domingo, 1 de diciembre de 2013

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 59 – Diciembre de 2013 – Año IV
ISSN 2250-5385
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a  zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

Sumario:
Feliciano MEJÍA HIDALGO (Perú)
• Jorge DÁVILA VÁZQUEZ (Ecuador)
Marisa MARTÍNEZ PÉRSICO (Argentina / España - Italia)
• Ihosvany HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (Cuba - Canadá)
Florencia Mayra GARGIULO (Argentina)
• Manuel TEYPER (Colombia - Perú)
• Ana María ZARZUELO ÁLVAREZ (España)
• Miguel Ángel BERNAO BURRIEZA (España)
• María Fabiana IGLESIAS (Argentina - España)
Justina CABRAL (Argentina)


FELICIANO MEJÍA HIDALGO

(Abancay, Apurímac, 1948, Perú). De nacionalidad peruano-francesa, ex integrante de los colectivos Hora Zero y Yuyachkani, realizó estudios superiores de educación (lengua y literatura) en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú; en la de Caen (literatura), en la Sorbona (historia) y estudios de literatura hispanoamericana en la Universidad Le-Mirail de Toulouse, en Francia, donde enseñó por poco tiempo.
Después de viajar dieciséis años por todo el Perú, radicó en Europa de 1980 a 1997, sin desligarse nunca del Perú. En trece giras internacionales se presentó en el festival de Utrech (Holanda), California (EUA), Hessen (Alemania), París, Toulouse y Rodes (Francia), Corumbá (Mato Grosso, Brasil), Por las rutas del poeta (Chile), Vuelven los Comuneros (Colombia), entre otros.
Poemas suyos aparecen en las antologías: Estos 13 de José Miguel Oviedo, El Corazón de Fuego de Manuel Velásquez Rojas, Antología de Poesía Peruana de Alberto Escobar, Antología Peruana del Siglo XX de César Toro Montalvo, Curso de Realidad de Ricardo Falla y Sonia Luz Carrillo, Le Livre Inmediat du Tepotztlan de Serge Pey, Antología de la Poesía de los 70 de Paul Guillén, Canto a un Prisionero, Antología de Poetas Americanos, homenaje a los presos políticos de Turquía, Otawa, Ed. Poetas Antiimperialistas de América, Yacana, Antología Poética / 51 poetas, Dios, el Gran Poeta, antología de Federico Latorre Ormachea, Antología de Poesía Amorosa de Santiago Risso.
Ha publicado:
Poemas racionales, premiado en los Juegos Florales 1970 de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Editado por Ed. UNMSM, 1971.
Tiro de gracia, siete ediciones entre 1979-1985, una de ellas en holandés.
Círculo de fuego, dos ediciones en 1981.
Kantuta negra, 1980, primer volumen de la trilogía “Las Caras de la Serpiente Negra”.
El país de los sueños, cuentos para niños, dos ediciones en la editorial colombiana Norma y tres ediciones en la editorial peruana San Marcos.
Kantuta roja, 2006, segundo volumen de la trilogía “Las Caras de la Serpiente Negra”.
Yanaqa, cuentos de mi comunidad, 2008, diez fascículos de narrativa breve para adolescentes, en una tirada de 32 mil ejemplares, editado por la Ed. San Marcos.
Le cercle de feu, traducción al francés por Athanase Vantchev de Thracy, París, setiembre de 2010.
Rendición de cuentas (toda su poesía), Círculo de fuego, Le cercle de feu (traducción al francés de Círculo de Fuego), y Verbena de la orgía (Laboratorio), setiembre de 2011, editorial portuguesa EMMOBY, en formato ebook, para las tiendas virtuales Amazons, Appels y otros.
Tinkuy, junio de 2012.
Marirís, julio de 2012.
Los mares de barro, noviembre 2012.
Verbena de la orgía (Laboratorio), noviembre 2012.
Tiro de gracia, octava edición, diciembre 2012.


CASTIGO
Feliciano Mejía ©

Lo trajeron amarrado con soga de lonjas de piel de vaca. Parecía una piedra, arrodillado en el círculo del gentío, en la tarde que oscurecía lluviosa bajo el alto pisonay; su poncho viejo, muy sucio, ocultaba las manos atadas a sus espaldas, y su sombrero rotoso, de paño sucio con lamparones de grasa del sudor, sumía en la oscuridad sus ojos negros y brillantes.
Se apodaba Almidón, y su fama era legendaria en los valles; el más mentado y temido abigeo. Y era prepotente hasta el sadismo con los desvalijados.
Ahora no parecía nada y daba lástima la flacura de su cuello; sus muñecas huesudas apretadas por los nudos y los dedos crispados en sus largas uñas afiladas temblaban imperceptibles.
Por largo tiempo en el valle de Chalhuanca corrió el murmullo de odio: “Lus cumpañiros istán rubando ganadu”. Y ahora un Destacamento de Combate de la guerrilla a quienes llamaban Los Compañeros, armados con fusiles ametralladoras Galil, algunos antiguos máuser original peruano y ametralladoras de trípode, lo habían cogido y lo habían traído aquí, a la capital del Distrito, a la Comunidad de Yanaqa, entre las punas, pasando el abra de Kunturqarqa.
Ay, para qué. No hubo Juicio Popular.
Un Combatiente salió del ruedo entre el griterío de improperios de la multitud campesina. Se sacó el poncho colorido, dejó a un lado su fusil ametralladora, se quitó el saco rotoso, se remangó la camisa pringosa, se acercó al arrodillado que apenas parecía respirar, como un bulto de ropa, de un manotazo tiró al suelo el sombrero y ahí todos le vimos: cabeza pequeña, cabellos muy negros pegoteados por el sudor seco, tez fina de chancaca, nariz afilada, barbilampiño, mirando con ojos brillantes, huidizos y fieros, llenos de lagrimones de cólera impotente. Pero fue sólo un instante porque el Combatiente, a un gesto del Jefe, empuñando un fuerte y afilado cuchillo de forja, le dio un golpe seco en la nuca. Del cuerpo esmirriado salió un ¡way! ronco; el ejecutor le volvió a dar otro golpe que fue respondido por un ¡oh, way! El hombre grueso y concentrado, le volvió a dar otro golpe.
El Jefe del Destacamento, de unos 36 años, vestido con chompa azul de cuello tortuga, pantalones azules y zapatillas blancas, sombrero de paño verde casi nuevo, correaje negro al cinto con cartuchera de revólver en la cadera derecha y morralillo de lana, gritó colérico:
–¡Mata bien, no lo hagas sufrir!
El estupor y murmullo del gentío iba creciendo. El hombre, a la derecha del Jefe, con ropa de dril verde, alto, con gorra de tela y atado a la espalda y gruesos borceguíes de soldado, sacó su arma en bandolera, apuntó al cielo el largo cañón y con energía quitó el seguro. La moza, a la izquierda del Jefe, de trenzas, pollera roja con festones de raso en colores, blusa blanca limpia, reboso verde, atado abultado a la espalda, trenzas bien peinadas con cintas de colores y sobrero de paño gris con flor de qantu en el cintillo, también levantó su ametralladora, afirmó sus pies en las ojotas de jebe y rastrilló el arma apuntando al cielo. Similares rastrillamientos de armas largas se oyeron en la oscuridad, tras la multitud.
No sé en qué momento, el viejo Urku, ex minero, con su casco de metal desportillado, había sacado una lonja de eucalipto, que portaba como asta de bandera, de donde colgaba una lata de pintura que, lleno de trapos con kerosene en llamarada, alumbraba en la noche su luz chisporroteante, amarilla y espesa.
El cuarto golpe en la nuca de Almidón lo hizo caer de costado, boqueando, dientes ennegrecidos de sarro, jadeando, chupando aire con espasmos, temblándole los brazos maniatados en tensión extrema. Y ya en el suelo, el ejecutor le hundió la punta del cuchillo en el hueco sanguinolento de la nuca, hurgó y apretó en los coágulos. Almidón apenas si intentó balbucear, estiró las piernas con un tirón último de su cuerpo flaco y nervudo, las ojotas de sus pies toscos de uñas torcidas, rayaron el pasto seco bajo el pisonay gigante, dio un fuerte tirón con la pierna derecha y quedó como un balón aplastado, un pequeño túmulo bajo el llanto de las mujeres, los gritos roncos de los hombres y los chillidos de los niños y niñas del gentío estremecido.
–¡Kuchuy kunkata! –ordenó el Dirigente y Jefe, y el otro obedeció presto y le cortó de un tajo la garganta. Salpicó una sangre negra y brillante, como culebrinas.
El gentío, apretujado, parecía gritar. Mamuka, a mi costado, me arañaba la espalda bajo el poncho.
Los Combatientes de la guerrilla, dentro del círculo, junto al Jefe, alrededor de la multitud, en lo oscuro, y en las casas derruidas y en las esquinas de la larga plaza de pasto reseco, a un gesto del Jefe, pusieron con un chasquido unánime los seguros a sus armas, y bajaron los cañones, apuntando al suelo.
Algunas mujeres lloraban a gritos. Al Machu Jacinto se le pasó la borrachera de tres días. A mí me dio ganas de vomitar. Pero me contuve a lo macho ante el tirón de una punta de mi poncho y ver la mirada angustiada de mi mujer, la Yulacha y el temblor de mi hijo, mi tierno Ñeqecha, que también me miraba lloroso.
Era noche oscura. En la comunidad nunca había habido luz eléctrica. Comenzó a llover primero con chispeo frío y luego estalló el cielo en relámpagos.
Se prendieron algunos mecheros junto a la tea del viejo Urku, y aparecieron de las casas oscuras uno que otro petromax con su potente luz verdiona.
Todos parecíamos como atragantados frente al cadáver, ese guiñapo que era el famoso Almidón, ladrón de ganados, cuando uno de los Combatientes –parecían tan serenos y acostumbrados a la muerte– puso su arma en bandolera, se acercó preciso y cogió una punta del poncho y con ágil movimiento de muñeca, lo cubrió entero. Ahí vimos sus dos largas piernas derrengadas, esos pies terrosos y su pantalón de dril desleído, arrugado, sucio.
Luego, como por ensalmo, desde la oscuridad de las casas apareció gente en hormigueo. La lluvia no fue sino amenaza, griterío del cielo. Y por fin vimos una treintena de ollas de comida dentro del círculo de la multitud, a dos metros del cadáver. La agitación de los comuneros se iba calmando. El jefe habló largo en nuestra lengua gutural, el runasimi llamado quechua, y dijo que así se mataban a los ladrones de la patria, a todos. Que no se usaba balas para malgastar en esta gente, que las balas costaban. Que a veces, con un cuchillito bastaba para hacer justicia. Así se limpiaba el país de la lacra, así desecaban la pus del cuerpo de nuestra nación. Poco a poco empezó a ser más didáctico y menos elocuente y finalmente se calló, pidió que nos sentáramos, y como ejemplo se sentó sobre un adobe seco. Al instante le llegó un mate de chicha, le acercaron otro mate con mote, astillas de charqui y queso seco, un platillo de fierro enlosado con huacatay molido, con sal y limón, y un gran mate de sopa de maíz, habas, papas amarillas y perejil con trozos de quesillo, que comió en silencio con su cuchara de palo. Invitó a la gente. Algunos se animaron y les sirvieron presto. Empezó a conversar animado con algunos. Hacían bromas. Y comían.
Pero, ay madre. Para comidas yo estaba.
Se fueron a eso de las once de la noche, por el camino pedregoso de Tumiri, en dirección a Pachakonas, cuando empezó a lloviznar. Llevaban catorce mulas y tres caballos, todos cargando atados de mantas, tapaojos, pellones de carnero, y encima, aseguradas con sogas de cabuya, las ametralladoras pesadas de trípode. Con esa columna, con yeguas propias se fueron los hermanos Tocto que vivían en la quebrada de Arraw. Jacinto Kuro, a la que su mamá lloró mucho, pero siempre hablaba de él con alegría y orgullo. Se fue Rumildacha y su prima Doralisa. Y yo me quedé triste pensando en los ojos dulces de la Rumilda. Pero tuve miedo de seguirlos. Vinieron como diez más, de los cuatro anexos de la comunidad, y enrumbaron con ellos esa noche.
Era de locos o de seres de antes o de gente que veía en la oscuridad. Qué será. Nosotros en la Comunidad, bajado el sol, no caminamos ni con luna llena. Te puedes desbarrancar o encontrar con un alma en pena o con un demonio o con los gentiles.
Al famoso Almidón, tamañazo ladrón, un hombrecito flaco, lo enterramos al pie de la torre de adobe de la iglesia vieja, la de la campana rajada.
La noche parecía temblar en la oscuridad de los Andes.
Desde entonces cesaron los robos, no sólo de ganado.
Y si había un problema serio, lo arreglábamos solos, porque ya no había autoridad. Mejor dicho, todos nosotros éramos la autoridad.
Un año antes, un Destacamento de Combate había entrado a Yanaqa y ¡pum!, sin decirnos nada, volaron con dinamita la comisaría. A las once de la mañana, a pleno sol.
Antes habían sacado a los policías, algunos durmiendo la borrachera, de sus literas, y al cabo Comisario, lo encontraron con sayonara, pantalón verde y camiseta blanca sudada. El cabo José Donayre de Ica, pucha, el matoncito más matón, que cobraba en gallinas para sacar presos, ese maula, que se tiraba a las esposas de los presos, para que pasara la comida, ese mismo, con sus seis guardias, alguno en calzoncillos, verlos a las once de la mañana en la Plaza, amarradas las muñecas, sentados en el suelo, frente a su comisaría hecha pedazos, con un largo eucalipto plantado en el centro de lo que era la Prevención, largo tronco lizo ondeando una bandea roja con su hoz y martillo amarillos; verlos así, vaya que si daba gusto. Los largaron a eso de las 4 pm, por el camino a Chalhuanca, sin zapatos diciéndoles que jamás volvieran, y que si volvían, solos o acompañados por tropas, los cogerían y no habría perdón. Eso fue en el Juicio Popular que se les armó a grito pelado antes de las dos de la tarde. La Comunidad entera quería que los mataran a todos, sobre todo al Donayre que había asesinado a golpes al Fabio Mondragón de Caina, que vino a ver a su madre y se paró fuerte ante la prepotencia de Donayre. Lo mató a golpes y de la neumonía que le dio al meterlo en la poza de patos de la espalda de la comisaría y por dejarlo toda la noche tiritando con ropas mojadas en el calabozo. Dos guardias se quedaron, se incorporaron a la Columna de la guerrilla. Después de ese día vi el valle de Saraica embanderado con cañas y banderas rojas, el valle de Cuyo, que desemboca en Santa Rosa, lleno de banderas, pasos de ríos y puentes, el valle de Yawarqo, que va a dar a las ruinas de los gentiles, lleno de caña de bambú, con banderas rojas, el valle de Sayo, que lleva a Sondondo, lleno de banderas, ondeando en el aire azul, junto a las sementeras y el ganado que pastaba indiferente. Hasta en el abra de Rayuzqa había un palo grandazo de saúco, con su bandera, junto a la apacheta de piedras y junto a la cruz de caoba, pintada ésta de blanco con sus flores de papel y sus cintas de raso reseco y su chalina de dril bordado con hilos de colores.
Y, ¡pum!, otro dinamitazo sin aviso, haciendo ñuto la Municipalidad, quemando todos los papeles, todos, y el compadre del Cabo Donayre, el Alcalde Indalecio Quispe venido de Tamburco, arrodillado a fuetazos, rezando y llorando a gritos frente a las ruinas de su local, junto a una mujer de pollera y fusil, que le daba un fuetazo cada vez que se quería sentar. Alcaldito, llorando a moco tendido. Se quedó en el pueblo y no se ha repuesto jamás: ahora es humilde.
Y, ¡pum!, otro petardazo y la oficina de la Gobernación por los suelos. Al Gobernadorcito Juaquín Marka no lo hallaron. Se encontraba haciendo gestiones en Abancay. No volvió nunca ni a ver a su mamá.
A todo eso los compañeros lo llaman: Batir el campo en construcción de la conquista del poder.
Ahora la autoridad era el Común. Nosotros. Decisiones, en Asamblea Comunal. Pero, apenas había problemas graves y no podíamos resolverlos, alguien amenazaba con avisar a los “cumpañiros” y la cosa encontraba solución.
Sólo que a los “cumpañiros” nunca se les veía.
Salvo como ahora, con lo de Almidón. Y en la sospecha de los ojos risueños de alguna china o de algún comunero trabajando duro su parcela.


JORGE DÁVILA VÁZQUEZ

Nació en Cuenca, Ecuador, en 1947. Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca, de la que es catedrático. Dos veces Premio Nacional Espinosa Pólit: por “María Joaquina en la vida y en la muerte” (novela, 1976) y por “Este mundo es el camino” (cuentos, 1980). Premio Casa de la Cultura de Quito por el mejor libro en prosa “Los tiempos del olvido” (1977) y por la pieza de teatro “Espejo Roto” (1990). Premio Gallegos Lara por “Libro de los sueños” (cuentos fantásticos).
Entre su gran producción, podemos destacar: “Cuentos breves y fantásticos” (1994), “Acerca de los ángeles” (cuentos, 1995), “La vida secreta” (novela corta, 1999), “Memoria de la poesía” (1999), “Historias para volar” (cuentos, 2001), “Entrañables” (cuentos, 2001), “Río de la memoria” (poesía, 2004).


EL VIENTO Y LA CENIZA
Jorge Dávila Vázquez ©

1
Tanto amor
tantas palabras…
Sopla un viento
de adiós y nada queda.

2
En el desierto
se alza la rosa del sueño.
Luego ya solo es
un breve montículo dorado.

3
A veces, pasa un ángel
y roza la ceniza con sus alas.
Queda como una leve huella
de algo que fuera el vuelo.

4
Cenizas y palabras,
viento y olvido,
Nada más somos,
por eso palpitamos.

5
Y ese pequeño hueso?
No, esa no es parte
de la ceniza suya:
Solo vigila el fuego.

6
El viento brama
en las más altas torres
Ay, bestia de los fuegos.
Ay, toro de ceniza.

7
Toda la flor
que te ofreció mi mano
es apenas recuerdo,
fantasma de cenizas.

8
A veces como que
te iluminas, resplandeces,
luego todo es vacío,
consumido, te apagas.

9
Miras el retrato:
el dulce rostro,
la sonrisa amada.
Devastador el viento, nada deja.

10
Sopla una suave brisa,
desordena el cabello.
El viento del ocaso
sus cenizas dispersa.


JARDÍN PROHIBIDO
Jorge Dávila Vázquez ©

1
Jardines de agua
en Granada:
la Alambra,
el Generalife.

Aún se siente
el aroma de azahar
de una leve
princesa.

Aún se escucha su voz
que canta,
entre los surtidores,
la noche y su misterio.


2
Tu beso
en el crepúsculo.

Y más allá
los grandes árboles:
su proa
hacia la sombra.


3
Los jardines
del tiempo
y la memoria
se extienden…
ilimitadamente.

Al borde del horizonte
crecen lilas
y se siente
el perfume del muguete.

Manos de niebla,
tímidas, delicadas,
traen la primavera
en esas flores,
otra vez
a la puerta.

En la penumbra,
callados,
nos miramos.


4
Nada queda
del jardín de la infancia.

Nada.

Ni las pequeñas rosas
en su macizo
que cobijaba
sueños.

Ni la acequia
con su rumor insomne.
La madreselva
ha muerto,
un rastro de perfume
quizás quede
en otro aire.

La gran piedra
bordeada de violetas,
ya solo es un fantasma,
hueco, solo.

Canteros
de amarilis florecidos
los sepultó
la hierba,
extinguiendo
la hoguera de sus pétalos.

Nada.

No queda nada.

De pronto, el grito:
la pequeña escalera
de piedra
que bajaba hasta el huerto
sigue allí,
casi intacta,
como un extraño
espectro
que no conduce ya
a ninguna parte.


5
Anónimo jardín
de estatuas vivas.

En lo oscuro
grazna un ave de agüeros.

Y un cuerpo
que se enlaza a otro cuerpo,
a la luz imprecisa,
se finge tronco
de un pino retorcido.

Unas manos
que buscan otras manos,
unas bocas
que llegan a otras bocas,
son como hojas,
movidas
por un secreto
viento
que palpita
en la noche.


6
¿Quién era esta Teresa,
dueña del vasto jardín
de las magnolias?

Nadie lo sabe.

Solo las grandes flores
que se abren
en las sombras,
con su denso perfume
que la busca,
como animal doméstico
anhelante:
Teresa.


7
Se pierde
en el olvido
aquel jardín nocturno
en que la mano
que rozaba
otra mano,
era una flor secreta
en las tinieblas.


8
Jardín del Luxemburgo
a la luz de una estrella,
se estremece,
tras la cerrada verja
protectora.

Hay un suspiro de árboles
y un quejido del agua
mientras la hierba
palpita ensombrecida.

Todo añora los cuerpos
que en otra hora,
sobre el verde tapiz,
húmedo y escondido,
se amaron
bajo los astros pensativos.


9
Furtivo,
un gato
atraviesa
el jardín familiar.

La luna brilla.

Todo preludia
la batalla próxima
y el contrapunto
de feroz maullido,
entre dos cuerpos
felinos que se encienden
como antorchas secretas
en las sombras.


10
Hecha de polvo y noche
era una sombra fugaz,
en la avenida.

Nocturna sombra
en un jardín nocturno.

¿Qué buscabas?
¿Un trasgo, un duende
un ánima?
¿Otra sombra fugaz,
cruzando la avenida
de ese parque nocturno?
¿O buscabas,
quizás, la noche misma?


MARISA MARTÍNEZ PÉRSICO

Nació en 1978 en Lomas de Zamora (Provincia de Buenos Aires), Argentina, y tiene la doble nacionalidad española por sus orígenes gallego y castellano-leonés. Desde diciembre de 2010 vive en Roma.
En el territorio de la poesía publicó Las voces de las hojas (Baobab, 1998, que recibió el primer premio en el II Concurso Nacional Río de la Plata 1996), la serie Poética ambulante y otros poemas (2003) y la serie Los pliegos obtusos (2004), en ambos casos Ediciones del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, Premio Arte Joven de la Provincia. Tiene una novela inédita, Las manos en la madre.
Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Doctora en Filología Hispánica e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Hoy se desempeña como profesora de Literatura en Lengua Española I, II y III en la Facoltà di Lettere de la Università degli Studi Guglielmo Marconi y profesora colaboradora del Instituto Cervantes de Roma (examinadora DELE-cursos Università LUISS). Fue adscripta durante los años 2008 y 2009 en la cátedra de Literatura Latinoamericana II de la UBA, colaboradora de la Fundación Leopoldo Marechal durante varios años (Argentina). Enseñó entre los años 2000 y 2009 Lengua y Literatura en un colegio secundario argentino, dictó clases de taller literario en la editorial porteña Baobab, fue correctora de estilo free lance para editoriales argentinas y ecuatorianas. Jurado invitada en certámenes televisivos de literatura (Encuentro del saber, Argentina, 2010) y en certámenes de poesía y cuento (Ediciones Baobab, Universidad UCES, Municipalidad de Lomas de Zamora), entre otras tareas vinculadas a la docencia, escritura e investigación.


ARTERIA SECUNDARIA
Marisa Martínez Pérsico ©
El querer tiene su hemisferio de sombra, como la luna.
Jorge Luis Borges en Proa.

Cada ciudad me mira con los ojos de otra
con quien pudiste pasear por una calle,
suspirar al unísono en un parque público,
arrojar idéntico pan a las ardillas.

Cada ciudad tiene una avenida que eludo,
la vedette de los mapas, la infalible en los círculos turísticos
una que la vio latir, paseante, a tu costado,
comprar trajes en tiendas previsibles,
tomar fotos a obeliscos de catálogo.

Yo, en cambio, me sumerjo en invisibles callejuelas,
pasadizos tocados por el alba que se filtra a escondidas,
con macetas que hospedan arañas sigilosas.
Y danzo como una bailarina en su escenario
para un espectador en prima fila.

Quizás mi vida a tu lado sea eso:
un paseo distinto por una ciudad que aún recuerdas.


LJUBLJANICA SAVA
Marisa Martínez Pérsico ©

Se esfuman ciertos gestos
del crucero que hicimos por Ljubljana.
Las sensaciones aéreas
cómo el viento jugaba con mi falda
cómo el agua cantaba en movimiento.
Allí toqué, por un segundo, el alfiler agudo de la dicha
pero fue tan leve al tacto
que lo perdí al doblar el primer puente
donde aprieta el pasado
como un zapato antiguo y defectuoso
que aún quisieras ponerte.


IHOSVANY HERNÁNDEZ GONZÁLEZ

(Ciudad de la Habana, 1974, Cuba). Hizo estudios de Historia en la Universidad de la Habana. Desde el 2004 reside en Montreal, Canadá. En el 2011 publica su poemario Verdades que el tiempo ignora, editorial Linden Lane Press (Estados Unidos). Es ganador de algunos premios literarios, entre los que destaca el Primer Premio del concurso de cuentos “Nuestra Palabra” (Canadá, 2010), el de Reseña Literaria Azafrán y Cinabrio ediciones (México, 2008), y el Segundo Premio de la categoría cuento del evento Tendiendo Puentes convocado por la Universidad de Toronto (Canadá, 2005). Sus poemas aparecen en antologías de España, Estados Unidos y Canadá. 


POEMA A UNA CASA FAMILIAR
Ihosvany Hernández González ©
En esta pared solemos escribir todo el silencio.
Sonia Díaz Corrales
con el eco llenándonos los ojos 
escribimos sobre el blanco muro (que alguna vez no unió)
padre y madre en una casa de paredes encaladas
juntando las monedas para disponer de un almuerzo de fines de semana
en donde podamos estar juntos ante una única mesa
en una casa de cielo propicio para el pacto con lo cotidiano
ese recinto en donde todavía no se habla de pérdidas humanas
ni de la prolongada incertidumbre del que ha quedado dentro
aguardando una nueva cita contra el futuro.

blancos fueron los muros 
la cal los hacía cada vez más dignos
pero un día despertamos sin el resplandor de tanta limpieza
y callamos al ver lo que nos hizo seguros ante el polvo
padre y madre, el primogénito y el benjamín dibujando 
secuencias de un plano que jamás llegaron a completarse
el día fue trozado en fragmentos que ahora
ni yo puedo unir para hablar de lo que fue delicia entre columnas 
o en aquel jardín de adelfas que de sólo contemplarlo 
daba la impresión de que el mundo era perfecto
padre y madre bajo el mismo umbral
ante una calle empedrada que luego tuvo su asfalto requemado al mediodía.

todas las cosas que pienso tienen su inicio en ese paisaje
en este largo trayecto, una salida
dejando el muro pleno de un extraño silencio
dejando el recuerdo en cada utopía 
padre y madre que dijeron acaso lo que yo no pude
cuando cerraron la puerta y quedaron abandonados en su espera
la vuelta prolongada
el reencuentro imprescindible que se cuece en ese auxilio
a lo lejos 
entre columnas que no aguantan ya el peso de tanto cielo inmóvil
deudores del tiempo irascible
de la sombra que apaña
deudores 
de la vida cercenándose desde una casa.


UNO SABE
Ihosvany Hernández González ©

uno sabe  lo que quiere cuando lo torna realidad en el verbo diario
en la calle más apretada del mundo 
en el aroma del cuerpo enajenado o febril
en el campo visual donde la belleza se niega a ser transitoria
o en la lluvia de septiembre que recluye tu mano en su levedad fortuita
uno sabe lo que quiere cuando procura nacer de la insatisfacción con la vida 
(semejante sarcasmo olvidado en el curso de una estación invernal a otra)
cosas comunes en el hombre que busca su igual
uno sabe lo que quiere porque lo sueña y lo ampara hasta la saciedad misma 
y crece en todas direcciones como un verso tendido bajo este mismo sol que incinera
y que uno cree conocer 
como la casa en donde hemos visto asomarse algún futuro incierto
uno sabe de la saciedad en la tarde, de empeñarse en hacer de su tiempo 
una conexión espontánea con el mundo 
(diversos los puntos de vistas que el escriba dispone hasta tocar tierra). 
uno sabe de la plenitud del silencio
con el que sabrá que ha ganado un minúsculo tramo en la trayectoria que en la noche
irá corroborando 
hasta llegar a las miradas que se pierden dentro de estos mismos esquemas. 


ELEMENTAL
Predilección 
Ihosvany Hernández González ©

puede que (esta tarde) la vida traiga algo consigo / (de alguna forma
                                                                                            lo he soñado en el agujero del día)
puede que obtenga un eslabón para juntar al faltante, una encomienda a tiempo
alguna una cuenta por saldar con el intruso / el aspirante a Caín / admiración en el contrario
un camino a recorrer desde el instinto que domina al verso  
hablo de quien injerta flechas a quien lo escucha 
íntegro el silencio en las armas del elegido 
el que piensa la palabra como un elemento en la necesidad  de sobrevivir
ante la belleza más elemental o transitoria.

puede que esta tarde la vida ofrezca la fortuna de conocernos en la proximidad de un verso 
ahora que escribo para advertir de la existencia del otro lado de la realidad  
hablo de un pez 
y sueño sus escamas sobre la franja que divide la tierra en la plenitud de una página imprevista.

puede que esta misma tarde no haga falta la sombra que se empeña en derruir la astucia
(todo amor caduca cuando se limita su miseria / todo mar penetra en la igualdad de los mortales)
la perseverancia en la estructura ayuda a su forma, y su espontaneidad 
ayuda en la perennidad de las cosas que interesan doblegándose en el tiempo.

puede que la vida me ofrezca una nueva posibilidad 
petición que invoco esta única tarde como si creyera en el mundo y sus probabilidades
puede que todo ocurra cuando escribo
cuando otras lecturas se dan 
dentro de este mismo ínfimo universo que alimentas.


FLORENCIA MAYRA GARGIULO

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1990. Actualmente vive en Carlos Paz, Provincia de Córdoba. Además de escribir, que es su vocación, ya que escribe desde muy temprana edad (seis años) se dedica a la cocina y la técnica mixta. Está próxima a publicar su primer libro de poemas titulado “El brillo de la flecha”.


CONVIVENCIA
Florencia Mayra Gargiulo ©

Escama de tu coral luminoso
Bailan tus pensamientos, enlazados
A los míos
El prisma dentro de mí, te rezo
Tu prisma dentro mío
Alimentándome la sed
¿Por qué lo has matado?

El terciopelo que no poseo
Trata de reencarnarse, entre los cables
De la evolución, exagerando la luna
Hasta explotarla

¿Cómo lo has matado?

Pedazos de luna negra, enlazados
Con los prismas destruidos
Flotan, no flotan, existen en el espacio
Eso estaba soñando
Cuándo tu bruma, rompió la mañana
En preguntas, en viajes de duda

Conocimiento, sálvame
Estallidos, mis luces internas callan
Aléjame del planeta de los muertos
De tras de una masa adornada
Encontré un cristal que me tomo por suya
Purgándome lo lleno
Haciéndome completa
No grites ahora, cuando todos los oídos,
Viven en mí escuchando tus cuevas

Estoy mirando el mundo
Con un amor descarado, por eso se abre
El ojo que me deja mirarte
Supremo no tengas piedad de mí
Ni de mis hermanos


LAS VOCES
Florencia Mayra Gargiulo ©

Voz uno:
Siento en los extremos de tus pechos
Una rendija en cada lado
Que pacientemente va quitándome la piel
Hurtándome, cuando caigo sobre ti
¿Cuánta suavidad ha pasado?

La voz dos:
Yo media el tiempo en las líneas de tu cuerpo
Pero ahora me doy cuenta
Que tus arrugas flotan debajo de mi piel
Hemos vivido
Veo en tus ojos, un agujero
Donde mi belleza quedó atrapada,
No la dejes salir

Voz uno:
¿Será que ahora, cuando somos huesos y recuerdos
Amamos lo que quedo de todo lo que fuimos?

Voz dos:
Siento mi mente como un reloj de arena
Y al correr el tiempo por ella
Solo me dejo lo esencial

Voz uno:
¿Viste la mano que empezó la cuenta?

Voz dos:
Creo que está cansado…


PROYECTO DE VIDA
Florencia Mayra Gargiulo ©

Una flor, respirando por un tubo
¡A cirugía! No la dejen morir

Cemento, ladrillo y bambú
Metal y paja

¡Ese hombre, él me disparó!
Corran… no lo dejen escapar

Soy la estrella, soy el primer hombre
Que existió en el primer planeta

Árbol comiendo rejas

El primer planeta, que existió en el universo
El creador

Padre nuestro que estás en los cielos…
Ese soy yo.

Hombre con clavos, hombre talando aire
Hombre matando hombre, matando vida

Nací, el primer día que existió la vida
Por que yo, soy la existencia

Trasportes contra el tiempo
Tiempo: invento del hombre que mata hombre

Punto cero. Utilidad cero.
Ningún hijo mío, superó al maestro

Muertes por hambre
Hombre matando hombre

Utilidad cero. Punto cero.
Ese soy yo…


MANUEL TEYPER

Seudónimo de Jaime Didier Aldana Reyes. Colombiano. Escribe cuentos y relatos, que vende para su subsistencia y la de su familia. Todavía no ha publicado nada en papel, pero espera hacerlo pronto. Vive en el Perú desde hace veinte años. Ha viajado por América del Sur vendiendo sus poemas para solventar el viaje y al regresar a Colombia conoció a la que hoy es su esposa. A continuación un interesante cuento de estilo kafkiano.


CRÓNICA DE UN ARRESTO
Manuel Teyper ©

I
Acabo de llegar a mi acostumbrado lugar de trabajo, es decir, a un centro comercial ubicado en el Distrito de San Miguel, en Lima, donde ofrezco a los visitantes cuentos de mi autoría.
Por una disposición municipal, se acordó, por un tiempo determinado, cerrar las calles internas al tránsito vehicular e impedir la venta ambulatoria. La medida pone en serios aprietos a quienes viven de la venta de sus productos, lo que parece no importarle a nadie.
Salgo de ahí y me dirijo al Distrito de Miraflores.
Me subo a una combi, que es un vehículo pequeño e impropio para llevar pasajeros.
Los empresarios, pensando más en sus cuentas bancarias que en la comodidad de los pasajeros –que ni tan pasajeros, dada la enorme cantidad de horas que pasamos subidos en ellos–, han ideado asientos tan pequeños que las personas van muy juntas, como si se conocieran de toda la vida. Además entre fila y fila no queda el espacio suficiente para sentarse, haciendo insufrible pero indispensable subirse a uno de estos vehículos, cuyo techo no alcanza el metro treinta.
Ocurre algo peor cuando se incrementa el número de usuarios: Los que no encontraron un asiento vacío, deben viajar de pie. Viajar de pie es un decir. Los afortunados, que nunca han tenido que trasladarse así, no lo imaginan: las personas se agarran de cualquier parte, colocan la espalda al techo de la combi como si fueran contorsionistas, y ponen esa parte del cuerpo que comienza donde termina la espalda, muy cerca de la cara de alguien que va sentado, pero que no dice nada porque se siente “privilegiado”. Sólo mira hacia otro lado como si no ocurriera nada.

II
La combi toma la avenida La Marina y voltea por la avenida Salaverry, siendo detenido por el silbato de un policía.
Un representante del orden se acerca a la ventanilla del chofer, y le pide los papeles. Como presagiando algo feo, me digo para mí mismo: “solo falta que se les ocurra pedir documentos”. Un segundo después, confirmando mis temores, asoma la cabeza un efectivo de la policía y pronuncia la frase fatal:
–Todos los varones, por favor, entreguen su documento de identidad.
Sabiendo lo que se venía, saco mi caduco carnet de extranjería y se lo entrego.
Sentado en la combi me imagino a otro representante del orden digitando mi nombre, encontrando una mancha que no debiera estar y ordenando a su colega la detención inmediata del portador de dicho documento. Veo al agente que se acerca con paso decidido. En su interior debe haber saltado una alarma que lo hace estar alerta al menor movimiento mío.
–Acompáñeme –me ordena.
Bajo con cara de circunstancias. Los demás pasajeros deben pensar que la policía acaba de atrapar a un peligroso delincuente. A partir de este momento tengo la fea sensación de que ya no me pertenezco. Que estoy en manos de las autoridades peruanas, y que mi vida dependerá, en lo sucesivo, de lo que ellos decidan hacer con ella. En cuestión de segundos he pasado de la combi a una patrulla. No sé qué cosa es peor.
Me preguntan qué hice para meterme en líos. Contesto que la historia es muy larga. Decirles más resultaría inútil.
Cinco minutos después estamos a la puerta de la comisaría que tiene un nombre poético: “Orrantia del Mar”.

III
Antes de ingresar a la comisaría pienso cómo debo obrar. Con la verdad, obviamente. Mejor dicho, con verdad.
La tensión crece por momentos haciendo que me ponga a pensar, seriamente, que debo tener en cuenta la peculiar forma de pensar que tiene la policía: ellos sospechan, yo digo mi verdad; ellos dudan, yo confío; ellos preguntan, yo afirmo; ellos parecen exaltarse, yo permanezco sereno; ellos tratan de encontrar contradicciones, yo sigo diciendo la verdad hasta el final. Hasta que se den cuenta que mi historia es real; hasta que ya no les quede nada más por preguntar; hasta que intuyan que no tratan con un delincuente, pese a que mi rostro diga lo contrario; hasta que intuyan que pierden el tiempo y me lo hacen perder a mí; hasta que parezca que me deben algo; hasta que se percaten que mi detención es injusta; hasta que comprendan que no debo estar ahí; hasta que estén a punto de ofrecerme disculpas y un taxi para regresar a casa... bueno, no tanto.

IV
Una pequeña araña se asoma por debajo de una silla de metal. A la izquierda del arácnido se halla un escritorio, y a derecha una papelera de madera. A su costado hay una mesa sobre la cual reposa un televisor, y un teléfono negro. El color del teléfono no es casual, debe ir acorde con la situación de los que caen en el agujero negro llamado prisión.
Exactamente frente a la araña, que ahora cuelga tranquilamente de su hilo, hay un cómodo sofá gris, y sobre él, un poco tenso por la situación, estoy yo.
A mi izquierda, de pie, un policía mira constantemente su celular, como si su vida dependiera de él.
A mi derecha, sentado frente a su computadora, un policía me pregunta:
–¿Nombre?
–Jaime Didier Aldana Reyes.
–¿Jaime qué?
–Didier, d - i - d - i - e - r. –le deletreo.
–¿Fecha de nacimiento?
–Quince de mayo de mil novecientos sesenta y cinco.
–¿Edad?
–Cuarenta y seis años.
–¿Nacionalidad?
–Colombiana.
–¿Estado civil?
–Casado –pienso: “tristemente”.
–¿Grado de instrucción?
–Secundaria completa –estuve a punto de responderle: ‘’analfabetismo funcional’’.
–¿Ocupación? –la pregunta me dejó frío. Rondaban algunas respuestas en mi cabeza. ¿Ocupación? No sabía qué cosa responder. Me dedico a leer, realizar algunos trabajos en casa –a regañadientes–, y escribir cuentos y relatos.
El policía, al notar mi ensimismamiento, pregunta otra vez:
–¿Profesión? –no tuve más remedio que mentir:
–Escritor.
–¿Para una editorial? –“ya quisiera”, pensé.
–No.
–¿Por qué lo han detenido? –ésa era la pregunta clave.
–Porque tengo impedimento de ingresar al país.
–¿Y entonces por qué ingresó?
–Porque vivo aquí y tengo mi carnet de extranjería que me otorga la residencia por estar –tristemente, ya saben– casado con una peruana.
–¡Explíquese!
–En 1990, después de realizar un viaje por América del Sur, pasé por Lima. Me subí a un bus urbano, y ahí alguien robó mi pasaporte, despojándome también del poco dinero que llevaba en su interior. Puse la denuncia correspondiente y fui a mi consulado donde me expidieron un pasaporte provisional, y me dijeron –¡vaya qué error!– que me dirigiera a la prefectura para que corroboraran que me encontraba dentro de los límites de permanencia. Me hicieron ir en varias oportunidades –tiempo que aproveché para conocer más de cerca a la muchacha limeña que hoy es mi esposa– y en última instancia me dijeron que quedaba detenido. Pregunté la razón, pero no supieron qué decir: que bueno… que por ser colombiano; que el terrorismo; que existían “serias” sospechas; que tal vez vendió su pasaporte; que cómo no tiene dinero. Y otros argumentos de este temple.
En ese momento del discurso me di cuenta que el policía miraba para otro lado, como si ya se hubiera olvidado de mí, pero volteó y me dijo:
–Continúe.
–El policía que llevó mi caso en esa fecha, hizo una llamada telefónica al consulado colombiano, para contarle a la cónsul de turno que en esa dependencia tenían arrestado a un colombiano. Después de colgar, el oficial me dijo que la cónsul no quería entrometerse en mis problemas. Que no sabía quién era yo –y yo me acababa de enterar quién era ella– y que él se veía en la “obligación” de expedir una resolución para que me expulsaran del país inmediatamente.
–¿Qué más? –preguntó, como si no fuera suficiente con todo lo dicho.
–Cuando me estaba acostumbrando a la soltería en Colombia, llegó mi novia y con ella me casé un año después. Volvimos a Lima, y en 1995 me otorgaron mi carnet de residencia por estar casado con la ciudadana peruana.
–Ya regreso –me dijo de repente. Cuando regresó hizo un ademán para que continuara.
–En el año 2009, luego de dieciséis años viviendo en Lima, viajé a Colombia, y regresé al Perú con un nuevo pasaporte. Al llegar a la frontera me informaron que tenía impedimento de ingresar al país, pero que ingresara de todas formas y solucionara mi problema en Lima.
–Ingresó clandestinamente –dijo como para sí mismo, pero hice como que no lo escuché.
–Ya en Lima, me acerqué a Migraciones donde me sugirieron hacer un trámite judicial y no me recibieron los documentos. Entonces dejé de creer, y decidí –vaya qué error– dejar las cosas así. Luego, cuando pasaba en combi por la avenida Salaverry, ustedes se percataron que tengo impedimento de ingresar al país, y aquí estoy.
–Bueno, voy a permitirle ir a su casa porque no tiene orden de captura –me dijo finalmente–, pero con la condición que arregle pronto su problema con migraciones.
–Gracias –dije muy aliviado.
Instantes después me reuní con las dos mujeres que son la única familia que tengo en el país, con la firme intención de solucionar el problema que me tiene en vilo poco más o menos veinte años: el impedimento de ingresar al Perú, pese a vivir aquí, y legalmente, casi la misma cantidad de años.
Al día siguiente fui al consulado colombiano, y hablé con el cónsul para que me hiciera el favor de darme una carta que llevaría a migraciones, como me lo había sugerido el jefe en la prefectura, pero el cónsul me dijo que él no sabía quién era yo –y yo me acababa de enterar quién era él –por eso creo que mi estadía en el país… peligra.


ANA MARÍA ZARZUELO ÁLVAREZ

Nació en Trubia (Asturias), España, el 13 de agosto de 1960. Emigra a Hautmont (Francia) regresando en 1972 y residiendo en Gijón desde entonces.
Organiza y presenta “Encuentros literarios en The Class”. Componente del grupo teatral “La paxara pinta” dirigida por José Fuertes. Colabora en la revista virtual “Suite 101. net” (http://suite101.net/ana-maria-zarzuelo-alvarez). Intervino en varias ocasiones en el programa. “Luces de la ciudad” y en “Encuentros de la mesa 10” de Canal 10 de la televisión asturiana.
Es autora de los relatos “El faro”, “La habitación prohibida”… y varios poemarios, entre ellos “Fiesta sinestésica” y “Etapas de una vida rota”. Escribió una novela corta “Argos, el creador de historias”, una novela “Los heraldos negros: el secreto” y una obra de teatro “Poe y el caballero de negro”.
http://ana-zar.blogspot.com.es/ (Mechas con poesía)


EL BESO
Ana María Zarzuelo Álvarez ©

Es un día gris de invierno. Las gaviotas huyen de un mar embravecido buscando refugio en la costa. La playa se encuentra casi desértica. Sólo permanece una pareja varada en la playa, sin un simple paraguas que les resguarde de la intemperie, abrazándose con pasión, y yo soy la única persona que los observa.
La excitación se va extendiendo por las fibras de mi cuerpo, ardiente de deseo. Un deseo acrecentado por la pasión que me producía la hembra mojada por la lluvia. ¡Y esa hembra húmeda había sido mía!, al menos una vez, en esta misma playa.
No recordaba cuanto hacía que había yacido junto a Penélope, pero parecía que había sido ayer ¿Cómo medir el tiempo si el reloj de la vida no marcaba mis horas?
El único testigo de este encuentro era yo, un testigo fortuito que había llegado como alma en pena, desde las entrañas del infierno que representaba el olvido, hasta ella que representaba mi futuro y mi pasado. Hubiera deseado poseerla ahora, y que sus labios fueran míos para siempre. Un destello de lujuria asomó indiscreto en el fondo de mi alma. ¿Alma? No lo sé, pero yo la podía sentir, ganando fuerza como una fuerza casi sobrenatural que todo lo puede.
Los vi llegar como si la mujer fuese una aparición. Ella llevaba un vestido rojo con un escote que enseñaba unos senos perfectos, como un éxtasis imposible de alcanzar. No sé cómo podía alcanzar a ver los colores y las formas de las figuras dentro de la oscuridad casi absoluta en la que me encontraba en esta noche de diciembre, donde la luna débil apenas los iluminaba proporcionándoles una intimidad necesaria para este encuentro.
Uno de los pezones rosáceos embistió la boca del hombre, que por instinto lo succionó, cómo si le fuera la vida en ello. Ella gritó. Lo escuché con nitidez, y rememoré sus gritos cuando ella me poseyó. Sí, parece imposible que una mujer pueda poseer. Ella me poseyó de todas las maneras posibles, físicas y mentales, absorbiéndome de una forma total hasta la extinción.
Ha pasado un tiempo, mucho tiempo quizás. No sé siquiera si fue ayer o hace un año. El tiempo se paró para mí un día, pero aún la recuerdo y desearía volver a ser ese ser imberbe poseído por ella, la mujer de mis sueños.
Los seguí observando a cierta distancia, la que me podía permitir distinguirlos con moderada nitidez, pese que a veces el agua y el viento desdibujaban mi visión. ¿O era la fuerza del deseo lo que me nublaba la vista, borrando los póstumos recuerdos de esa última noche, olvidando todo, menos el último beso?
Las evocaciones iban acudiendo a mí, lo que me causaba desasosiego al no poder retornar a ese remoto encuentro. Esto me hacía recordarla con más intensidad, lo que me provocaba un dolor aún más profundo e interno en mi sexo, lo que al mismo tiempo me excitaba. Sus labios jugosos, ardientes, a veces agresivos, hasta sádicos, junto con sus dientes que me mordisqueaban provocándome un placer insufrible eran mi obsesión, una obsesión que me encaminó hasta la locura, sin importarme que esto me llevara a la muerte.
El sonido de sus voces me llegaba un poco lejano, como suspiros y jadeos en una noche de pasión. Yo deseaba ser el hombre que sintiera su fuerza de mujer, que me amara cómo aquella última noche, que me resucitara, en un encuentro donde el niño muriera y el hombre naciera, embistiendo yo ese cuerpo de diosa recién descubierta para recordarla siempre, desearla siempre, amarla siempre.
Yo necesitaba acercarme, comprobar que mi imaginación no me jugaba una mala pasada. Necesitaba comprobar que ella era ella, la mujer de mis deseos, de mis fantasías, de mi delirio. Pienso que estos suspiros que yo percibía se escuchaban como un eco a través de los siete kilómetros de arena dorada que recubre la playa de San Lorenzo, desde el río Piles hasta la iglesia de San Pedro.
¡Tengo miedo! Presiento que debo desistir, abandonar esta visión con una retirada amarga, abandonar aunque me desprecie por este hecho toda la eternidad, y olvidarla. Retomo mis pasos cómo un cangrejo miedoso, pero no puedo dejar de observarlos, agudizando mi oído, buscando identificar alguna palabra, frase, caricia, beso… y esto me vuelve loco.
La iglesia iluminada desde aquí se observa majestosa, incluso a veces hasta amenazante. Al tañer sus campanas un respigo recorrió todo mi cuerpo, como una advertencia que sé que no debía retar. Pero ella era ella, y la deseaba, deseaba sus besos; volver a saborear el último beso.
No recuerdo que haya escuchado nunca las campanas de le iglesia de San Pedro de noche, ni tan siquiera el día que desaparecí. Siempre pensé que después de todo lo sucedido con ella la última noche, no volvería a verla jamás. Eso pensaba yo, yo que no conocía nada de la vida y menos de la muerte. Pero nunca, no es una eternidad, y aquí estaba ahora, viéndola, casi oliéndola.
Estas atalayas que avisan a la muerte retumban con sonido metálico inquebrantable que perfora mi conciencia y temor, temor de no alcanzar ese postrero beso ¿Acaso quiere Dios anunciarles mi presencia? ¿Tal vez yo podía representar una amenaza, y por eso las campanas tocan justicieras como en una sinfonía de Wagner?
Los rayos iluminan la noche fiera y percibo unos carros tirados por corceles alados anunciando un combate letal. Parecen los heraldos negros que me manda la muerte; pero yo no puedo morir.
El cielo retumba con sonido de tambores amenazadores y trompetas celestiales. El bien y el mal se enfrentan buscando una victoria. ¿Su victoria, y mi derrota? ¿Pero mi derrota no fue hace tiempo, días, meses o años…? ¿O no fue una derrota? ¡Pobres mortales cuyos ojos escandalizados temen la venganza del Olimpo, o de Dios! ¿O el Olimpo del mundo es Dios y la venganza nace en esta playa maldita?
Me arrastro como ese cangrejo cobarde que se evade de lo que no quiere ver ni conocer. Me escondo en lo más recóndito huyendo como un animal herido. ¿O es mejor decir un humano que tiene miedo y se esconde de lo que puede hacerle daño?
Tal vez porqué el odio y el rencor son malignos, me refugio en este submundo de locura buscando una esperanza. ¿Esperanza de qué? De nada, de nada al observar a los enamorados amándose, libándose, copulando en esta playa mágica y malévola, convirtiéndose en inmortales a los ojos de los demás; yo. ¿O el inmortal era yo? Un ser inmortal que sólo sabe mirar y nada más.
Me escondo de sus miradas pero a veces levanto la cabeza observando la escena de amor, buscando ver, oler, percibir cualquier movimiento amatorio, y sentir a través de ellos, volviendo a rememorar mis recuerdos.
Recuerdo su lengua juguetona libando cada pliegue de mi cuerpo, desde mis párpados cerrados, hasta los dedos de mis pies. Sus manos me acariciaban libidinosas, y mi sexo incontinente y púber ya deseaba aflorar el semen, sin semilla creadora. Yo deseaba contenerme pero mi deseo era superior a cualquier pensamiento humano y me convertí en un animal que sentía. Penélope me preguntó: –¿Me deseas?– ¿Cómo no la iba a desear? Lo que ansiaba era penetrarla con violencia irracional, con embates furiosos que la destrozaran… Pero yo no sabía cómo satisfacerla; ésta era mi primera vez.
Ella era mi amor, o ¿no era amor y todo era sólo una mentira que había creado para enfrentarme a una conciencia moral que me habían enseñado? Un amor enfrentado a una sociedad, a una ética que no aprobaba unos amores ilícitos, a los ojos de los demás, no de los míos. Y la conciencia se crece, martilleando almas desahuciadas, volviendo mortal al romántico desprotegido, al matar al amor que buscaba ganar esta batalla. Y yo la perdí ¿O no? Escucho las voces justicieras, las espadas entrecruzadas del pasado, y el dolor que me hierre ante la pérdida de la vida y del amor, porque Penélope me abandonó el último día, la última noche de amor.
¿Habéis jugado alguna vez al juego del amor, como si éste fuese una ruleta rusa y el que pierde muere? ¡Yo sí! Este es un juego peligroso que puede hacer perder hasta la razón. Una lucha de conciencias que busca un ganador. Un ganador fuerte, victorioso que puede vencer hasta la muerte. Pero yo había perdido. ¿O no?
No hay nada más trágico que el desamor, donde una unión deseada es una batalla perdida, y no te queda nada por lo que luchar. ¿Cómo luchar por a una unión imposible? Mi espíritu vencido en la última contienda sigue obsesionado por esos labios y me grita: ¡Pedro, el amor todo lo puede! ¿O no?
Pero hoy sólo siento esta muerte en vida, que me inflige el castigo de ver lo prohibido, y esa necesidad que me condena de unos labios que hoy me son negados. Sólo me queda esconderme como un simple ladrón y escudriñar a hurtadillas para que el sabor de un beso de los amantes me salpicase una décima de segundo.
Ella sacudió sus cabellos mojados con un movimiento sensual, estirando la garganta hacia atrás, y dispersando esos bucles que enmarcaban un rostro que recordaba perfecto. No es fácil observar a la mujer de tus sueños en brazos de otro hombre. Siento dolor y al mismo tiempo deseo; algo incomprensible, pero es así... Es una recreación que alberga a los fantasmas del pasado, me realoja en sus brazos, en su sexo ardiente, olvidando mi desesperación por mi deseo.
Sus manos jugaron a buscar a su pareja, como si este fuese un piano y estuviese interpretando la mejor melodía de amor. Acercó la mujer de nuevo su boca, como un ensayo de jazz y una sonrisa abierta iluminó de repente la noche. Parecía que un sortilegio emergía en la escena, un sortilegio de amor y deseo que encadenaría a una nueva víctima hacia la eternidad, lo mismo que me había sucedido a mí y yo debía impedirlo. Pero, ¿y si yo ocupase esta vez su lugar? No era mucho pedir.
Yo me sentía el director musical de esta pieza escenográfica de música y belleza, al menos en este momento. Había vivido multitud de partituras, algunas incompletas como la mía, por culpa de un destino malvado que con su crueldad había decidido finalizar prematuramente con la mía. Era el protagonista que gritó de deseo, hasta que la vida se me escapó. Él que se refugió en la melodía del mar, subyugado por el canto de una sirena que quedó anclada en tierra de nadie.
Todos los sonidos que me llegaban antes lejanos, penetraban ahora en mí con precisión y decidí que este era el mejor momento para intervenir, y mis pasos se dirigieron hacia ellos, primero despacio, luego más rápido y con firmeza.
Corrí como el viento en busca de ella. Ellos me miraron sin ver, sin comprender lo que les estaba sucediendo. Buscaron mis ojos en la oscuridad que los envolvía con sus brazos crueles, junto a un viento que interpretaba un réquiem. Se hicieron una pregunta muda buscándose los ojos y olvidando la palabra. Sentían que la amenaza se cernía sobre ellos, pero el instinto de supervivencia era muy fuerte para estos amantes. Observé agitado desde la arena cómo emprendían la huida, cogidos de la mano y adentrándose aún más en las entrañas de la noche húmeda. De inmediato los perseguí como una fiera suelta en busca de una presa, con la única intención de reencontrarme con sus labios.
Observé que el tacón de ella se hundía en la arena, retorciendo sus frágiles tobillos. La mujer se descalzó dejando las sandalias doradas atrás, acelerando su paso temeroso, ya que su pareja la había abandonado minutos antes. Ella corría mirando a su espalda, buscando a su perseguidor. Pienso que ella me distinguió. Sé que no me podía ver pero existía algo mágico en el ambiente, cómo un aura o una energía desconocida que la transmití a través de mi beso, lo que la paralizó. Sí, fue lo primero que hice al alcanzarla, abalanzarme sobre ella y comparar el último beso con éste. Busqué encontrar en este beso la confirmación de que todo lo que había vivido había sido real, y la mujer era ese amor imposible, pero mío, al fin y al cabo.
Sentí rabia de que no me reconociese, ¿O tal vez era miedo al recordar lo que había hecho la última vez que estuvimos juntos? Escuché su corazón retumbar poco después con un movimiento acelerado y descompasado, cuando mi recuerdo se fue dibujando en su memoria, con un rostro que maltrataba su conciencia. Un rostro que pertenecía a un ayer, que hoy no existía, pero que era el mío. Un rostro que representaba la muerte.
La lluvia aumentó de intensidad y un relámpago amenazante iluminó la iglesia, como una imagen onírica amenazadora que me impulsó por unos instantes a descruzar el camino varios pasos, mientras sus campanas repicaban. Pero el deseo era muy fuerte, más fuerte desde este último beso y anhelé besarla, y la volví a besar. Primero suavemente, luego como si me fuera la vida en ello.
–¡No! –gritó la mujer al silencio, o a mí, en un intento de borrar el beso y el horror que la embargaba.
Entonces ella cambió de rumbo buscando alejarse de mi espectro, cuando yo sólo deseaba un beso, el último. La mujer se dirigió hacia mar que la llamaba insistente, cómo me llamaba a mí. Tal vez ella pensó que ésta era la única salida y fue mojando sus pies descalzos, penetrando en el mar pese a la fuerza del oleaje que la empujaba hacía atrás. Ella seguía avanzando paso a paso pensando que esto era su única salvación y con decisión iba ganando segundos a mí que la seguía. Cuando sintió que el agua la iba cubriendo por completo empezó a dar brazadas a pesar de la resaca que la quería devolver a la arena mojada.
Yo la contemplé observando cómo iba adentrándose en el mar y decidí no seguirla. El mar ya me había tragado una vez, y ahora tenía terminantemente prohibido volver a él; sería mi muerte definitiva. ¿O fue el amor lo que me había matado? ¡No! Era imposible que la figura del amor y del deseo me matara.
El rugir de las olas se tornó más violento. Embates furiosos intentaban alejarme de ella y yo sabía que el mar celoso me podía vencer. Un bramar impetuoso me flagelaba. Surgió otro rayo cruzando la negrura de la bóveda negra terrenal iluminando la playa maldita y la campana retumbó con amenazas terrenales y eternas, de muertes y de no muertes; de silencios y olvidos; de gritos y recuerdos. Recordé a Vallejo, y ¡no sé por qué! “¡Hay golpes en la vida tan fuertes!… ¡Yo no sé!” [1] Tal vez por todo lo sucedido o quizás esperaba que alguien que me susurrara aquel día: No mueras, cómo en: “Y muerto el combatiente vino hacia él un hombre y le dijo: ¡No mueras, te amo tanto!” [2] Porqué yo era un combatiente del amor y deseaba su palabra para no morir.
Yo, en esos momentos sólo evocaba sus besos pensando que podría volver a besarla, acariciar su cuerpo, poseerla de mil formas posibles. Era mi fracaso de hombre, de amante, de ser que no puede volver a amar.
Cambié de rumbo y decidí correr detrás del muchacho, el miedoso que había abandonado a su chica momentos antes a su suerte. Llegó un momento que podía sentir el calor que se desprendía del cuerpo imberbe, o era el miedo de ese cobarde que buscaba sobrevivir, lo que le iba llenando de energía.
En la carrera con la música del mar y del viento fundiéndose, interpretando notas que ya había escuchado anteriormente, en otra existencia, no en ésta, iba recordando esa otra vida.
La besaba con lujuria, con el ardor que sentía mi cuerpo juvenil, de hombre casi sin formar. No cumplía los quince años hasta dos meses después, pero no me sentía niño. Estaba enamorado de esta mujer hasta la médula de mis huesos. Penélope era una mujer madura, cincuenta años, que sabía de la vida, no como las demás niñatas que no sabían ni lo que deseaban. Sólo con su mirada mi cuerpo temblaba de pasión. Ella era mi profesora de francés del institutito Jovellanos, y nuestras citas siempre fueron a escondidas. Nadie podría comprender lo que ambos sentíamos, el resultado final sería nuestra separación ya que una maestra no podía tener relaciones con un alumno, eso representaría su expulsión.
Yo acababa de salir de clase del conservatorio y había acudido a la cita con la mujer que amaba. En la playa poseí aquel cuerpo de sirena, esa diosa símbolo del amor, con el sonido del mar como fondo y del viento que con sus embates embravecían mis deseos.
La poseí como nunca había sospechado que se pudiera poseer. El aroma afrodisíaco del sexo impregnó todos mis sentidos. Me sentía el hombre más poderoso del mundo, el que manejaba las claves de mi vida hasta que sentí un escozor ardiente en mi corazón.
No sabía que era lo que sucedía, ni imaginé que se me escapaba la vida. No veía el líquido caliente que manchaba mi camisa y que se iba fundiendo con el mar, que con un acto de amor sublime, el más sublime desde el inicio de los tiempos, se fundió conmigo.
El mar me recogió herido, herido de amor y muerte para devolverme impoluto pero sin vida a esta tierra de sufrimientos y deseos. Hoy, mi alma corre buscando un cuerpo, para volver a sentir aquellos labios...
Alcancé al muchacho después de un tiempo de persecución, un tiempo sin medida. Ayer era hoy, y volvía a ser ayer para sin comprenderlo volver a ser hoy... Pero este hoy era de noche y seguía absorbiendo la oscuridad cohibiendo la luz de la luna.
Le así firmemente, depositando un beso en esos labios fríos, hasta que su alma penetró en mí, a pesar de que él se revolvía buscando defenderse, una lucha desigual, cómo me sucedió a mí hace tiempo, pero la vida es así; vida y muerte: creación y destrucción, y yo no podía hacer nada, sólo salvarme. Sabía que yo era más fuerte que él, y lo fui arrinconando, casi destruyendo para cobijar este cuerpo que ahora también era suyo. Cuando finalicé me di la vuelta, y desanduve el camino del muchacho buscando a mi Penélope que me llamaba desde la orilla.
–¿Antonio, que pasó?
–Nada ¿Qué te pasó a ti? Echaste a correr hacia el mar. Pensé que te ibas a ahogar.
–No sé que me pasó. Sólo sé que tuve miedo.
–¿Miedo?
–Si, no sé de qué, no lo recuerdo.
La besé con ansia, como si me fuese la vida en ello. La volví a poseer en la arena mojada como aquella otra vez, mientras escuchaba el mar, el viento tocando su partitura que me llenaba de vida, y de vez en cuando, en mi conciencia escuchaba la voz de Antonio pidiendo su libertad.

[1] César Vallejo: “Los heraldos negros”.
[2] César Vallejo: “Masa”, del libro de poemas “España, aparta de mí este cáliz”.


MIGUEL ÁNGEL BERNAO BURRIEZA

Aunque nacido en Zaragoza, España, el 26 de enero de 1973, se lo puede considerar manchego, ya que desde muy joven vive en Tomelloso (Ciudad Real). Ha obtenido varios galardones por sus obras, entre otras un accésit y un primer premio en el X y XI Certamen de Poesía y Narración Joven “Ciudad de Tomelloso” con las obras “Los sentimiento de mi mundo” y “Piedras”.
Varias de sus obras han sido seleccionadas para antologías poéticas, entre ellas: Memoria y euforia en el II Premio de Poesía Amatoria, Gozosa y Erótica (Editorial Hipálage, Sevilla); la convocada por el Ateneo Blasco Ibáñez de Valencia con el movimiento Escritores Pro Derechos Humanos bajo el título Latidos contra la violencia de género, “Rosas y versos” con la publicación de la prosa poética “Mientras duermes”.
Ha sido elegido finalista del XII Premio Internacional Sexto Continente de Poesía Amorosa, convocado por editorial Cuadernos del Laberinto y el programa literario de RNE-REE Sexto Continente.
Es colaborador en diversos medios, revistas y periódicos, a saber: la revista literaria del Ayuntamiento de Montoro (Córdoba), el libro “Tomelloso Arte Siglo XXI”, publicación que reunió a escritores y pintores jóvenes de la localidad. Colabora como bloguero en el periódico digital Entomelloso y es columnista del periódico El Querendón, de Colombia. También colabora en El Portal del Amor de Radio Venezuela, dedicado a poesía, y en La mala palabra de Radio Noticias Mendoza de Argentina.
Es miembro de la Asociación Club UNESCO Arquitectura de Piedra en seco los Bombos Tomelloseros.
Durante el años 2011 ha publicado con la Editorial Casa Eolo dos poemarios titulados “Antología del alma” y “En el filo de la eternidad”, que penetran en lo más profundo de sus sentimientos.


A VECES ME CONTRADIGO
Miguel Ángel Bernao Burrieza ©

Para el amor no confíes en la complacencia;
cree en ti, alma mía, en la infame desesperación
de las pasiones soterradas de los recuerdos,
a través de mil voces precipitadas al abismo
y el murmullo sutil de la brisa que traslada
los besos sigilosos y austeros de mi silencio.

A veces me contradigo, pero esto solo pasa
en el momento que el tiempo olvida y el alma
abarca los fragmentos quebrados del espejo;
liberado del recato de mi ambigüedad,
ebrio de muerte y perdido de lujuria
el amor tranquilo vuelve a despertar.

Quédate conmigo esta tenebrosa noche
entre el blanquecino luctuoso de la luna,
donde la cacería de las seductoras brujas
no habrá hecho nada más que comenzar;
y juntos, en el parnaso atrevido que,
desdobla los segundos al tiempo suicida,
–amargos de prohibidas sendas e ignominias–
dictemos el camino de la decente moralidad.

A veces me contradigo, a la vez que la estupidez humana,
pende del vicio oculto de mi pensamiento escondido.


MARÍA FABIANA IGLESIAS

Nacida en Santa Fe, Argentina, se licenció en Filosofía y trabajó varios años como docente. Desde el 2001 vive en España con su familia.
Lectora desde su infancia, comienza a escribir su primera novela en 2008, “Los soñadores de Curvas Rocosas”, de género fantástico juvenil, publicada por Mundos Épicos Editores en 2011.
Posee dos novelas más inéditas: “Una voz en la oscuridad”, género juvenil, y “El fantasma de la niebla”, una historia policial, de terror y sobrenatural sobre un asesino en serie. Es autora también de un poemario y de varios relatos cortos.
Ha participado en mayo del 2013 de un taller de escritores organizado por la editorial Playa de Ákaba, fundada por el escritor Lorenzo Silva y la poeta Noemí Trujillo. Es socia de ACEC y de CEDRO.


TRÁGICA LUNA DE MIEL
María Fabiana Iglesias ©

Lo vio de lejos, recortado contra el sol del mediodía. Era una alta figura esbelta que inclinaba la cabeza escuchando con atención a su interlocutora, quien hablaba gesticulando con las manos.
Algo en él le atrajo. Qué tontería. Ni siquiera podía distinguir sus rasgos a contraluz. ¿Sería mayor? ¿De qué color eran sus ojos?
Se obligó a apartar la mirada y continuó andando por el paseo marítimo, llevando a cabo su ejercicio diario a un ritmo ágil y concentrado a la vez.
Habían pasado veinte minutos cuando algo llamó su atención: un poco más adelante, en un desvío del paseo, entre las rocas que daban al mar, había dos personas que parecían estar en apuros.
Aceleró el paso hasta llegar a la altura de ellos. Se inclinó por la barandilla y vio a una mujer tendida sobre las piedras con los ojos abiertos y la cabeza en una posición antinatural. Inclinado sobre ella se encontraba un hombre que le resultó extrañamente familiar. Cuando levantó la cabeza lo reconoció: era el mismo que había llamado su atención un rato antes. Tuvo la respuesta a sus preguntas: era joven y tenía ojos claros.
Ella llamó a urgencias, y luego comenzó a descender por las rocas resbaladizas con dificultad.
Había sido un accidente, su esposa se inclinó demasiado para sacar fotos y él no había podido hacer nada. Cuando llegó al sitio donde se hallaba ella, ya no respiraba.
Eran recién casados, y se hallaban allí en su luna de miel.
Los ojos del hombre estaban enrojecidos por el llanto que intentaba contener, y su voz temblaba de emoción al relatar lo ocurrido.
Comenzaron a oírse a lo lejos las sirenas de la ambulancia.
Ella quiso quedarse y acompañarlo. Sentía el impulso irracional de abrazarlo y consolarlo en aquel momento de dolor. Él por un instante le tomó la mano mientras expresaba su gratitud.
Nadie vio la silueta negra agazapada tras una roca, cerca del sitio de la caída.
Los paramédicos transportaron el cadáver en una camilla mientras la joven corredora trepaba tras ellos, seguida por el desconsolado viudo.
Nadie vio cómo éste desviaba la mirada brevemente hacia una gran piedra, elevando las comisuras de su boca. Nadie notó la presencia escurridiza de una sombra asomando la cabeza lo justo para mostrar un par de ojos negros de pupilas dilatadas hasta lo imposible.
Nadie percibió el cambio en el aire; densas nubes de tormenta que súbitamente ocultaron al sol.
Mientras la ambulancia se alejaba del lugar, la joven recordó algo: aquel sitio era conocido como “la morada del diablo”.
Había oído historias sobre una entrada al infierno escondida entre las rocas, que ningún mortal había logrado descubrir. Decían que al contrario de lo que todo el mundo creía, el hogar del Demonio era frío.
Se estremeció: de repente, el ambiente se había vuelto gélido.
Qué extraño. Estaban en agosto.


MORIR DE AMOR
María Fabiana Iglesias ©

Desde los quince había soñado con el amor de su vida. Mejor dicho, desde los trece.
A partir de ese momento temió haberse enamorado del fantasma del amor: inasible, imposible, inalcanzable.
Intentó salir con chicos de su edad, pero era inútil. Con ellos la magia no llegaba. Los besos robados en las esquinas no conseguían conmoverla. Fingía que sí, para no quedar como un bicho raro ante la pareja de turno. Más tarde los abandonaba a todos con alguna excusa.
Sabía que tenía un problema. Los besos que imaginaba eran distintos. Los abrazos, las caricias, las miradas.
En su mente y en su corazón el verdadero amor, el loco amor que buscaba era una sinfonía divina de soles y estrellas, de universos eternos y azules. Sin embargo, hasta el momento solo había experimentado notas al ras del suelo.
Casi se da por vencida.
Casi creyó que debía conformarse con ver el amor desde lejos, sentada en el banco gris de una plaza gris, donde otras parejas felices flotaban ajenas a todo, anunciando a gritos su fortuna. Enamorados.
Casi.
En uno de sus paseos solitarios lo vio. Era él. El portador de su bienaventuranza, el dueño inconsciente de su sueño realizado.
Por fin las piezas encajaron. Se acercó a ella y todo fue de repente tan fácil, tan natural como la alineación de los astros en el cielo.
La joven creía a veces que moriría de amor, un sentimiento tan intenso que lo siguiente sería perecer.
A veces experimentaba pánico: si lo perdía quizás no iba a morir. En cambio se desintegraría completamente, se uniría con la nada, aniquilada, borrada de la existencia.
–¿Me amas? –preguntaba cualquiera de los dos.
–Con locura –respondía el otro.
Ocurrió por la noche, de madrugada. Se preparaba una tormenta.
Ella vio lo que no debía haber visto.
Su amado por primera vez le daba la espalda, desnudo, junto a la ventana de la habitación a oscuras.
Un par de alas imposibles se recortaban negras proyectando sombras alargadas.
Tras esta visión el pecho de la joven estalló, y el corazón se hizo pedazos.
El Amor, finalmente, había oído su plegaria. Exhaló el último suspiro en sus brazos.


JUSTINA CABRAL

Nació el 29/4/1987 en Mar del Plata, Argentina, ciudad donde reside. Escritora por vocación y diseñadora gráfica por oficio. Es socia de la Sociedad de escritores latinoamericanos y europeos y miembro del movimiento Poetas del mundo.
Escribe en páginas de internet, y también participa de diarios, revistas, y antologías grupales a nivel mundial, publicando algunas de sus obras, y brindando notas. Durante el año 2012 lanzó su primer libro individual con la Editorial Portilla de Estados Unidos de América.
Obtuvo varios reconocimientos y premios.
justina.cabral@live.com.ar


DE CARTÓN Y CARTULINA
Justina Cabral ©

Como en un mundo de cuentos
escrito con fantasía
la niña de negras trenzas
en sus fábulas vivía.

En un pequeño castillo
armado con plastilina
con hadas, brujas y reina
de cartón y cartulina.

Como en fábulas azules
de espuma, de luz, y brisa
se fueron sus aventuras
tras los pasos de la risa.

La niña de rizos negros,
la que siempre se reía,
la que cargaba sus ojos
con puñados de alegría.

De tristeza está llorando:
¡Se han muerto sus azucenas!
y ahora sus manos guardan…
¡un ramillete de penas!


ASÍ TE QUERÍA
Justina Cabral ©

Imposible de vencer
y firme como las rocas,
echando a volar al mar,
libre como la gaviota.

Así te quería Cuba:
¡Te soñó maravillosa!
Luchó por tu corazón
más allá de la derrota.

Te tatuó sobre su carne
te grabó a fuego en su pecho
hasta que dejó la vida
en un disparo de acero.


SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 59 – Diciembre de 2013 – Año IV
ISSN 2250-5385
Exp. 5129842, Dirección Nacional del Derecho de Autor (DNDA)

Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en Suplemento Nº 56)

Noelia Barchuk
correctora

Corrección general: Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 13)




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