SUPLEMENTO
DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 59 – Diciembre
de 2013 – Año IV
ISSN 2250-5385
Inscripción
gratuita como LECTOR
si escribe
a zab_he@hotmail.com
indicando nombre
y apellido, ciudad y país
(se le avisará
cada nuevo número trimestral).
Sumario:
• Feliciano MEJÍA HIDALGO (Perú)
• Jorge DÁVILA VÁZQUEZ (Ecuador)
• Marisa MARTÍNEZ PÉRSICO (Argentina
/ España - Italia)
• Ihosvany HERNÁNDEZ GONZÁLEZ (Cuba - Canadá)
• Florencia Mayra GARGIULO (Argentina)
• Manuel TEYPER (Colombia
- Perú)
• Ana María ZARZUELO ÁLVAREZ (España)
• Miguel Ángel BERNAO BURRIEZA (España)
• María Fabiana IGLESIAS (Argentina
- España)
• Justina CABRAL (Argentina)
FELICIANO
MEJÍA HIDALGO
(Abancay, Apurímac, 1948, Perú). De nacionalidad peruano-francesa, ex integrante
de los colectivos Hora Zero y Yuyachkani, realizó estudios superiores de
educación (lengua y literatura) en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos, Lima, Perú; en la de Caen (literatura), en la Sorbona (historia) y
estudios de literatura hispanoamericana en la Universidad Le-Mirail
de Toulouse, en Francia, donde enseñó por poco tiempo.
Después de
viajar dieciséis años por todo el Perú, radicó en Europa de 1980 a 1997, sin desligarse
nunca del Perú. En trece giras internacionales se presentó en el festival de
Utrech (Holanda), California (EUA), Hessen (Alemania), París, Toulouse y Rodes
(Francia), Corumbá (Mato Grosso, Brasil), Por las rutas del poeta (Chile),
Vuelven los Comuneros (Colombia), entre otros.
Poemas suyos
aparecen en las antologías: Estos 13 de
José Miguel Oviedo, El Corazón de Fuego
de Manuel Velásquez Rojas, Antología de
Poesía Peruana de Alberto Escobar, Antología
Peruana del Siglo XX de César Toro Montalvo, Curso de Realidad de Ricardo Falla y Sonia Luz Carrillo, Le Livre Inmediat du Tepotztlan de Serge
Pey, Antología de la Poesía de los 70 de
Paul Guillén, Canto a un Prisionero,
Antología de Poetas Americanos, homenaje a los presos políticos de Turquía,
Otawa, Ed. Poetas Antiimperialistas de América, Yacana, Antología Poética / 51 poetas, Dios, el Gran Poeta, antología de
Federico Latorre Ormachea, Antología de
Poesía Amorosa de Santiago Risso.
Ha publicado:
• Poemas
racionales, premiado en los Juegos Florales 1970 de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos. Editado por Ed. UNMSM, 1971.
• Tiro de gracia, siete ediciones entre
1979-1985, una de ellas en holandés.
• Círculo de
fuego, dos ediciones en 1981.
• Kantuta negra, 1980, primer volumen de
la trilogía “Las Caras de la
Serpiente Negra ”.
• El país de los sueños, cuentos para
niños, dos ediciones en la editorial colombiana Norma y tres ediciones en la
editorial peruana San Marcos.
• Kantuta roja, 2006, segundo volumen de
la trilogía “Las Caras de la
Serpiente Negra ”.
• Yanaqa, cuentos de mi comunidad, 2008,
diez fascículos de narrativa breve para adolescentes, en una tirada de 32 mil
ejemplares, editado por la Ed.
San Marcos.
• Le cercle
de feu, traducción al francés por Athanase Vantchev de Thracy, París,
setiembre de 2010.
• Rendición
de cuentas (toda su poesía), Círculo de fuego, Le cercle de feu
(traducción al francés de Círculo de Fuego), y Verbena de la orgía
(Laboratorio), setiembre de 2011,
editorial portuguesa EMMOBY, en formato ebook, para las tiendas virtuales
Amazons, Appels y otros.
• Tinkuy,
junio de 2012.
• Marirís,
julio de 2012.
• Los mares
de barro, noviembre 2012.
• Verbena de
la orgía (Laboratorio), noviembre
2012.
• Tiro de
gracia, octava edición, diciembre 2012.
CASTIGO
Feliciano Mejía
©
Lo trajeron
amarrado con soga de lonjas de piel de vaca. Parecía una piedra, arrodillado en
el círculo del gentío, en la tarde que oscurecía lluviosa bajo el alto pisonay;
su poncho viejo, muy sucio, ocultaba las manos atadas a sus espaldas, y su
sombrero rotoso, de paño sucio con lamparones de grasa del sudor, sumía en la
oscuridad sus ojos negros y brillantes.
Se apodaba
Almidón, y su fama era legendaria en los valles; el más mentado y temido
abigeo. Y era prepotente hasta el sadismo con los desvalijados.
Ahora no
parecía nada y daba lástima la flacura de su cuello; sus muñecas huesudas
apretadas por los nudos y los dedos crispados en sus largas uñas afiladas
temblaban imperceptibles.
Por largo
tiempo en el valle de Chalhuanca corrió el murmullo de odio: “Lus cumpañiros
istán rubando ganadu”. Y ahora un Destacamento de Combate de la guerrilla a
quienes llamaban Los Compañeros, armados con fusiles ametralladoras Galil,
algunos antiguos máuser original peruano y ametralladoras de trípode, lo habían
cogido y lo habían traído aquí, a la capital del Distrito, a la Comunidad de Yanaqa,
entre las punas, pasando el abra de Kunturqarqa.
Ay, para qué.
No hubo Juicio Popular.
Un Combatiente
salió del ruedo entre el griterío de improperios de la multitud campesina. Se
sacó el poncho colorido, dejó a un lado su fusil ametralladora, se quitó el
saco rotoso, se remangó la camisa pringosa, se acercó al arrodillado que apenas
parecía respirar, como un bulto de ropa, de un manotazo tiró al suelo el
sombrero y ahí todos le vimos: cabeza pequeña, cabellos muy negros pegoteados
por el sudor seco, tez fina de chancaca, nariz afilada, barbilampiño, mirando
con ojos brillantes, huidizos y fieros, llenos de lagrimones de cólera
impotente. Pero fue sólo un instante porque el Combatiente, a un gesto del
Jefe, empuñando un fuerte y afilado cuchillo de forja, le dio un golpe seco en
la nuca. Del cuerpo esmirriado salió un ¡way! ronco; el ejecutor le volvió a
dar otro golpe que fue respondido por un ¡oh, way! El hombre grueso y
concentrado, le volvió a dar otro golpe.
El Jefe del
Destacamento, de unos 36 años, vestido con chompa azul de cuello tortuga,
pantalones azules y zapatillas blancas, sombrero de paño verde casi nuevo,
correaje negro al cinto con cartuchera de revólver en la cadera derecha y
morralillo de lana, gritó colérico:
–¡Mata bien, no
lo hagas sufrir!
El estupor y
murmullo del gentío iba creciendo. El hombre, a la derecha del Jefe, con ropa
de dril verde, alto, con gorra de tela y atado a la espalda y gruesos
borceguíes de soldado, sacó su arma en bandolera, apuntó al cielo el largo
cañón y con energía quitó el seguro. La moza, a la izquierda del Jefe, de
trenzas, pollera roja con festones de raso en colores, blusa blanca limpia,
reboso verde, atado abultado a la espalda, trenzas bien peinadas con cintas de
colores y sobrero de paño gris con flor de qantu en el cintillo, también
levantó su ametralladora, afirmó sus pies en las ojotas de jebe y rastrilló el
arma apuntando al cielo. Similares rastrillamientos de armas largas se oyeron
en la oscuridad, tras la multitud.
No sé en qué
momento, el viejo Urku, ex minero, con su casco de metal desportillado, había
sacado una lonja de eucalipto, que portaba como asta de bandera, de donde
colgaba una lata de pintura que, lleno de trapos con kerosene en llamarada,
alumbraba en la noche su luz chisporroteante, amarilla y espesa.
El cuarto golpe
en la nuca de Almidón lo hizo caer de costado, boqueando, dientes ennegrecidos
de sarro, jadeando, chupando aire con espasmos, temblándole los brazos
maniatados en tensión extrema. Y ya en el suelo, el ejecutor le hundió la punta
del cuchillo en el hueco sanguinolento de la nuca, hurgó y apretó en los
coágulos. Almidón apenas si intentó balbucear, estiró las piernas con un tirón
último de su cuerpo flaco y nervudo, las ojotas de sus pies toscos de uñas
torcidas, rayaron el pasto seco bajo el pisonay gigante, dio un fuerte tirón
con la pierna derecha y quedó como un balón aplastado, un pequeño túmulo bajo
el llanto de las mujeres, los gritos roncos de los hombres y los chillidos de
los niños y niñas del gentío estremecido.
–¡Kuchuy
kunkata! –ordenó el Dirigente y Jefe, y el otro obedeció presto y le cortó de
un tajo la garganta. Salpicó una sangre negra y brillante, como culebrinas.
El gentío,
apretujado, parecía gritar. Mamuka, a mi costado, me arañaba la espalda bajo el
poncho.
Los
Combatientes de la guerrilla, dentro del círculo, junto al Jefe, alrededor de
la multitud, en lo oscuro, y en las casas derruidas y en las esquinas de la
larga plaza de pasto reseco, a un gesto del Jefe, pusieron con un chasquido
unánime los seguros a sus armas, y bajaron los cañones, apuntando al suelo.
Algunas mujeres
lloraban a gritos. Al Machu Jacinto se le pasó la borrachera de tres días. A mí
me dio ganas de vomitar. Pero me contuve a lo macho ante el tirón de una punta
de mi poncho y ver la mirada angustiada de mi mujer, la Yulacha y el temblor de mi
hijo, mi tierno Ñeqecha, que también me miraba lloroso.
Era noche
oscura. En la comunidad nunca había habido luz eléctrica. Comenzó a llover
primero con chispeo frío y luego estalló el cielo en relámpagos.
Se prendieron
algunos mecheros junto a la tea del viejo Urku, y aparecieron de las casas
oscuras uno que otro petromax con su potente luz verdiona.
Todos
parecíamos como atragantados frente al cadáver, ese guiñapo que era el famoso
Almidón, ladrón de ganados, cuando uno de los Combatientes –parecían tan
serenos y acostumbrados a la muerte– puso su arma en bandolera, se acercó
preciso y cogió una punta del poncho y con ágil movimiento de muñeca, lo cubrió
entero. Ahí vimos sus dos largas piernas derrengadas, esos pies terrosos y su
pantalón de dril desleído, arrugado, sucio.
Luego, como por
ensalmo, desde la oscuridad de las casas apareció gente en hormigueo. La lluvia
no fue sino amenaza, griterío del cielo. Y por fin vimos una treintena de ollas
de comida dentro del círculo de la multitud, a dos metros del cadáver. La
agitación de los comuneros se iba calmando. El jefe habló largo en nuestra
lengua gutural, el runasimi llamado quechua, y dijo que así se mataban a los
ladrones de la patria, a todos. Que no se usaba balas para malgastar en esta
gente, que las balas costaban. Que a veces, con un cuchillito bastaba para
hacer justicia. Así se limpiaba el país de la lacra, así desecaban la pus del
cuerpo de nuestra nación. Poco a poco empezó a ser más didáctico y menos
elocuente y finalmente se calló, pidió que nos sentáramos, y como ejemplo se
sentó sobre un adobe seco. Al instante le llegó un mate de chicha, le acercaron
otro mate con mote, astillas de charqui y queso seco, un platillo de fierro
enlosado con huacatay molido, con sal y limón, y un gran mate de sopa de maíz,
habas, papas amarillas y perejil con trozos de quesillo, que comió en silencio
con su cuchara de palo. Invitó a la gente. Algunos se animaron y les sirvieron
presto. Empezó a conversar animado con algunos. Hacían bromas. Y comían.
Pero, ay madre.
Para comidas yo estaba.
Se fueron a eso
de las once de la noche, por el camino pedregoso de Tumiri, en dirección a
Pachakonas, cuando empezó a lloviznar. Llevaban catorce mulas y tres caballos,
todos cargando atados de mantas, tapaojos, pellones de carnero, y encima,
aseguradas con sogas de cabuya, las ametralladoras pesadas de trípode. Con esa
columna, con yeguas propias se fueron los hermanos Tocto que vivían en la
quebrada de Arraw. Jacinto Kuro, a la que su mamá lloró mucho, pero siempre
hablaba de él con alegría y orgullo. Se fue Rumildacha y su prima Doralisa. Y
yo me quedé triste pensando en los ojos dulces de la Rumilda. Pero tuve
miedo de seguirlos. Vinieron como diez más, de los cuatro anexos de la
comunidad, y enrumbaron con ellos esa noche.
Era de locos o
de seres de antes o de gente que veía en la oscuridad. Qué será. Nosotros en la Comunidad , bajado el
sol, no caminamos ni con luna llena. Te puedes desbarrancar o encontrar con un
alma en pena o con un demonio o con los gentiles.
Al famoso
Almidón, tamañazo ladrón, un hombrecito flaco, lo enterramos al pie de la torre
de adobe de la iglesia vieja, la de la campana rajada.
La noche
parecía temblar en la oscuridad de los Andes.
Desde entonces
cesaron los robos, no sólo de ganado.
Y si había un
problema serio, lo arreglábamos solos, porque ya no había autoridad. Mejor
dicho, todos nosotros éramos la autoridad.
Un año antes,
un Destacamento de Combate había entrado a Yanaqa y ¡pum!, sin decirnos nada,
volaron con dinamita la comisaría. A las once de la mañana, a pleno sol.
Antes habían
sacado a los policías, algunos durmiendo la borrachera, de sus literas, y al
cabo Comisario, lo encontraron con sayonara, pantalón verde y camiseta blanca
sudada. El cabo José Donayre de Ica, pucha, el matoncito más matón, que cobraba
en gallinas para sacar presos, ese maula, que se tiraba a las esposas de los
presos, para que pasara la comida, ese mismo, con sus seis guardias, alguno en
calzoncillos, verlos a las once de la mañana en la Plaza , amarradas las
muñecas, sentados en el suelo, frente a su comisaría hecha pedazos, con un
largo eucalipto plantado en el centro de lo que era la Prevención , largo
tronco lizo ondeando una bandea roja con su hoz y martillo amarillos; verlos
así, vaya que si daba gusto. Los largaron a eso de las 4 pm, por el camino a
Chalhuanca, sin zapatos diciéndoles que jamás volvieran, y que si volvían,
solos o acompañados por tropas, los cogerían y no habría perdón. Eso fue en el
Juicio Popular que se les armó a grito pelado antes de las dos de la tarde. La Comunidad entera quería
que los mataran a todos, sobre todo al Donayre que había asesinado a golpes al
Fabio Mondragón de Caina, que vino a ver a su madre y se paró fuerte ante la
prepotencia de Donayre. Lo mató a golpes y de la neumonía que le dio al meterlo
en la poza de patos de la espalda de la comisaría y por dejarlo toda la noche
tiritando con ropas mojadas en el calabozo. Dos guardias se quedaron, se
incorporaron a la Columna
de la guerrilla. Después de ese día vi el valle de Saraica embanderado con
cañas y banderas rojas, el valle de Cuyo, que desemboca en Santa Rosa, lleno de
banderas, pasos de ríos y puentes, el valle de Yawarqo, que va a dar a las
ruinas de los gentiles, lleno de caña de bambú, con banderas rojas, el valle de
Sayo, que lleva a Sondondo, lleno de banderas, ondeando en el aire azul, junto
a las sementeras y el ganado que pastaba indiferente. Hasta en el abra de
Rayuzqa había un palo grandazo de saúco, con su bandera, junto a la apacheta de
piedras y junto a la cruz de caoba, pintada ésta de blanco con sus flores de
papel y sus cintas de raso reseco y su chalina de dril bordado con hilos de
colores.
Y, ¡pum!, otro
dinamitazo sin aviso, haciendo ñuto la Municipalidad , quemando todos los papeles, todos,
y el compadre del Cabo Donayre, el Alcalde Indalecio Quispe venido de Tamburco,
arrodillado a fuetazos, rezando y llorando a gritos frente a las ruinas de su
local, junto a una mujer de pollera y fusil, que le daba un fuetazo cada vez
que se quería sentar. Alcaldito, llorando a moco tendido. Se quedó en el pueblo
y no se ha repuesto jamás: ahora es humilde.
Y, ¡pum!, otro
petardazo y la oficina de la
Gobernación por los suelos. Al Gobernadorcito Juaquín Marka
no lo hallaron. Se encontraba haciendo gestiones en Abancay. No volvió nunca ni
a ver a su mamá.
A todo eso los
compañeros lo llaman: Batir el campo en construcción de la conquista del poder.
Ahora la
autoridad era el Común. Nosotros. Decisiones, en Asamblea Comunal. Pero, apenas
había problemas graves y no podíamos resolverlos, alguien amenazaba con avisar
a los “cumpañiros” y la cosa encontraba solución.
Sólo que a los
“cumpañiros” nunca se les veía.
Salvo como
ahora, con lo de Almidón. Y en la sospecha de los ojos risueños de alguna china
o de algún comunero trabajando duro su parcela.
JORGE DÁVILA VÁZQUEZ
Nació en Cuenca, Ecuador, en 1947. Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca,
de la que es catedrático. Dos veces Premio Nacional Espinosa Pólit: por “María Joaquina en la vida y en la muerte” (novela,
1976) y por “Este mundo es el camino”
(cuentos, 1980). Premio Casa de la
Cultura de Quito por el mejor libro en prosa “Los tiempos del olvido” (1977) y por la pieza de teatro “Espejo Roto” (1990). Premio Gallegos
Lara por “Libro de los sueños”
(cuentos fantásticos).
Entre su gran producción, podemos destacar: “Cuentos breves y fantásticos” (1994), “Acerca de los ángeles” (cuentos, 1995), “La vida secreta” (novela corta, 1999), “Memoria de la poesía” (1999), “Historias
para volar” (cuentos, 2001), “Entrañables”
(cuentos, 2001), “Río de la memoria”
(poesía, 2004).
EL VIENTO Y LA
CENIZA
Jorge Dávila Vázquez ©
1
Tanto amor
tantas palabras…
Sopla un viento
de adiós y nada queda.
2
En el desierto
se alza la rosa del sueño.
Luego ya solo es
un breve montículo dorado.
3
A veces, pasa un ángel
y roza la ceniza con sus alas.
Queda como una leve huella
de algo que fuera el vuelo.
4
Cenizas y palabras,
viento y olvido,
Nada más somos,
por eso palpitamos.
5
Y ese pequeño hueso?
No, esa no es parte
de la ceniza suya:
Solo vigila el fuego.
6
El viento brama
en las más altas torres
Ay, bestia de los fuegos.
Ay, toro de ceniza.
7
Toda la flor
que te ofreció mi mano
es apenas recuerdo,
fantasma de cenizas.
8
A veces como que
te iluminas, resplandeces,
luego todo es vacío,
consumido, te apagas.
9
Miras el retrato:
el dulce rostro,
la sonrisa amada.
Devastador el viento, nada deja.
10
Sopla una suave brisa,
desordena el cabello.
El viento del ocaso
sus cenizas dispersa.
JARDÍN PROHIBIDO
Jorge Dávila Vázquez ©
1
Jardines de agua
en Granada:
el Generalife.
Aún se siente
el aroma de azahar
de una leve
princesa.
Aún se escucha su voz
que canta,
entre los surtidores,
la noche y su misterio.
2
Tu beso
en el crepúsculo.
Y más allá
los grandes árboles:
su proa
hacia la sombra.
3
Los jardines
del tiempo
y la memoria
se extienden…
ilimitadamente.
Al borde del horizonte
crecen lilas
y se siente
el perfume del muguete.
Manos de niebla,
tímidas, delicadas,
traen la primavera
en esas flores,
otra vez
a la puerta.
En la penumbra,
callados,
nos miramos.
4
Nada queda
del jardín de la infancia.
Nada.
Ni las pequeñas rosas
en su macizo
que cobijaba
sueños.
Ni la acequia
con su rumor insomne.
La madreselva
ha muerto,
un rastro de perfume
quizás quede
en otro aire.
La gran piedra
bordeada de violetas,
ya solo es un fantasma,
hueco, solo.
Canteros
de amarilis florecidos
los sepultó
la hierba,
extinguiendo
la hoguera de sus pétalos.
Nada.
No queda nada.
De pronto, el grito:
la pequeña escalera
de piedra
que bajaba hasta el huerto
sigue allí,
casi intacta,
como un extraño
espectro
que no conduce ya
a ninguna parte.
5
Anónimo jardín
de estatuas vivas.
En lo oscuro
grazna un ave de agüeros.
Y un cuerpo
que se enlaza a otro cuerpo,
a la luz imprecisa,
se finge tronco
de un pino retorcido.
Unas manos
que buscan otras manos,
unas bocas
que llegan a otras bocas,
son como hojas,
movidas
por un secreto
viento
que palpita
en la noche.
6
¿Quién era esta Teresa,
dueña del vasto jardín
de las magnolias?
Nadie lo sabe.
Solo las grandes flores
que se abren
en las sombras,
con su denso perfume
que la busca,
como animal doméstico
anhelante:
Teresa.
7
Se pierde
en el olvido
aquel jardín nocturno
en que la mano
que rozaba
otra mano,
era una flor secreta
en las tinieblas.
8
Jardín del Luxemburgo
a la luz de una estrella,
se estremece,
tras la cerrada verja
protectora.
Hay un suspiro de árboles
y un quejido del agua
mientras la hierba
palpita ensombrecida.
Todo añora los cuerpos
que en otra hora,
sobre el verde tapiz,
húmedo y escondido,
se amaron
bajo los astros pensativos.
9
Furtivo,
un gato
atraviesa
el jardín familiar.
La luna brilla.
Todo preludia
la batalla próxima
y el contrapunto
de feroz maullido,
entre dos cuerpos
felinos que se encienden
como antorchas secretas
en las sombras.
10
Hecha de polvo y noche
era una sombra fugaz,
en la avenida.
Nocturna sombra
en un jardín nocturno.
¿Qué buscabas?
¿Un trasgo, un duende
un ánima?
¿Otra sombra fugaz,
cruzando la avenida
de ese parque nocturno?
¿O buscabas,
quizás, la noche misma?
MARISA
MARTÍNEZ PÉRSICO
Nació en 1978 en Lomas
de Zamora (Provincia de Buenos Aires), Argentina, y tiene la doble nacionalidad
española por sus orígenes gallego y castellano-leonés. Desde diciembre de 2010
vive en Roma.
En el territorio de la
poesía publicó Las voces de las hojas
(Baobab, 1998, que recibió el primer premio en el II Concurso Nacional Río de la Plata 1996), la serie Poética ambulante y otros poemas (2003)
y la serie Los pliegos obtusos (2004),
en ambos casos Ediciones del Gobierno de la Provincia de Buenos
Aires, Premio Arte Joven de la Provincia. Tiene una novela inédita, Las manos en la madre.
Licenciada y Profesora
en Letras por la
Universidad de Buenos Aires (UBA), Doctora en Filología
Hispánica e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Hoy se desempeña como
profesora de Literatura en Lengua Española I, II y III en la Facoltà di Lettere de la Università degli Studi
Guglielmo Marconi y profesora colaboradora del Instituto Cervantes de Roma
(examinadora DELE-cursos Università LUISS). Fue adscripta durante los años 2008
y 2009 en la cátedra de Literatura Latinoamericana II de la UBA , colaboradora de la Fundación Leopoldo
Marechal durante varios años (Argentina). Enseñó entre los años 2000 y 2009 Lengua
y Literatura en un colegio secundario argentino, dictó clases de taller
literario en la editorial porteña Baobab, fue correctora de estilo free lance
para editoriales argentinas y ecuatorianas. Jurado invitada en certámenes
televisivos de literatura (Encuentro del saber, Argentina, 2010) y en
certámenes de poesía y cuento (Ediciones Baobab, Universidad UCES,
Municipalidad de Lomas de Zamora), entre otras tareas vinculadas a la docencia,
escritura e investigación.
ARTERIA SECUNDARIA
Marisa
Martínez Pérsico ©
El querer tiene su hemisferio de
sombra, como la luna.
Jorge Luis Borges en Proa.
Cada
ciudad me mira con los ojos de otra
con
quien pudiste pasear por una calle,
suspirar
al unísono en un parque público,
arrojar
idéntico pan a las ardillas.
Cada
ciudad tiene una avenida que eludo,
la
vedette de los mapas, la infalible en los círculos turísticos
una
que la vio latir, paseante, a tu costado,
comprar
trajes en tiendas previsibles,
tomar
fotos a obeliscos de catálogo.
Yo,
en cambio, me sumerjo en invisibles callejuelas,
pasadizos
tocados por el alba que se filtra a escondidas,
con
macetas que hospedan arañas sigilosas.
Y
danzo como una bailarina en su escenario
para
un espectador en prima fila.
Quizás
mi vida a tu lado sea eso:
un
paseo distinto por una ciudad que aún recuerdas.
LJUBLJANICA SAVA
Marisa
Martínez Pérsico ©
Se
esfuman ciertos gestos
del
crucero que hicimos por Ljubljana.
Las
sensaciones aéreas
cómo
el viento jugaba con mi falda
cómo
el agua cantaba en movimiento.
Allí
toqué, por un segundo, el alfiler agudo de la dicha
pero
fue tan leve al tacto
que
lo perdí al doblar el primer puente
donde
aprieta el pasado
como
un zapato antiguo y defectuoso
que
aún quisieras ponerte.
IHOSVANY HERNÁNDEZ GONZÁLEZ
(Ciudad de la Habana , 1974, Cuba). Hizo
estudios de Historia en la
Universidad de la Habana. Desde el 2004 reside en Montreal, Canadá.
En el 2011 publica su poemario Verdades que el tiempo ignora, editorial
Linden Lane Press (Estados Unidos). Es ganador de algunos premios literarios,
entre los que destaca el Primer Premio del concurso de cuentos “Nuestra
Palabra” (Canadá, 2010), el de Reseña Literaria Azafrán y Cinabrio ediciones
(México, 2008), y el Segundo Premio de la categoría cuento del evento Tendiendo
Puentes convocado por la
Universidad de Toronto (Canadá, 2005). Sus poemas aparecen en
antologías de España, Estados Unidos y Canadá.
POEMA A UNA CASA FAMILIAR
Ihosvany
Hernández González ©
En esta pared solemos escribir todo
el silencio.
Sonia Díaz Corrales
con
el eco llenándonos los ojos
escribimos
sobre el blanco muro (que alguna vez no unió)
padre
y madre en una casa de paredes encaladas
juntando
las monedas para disponer de un almuerzo de fines de semana
en
donde podamos estar juntos ante una única mesa
en
una casa de cielo propicio para el pacto con lo cotidiano
ese
recinto en donde todavía no se habla de pérdidas humanas
ni
de la prolongada incertidumbre del que ha quedado dentro
aguardando
una nueva cita contra el futuro.
blancos
fueron los muros
la
cal los hacía cada vez más dignos
pero
un día despertamos sin el resplandor de tanta limpieza
y
callamos al ver lo que nos hizo seguros ante el polvo
padre
y madre, el primogénito y el benjamín dibujando
secuencias
de un plano que jamás llegaron a completarse
el
día fue trozado en fragmentos que ahora
ni
yo puedo unir para hablar de lo que fue delicia entre columnas
o
en aquel jardín de adelfas que de sólo contemplarlo
daba
la impresión de que el mundo era perfecto
padre
y madre bajo el mismo umbral
ante
una calle empedrada que luego tuvo su asfalto requemado al mediodía.
todas
las cosas que pienso tienen su inicio en ese paisaje
en
este largo trayecto, una salida
dejando
el muro pleno de un extraño silencio
dejando
el recuerdo en cada utopía
padre
y madre que dijeron acaso lo que yo no pude
cuando
cerraron la puerta y quedaron abandonados en su espera
la
vuelta prolongada
el
reencuentro imprescindible que se cuece en ese auxilio
a
lo lejos
entre
columnas que no aguantan ya el peso de tanto cielo inmóvil
deudores
del tiempo irascible
de
la sombra que apaña
deudores
de
la vida cercenándose desde una casa.
UNO SABE
Ihosvany
Hernández González ©
uno
sabe lo que quiere cuando lo torna
realidad en el verbo diario
en
la calle más apretada del mundo
en
el aroma del cuerpo enajenado o febril
en
el campo visual donde la belleza se niega a ser transitoria
o
en la lluvia de septiembre que recluye tu mano en su levedad fortuita
uno
sabe lo que quiere cuando procura nacer de la insatisfacción con la vida
(semejante
sarcasmo olvidado en el curso de una estación invernal a otra)
cosas
comunes en el hombre que busca su igual
uno
sabe lo que quiere porque lo sueña y lo ampara hasta la saciedad misma
y
crece en todas direcciones como un verso tendido bajo este mismo sol que
incinera
y
que uno cree conocer
como
la casa en donde hemos visto asomarse algún futuro incierto
uno
sabe de la saciedad en la tarde, de empeñarse en hacer de su tiempo
una
conexión espontánea con el mundo
(diversos
los puntos de vistas que el escriba dispone hasta tocar tierra).
uno
sabe de la plenitud del silencio
con
el que sabrá que ha ganado un minúsculo tramo en la trayectoria que en la noche
irá
corroborando
hasta
llegar a las miradas que se pierden dentro de estos mismos esquemas.
ELEMENTAL
Predilección
Ihosvany
Hernández González ©
puede
que (esta tarde) la vida traiga algo consigo / (de alguna forma
lo he soñado en el agujero del día)
puede
que obtenga un eslabón para juntar al faltante, una encomienda a tiempo
alguna
una cuenta por saldar con el intruso / el aspirante a Caín / admiración en el
contrario
un
camino a recorrer desde el instinto que domina al verso
hablo
de quien injerta flechas a quien lo escucha
íntegro
el silencio en las armas del elegido
el
que piensa la palabra como un elemento en la necesidad de sobrevivir
ante
la belleza más elemental o transitoria.
puede
que esta tarde la vida ofrezca la fortuna de conocernos en la proximidad de un
verso
ahora
que escribo para advertir de la existencia del otro lado de la realidad
hablo
de un pez
y
sueño sus escamas sobre la franja que divide la tierra en la plenitud de una
página imprevista.
puede
que esta misma tarde no haga falta la sombra que se empeña en derruir la
astucia
(todo
amor caduca cuando se limita su miseria / todo mar penetra en la igualdad de
los mortales)
la
perseverancia en la estructura ayuda a su forma, y su espontaneidad
ayuda
en la perennidad de las cosas que interesan doblegándose en el tiempo.
puede
que la vida me ofrezca una nueva posibilidad
petición
que invoco esta única tarde como si creyera en el mundo y sus probabilidades
puede
que todo ocurra cuando escribo
cuando
otras lecturas se dan
dentro
de este mismo ínfimo universo que alimentas.
FLORENCIA MAYRA GARGIULO
Nació en Buenos
Aires, Argentina, en 1990. Actualmente vive en Carlos Paz, Provincia de
Córdoba. Además de escribir, que es su vocación, ya que escribe desde muy
temprana edad (seis años) se dedica a la cocina y la técnica mixta. Está próxima
a publicar su primer libro de poemas titulado “El brillo de la flecha”.
CONVIVENCIA
Florencia Mayra Gargiulo ©
Escama de tu coral luminoso
Bailan tus pensamientos, enlazados
A los míos
El prisma dentro de mí, te rezo
Tu prisma dentro mío
Alimentándome la sed
¿Por qué lo has matado?
El terciopelo que no poseo
Trata de reencarnarse, entre los cables
De la evolución, exagerando la luna
Hasta explotarla
¿Cómo lo has matado?
Pedazos de luna negra, enlazados
Con los prismas destruidos
Flotan, no flotan, existen en el espacio
Eso estaba soñando
Cuándo tu bruma, rompió la mañana
En preguntas, en viajes de duda
Conocimiento, sálvame
Estallidos, mis luces internas callan
Aléjame del planeta de los muertos
De tras de una masa adornada
Encontré un cristal que me tomo por suya
Purgándome lo lleno
Haciéndome completa
No grites ahora, cuando todos los oídos,
Viven en mí escuchando tus cuevas
Estoy mirando el mundo
Con un amor descarado, por eso se abre
El ojo que me deja mirarte
Supremo no tengas piedad de mí
Ni de mis hermanos
LAS VOCES
Florencia Mayra Gargiulo ©
Voz uno:
Siento en los extremos de tus pechos
Una rendija en cada lado
Que pacientemente va quitándome la piel
Hurtándome, cuando caigo sobre ti
¿Cuánta suavidad ha pasado?
La voz dos:
Yo media el tiempo en las líneas de tu cuerpo
Pero ahora me doy cuenta
Que tus arrugas flotan debajo de mi piel
Hemos vivido
Veo en tus ojos, un agujero
Donde mi belleza quedó atrapada,
No la dejes salir
Voz uno:
¿Será que ahora, cuando somos huesos y recuerdos
Amamos lo que quedo de todo lo que fuimos?
Voz dos:
Siento mi mente como un reloj de arena
Y al correr el tiempo por ella
Solo me dejo lo esencial
Voz uno:
¿Viste la mano que empezó la cuenta?
Voz dos:
Creo que está cansado…
PROYECTO DE VIDA
Florencia Mayra Gargiulo ©
Una flor, respirando por un tubo
¡A cirugía! No la dejen morir
Cemento, ladrillo y bambú
Metal y paja
¡Ese hombre, él me disparó!
Corran… no lo dejen escapar
Soy la estrella, soy el primer hombre
Que existió en el primer planeta
Árbol comiendo rejas
El primer planeta, que existió en el universo
El creador
Padre nuestro que estás en los cielos…
Ese soy yo.
Hombre con clavos, hombre talando aire
Hombre matando hombre, matando vida
Nací, el primer día que existió la vida
Por que yo, soy la existencia
Trasportes contra el tiempo
Tiempo: invento del hombre que mata hombre
Punto cero. Utilidad cero.
Ningún hijo mío, superó al maestro
Muertes por hambre
Hombre matando hombre
Utilidad cero. Punto cero.
Ese soy yo…
MANUEL
TEYPER
Seudónimo de
Jaime Didier Aldana Reyes. Colombiano. Escribe cuentos y relatos, que vende
para su subsistencia y la de su familia. Todavía no ha publicado nada en papel,
pero espera hacerlo pronto. Vive en el Perú desde hace veinte años. Ha viajado
por América del Sur vendiendo sus poemas para solventar el viaje y al regresar
a Colombia conoció a la que hoy es su esposa. A continuación un interesante
cuento de estilo kafkiano.
CRÓNICA DE UN
ARRESTO
Manuel Teyper ©
I
Acabo de llegar
a mi acostumbrado lugar de trabajo, es decir, a un centro comercial ubicado en
el Distrito de San Miguel, en Lima, donde ofrezco a los visitantes cuentos de
mi autoría.
Por una
disposición municipal, se acordó, por un tiempo determinado, cerrar las calles
internas al tránsito vehicular e impedir la venta ambulatoria. La medida pone
en serios aprietos a quienes viven de la venta de sus productos, lo que parece
no importarle a nadie.
Salgo de ahí y
me dirijo al Distrito de Miraflores.
Me subo a una
combi, que es un vehículo pequeño e impropio para llevar pasajeros.
Los
empresarios, pensando más en sus cuentas bancarias que en la comodidad de los
pasajeros –que ni tan pasajeros, dada la enorme cantidad de horas que pasamos
subidos en ellos–, han ideado asientos tan pequeños que las personas van muy
juntas, como si se conocieran de toda la vida. Además entre fila y fila no
queda el espacio suficiente para sentarse, haciendo insufrible pero
indispensable subirse a uno de estos vehículos, cuyo techo no alcanza el metro
treinta.
Ocurre algo
peor cuando se incrementa el número de usuarios: Los que no encontraron un
asiento vacío, deben viajar de pie. Viajar de pie es un decir. Los afortunados,
que nunca han tenido que trasladarse así, no lo imaginan: las personas se
agarran de cualquier parte, colocan la espalda al techo de la combi como si
fueran contorsionistas, y ponen esa parte del cuerpo que comienza donde termina
la espalda, muy cerca de la cara de alguien que va sentado, pero que no dice
nada porque se siente “privilegiado”. Sólo mira hacia otro lado como si no ocurriera
nada.
II
La combi toma
la avenida La Marina
y voltea por la avenida Salaverry, siendo detenido por el silbato de un
policía.
Un
representante del orden se acerca a la ventanilla del chofer, y le pide los
papeles. Como presagiando algo feo, me digo para mí mismo: “solo falta que se
les ocurra pedir documentos”. Un segundo después, confirmando mis temores,
asoma la cabeza un efectivo de la policía y pronuncia la frase fatal:
–Todos los
varones, por favor, entreguen su documento de identidad.
Sabiendo lo que
se venía, saco mi caduco carnet de extranjería y se lo entrego.
Sentado en la
combi me imagino a otro representante del orden digitando mi nombre,
encontrando una mancha que no debiera estar y ordenando a su colega la
detención inmediata del portador de dicho documento. Veo al agente que se
acerca con paso decidido. En su interior debe haber saltado una alarma que lo
hace estar alerta al menor movimiento mío.
–Acompáñeme –me
ordena.
Bajo con cara
de circunstancias. Los demás pasajeros deben pensar que la policía acaba de
atrapar a un peligroso delincuente. A partir de este momento tengo la fea
sensación de que ya no me pertenezco. Que estoy en manos de las autoridades
peruanas, y que mi vida dependerá, en lo sucesivo, de lo que ellos decidan
hacer con ella. En cuestión de segundos he pasado de la combi a una patrulla.
No sé qué cosa es peor.
Me preguntan
qué hice para meterme en líos. Contesto que la historia es muy larga. Decirles
más resultaría inútil.
Cinco minutos
después estamos a la puerta de la comisaría que tiene un nombre poético: “Orrantia
del Mar”.
III
Antes de
ingresar a la comisaría pienso cómo debo obrar. Con la verdad, obviamente.
Mejor dicho, con mí verdad.
La tensión
crece por momentos haciendo que me ponga a pensar, seriamente, que debo tener
en cuenta la peculiar forma de pensar que tiene la policía: ellos sospechan, yo
digo mi verdad; ellos dudan, yo confío; ellos preguntan, yo afirmo; ellos
parecen exaltarse, yo permanezco sereno; ellos tratan de encontrar
contradicciones, yo sigo diciendo la verdad hasta el final. Hasta que se den
cuenta que mi historia es real; hasta que ya no les quede nada más por
preguntar; hasta que intuyan que no tratan con un delincuente, pese a que mi
rostro diga lo contrario; hasta que intuyan que pierden el tiempo y me lo hacen
perder a mí; hasta que parezca que me deben algo; hasta que se percaten que mi
detención es injusta; hasta que comprendan que no debo estar ahí; hasta que
estén a punto de ofrecerme disculpas y un taxi para regresar a casa... bueno,
no tanto.
IV
Una pequeña
araña se asoma por debajo de una silla de metal. A la izquierda del arácnido se
halla un escritorio, y a derecha una papelera de madera. A su costado hay una
mesa sobre la cual reposa un televisor, y un teléfono negro. El color del
teléfono no es casual, debe ir acorde con la situación de los que caen en el
agujero negro llamado prisión.
Exactamente
frente a la araña, que ahora cuelga tranquilamente de su hilo, hay un cómodo
sofá gris, y sobre él, un poco tenso por la situación, estoy yo.
A mi izquierda,
de pie, un policía mira constantemente su celular, como si su vida dependiera
de él.
A mi derecha,
sentado frente a su computadora, un policía me pregunta:
–¿Nombre?
–Jaime Didier
Aldana Reyes.
–¿Jaime qué?
–Didier, d - i
- d - i - e - r. –le deletreo.
–¿Fecha de
nacimiento?
–Quince de mayo
de mil novecientos sesenta y cinco.
–¿Edad?
–Cuarenta y
seis años.
–¿Nacionalidad?
–Colombiana.
–¿Estado civil?
–Casado –pienso:
“tristemente”.
–¿Grado de
instrucción?
–Secundaria
completa –estuve a punto de responderle: ‘’analfabetismo funcional’’.
–¿Ocupación? –la
pregunta me dejó frío. Rondaban algunas respuestas en mi cabeza. ¿Ocupación? No
sabía qué cosa responder. Me dedico a leer, realizar algunos trabajos en casa –a
regañadientes–, y escribir cuentos y relatos.
El policía, al
notar mi ensimismamiento, pregunta otra vez:
–¿Profesión? –no
tuve más remedio que mentir:
–Escritor.
–¿Para una
editorial? –“ya quisiera”, pensé.
–No.
–¿Por qué lo
han detenido? –ésa era la pregunta clave.
–Porque tengo
impedimento de ingresar al país.
–¿Y entonces
por qué ingresó?
–Porque vivo
aquí y tengo mi carnet de extranjería que me otorga la residencia por estar –tristemente,
ya saben– casado con una peruana.
–¡Explíquese!
–En 1990,
después de realizar un viaje por América del Sur, pasé por Lima. Me subí a un
bus urbano, y ahí alguien robó mi pasaporte, despojándome también del poco
dinero que llevaba en su interior. Puse la denuncia correspondiente y fui a mi
consulado donde me expidieron un pasaporte provisional, y me dijeron –¡vaya qué
error!– que me dirigiera a la prefectura para que corroboraran que me
encontraba dentro de los límites de permanencia. Me hicieron ir en varias
oportunidades –tiempo que aproveché para conocer más de cerca a la muchacha
limeña que hoy es mi esposa– y en última instancia me dijeron que quedaba
detenido. Pregunté la razón, pero no supieron qué decir: que bueno… que por ser
colombiano; que el terrorismo; que existían “serias” sospechas; que tal vez
vendió su pasaporte; que cómo no tiene dinero. Y otros argumentos de este
temple.
En ese momento
del discurso me di cuenta que el policía miraba para otro lado, como si ya se
hubiera olvidado de mí, pero volteó y me dijo:
–Continúe.
–El policía que
llevó mi caso en esa fecha, hizo una llamada telefónica al consulado
colombiano, para contarle a la cónsul de turno que en esa dependencia tenían
arrestado a un colombiano. Después de colgar, el oficial me dijo que la cónsul
no quería entrometerse en mis problemas. Que no sabía quién era yo –y yo me
acababa de enterar quién era ella– y que él se veía en la “obligación” de
expedir una resolución para que me expulsaran del país inmediatamente.
–¿Qué más? –preguntó,
como si no fuera suficiente con todo lo dicho.
–Cuando me
estaba acostumbrando a la soltería en Colombia, llegó mi novia y con ella me
casé un año después. Volvimos a Lima, y en 1995 me otorgaron mi carnet de
residencia por estar casado con la ciudadana peruana.
–Ya regreso –me
dijo de repente. Cuando regresó hizo un ademán para que continuara.
–En el año
2009, luego de dieciséis años viviendo en Lima, viajé a Colombia, y regresé al
Perú con un nuevo pasaporte. Al llegar a la frontera me informaron que tenía
impedimento de ingresar al país, pero que ingresara de todas formas y
solucionara mi problema en Lima.
–Ingresó
clandestinamente –dijo como para sí mismo, pero hice como que no lo escuché.
–Ya en Lima, me
acerqué a Migraciones donde me sugirieron hacer un trámite judicial y no me
recibieron los documentos. Entonces dejé de creer, y decidí –vaya qué error–
dejar las cosas así. Luego, cuando pasaba en combi por la avenida Salaverry,
ustedes se percataron que tengo impedimento de ingresar al país, y aquí estoy.
–Bueno, voy a
permitirle ir a su casa porque no tiene orden de captura –me dijo finalmente–,
pero con la condición que arregle pronto su problema con migraciones.
–Gracias –dije
muy aliviado.
Instantes
después me reuní con las dos mujeres que son la única familia que tengo en el
país, con la firme intención de solucionar el problema que me tiene en vilo
poco más o menos veinte años: el impedimento de ingresar al Perú, pese a vivir
aquí, y legalmente, casi la misma cantidad de años.
Al día
siguiente fui al consulado colombiano, y hablé con el cónsul para que me
hiciera el favor de darme una carta que llevaría a migraciones, como me lo
había sugerido el jefe en la prefectura, pero el cónsul me dijo que él no sabía
quién era yo –y yo me acababa de enterar quién era él –por eso creo que mi
estadía en el país… peligra.
ANA MARÍA
ZARZUELO ÁLVAREZ
Nació en Trubia
(Asturias), España, el 13 de agosto de 1960. Emigra a Hautmont (Francia)
regresando en 1972 y residiendo en Gijón desde entonces.
Organiza y presenta “Encuentros
literarios en The Class”. Componente del grupo teatral “La paxara pinta”
dirigida por José Fuertes. Colabora en la revista virtual “Suite 101. net” (http://suite101.net/ana-maria-zarzuelo-alvarez).
Intervino en varias ocasiones en el programa. “Luces de la ciudad” y en “Encuentros
de la mesa 10”
de Canal 10 de la televisión asturiana.
Es autora de los
relatos “El faro”, “La habitación
prohibida”… y varios poemarios, entre ellos “Fiesta sinestésica” y “Etapas
de una vida rota”. Escribió una novela corta “Argos, el creador de historias”, una novela “Los heraldos negros: el secreto” y una obra de teatro “Poe y el caballero de negro”.
http://ana-zar.blogspot.com.es/
(Mechas con poesía)
EL BESO
Ana María Zarzuelo
Álvarez ©
Es un día gris de
invierno. Las gaviotas huyen de un mar embravecido buscando refugio en la
costa. La playa se encuentra casi desértica. Sólo permanece una pareja varada
en la playa, sin un simple paraguas que les resguarde de la intemperie,
abrazándose con pasión, y yo soy la única persona que los observa.
La excitación se va
extendiendo por las fibras de mi cuerpo, ardiente de deseo. Un deseo
acrecentado por la pasión que me producía la hembra mojada por la lluvia. ¡Y
esa hembra húmeda había sido mía!, al menos una vez, en esta misma playa.
No recordaba cuanto
hacía que había yacido junto a Penélope, pero parecía que había sido ayer ¿Cómo
medir el tiempo si el reloj de la vida no marcaba mis horas?
El único testigo de
este encuentro era yo, un testigo fortuito que había llegado como alma en pena,
desde las entrañas del infierno que representaba el olvido, hasta ella que
representaba mi futuro y mi pasado. Hubiera deseado poseerla ahora, y que sus
labios fueran míos para siempre. Un destello de lujuria asomó indiscreto en el
fondo de mi alma. ¿Alma? No lo sé, pero yo la podía sentir, ganando fuerza como
una fuerza casi sobrenatural que todo lo puede.
Los vi llegar como si
la mujer fuese una aparición. Ella llevaba un vestido rojo con un escote que enseñaba
unos senos perfectos, como un éxtasis imposible de alcanzar. No sé cómo podía
alcanzar a ver los colores y las formas de las figuras dentro de la oscuridad
casi absoluta en la que me encontraba en esta noche de diciembre, donde la luna
débil apenas los iluminaba proporcionándoles una intimidad necesaria para este
encuentro.
Uno de los pezones
rosáceos embistió la boca del hombre, que por instinto lo succionó, cómo si le
fuera la vida en ello. Ella gritó. Lo escuché con nitidez, y rememoré sus gritos
cuando ella me poseyó. Sí, parece imposible que una mujer pueda poseer. Ella me
poseyó de todas las maneras posibles, físicas y mentales, absorbiéndome de una
forma total hasta la extinción.
Ha pasado un tiempo,
mucho tiempo quizás. No sé siquiera si fue ayer o hace un año. El tiempo se
paró para mí un día, pero aún la recuerdo y desearía volver a ser ese ser
imberbe poseído por ella, la mujer de mis sueños.
Los seguí observando a
cierta distancia, la que me podía permitir distinguirlos con moderada nitidez,
pese que a veces el agua y el viento desdibujaban mi visión. ¿O era la fuerza
del deseo lo que me nublaba la vista, borrando los póstumos recuerdos de esa
última noche, olvidando todo, menos el último beso?
Las evocaciones iban
acudiendo a mí, lo que me causaba desasosiego al no poder retornar a ese remoto
encuentro. Esto me hacía recordarla con más intensidad, lo que me provocaba un
dolor aún más profundo e interno en mi sexo, lo que al mismo tiempo me
excitaba. Sus labios jugosos, ardientes, a veces agresivos, hasta sádicos,
junto con sus dientes que me mordisqueaban provocándome un placer insufrible
eran mi obsesión, una obsesión que me encaminó hasta la locura, sin importarme
que esto me llevara a la muerte.
El sonido de sus voces
me llegaba un poco lejano, como suspiros y jadeos en una noche de pasión. Yo
deseaba ser el hombre que sintiera su fuerza de mujer, que me amara cómo
aquella última noche, que me resucitara, en un encuentro donde el niño muriera
y el hombre naciera, embistiendo yo ese cuerpo de diosa recién descubierta para
recordarla siempre, desearla siempre, amarla siempre.
Yo necesitaba
acercarme, comprobar que mi imaginación no me jugaba una mala pasada.
Necesitaba comprobar que ella era ella, la mujer de mis deseos, de mis fantasías,
de mi delirio. Pienso que estos suspiros que yo percibía se escuchaban como un
eco a través de los siete kilómetros de arena dorada que recubre la playa de
San Lorenzo, desde el río Piles hasta la iglesia de San Pedro.
¡Tengo miedo! Presiento
que debo desistir, abandonar esta visión con una retirada amarga, abandonar
aunque me desprecie por este hecho toda la eternidad, y olvidarla. Retomo mis
pasos cómo un cangrejo miedoso, pero no puedo dejar de observarlos, agudizando
mi oído, buscando identificar alguna palabra, frase, caricia, beso… y esto me
vuelve loco.
La iglesia iluminada desde
aquí se observa majestosa, incluso a veces hasta amenazante. Al tañer sus
campanas un respigo recorrió todo mi cuerpo, como una advertencia que sé que no
debía retar. Pero ella era ella, y la deseaba, deseaba sus besos; volver a
saborear el último beso.
No recuerdo que haya
escuchado nunca las campanas de le iglesia de San Pedro de noche, ni tan
siquiera el día que desaparecí. Siempre pensé que después de todo lo sucedido
con ella la última noche, no volvería a verla jamás. Eso pensaba yo, yo que no
conocía nada de la vida y menos de la muerte. Pero nunca, no es una eternidad,
y aquí estaba ahora, viéndola, casi oliéndola.
Estas atalayas que
avisan a la muerte retumban con sonido metálico inquebrantable que perfora mi
conciencia y temor, temor de no alcanzar ese postrero beso ¿Acaso quiere Dios
anunciarles mi presencia? ¿Tal vez yo podía representar una amenaza, y por eso
las campanas tocan justicieras como en una sinfonía de Wagner?
Los rayos iluminan la
noche fiera y percibo unos carros tirados por corceles alados anunciando un
combate letal. Parecen los heraldos negros que me manda la muerte; pero yo no
puedo morir.
El cielo retumba con
sonido de tambores amenazadores y trompetas celestiales. El bien y el mal se
enfrentan buscando una victoria. ¿Su victoria, y mi derrota? ¿Pero mi derrota
no fue hace tiempo, días, meses o años…? ¿O no fue una derrota? ¡Pobres
mortales cuyos ojos escandalizados temen la venganza del Olimpo, o de Dios! ¿O
el Olimpo del mundo es Dios y la venganza nace en esta playa maldita?
Me arrastro como ese
cangrejo cobarde que se evade de lo que no quiere ver ni conocer. Me escondo en
lo más recóndito huyendo como un animal herido. ¿O es mejor decir un humano que
tiene miedo y se esconde de lo que puede hacerle daño?
Tal vez porqué el odio
y el rencor son malignos, me refugio en este submundo de locura buscando una
esperanza. ¿Esperanza de qué? De nada, de nada al observar a los enamorados
amándose, libándose, copulando en esta playa mágica y malévola, convirtiéndose
en inmortales a los ojos de los demás; yo. ¿O el inmortal era yo? Un ser
inmortal que sólo sabe mirar y nada más.
Me escondo de sus
miradas pero a veces levanto la cabeza observando la escena de amor, buscando
ver, oler, percibir cualquier movimiento amatorio, y sentir a través de ellos,
volviendo a rememorar mis recuerdos.
Recuerdo su lengua
juguetona libando cada pliegue de mi cuerpo, desde mis párpados cerrados, hasta
los dedos de mis pies. Sus manos me acariciaban libidinosas, y mi sexo
incontinente y púber ya deseaba aflorar el semen, sin semilla creadora. Yo
deseaba contenerme pero mi deseo era superior a cualquier pensamiento humano y
me convertí en un animal que sentía. Penélope me preguntó: –¿Me deseas?– ¿Cómo
no la iba a desear? Lo que ansiaba era penetrarla con violencia irracional, con
embates furiosos que la destrozaran… Pero yo no sabía cómo satisfacerla; ésta
era mi primera vez.
Ella era mi amor, o ¿no
era amor y todo era sólo una mentira que había creado para enfrentarme a una
conciencia moral que me habían enseñado? Un amor enfrentado a una sociedad, a
una ética que no aprobaba unos amores ilícitos, a los ojos de los demás, no de
los míos. Y la conciencia se crece, martilleando almas desahuciadas, volviendo
mortal al romántico desprotegido, al matar al amor que buscaba ganar esta
batalla. Y yo la perdí ¿O no? Escucho las voces justicieras, las espadas
entrecruzadas del pasado, y el dolor que me hierre ante la pérdida de la vida y
del amor, porque Penélope me abandonó el último día, la última noche de amor.
¿Habéis jugado alguna
vez al juego del amor, como si éste fuese una ruleta rusa y el que pierde
muere? ¡Yo sí! Este es un juego peligroso que puede hacer perder hasta la razón.
Una lucha de conciencias que busca un ganador. Un ganador fuerte, victorioso
que puede vencer hasta la muerte. Pero yo había perdido. ¿O no?
No hay nada más trágico
que el desamor, donde una unión deseada es una batalla perdida, y no te queda
nada por lo que luchar. ¿Cómo luchar por a una unión imposible? Mi espíritu
vencido en la última contienda sigue obsesionado por esos labios y me grita:
¡Pedro, el amor todo lo puede! ¿O no?
Pero hoy sólo siento
esta muerte en vida, que me inflige el castigo de ver lo prohibido, y esa
necesidad que me condena de unos labios que hoy me son negados. Sólo me queda
esconderme como un simple ladrón y escudriñar a hurtadillas para que el sabor
de un beso de los amantes me salpicase una décima de segundo.
Ella sacudió sus
cabellos mojados con un movimiento sensual, estirando la garganta hacia atrás,
y dispersando esos bucles que enmarcaban un rostro que recordaba perfecto. No
es fácil observar a la mujer de tus sueños en brazos de otro hombre. Siento
dolor y al mismo tiempo deseo; algo incomprensible, pero es así... Es una
recreación que alberga a los fantasmas del pasado, me realoja en sus brazos, en
su sexo ardiente, olvidando mi desesperación por mi deseo.
Sus manos jugaron a
buscar a su pareja, como si este fuese un piano y estuviese interpretando la
mejor melodía de amor. Acercó la mujer de nuevo su boca, como un ensayo de jazz
y una sonrisa abierta iluminó de repente la noche. Parecía que un sortilegio
emergía en la escena, un sortilegio de amor y deseo que encadenaría a una nueva
víctima hacia la eternidad, lo mismo que me había sucedido a mí y yo debía
impedirlo. Pero, ¿y si yo ocupase esta vez su lugar? No era mucho pedir.
Yo me sentía el
director musical de esta pieza escenográfica de música y belleza, al menos en
este momento. Había vivido multitud de partituras, algunas incompletas como la
mía, por culpa de un destino malvado que con su crueldad había decidido
finalizar prematuramente con la mía. Era el protagonista que gritó de deseo,
hasta que la vida se me escapó. Él que se refugió en la melodía del mar,
subyugado por el canto de una sirena que quedó anclada en tierra de nadie.
Todos los sonidos que
me llegaban antes lejanos, penetraban ahora en mí con precisión y decidí que
este era el mejor momento para intervenir, y mis pasos se dirigieron hacia
ellos, primero despacio, luego más rápido y con firmeza.
Corrí como el viento en
busca de ella. Ellos me miraron sin ver, sin comprender lo que les estaba
sucediendo. Buscaron mis ojos en la oscuridad que los envolvía con sus brazos
crueles, junto a un viento que interpretaba un réquiem. Se hicieron una
pregunta muda buscándose los ojos y olvidando la palabra. Sentían que la
amenaza se cernía sobre ellos, pero el instinto de supervivencia era muy fuerte
para estos amantes. Observé agitado desde la arena cómo emprendían la huida,
cogidos de la mano y adentrándose aún más en las entrañas de la noche húmeda. De
inmediato los perseguí como una fiera suelta en busca de una presa, con la
única intención de reencontrarme con sus labios.
Observé que el tacón de
ella se hundía en la arena, retorciendo sus frágiles tobillos. La mujer se
descalzó dejando las sandalias doradas atrás, acelerando su paso temeroso, ya
que su pareja la había abandonado minutos antes. Ella corría mirando a su
espalda, buscando a su perseguidor. Pienso que ella me distinguió. Sé que no me
podía ver pero existía algo mágico en el ambiente, cómo un aura o una energía
desconocida que la transmití a través de mi beso, lo que la paralizó. Sí, fue
lo primero que hice al alcanzarla, abalanzarme sobre ella y comparar el último
beso con éste. Busqué encontrar en este beso la confirmación de que todo lo que
había vivido había sido real, y la mujer era ese amor imposible, pero mío, al
fin y al cabo.
Sentí rabia de que no
me reconociese, ¿O tal vez era miedo al recordar lo que había hecho la última
vez que estuvimos juntos? Escuché su corazón retumbar poco después con un
movimiento acelerado y descompasado, cuando mi recuerdo se fue dibujando en su
memoria, con un rostro que maltrataba su conciencia. Un rostro que pertenecía a
un ayer, que hoy no existía, pero que era el mío. Un rostro que representaba la
muerte.
La lluvia aumentó de
intensidad y un relámpago amenazante iluminó la iglesia, como una imagen onírica
amenazadora que me impulsó por unos instantes a descruzar el camino varios
pasos, mientras sus campanas repicaban. Pero el deseo era muy fuerte, más
fuerte desde este último beso y anhelé besarla, y la volví a besar. Primero
suavemente, luego como si me fuera la vida en ello.
–¡No! –gritó la mujer
al silencio, o a mí, en un intento de borrar el beso y el horror que la
embargaba.
Entonces ella cambió de
rumbo buscando alejarse de mi espectro, cuando yo sólo deseaba un beso, el
último. La mujer se dirigió hacia mar que la llamaba insistente, cómo me
llamaba a mí. Tal vez ella pensó que ésta era la única salida y fue mojando sus
pies descalzos, penetrando en el mar pese a la fuerza del oleaje que la
empujaba hacía atrás. Ella seguía avanzando paso a paso pensando que esto era
su única salvación y con decisión iba ganando segundos a mí que la seguía.
Cuando sintió que el agua la iba cubriendo por completo empezó a dar brazadas a
pesar de la resaca que la quería devolver a la arena mojada.
Yo la contemplé observando
cómo iba adentrándose en el mar y decidí no seguirla. El mar ya me había
tragado una vez, y ahora tenía terminantemente prohibido volver a él; sería mi
muerte definitiva. ¿O fue el amor lo que me había matado? ¡No! Era imposible
que la figura del amor y del deseo me matara.
El rugir de las olas se
tornó más violento. Embates furiosos intentaban alejarme de ella y yo sabía que
el mar celoso me podía vencer. Un bramar impetuoso me flagelaba. Surgió otro
rayo cruzando la negrura de la bóveda negra terrenal iluminando la playa
maldita y la campana retumbó con amenazas terrenales y eternas, de muertes y de
no muertes; de silencios y olvidos; de gritos y recuerdos. Recordé a Vallejo, y
¡no sé por qué! “¡Hay golpes en la vida
tan fuertes!… ¡Yo no sé!” [1] Tal vez por todo lo sucedido o quizás esperaba que alguien
que me susurrara aquel día: No mueras, cómo en: “Y muerto el combatiente
vino hacia él un hombre y le dijo: ¡No mueras, te amo tanto!” [2] Porqué yo era un
combatiente del amor y deseaba su palabra para no morir.
Yo, en esos momentos
sólo evocaba sus besos pensando que podría volver a besarla, acariciar su
cuerpo, poseerla de mil formas posibles. Era mi fracaso de hombre, de amante,
de ser que no puede volver a amar.
Cambié de rumbo y
decidí correr detrás del muchacho, el miedoso que había abandonado a su chica
momentos antes a su suerte. Llegó un momento que podía sentir el calor que se
desprendía del cuerpo imberbe, o era el miedo de ese cobarde que buscaba
sobrevivir, lo que le iba llenando de energía.
En la carrera con la
música del mar y del viento fundiéndose, interpretando notas que ya había
escuchado anteriormente, en otra existencia, no en ésta, iba recordando esa
otra vida.
La besaba con lujuria,
con el ardor que sentía mi cuerpo juvenil, de hombre casi sin formar. No
cumplía los quince años hasta dos meses después, pero no me sentía niño. Estaba
enamorado de esta mujer hasta la médula de mis huesos. Penélope era una mujer
madura, cincuenta años, que sabía de la vida, no como las demás niñatas que no
sabían ni lo que deseaban. Sólo con su mirada mi cuerpo temblaba de pasión.
Ella era mi profesora de francés del institutito Jovellanos, y nuestras citas
siempre fueron a escondidas. Nadie podría comprender lo que ambos sentíamos, el
resultado final sería nuestra separación ya que una maestra no podía tener
relaciones con un alumno, eso representaría su expulsión.
Yo acababa de salir de
clase del conservatorio y había acudido a la cita con la mujer que amaba. En la
playa poseí aquel cuerpo de sirena, esa diosa símbolo del amor, con el sonido
del mar como fondo y del viento que con sus embates embravecían mis deseos.
La poseí como nunca
había sospechado que se pudiera poseer. El aroma afrodisíaco del sexo impregnó
todos mis sentidos. Me sentía el hombre más poderoso del mundo, el que manejaba
las claves de mi vida hasta que sentí un escozor ardiente en mi corazón.
No sabía que era lo que
sucedía, ni imaginé que se me escapaba la vida. No veía el líquido caliente que
manchaba mi camisa y que se iba fundiendo con el mar, que con un acto de amor
sublime, el más sublime desde el inicio de los tiempos, se fundió conmigo.
El mar me recogió
herido, herido de amor y muerte para devolverme impoluto pero sin vida a esta
tierra de sufrimientos y deseos. Hoy, mi alma corre buscando un cuerpo, para
volver a sentir aquellos labios...
Alcancé al muchacho
después de un tiempo de persecución, un tiempo sin medida. Ayer era hoy, y
volvía a ser ayer para sin comprenderlo volver a ser hoy... Pero este hoy era
de noche y seguía absorbiendo la oscuridad cohibiendo la luz de la luna.
Le así firmemente,
depositando un beso en esos labios fríos, hasta que su alma penetró en mí, a
pesar de que él se revolvía buscando defenderse, una lucha desigual, cómo me
sucedió a mí hace tiempo, pero la vida es así; vida y muerte: creación y
destrucción, y yo no podía hacer nada, sólo salvarme. Sabía que yo era más
fuerte que él, y lo fui arrinconando, casi destruyendo para cobijar este cuerpo
que ahora también era suyo. Cuando finalicé me di la vuelta, y desanduve el
camino del muchacho buscando a mi Penélope que me llamaba desde la orilla.
–¿Antonio, que pasó?
–Nada ¿Qué te pasó a
ti? Echaste a correr hacia el mar. Pensé que te ibas a ahogar.
–No sé que me pasó.
Sólo sé que tuve miedo.
–¿Miedo?
–Si, no sé de qué, no
lo recuerdo.
La besé con ansia, como
si me fuese la vida en ello. La volví a poseer en la arena mojada como aquella
otra vez, mientras escuchaba el mar, el viento tocando su partitura que me
llenaba de vida, y de vez en cuando, en mi conciencia escuchaba la voz de
Antonio pidiendo su libertad.
[1] César Vallejo: “Los
heraldos negros”.
[2] César Vallejo: “Masa”, del libro de poemas “España, aparta de
mí este cáliz”.
MIGUEL ÁNGEL
BERNAO BURRIEZA
Aunque nacido en Zaragoza,
España, el 26 de enero de 1973, se lo puede considerar manchego, ya que desde muy
joven vive en Tomelloso (Ciudad Real). Ha obtenido varios galardones por sus
obras, entre otras un accésit y un primer premio en el X y XI Certamen de
Poesía y Narración Joven “Ciudad de Tomelloso” con las obras “Los sentimiento de mi mundo” y “Piedras”.
Varias de sus obras han
sido seleccionadas para antologías poéticas, entre ellas: Memoria y euforia en el II Premio de Poesía Amatoria, Gozosa y
Erótica (Editorial Hipálage, Sevilla); la convocada por el Ateneo Blasco Ibáñez
de Valencia con el movimiento Escritores Pro Derechos Humanos bajo el título Latidos
contra la violencia de género, “Rosas y
versos” con la publicación de la prosa poética “Mientras duermes”.
Ha sido elegido
finalista del XII Premio Internacional Sexto Continente de Poesía Amorosa,
convocado por editorial Cuadernos del Laberinto y el programa literario de
RNE-REE Sexto Continente.
Es colaborador en
diversos medios, revistas y periódicos, a saber: la revista literaria del
Ayuntamiento de Montoro (Córdoba), el libro “Tomelloso
Arte Siglo XXI”, publicación que reunió a escritores y pintores jóvenes de
la localidad. Colabora como bloguero en el periódico digital Entomelloso y es
columnista del periódico El Querendón, de Colombia. También colabora en El
Portal del Amor de Radio Venezuela, dedicado a poesía, y en La mala palabra de
Radio Noticias Mendoza de Argentina.
Es miembro de la Asociación Club
UNESCO Arquitectura de Piedra en seco los Bombos Tomelloseros.
Durante el años 2011 ha publicado con la Editorial Casa Eolo
dos poemarios titulados “Antología del
alma” y “En el filo de la eternidad”,
que penetran en lo más profundo de sus sentimientos.
A VECES ME CONTRADIGO
Miguel Ángel Bernao
Burrieza ©
Para el amor no confíes
en la complacencia;
cree en ti, alma mía,
en la infame desesperación
de las pasiones
soterradas de los recuerdos,
a través de mil voces
precipitadas al abismo
y el murmullo sutil de
la brisa que traslada
los besos sigilosos y
austeros de mi silencio.
A veces me contradigo,
pero esto solo pasa
en el momento que el
tiempo olvida y el alma
abarca los fragmentos
quebrados del espejo;
liberado del recato de
mi ambigüedad,
ebrio de muerte y
perdido de lujuria
el amor tranquilo
vuelve a despertar.
Quédate conmigo esta
tenebrosa noche
entre el blanquecino
luctuoso de la luna,
donde la cacería de las
seductoras brujas
no habrá hecho nada más
que comenzar;
y juntos, en el parnaso
atrevido que,
desdobla los segundos
al tiempo suicida,
–amargos de prohibidas
sendas e ignominias–
dictemos el camino de
la decente moralidad.
A veces me contradigo,
a la vez que la estupidez humana,
pende del vicio oculto
de mi pensamiento escondido.
MARÍA FABIANA IGLESIAS
Nacida en Santa Fe,
Argentina, se licenció en Filosofía y trabajó varios años como docente. Desde
el 2001 vive en España con su familia.
Lectora desde su
infancia, comienza a escribir su primera novela en 2008, “Los soñadores de Curvas Rocosas”, de género fantástico juvenil,
publicada por Mundos Épicos Editores en 2011.
Posee dos novelas más
inéditas: “Una voz en la oscuridad”,
género juvenil, y “El fantasma de la
niebla”, una historia policial, de terror y sobrenatural sobre un asesino
en serie. Es autora también de un poemario y de varios relatos cortos.
Ha participado en mayo
del 2013 de un taller de escritores organizado por la editorial Playa de Ákaba,
fundada por el escritor Lorenzo Silva y la poeta Noemí Trujillo. Es socia de
ACEC y de CEDRO.
TRÁGICA LUNA DE MIEL
María Fabiana Iglesias
©
Lo vio de lejos,
recortado contra el sol del mediodía. Era una alta figura esbelta que inclinaba
la cabeza escuchando con atención a su interlocutora, quien hablaba
gesticulando con las manos.
Algo en él le atrajo.
Qué tontería. Ni siquiera podía distinguir sus rasgos a contraluz. ¿Sería
mayor? ¿De qué color eran sus ojos?
Se obligó a apartar la
mirada y continuó andando por el paseo marítimo, llevando a cabo su ejercicio
diario a un ritmo ágil y concentrado a la vez.
Habían pasado veinte
minutos cuando algo llamó su atención: un poco más adelante, en un desvío del
paseo, entre las rocas que daban al mar, había dos personas que parecían estar
en apuros.
Aceleró el paso hasta
llegar a la altura de ellos. Se inclinó por la barandilla y vio a una mujer
tendida sobre las piedras con los ojos abiertos y la cabeza en una posición
antinatural. Inclinado sobre ella se encontraba un hombre que le resultó
extrañamente familiar. Cuando levantó la cabeza lo reconoció: era el mismo que
había llamado su atención un rato antes. Tuvo la respuesta a sus preguntas: era
joven y tenía ojos claros.
Ella llamó a urgencias,
y luego comenzó a descender por las rocas resbaladizas con dificultad.
Había sido un
accidente, su esposa se inclinó demasiado para sacar fotos y él no había podido
hacer nada. Cuando llegó al sitio donde se hallaba ella, ya no respiraba.
Eran recién casados, y
se hallaban allí en su luna de miel.
Los ojos del hombre
estaban enrojecidos por el llanto que intentaba contener, y su voz temblaba de
emoción al relatar lo ocurrido.
Comenzaron a oírse a lo
lejos las sirenas de la ambulancia.
Ella quiso quedarse y
acompañarlo. Sentía el impulso irracional de abrazarlo y consolarlo en aquel
momento de dolor. Él por un instante le tomó la mano mientras expresaba su
gratitud.
Nadie vio la silueta
negra agazapada tras una roca, cerca del sitio de la caída.
Los paramédicos
transportaron el cadáver en una camilla mientras la joven corredora trepaba
tras ellos, seguida por el desconsolado viudo.
Nadie vio cómo éste
desviaba la mirada brevemente hacia una gran piedra, elevando las comisuras de
su boca. Nadie notó la presencia escurridiza de una sombra asomando la cabeza
lo justo para mostrar un par de ojos negros de pupilas dilatadas hasta lo
imposible.
Nadie percibió el
cambio en el aire; densas nubes de tormenta que súbitamente ocultaron al sol.
Mientras la ambulancia
se alejaba del lugar, la joven recordó algo: aquel sitio era conocido como “la
morada del diablo”.
Había oído historias
sobre una entrada al infierno escondida entre las rocas, que ningún mortal
había logrado descubrir. Decían que al contrario de lo que todo el mundo creía,
el hogar del Demonio era frío.
Se estremeció: de
repente, el ambiente se había vuelto gélido.
Qué extraño. Estaban en
agosto.
MORIR DE AMOR
María Fabiana Iglesias
©
Desde los quince había
soñado con el amor de su vida. Mejor dicho, desde los trece.
A partir de ese momento
temió haberse enamorado del fantasma del amor: inasible, imposible,
inalcanzable.
Intentó salir con
chicos de su edad, pero era inútil. Con ellos la magia no llegaba. Los besos
robados en las esquinas no conseguían conmoverla. Fingía que sí, para no quedar
como un bicho raro ante la pareja de turno. Más tarde los abandonaba a todos
con alguna excusa.
Sabía que tenía un
problema. Los besos que imaginaba eran distintos. Los abrazos, las caricias,
las miradas.
En su mente y en su
corazón el verdadero amor, el loco amor que buscaba era una sinfonía divina de
soles y estrellas, de universos eternos y azules. Sin embargo, hasta el momento
solo había experimentado notas al ras del suelo.
Casi se da por vencida.
Casi creyó que debía
conformarse con ver el amor desde lejos, sentada en el banco gris de una plaza
gris, donde otras parejas felices flotaban ajenas a todo, anunciando a gritos
su fortuna. Enamorados.
Casi.
En uno de sus paseos
solitarios lo vio. Era él. El portador de su bienaventuranza, el dueño
inconsciente de su sueño realizado.
Por fin las piezas
encajaron. Se acercó a ella y todo fue de repente tan fácil, tan natural como
la alineación de los astros en el cielo.
La joven creía a veces
que moriría de amor, un sentimiento tan intenso que lo siguiente sería perecer.
A veces experimentaba
pánico: si lo perdía quizás no iba a morir. En cambio se desintegraría
completamente, se uniría con la nada, aniquilada, borrada de la existencia.
–¿Me amas? –preguntaba
cualquiera de los dos.
–Con locura –respondía
el otro.
Ocurrió por la noche,
de madrugada. Se preparaba una tormenta.
Ella vio lo que no
debía haber visto.
Su amado por primera
vez le daba la espalda, desnudo, junto a la ventana de la habitación a oscuras.
Un par de alas
imposibles se recortaban negras proyectando sombras alargadas.
Tras esta visión el
pecho de la joven estalló, y el corazón se hizo pedazos.
El Amor, finalmente,
había oído su plegaria. Exhaló el último suspiro en sus brazos.
JUSTINA CABRAL
Nació el 29/4/1987 en Mar del Plata, Argentina, ciudad donde reside.
Escritora por vocación y diseñadora gráfica por oficio. Es socia de la Sociedad de escritores
latinoamericanos y europeos y miembro del movimiento Poetas del mundo.
Escribe en páginas de
internet, y también participa de diarios, revistas, y antologías grupales a
nivel mundial, publicando algunas de sus obras, y brindando notas. Durante el
año 2012 lanzó su primer libro individual con la Editorial Portilla
de Estados Unidos de América.
DE CARTÓN Y CARTULINA
Justina Cabral ©
Como en un mundo de
cuentos
escrito con fantasía
la niña de negras
trenzas
en sus fábulas vivía.
En un pequeño castillo
armado con plastilina
con hadas, brujas y
reina
de cartón y cartulina.
Como en fábulas azules
de espuma, de luz, y
brisa
se fueron sus aventuras
tras los pasos de la
risa.
La niña de rizos
negros,
la que siempre se reía,
la que cargaba sus ojos
con puñados de alegría.
De tristeza está
llorando:
¡Se han muerto sus
azucenas!
y ahora sus manos
guardan…
¡un ramillete de penas!
ASÍ TE QUERÍA
Justina Cabral ©
Imposible de vencer
y firme como las rocas,
echando a volar al mar,
libre como la gaviota.
Así te quería Cuba:
¡Te soñó maravillosa!
Luchó por tu corazón
más allá de la derrota.
Te tatuó sobre su carne
te grabó a fuego en su
pecho
hasta que dejó la vida
en un disparo de acero.
SUPLEMENTO
DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 59 – Diciembre
de 2013 – Año IV
ISSN 2250-5385
Exp. 5129842, Dirección Nacional del Derecho de
Autor (DNDA)
Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en Suplemento Nº 56)
Corrección general: Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 13)
No hay comentarios:
Publicar un comentario