados. Nada me importaba, - que se jodan- pensé- Anaximandra no estaba en
ninguna mesa.
—¿Has visto a una chica de cabello
negro muy simpática sentada en una mesa esperando a alguien?— susurré con
visible nerviosismo e impaciencia.
La camarera me lanzó una mirada de
extrañeza, giró la cabeza buscando entre las meses y repuso.
—La verdad, si te fijas bien, aquí
hay unas cuantas chicas de pelo negro y simpáticas— me sonrió y continuó
atendiendo las meses.
Con marcada imprudencia me volví a
acercar a la mujer con ademán insistente:
—Mira, esta chica tiene rabo, cola,
no creo que haya podido pasar desapercibida.
La mujer, me volvió a mirar
estudiándome, escudriño mis ojos y guardando la compostura y absteniéndose de
llamarme loco, informó:
—Difícil que exista una mujer con
esas características, la única persona que ha salido de aquí en los últimos
veinte minutos fue justamente un chica, pero ya se fue.
—¿En qué dirección?— pregunté
impaciente
—Para allá— señaló.
Salí corriendo, y alcance a ver a
Anaximandra subirse a un auto deportivo color negro, un auto visiblemente
costoso. Le quise gritar, la quise llamar, y ella, mientras que arrancaba me
lanzó esa mirada única, sonrió y se despidió para desaparecer en el tráfico de
la avenida del Libertador.
Cuando la llamé por teléfono, una
voz robótica y gutural me informó que el número no existía. Fui a su
departamento, toqué el timbre y nadie contestaba. Estaba parado en la puerta, y
el portero del edificio, advirtió mi presencia, salió y me informó que allí no
vivía nadie hacía algunos meses.
—¿Quién fue la última persona que
vivió allí?— pregunté desesperado
—Si lo quiere saber, se lo diré —me
dijo a secas—. Fue una chica joven y bonita que murió en un terrible y trágico
accidente automovilístico.
—No le creo— increpé fuera de mí.
—Mire señor, de mi nadie duda— se
quejó; acto seguido, extrajo una llave de su bolsillo y abrió la puerta del
departamento donde había visitado a Anaximandra: Estaba vació, tan solo unas
cuantas revistas se hallaban esparcidas sobre la solitaria alfombra. De
repente, un gato negro, con una cola muy larga salió de la cocina. Sentí que la
piel se me erizaba.
—¿Y ese gato?— grité desesperado.
El hombre me observó con cierta
compasión y con un suspiro dijo:
—Ese no es ese, es esa, es la gata
de la señorita Anaximandra, la chica que vivió aquí y murió fatalmente en el
accidente, el animalito, nunca dejo la casa, dicen que los gatos quieren más a
la casa que el amo.
Hasta el día de hoy me pregunto, si
todo fue un sueño, o, si en realidad es necesario que me mantengan encerrado en
este maldito manicomio por insistirle a los psiquiatras que conocí a una mujer
que ya estaba muerta y encima, tenía una hermosa cola, y a quien de verdad
nunca dejaré de amar.
Ivo Moran Albonico Gasparotto:
Este cuento se acabó un día con humo
de chorizos, calor pegajoso y con pesar en el corazón.
AXEL BLANCO CASTILLO
Caracas, Venezuela, 1973). Profesor
egresado del Instituto Pedagógico de Caracas - UPEL. Autor del libro de cuentos
Al Borde del Caos publicado por El
Perro y la Rana
y Más de 48 Horas Secuestrada y otros
relatos por amazon.com.
Más información sobre sus obras y
trayectoria literaria en Suplemento de Realidades y Ficciones:
VECINOS
INDISCRETOS [1]
Axel Blanco Castillo ©
—Papi, cierra la ventana que está
mirando otra vez.
—Ese tipo no puede ver que entras al
baño. Parece que te estuviera cazando las veinticuatro horas.
—No sé… yo no tengo la culpa, papi…
—Claro, las mujeres siempre le
vienen con eso a uno, ¿por qué no dicen la verdad?
—¿Cuál verdad?
—Cuál va a ser, que le gustan que se
la devoren con los ojos.
—Me ofendes, ¿acaso yo tengo la
culpa de que un noventa y nueve por ciento de los hombres tenga testículos por
cerebro? Además, ese hombre me parece que está enfermo. Quién sabe… puede que
sea un retardado mental.
—Sí, está enfermo de tanto ver por
la ventana a las mujeres de otros…
—Lo que te digo puede ser verdad,
papi. Hay un alto porcentaje de hombres que tienen el síndrome de Down, y luego
de adultos, después de morir sus padres, viven solos en un departamento.
—Tú y tus porcentajes Marilú. Yo
creo que ese tipo es más inteligente que tú y yo. Acaso no te das cuenta cómo
maneja sus prismáticos, cómo lo gradúa con su dedo. Lo hace como si estuviera
investigándonos, con una frialdad que intriga. Te digo que si no captara desde
aquí sus pupilas libidinosas, pensaría que es un investigador privado, o un
agente del CICPC. ¡Pero míralo!, ni siquiera disimula cuando lo vemos
fijamente.
—Cierra la ventana, papi, cómo te
gusta abrumarte con la gente.
—Sí, se la voy a cerrar en la cara
al tipo ese.
Al día siguiente, Cosme abrió la
ventana, y no vio a nadie en la de enfrente. Se sintió cómodo. Se metió al
baño, abrió la ducha fría y comenzó a cantar algo como: “La donna è mobile qual
piuma al vento muta d’accento e di pensiero…” Marilú se sentó a la mesa de la
cocina con el desayuno. Se metía pedacitos de pan en la boca mientras veía la
ventana del vecino curioso.
—Papi, dijo en voz alta, por fin el
vecino nos dejó en paz.
—Sí, ya me di cuenta. Fue una
fortuna abrir la ventana y no encontrarlo pegado al vidrio como un
limpiapeceras.
—Aquí tengo tus arepas.
—Okey, tápalas, quiero quedarme un
rato más bajo esta agua rica.
—No sé cómo la aguantas tan
temprano, parece hielo.
—Me despierta, Marilú.
—Me mata. La prefiero tibia.
Marilú tomó otro sorbo de café, y
miró por la ventana. Se quedó con la taza detenida en su boca cuando apareció
una mujer mirando a través de los prismáticos.
—No vas a creer esto, papi, pero
ahora está la esposa enfocándonos con los prismáticos.
—Bueno, si es una mujer no hay tanto
problema.
—¿Por qué?, dijo ella frunciendo el
entrecejo.
—Bueno, tú sabes, Marilú, las
mujeres no son tan morbosas. Dime, ¿qué puede estar viendo?, ¿el color de
nuestros muebles?, ¿el diseño de la cocina?, ¿las baldosas?…
—Yo creo que debemos poner la puerta
del baño cuanto antes, dijo ella mordisqueando la arepa.
Cosme salió del baño sin la toalla.
Se paró precisamente en el umbral, haciendo una especie de estiramiento físico.
—Pero, qué haces, ¿por qué te paras
allí desnudo?
—Vas a ver, se va a asustar…
Cosme se pasaba la toalla por la
entrepierna, debajo del sobaco, y detrás de la espalda. Entonces inició una
especie de danza sensual.
—No creo que se asuste, Cosme.
—Espera un minuto…
Cosme volvió a moverse, pero ahora
como si estuviera practicado un enrevesado número del Kamasutra.
—No voy a esperar más, esa mujer te
está buceando. Mira cómo gradúa el binocular, mira cómo se ríe y se lame el
labio superior, es una… una…perra…
—Te fijas, dijo Cosme con una sonrisa,
ves cómo se siente uno…
—Ah, eso querías muérgano,
descobrartela.
—Siempre te vas por el lado de la
venganza mi amorcito. Lo que quiero es enseñarte cómo son las cosas, te llevo
algunos años.
—Sí, en estos casos parece que me
llevas todos los años del mundo, ¿verdad?
—Pero no te molestes, chica. Ya me
pongo la toalla, ves, ya me la puse…
—Lo que quiero es que no te
comportes como un strippers, que no te aproveches.
—Fue solo una manera de alejarla. A
esos fisgones es mejor confrontarlos. Mi primo, el psicólogo, dice que a los
sádicos no hay que mostrarles miedo. A veces me cuenta que durante las crisis,
ha tenido que mostrarles hasta su miembro para que sepan quién es el jefe.
—¡Por Dios, papi, qué vergüenza! No
te creo.
—No, él lo dice muy en serio. Si
supieras las historias que tiene sobre las ninfómanas…
—No, no, no, no me cuentes esas
cochinadas… mira, parece que se quitó…
—Sí, y mira quién llegó… el fisgón.
—Ay, qué tierno, parece que se trae
una cena muy especial, mira las botellas, papi. Champagne, umm, desde cuándo no
me haces algo así.
—Bueno, mujer, la masa no está pa’
bollo.
—Mira cómo cenan… ¡qué lindo! Viste,
hasta la gente rara es romántica cuando se trata de amor.
—Me conoces, Marilú, sabes que nunca
he sido un… romántico.
—Pero es que ni siquiera haces el
esfuerzo. Ah, qué preciosa escena, cómo le besa las manos… y el candelabro hace
un ambiente formidable… Todo tan cálido…
—Creo que se me aguan los ojos,
Marilú. Casi lloro.
—¡Ja, ja, ja!, tienes que aprender
papi. Pásame los binóculos porfa…
—Aprender de un par de sádicos,
estás loca… toma.
—Entonces prefiero enamorarme de
uno.
—Mira lo que dices, luego soy yo el
grosero, el de las ofensas…
Marilú se ríe mientras mira cada
detalle con los binóculos. Cosme se queja mientras ella describe cada
movimiento de los vecinos.
—Parece que conversan. Mira, ahora
se levantan. Creo que ya cenaron. Él tan caballeroso, le retira la silla
delicadamente, ah, si tú lo hicieras, colocaría un cuadro tuyo en medio de la
sala.
—Ya basta, Marilú, ¿acaso no te has
dado cuenta en lo que nos hemos convertido?
—Sí, en un matrimonio aburrido.
—No creo que lo entiendas, chica.
—Sí, ahora lo entiendo y muy bien.
Mira, se dirigen al cuarto… qué rico umm.
—¡Basta, Marilú!, no hago más este
papelito.
—¿Cuál papelito, chico?
—Pues, el de un miserable fisgón.
[1] Inspirado en la película “La Ventana Indiscreta ”
(1954) de Alfred Joseph Hitchcock
Relato publicado en el libro “Al
Borde del Caos”. Editorial El Perro y La Rana. Colección
Páginas Venezolanas.
JAVIER DICENZO
Nacido en San Pedro, Provincia de
Buenos Aires, Argentina, publicó en diversos medios y antologías nacionales e
internacionales. Socio de SADE-Baradero, de la Agrupación Mallorca
San Pedro, de la Asociación Alaire ,
España. Premios nacionales e internacionales en poesía y narrativa. Suscriptor
de Alas del Alma, revista argentina.
Libros publicados por Editorial
Tierra: Detrás de los espejos del tiempo
(poesía, 2002), Destello de los pájaros
perpetuos (poesía, 2008). Detrás del
horizonte (relato, 2013). También es autor de la novela La ciudad de hierro (Ediciones El
Escriba, 2017).
Becado en el libro Árido umbral por la Asociación Alaire
y en antología bilingüe para 2018 en Editorial de los Cuatro Vientos. Un premio
tablet por el poema El valor del trabajo,
publicado en Diario del Viajero. Ha sido también incluido en Poesía y Narrativa Hispanoamericana
(Madrid, Lord Byron Ediciones, 1916).
EL
ASESINO DEL ORO
Javier Dicenzo ©
A Agustina, telefonista de
Editorial
Cuatro Vientos, en la
espiritualidad
Roberto, el asesino, bajó de su
barco, amarró él mismo con una cuerda, luego miró en derredor. Penetró el
campo, y tomó su cuchillo, subió por una escalera a una torre.
—¿Quién eres? —pregunta un señor.
—Soy un asesino.
El asesino clava su cuchillo en el
cuello. Luego de matarlo, sube por una habitación a la torre. Se le presentan
varias personas, y las va matando a todas. Luego, abre el cofre y toma el oro.
Con el oro, desciende por la escalera, y va hacia el campo, en el campo
atraviesa un lugar. Luego de varias horas, se adentra en la maleza, y ve una
luz, luego de varias horas se acuesta a dormir. A la mañana, toma el oro, y va
hacia el barco, se sube a la embarcación. Es de noche, y luego de años, el
asesino se sienta en la mesa y mira su botín. Luego de años, llega a ser rico y
se casa con una mujer hermosa. Un buen día llega a un lugar, y se mira en el
espejo, sonríe. Varios años después regresa al campo y no conoce el monte,
avanza, camina por el sitio, y ve solamente en el suelo desértico una moneda de
oro y ve el rostro del metal y tira esa moneda al río.
EL PERRO
Javier Dicenzo ©
Dedicado a los pequeños
animalitos solitos.
El perro miró su mano, no podía
comunicar a su amo qué quería comer.
Luego a la tarde, los gallinazos se
toparon con Macondo, el hombre leía mucho Cien
años de soledad.
El animal raspaba la puerta, y sonó
un celular. El amo fue en busca del aparato.
Junto a la puerta, estaba otro
perro, luego de un tiempo, el amo siguió leyendo El coronel no tiene quien le escriba.
Paso la tarde, el perro intentaba
decirle algo a su amo, en el firmamento los gallinazos se morían.
Luego de varios días comenzó a
llover, la TV no
andaba, entonces, el amo tomó su cinto.
Golpeó al perro, y este solo
lloraba.
Muchos días pasaron, el perro quería
decirle algo al amo entonces indicó con su pata un lugar.
Allí el amo vio que una paloma
estaba herida, entonces fue hasta el pozo y tomó al ave.
Desenterró unas monedas de allí y
luego de curar a la paloma, siguió leyendo Cien
años de soledad.
El perro se puso triste, el amo era
muy distante.
Con los años quedó la casa sola y
solo se oía un lejano viento, y así paso el tiempo.
Un día llegó un hombre y vio cómo el
lugar estaba lleno de relojes.
Javier Dicenzo ©
A Rafel Calle
En un campo, en medio de unos
árboles, apareció una serpiente. El animal quería llegar a un arroyo cercano, y
reptó por el lugar. De pronto, un cazador la quiso matar con un palo, y el
animal se metió en un túnel. Desde el túnel atravesó varios lugares, hasta que
llegó al arroyo. Tras un tiempo allí, decidió irse del campo. Para ello se
metió en un camión, y así viajó hasta una ciudad. Después de varios días, desde
la ciudad reptó hasta un zoológico, y allí permaneció por muchos años. Hoy es
lunes, y estoy metido en una cápsula en el espacio. Llevo conmigo a la
serpiente. Yo soy el cazador y logré atraparla, para tener a este animal
conmigo. La liberaré en la luna, en un rincón, para que repte por varios años.
Algún día yo seré una serpiente y reptaré por los campos de mi ciudad.
KOMODO
Surfero, poeta, dramaturgo,
novelista y cineasta amateur, Komodo es un escritor guipuzcoano nacido en
España en 1977 que actualmente reside en Dublín, Irlanda. Dedicado a pagar sus
estudios de aviación, ha trabajado en todos los continentes del mundo, casi
siempre en recursos humanos, tratando de hacerlos un poco menos inhumanos de lo
que ya de por sí son.
Actualmente trabaja en su segunda
novela, ambientada en las Filipinas españolas que vivieron la guerra de la
independencia y la conquista norteamericana de 1898. Escribe además una obra de
teatro sobre el sector inmobiliario en España en el momento previo a la crisis
del 2008 y un guion cinematográfico sobre un irlandés que huyendo de la
corrupción de su país la encuentra de frente en México antes de ser asesinado.
Komodo nunca ha publicado su obra ni
ha colaborado con revistas literarias. Realidades y Ficciones le brinda ahora
la posibilidad de publicar algo de su extensa obra.
NI MÁS EMPRESA QUE MI CORAZÓN
Komodo
©
Ni
más empresa que mi corazón
ni
más patria que mi espíritu
ni
más ley que los océanos
ni
más Dios que yo mismo.
Ni
más filosofía que un beso
ni
más bandera que una sonrisa
ni
más arte que mi música
ni
más religión que este grito
ni
más amor que mi chica
ni
más verdad que un amigo
ni
más sueño que la realidad
ni
más lucha que mis principios.
IMAGINA
Komodo
©
Imagina
que la vida es tan bella como tú la sientes
que
la verdad es la tranquilidad que recuperas
en
los ojos de los que te quieren
que
los sentimientos son olas
que
tu aliento es el viento
que
tus raíces son los árboles que más te gustan.
Imagina
que estás viva y verás que todo tiene solución
que
el amor por todo es el único camino
que
eres una buena persona
que
puedes mucho más de lo que crees.
Imagina
que te quiero
Imagina
recorrer juntos Sumatra en moto
imagina
que imaginas
y
ahora
pon
tu imagen en las olas, en el viento,
en
tu vida y en tu trabajo
en
los que te quieren,
pon
tu imagen en mi retina
en
los árboles del camino
imprime
tu imagen en mi vida:
y
hazme a imagen de tu bondad.
Obsérvalo,
date cuenta,
puedes
volar.
La
realidad es en sí maravillosa:
No
necesitas imaginar.
Komodo
©
Tengo una vieja maleta que no pienso
abrir. Tiene pegatinas de viajes de aeropuertos perdidos, sellos de colores de
facturaciones de barcos con los que crucé mares lejanos, y pequeños agujeros de
termitas de las selvas en donde dormí. El asa rota, la piel desconchada, los
bordes roídos y dañados y al mirar las protecciones de las esquinas, veo que
están tan gastadas que ya no protegen nada; y solo son el recuerdo de alguien
que quiso protegerla. Está en una esquina de la habitación de los trastos; de
vez en cuando la miro, pero no la quiero ni tocar. Me recuerda cómo la llevé
hasta el fin del mundo. No sé lo que hay dentro ni me importa.
No debiera ser así, pero a pesar de
que ya no la uso, cuando preparo mis cosas para volver a salir de viaje pienso
en que si la pudiese volver a utilizar, todo entraría en ella; y como todo
quedaría allí dispuesto y ordenado en su lugar perfecto. Sé que fui feliz al
usarla, creo que es porque me sentía muy seguro de ella.
Me enfada recordarlo; debe ser quizá
que sé que es la mejor maleta que jamás he tenido.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y
FICCIONES
Nº 78 – Septiembre de 2018
– Año IX
ISSN 2250-5385 – Edición trimestral
Exp. 5347864 del 20/10/2017, Dirección Nacional del
Derecho de Autor / República Argentina.
Propietario y Director: Héctor Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 75:
Colaboradores
Corrección
general:
Noelia Natalia
Barchuk Löwer
Resistencia
(Chaco), Argentina
Currículo en este Suplemento de Realidades y Ficciones, y en el Nº 72:
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/03/
http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com.ar/2017/03/
Ilustración de
carátula y emblema:
Mónica
Villarreal
Scottsdale
(Arizona), Estados Unidos
Monterrey
(Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo en
revista Realidades y Ficciones Nº 17:
El listado completo de colaboraciones al Suplemento
de REALIDADES Y FICCIONES se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite
AUTORES.
@RyFRevLiteraria
@RyF_Supl_Letras
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publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.