SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 67 – Diciembre de 2015 – Año VI
ISSN
2250-5385
Inscripción
gratuita como LECTOR
si escribe
a zab_he@hotmail.com
indicando nombre
y apellido, ciudad y país
(se le avisará
cada nuevo número trimestral).
“Baquílides de Ceos”
Mónica Villarreal (2015)
(Acrílico y lápiz sobre
papel, 30 cm x 23 cm)
Serie “Poetas Clásicos
Griegos”
|
•
Miguel CAMPION (España)
•
Elena Liliana POPESCU (Rumania)
•
Gonzalo SALESKY LASCANO (Argentina)
•
María Amelia DÍAZ (Argentina)
•
Miguel CASTILLO FUENTES (Colombia)
•
Aída VALDEPEÑA JIMÉNEZ (México)
• Hebert POLL GUTIÉRREZ (Grafitti) (Cuba )
•
Lilia MORALES Y MORI (México - España)
•
José Francisco SASTRE GARCÍA (España)
•
María Isabel CLAUSEN (Argentina)
•
Andrés FORNELLS FAYOS (España)
•
María Cristina KALBERMATTER (Argentina)
MIGUEL CAMPION
Nació
en Pamplona (España) en 1974. Escritor, dramaturgo y guionista, especialista en
desarrollo de proyectos audiovisuales y teatrales, ha trabajado en productoras
de cine y televisión como El Terrat y El Deseo, compaginando su labor
profesional con la docente en instituciones privadas y públicas, como la UPF o la ESCAC , impartiendo clases de
guión, de ficción y escritura creativa.
Su
libreto “Rosaura tiene un fantasma”
ganó el primer premio del Certamen de Teatro Joven de Navarra en 2000. Además
de sus obras escritas, ha realizado sus propios trabajos como guionista,
director y productor en cine: “Pepita
Chan” (2007) y “No sé qué hacer
contigo” (2012).
Bibliografía
y filmografía: “Rosaura tiene un
fantasma” (teatro, 2000), “Orión”
(teatro, 2003), “Pepita Chan” (cortometraje,
2007), “Atardecer en Singapur” (teatro,
2009), “No sé qué hacer contigo” (cortometraje,
2012), “Carne de su carne” (novela
breve, 2013).
LAS TRES SOLTERONAS
Miguel
Campion ©
No
eran feas ni viejas, pero tampoco eran jóvenes y guapas. Antaño eran damas
apreciadas, con una vida social repleta, pero poco a poco habían perdido el
contacto con el mundo, y ahora estaban muy solas. Se habían quedado anticuadas,
esperando recibir corteses visitas en sus respectivas casas, con el juego de té
preparado, aunque siempre se les quedaba frío, intacto. Pero esa tarde prometía
ser diferente. Esa tarde estaban juntas tomando el té en casa de Prudencia.
Silenciosas, esperaban compañía, con los oídos alerta, pero sólo se oía el
tic-tac de un reloj rococó dorado que había encima de la chimenea, junto al
gato de angora, que dormitaba.
—¿Cuánto
tiempo hacía que no estábamos juntas? —dijo Prudencia.
—No
tanto... —respondió Paciencia.
—Es
que andamos todas muy ocupadas, es normal... —dijo Comprensión.
El
gato pareció enarcar una ceja escéptica. Luego se rascó la ceja con una pata, y
siguió durmiendo.
Las
tres damas callaron durante un largo tiempo, hasta que Comprensión volvió a
hablar.
—¿Y
cuándo decíais que vendrán nuestros pretendientes?
—Pronto
—respondió Paciencia.
—A
lo mejor no vienen —especuló Prudencia.
—Si
no vienen, será porque tienen una buena razón para ello, estoy segura. Y en
todo caso vendrán otro día —aseveró Comprensión.
—Además,
¿qué prisa tenemos? —dijo Paciencia, encogiéndose de hombros, tomando después
un delicado sorbo de su té.
El
gato bostezó. Prudencia y Comprensión bajaron la vista y tomaron un sorbo de
sus tazas, mecánicamente. El reloj rococó dorado continuó con su tic-tac,
disimulando el silencio.
EL EXTRAÑO ENTIERRO DE LA SEÑORA USHER
O PRINCIPIO Y FINAL DE UN CUENTO A LA MANERA DE POE
Miguel
Campion ©
Sé
que quienquiera que lea estas páginas que ahora escribo con pulso tembloroso me
tomará por loco. No negaré que he sufrido durante toda mi vida los efectos de
una lamentable excitabilidad nerviosa, agudizada por una sensibilidad desmedida
hacia los sonidos… pero les juro que lo oí, ¡oí esos gemidos atravesando las
paredes del sepulcro, y su respiración, el suave y adormecido aliento imposible
de su cadáver! Pero comenzaré por el principio, por el día en que vi por vez
primera a la lánguida y bellísima señora Usher, asomada en el quicio del
mausoleo familiar, como una premonición de su aciago destino, apoyando en las
columnas jónicas sus manos preciosas y pálidas como ángeles de muerte.
(…)
Y
cuando por fin conseguimos abrir la pesada puerta de bronce, haciendo chirriar
sus goznes como una bandada de cuervos ávidos de carne muerta, la vimos ahí, de
pie, esperándonos, su boca descarnada torcida en una mueca que quería imitar
una sonrisa, su marchita piel envuelta en el sudario ensangrentado, y sus
brazos abiertos para recibirnos, sólo que en sus extremos no estaban sus
preciosas manos, sino un par de muñones ensangrentados que asomaban por las
amplias mangas hechas jirones. A punto de perder el juicio, tuve que apartar la
vista de aquel cadáver viviente y entonces las vi, desgarradas de su cuerpo,
agarradas a los barrotes del ventanuco: sus manos, las muertas manos de la
señora Usher.
ELENA LILIANA POPESCU
(20
de julio de 1948, Turnu Mãgurele, Rumania). Poeta, traductora, editora. Doctora
en Matemáticas por la
Universidad de Bucarest, de la que actualmente es profesora.
Pertenece a la Unión
de Escritores de Rumania.
Tiene
publicados más de treinta libros de poesía y traducciones del inglés, francés y
español, publicados en Rumania y en el extranjero.
Sus
poemas traducidos al inglés, español, francés, italiano, portugués, chino,
serbo-croata, urdu, albanés, catalán, y latino, han sido publicados en diversas
antologías y revistas impresas y de Internet, tanto en Rumania como en el
exterior (Alemania, Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Cuba,
EE.UU., El Salvador, Italia, España, Hungría, México, Nicaragua, Puerto Rico,
Serbia, Taiwán, Turquía, Uruguay).
Ha
traducido al rumano la obra de más de noventa autores clásicos y
contemporáneos, poetas y narradores.
Biografía
y trayectoria literaria en:
SI SE PUDIERA *
Elena
Liliana Popescu (©
Si
se pudiera alguna vez
medir
lo inconmensurable,
abarcar
lo ilimitado
y,
atravesando la nada,
no
ser lo uno ni lo otro...
Si
se pudiera alguna vez
ser
amor sin amar,
ser
esperanza sin esperar,
ser
palabra sin hablar,
ser
pensamiento sin pensar...
Si
se pudiera alguna vez
oír
lo inaudible,
ver
lo invisible
y
aprender lo ignorado,
¿habría
un nuevo comienzo?
Elena
Liliana Popescu (©
La
he visto llegar,
esperada
o no,
despacio
o de pronto.
Y
se aleja victoriosa,
o
eso cree.
Pues
sólo puede coger
lo
que puede llevar,
lo
que se puede perder.
Cada
vez comprueba
que
Otro ha sido el primero
y
comprende una vez más
que
le dieron poder
sólo
para obedecer
y
para llevar en silencio
el
peso de ese conocimiento
durante
la Vida
infinita…
NOS HABRÍAMOS DICHO SILENCIOS *
Elena
Liliana Popescu (©
No
sé
de
nada mejor
que
el Silencio
para
decir
lo
qué es la muerte,
lo
qué es la vida…
¡Ojalá
hubieras estado!
Nos
habríamos dicho
silencios
y
habríamos conocido
mejor
el
Silencio
de
nosotros mismos.
No
sé
de
nada mejor
que
el Silencio,
para
llenar
el
instante,
el
dolor,
la
palabra…
*
Traducido por Joaquín Garrigós.
GONZALO SALESKY LASCANO
Nació
en Córdoba en 1978. Ha
publicado los siguientes libros: "2011"
(poemas y cuentos, 2009), "Presagio
de luz" (poemas, 2010), "Ataraxia"
(SE Ediciones 2011, cuentos y poemas), y participado de la antología “Cuentos por correo” (Ediciones Osiris,
España 2012).
Ha
sido distinguido en poesía y narrativa, tanto en el orden nacional como en el
internacional en diversos certámenes entre 2009 y 2012 con once primeros
premios, tres segundos premios, dos terceros, un cuarto y un quinto, así como
con veintiuna menciones, cinco selecciones, un accésit y veintidós posiciones
de finalista.
CALLA
*
Gonzalo Salesky Lascano ©
Calla cuando llora,
cuando escribe,
cuando se derrama o se vende la poesía.
Calla porque el vértigo es inútil
y las palabras sobran.
Porque su vida, sin callar,
casi no es vida.
Porque el látigo del alba lo desvela.
Calla cuando otros cantan,
cuando gritan,
cuando dan rienda suelta a la pasión.
Porque el dolor aún no termina,
se mantiene delante de sus párpados.
Se calla aunque no sangre
porque las heridas más profundas
maduran en silencio.
Calla cuando escapa,
cuando pierde,
cuando quiere querer,
cuando enamora.
Cuando lo olvidan como a un ave de
paso,
cuando imagina lo feliz que pudo ser.
Cuando la brisa amontona los recuerdos,
se encuentra con sus miedos
y el silencio lo envuelve cada noche.
Calla
porque el mundo ha sido así y lo será
siempre,
porque las náuseas lo mantienen
despierto,
porque es mejor callar que estar
dormido.
Es mejor imaginar la primavera,
palpar las huellas que deja la
nostalgia,
oír al cielo y sus plegarias por la
lluvia.
Calla
porque es inútil vivir, seguir viviendo
o soñar que sirven de algo las
palabras.
Calla porque el dolor es sabio,
el llanto y el sudor van de la mano,
la memoria ha sido buena compañía.
Calla cuando delira,
cuando implora,
cuando anhela dejar de ser silencio.
Porque el reloj y el almanaque son
tiranos,
porque la luna también calla como él
y las estrellas son tantas y tan pocas…
porque el sol ya se ha olvidado del
otoño.
Porque la verdad no es una sola,
porque en la tinta, tan llena de
mentiras,
los profetas del odio se consumen.
Porque el amor es excusa
y el fuego y la pasión siempre se
apagan.
Porque la pena es alimento del
espíritu,
la sangre tira,
no olvida y se subleva,
el destino se hace cómplice del viento,
la soledad va estrechando los caminos.
Calla al recordar otras vidas,
al contemplar las huellas que se alejan
cuando galopa en su pecho
el arco iris blanco y negro del olvido.
Calla
cuando lo obligan a ser
y cuando todo lo que existe alrededor
se desvanece,
fugaz,
se hace invisible.
Porque la historia está llena de
secretos,
de dioses y de hombres que han callado,
que han visto más allá de las
tormentas.
Que han probado alguna vez la libertad,
que tienen poco y nada pero sueñan,
que arrojan piedras a un estanque
vacío.
Que enfrentan al futuro
aunque jamás lo entiendan,
saben que el tiempo es mucho más que la
nostalgia,
que el alma sólo existe si se entrega.
Calla por tantos que se han ido,
que ahora son polvo y huesos o agonía.
Porque el momento de esperar ya ha
terminado,
porque comprende que pronto ha de
partir
callado como el viento,
acariciando el mar,
cumpliendo las promesas del pasado.
* El poema Calla ha sido ganador del V
Concurso Internacional de Poesía Caños Dorados.
MARÍA AMELIA DÍAZ
(Castelar,
Buenos Aires, Argentina). Docente, bibliotecóloga, poeta y ensayista. Ha
publicado en poesía: "Cien metros
más allá del asfalto", "Para abrir el paraíso", "Las formas
secretas", "La dama de noche y otras sombras" y "Para justificar a Caín".
Integra las antologías “Talleres labor y
vida” (SADE, Sociedad Argentina de Escritores), "Antología sin fronteras" (Universidad Autónoma de
Hidalgo, México, declarada de interés cultural por la Ciudad de Buenos Aires -
CABA), "Icosaedro", "Poetas
de Morón" (Morón, Pcia. de Buenos Aires), "Oeste", "Eufonía" y "De gritos y silencios I, II y III", entre otras. Está
incluida en el “Diccionario de autores” del Ministerio de Cultura de la Provincia de Buenos
Aires. Fue traducida al italiano y al catalán.
Biografía
y trayectoria literaria en:
POEMA
María Amelia Díaz ©
A veces es un llamado frágil
apenas un rumor inaudible en lo
profundo de los huesos,
como una diminuta raíz que cava entre
la tierra oscura de la carne.
Después, se reconoce el golpe,
un ramalazo tendido entre diástoles y
sístoles que galopa con sus
/cascos los charcos de la sangre
corre y arrasa el camino que le señalan
las arterias
trepa, y golpea aldabas incesantes que
retumban en la casa a oscuras
/del cerebro.
Como un chamán convoca a los poderes
del nombre
que no encontramos y que nunca sabremos
porque no hay palabras, ni sílabas
que expresen con su alfabeto
hambriento, el poder sagrado de las sombras.
Entonces, sólo entonces, nos responde
el grito,
desnudo grito hostil,
jirón primero que permanece sofocado en
la trampa feroz de la garganta,
en la boca misma del abismo
justo al borde de toda expresión
posible.
Trampa.
Y nos ahoga.
MIGUEL CASTILLO FUENTES
(San
Gil, Colombia, 1985) Licenciado en español y literatura por la Universidad Industrial
de Santander. Ha sido finalista en múltiples concursos de cuento, entre ellos
cabe mencionar el segundo puesto en el Concurso Nacional de Cuento La Cueva 2012. Ha publicado los
libros de cuento Peces para un acuario
(2010), Noctambulismos (2013) y Tres hombres solos (2013). Ha sido
director del taller de cuento Relata-UIS y actualmente trabaja como tallerista
del Concurso Nacional de Cuento RCN-MEN y el programa Libertad bajo palabra,
del Ministerio de Cultura de Colombia.
RÍO ABAJO
Miguel
Castillo Fuentes ©
El
cuerpo, ya hinchado, flotó sesenta kilómetros antes de quedar atrapado en las
raíces de un guayacán al borde del río. Parecía tranquilo, como si estar muerto
fuera tan simple como flotar en el agua. Eso mismo pensó Nevardo cuando lo vio,
boca arriba y con los brazos y piernas extendidos en forma de estrella.
Venía
río abajo también. Al salir de casa prometió regresar con pescado suficiente
para comer y vender. Pero no consiguió mucho: tres doradas pequeñas
convulsionaban por última vez en la canoa cuando encontró al cadáver en el río,
atrapado en las raíces del guayacán.
Nevardo
vio al muerto en el agua y no se asustó. Todo lo contrario, fue su primera
felicidad en mucho tiempo; sonriendo saltó de la canoa. Con medio cuerpo bajo
el agua, se acercó al muerto, acarició su cabeza y le dijo “amigo”. La última
persona a la que le dijo amigo le respondió con un puño en la cara. “Yo no soy
amigo de bobos”, le gritaron antes de ser pateado en el suelo. Con el muerto no
pasó eso. Lo miró a los ojos –abiertos y brillantes por el agua– y volvió a
sonreír. De la canoa sacó una cabuya y amarró al cadáver unos metros abajo, en
un clavellino enorme con sombra suficiente para esconderlo. Para estar más
seguro, buscó ramas y hojas que dejó encima del cuerpo, a manera de cobija.
Al
regresar al pueblo amarró la canoa al muelle y caminó hacia su casa. Una vez
dentro dejó las tres doradas sobre la mesa de la cocina, a la vista de la
madre. La vieja, diminuta y negra como el río cuando no hay luna, miró los pescados
y no dijo nada. Él tampoco habló. Se escondió en su cuarto, con la puerta
cerrada con tranca, encendió una veladora, se arrodilló en el suelo y rezó a
San Rafael por su amigo. Esa misma noche Nevardo soñó con un río brillante
donde cientos de muertos le hacían señas para que entrara al agua.
Al
día siguiente hizo sol, pero la tierra de la calle estaba pegada al suelo por
culpa de una lluvia nocturna. Sobre ese piso él corrió descalzo hasta encontrar
la canoa. Igual a una serpiente, el río se movía lento. El color a tierra
revuelta brillaba por culpa del sol mientras él buscaba al muerto entre las
ramas y flores del clavellino. Seguía flotando allí, bajo la sombra del árbol.
Le dijo “hola amigo” y soltó la cuerda que amarraba su cuerpo a la orilla. Una
vez libre, jugaron a carreras de nado; cada vez que competían, él le permitía
al cadáver una ventaja de varios metros. Cuando ya el cuerpo parecía irse río
abajo, Nevardo aleteaba los brazos y lo alcanzaba rápidamente. Lo traía de
vuelta al clavellino, remolcado de un brazo, y luego volvía a soltarlo.
El
juego se repitió varios días como una continuidad perfecta. Por desgracia el
agua lo pudre todo muy rápido. La misma tarde en la que la piel del muerto
empezó a deshacerse en jirones, varias lanchas con hombres de rostros cubiertos
cruzaron el río. “Bobo, ¿Qué lleva ahí?”, preguntó el único de los hombres que
tenía el rostro descubierto. Por poco lo ven jugando con el cadáver. Cuando oyó
el motor Nevardo escondió a su amigo bajo él. “Nada señor, solo un tronco para
nadar”, contestó antes de que el hombre escupiera al río y diera la orden de
seguir.
La
puerta de la calle estaba cerrada con candado. “¡Te quedas aquí!”, gritó su
madre antes de guardar las llaves de la casa entre sus senos. Cuando llegó la
noche, el pueblo seguía sin luz. Bajo la puerta y los bordes de las ventanas
Nevardo veía la oscuridad y el silencio del pueblo interrumpidos únicamente por
gritos y motocicletas de alto cilindraje. Al fondo, muy suave y como compañía
de los ruidos, el río se repetía sin parar.
Después
de varios días, la noche pasó. La puerta volvía a estar abierta y afuera el
paisaje no era más que un diluvio. La calle era un charco extendido alrededor
de casas de un piso de alto. Nada, salvo los árboles de plátano, parecía querer
levantarse del pueblo. Bajo los techos de las casas los perros dormitaban
esperando el fin de la lluvia y Nevardo, en el pórtico de su casa, parecía uno
de ellos. Pensaba en su amigo cuando al fin prestó atención al río. Rugía con
fuerza, como si arrastra piedras y no agua. Llovió tanto que el río era una
sola fuerza descomunal, impropia para la tranquilidad de un muerto. Le dijo a
su madre que debía ir a pescar. “Te vas ahogar”, contestó ella cuando él empezó
a correr bajo la lluvia. Cayó al suelo varias veces antes de llegar al sitio en
el que debería estar la canoa. El río o alguien debió llevársela porque no
había nada allí. Entonces volvió a correr río arriba, cayendo cada tanto por
culpa del lodo, siempre por la rivera, atento a los pedazos de madera que
bajaban por la fuerza del agua. Y corrió hasta que encontró el clavellino y una
vez allí pensó en arrojarse al agua y cruzar el río para salvar a su amigo,
pero al acercarse a la orilla pudo ver que bajo la sombra del árbol solo el
agua revolcada parecía esperarlo.
SEPELIO
Miguel
Castillo Fuentes ©
Mi
abuela dice que las mariposas negras son de mala suerte. Dice que si ves alguna
en casa es porque alguien morirá. Ella cree en muchas cosas y por eso siempre
está tratando de encontrar algo en todo lo que ve. Cuando era muy pequeño me
daba miedo pasar las vacaciones con ella; en su casa había estatuas de santos
por todos lados, y detrás de cada puerta colgaba una cruz de madera adornada
con flores parecidas a las de la tumba de mamá. En su casa solo se sentía algún
ruido cuando éramos mi hermana y yo los responsables. Lo peor era en la noche,
cuando nos obligaba a rezar antes de dormir. Una noche en la que me levanté
para ir al baño me acerqué hasta la puerta de su cuarto. Desde adentro podía
oír un murmullo como de velorio en el que las palabras de mi abuela parecían
entenderse para ella sola. De eso ya han pasado algunos años. Ya no soy tan
niño, por lo tanto ya no le tengo miedo, aunque me sigue pareciendo bastante
extraña y reza toda la noche.
Ahora
mi abuela Gabriela vive acá, con mi papá, mi hermana y yo. A veces hablamos, o
al menos creo que habla conmigo; el tema siempre es el abuelo, el campo, las
vacas y mamá. Me dice que mamá de pequeña era muy bonita, que mi hermana
Beatriz salió como ella y que más bien me parezco a papá. Me dice que mamá era
la niña más bonita del pueblo con esos rizos negros que le bailaban por el
rostro. Le digo que Beatriz tiene el cabello lizo y medio amarillo. Hace como
si no me oyera y habla sin parar del pasado.
El
lunes, bastante temprano, encontré a mi abuela rezando en la sala. Era extraño
que estuviera allí; cuando no está en el jardín está en su cuarto, encerrada
junto a sus santos y sus velas. Ya estaba vestido y esperaba solamente el
desayuno para ir al colegio. Me asomé con cuidado y la vi arrodillada, con sus
manos agarradas y los ojos cerrados. No sé si hice algún ruido, pero cuando
intenté acercarme ella dejó de rezar, volteó su rostro directo a mí y dijo
“Alguien va a morir”.
Dejó
de mirarme para seguir rezando. Me acerqué hasta pararme junto a ella. No le
dije nada y aun así ella me entendió. Alzó su mano derecha y me señaló una
mariposa negra que estaba pegada a la pared, “Las mariposas negras son de mala
suerte, si ves alguna en casa es porque alguien morirá”, eso fue lo que dijo y
siguió rezando.
La
mariposa era muy grande y negra, con un montón de pelos en la espalda. Las alas
tenían unas manchas brillantes y oscuras que parecían un par de ojos molestos.
Mi abuela seguía diciendo que alguien moriría. Rezaba y rezaba, solo
deteniéndose para repetirlo, “Alguien va morir”.
En
la noche no vi la mariposa en ningún lado. Me acosté tranquilo, pensando que si
la mariposa ya no estaba era porque quien debía morir ya lo había hecho.
Durante
todo el día estuve pensando en la mariposa negra. Si era cierto lo que decía mi
abuela quería saber rápido quién había sido. Estuve esperando toda la mañana a
que llamaran por mí de la oficina del rector. Imaginaba su rostro incomodo,
reflejo involuntario del esfuerzo por parecer mi amigo, y su voz de profesor
diciendo que las cosas se solucionarían. “La muerte es parte de la vida”, diría
antes de que papá apareciera para llevarme a casa. Eso era lo que creía que
sucedería, pero nada pasó.
Al
regresar a casa esperaba ignorar a mi abuela. Pensé que estaría, como siempre,
hablándoles a las plantas del jardín de su hija, “tan bonita ella, con esos
rizos negros que le bailaban por el rostro”. Sin embargo y por primera vez en
mucho tiempo, ella no estaba allí. Me preocupé por ella así que corrí a
buscarla a su cuarto. La puerta estaba abierta y sobre la cama, vestida de pies
a cabeza de negro, ella rezaba con los mismos murmullos de cuando yo era un
niño pequeño.
Era
como si esperará que un funeral la visitara. Olía a lo que huele uno cuando se
acaba de duchar y encima de su cabeza tenía una tela negra.
En
la noche no bajó a comer. La mariposa no se fue en realidad, sino que voló
hasta el cuarto de mi abuela. Al igual que la mariposa, ella decidió no salir
más, ni siquiera para comer. De noche le llevaba la comida y la encontraba igual,
con la misma ropa, diciendo después de cada oración, “Alguien va a morir”.
Durante
esos días, cuando volvía del colegio, la buscaba y la encontraba igual a una
estatua de cementerio. El traje negro intacto, con los pliegues largos y extensos
en la falda; pegada a una de las paredes del cuarto, la mariposa parecía
dispuesta a no moverse hasta que alguien muriera.
Mi
papá no decía una sola palabra. Lo que éramos Beatriz y yo no lográbamos
comprender lo que sucedía. A veces, cuando pensábamos en la abuela, lo
mirábamos como si él fuera capaz de explicarnos lo que sucedía. Papá seguía en
silencio, tranquilo, como si fuera normal que la gente pudiera morirse todos
los días.
Al
fin la mariposa se fue. Beatriz me dijo que abrió la ventana del cuarto y
esperó a que la mariposa saliera. Al principio la mariposa no habría llegado a
comprender la ayuda recibida y por eso buscó la escoba para espantarla, hasta
que finalmente empezó a volar. Entré a la habitación y lo primero que vi fue la
ausencia de mi abuela. Sobre su cama la ventana seguía abierta, quizá por eso
la imaginé a ella en el aire, volando igual que la mariposa, dirigiéndose hacia
la luz en busca de su hija.
AÍDA VALDEPEÑA JIMÉNEZ
México D.F., 1976. Poeta. Realizó
estudios de Literatura Latinoamericana en la UNAM. Estudió el
Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Tallerista
de creación literaria en varios estados de la república. Docente de Lengua y
Literatura en instituciones educativas de nivel medio superior y superior. Ha
participado en congresos literarios nacionales e internacionales. Su obra
poética se publica en distintos medios impresos y electrónicos de México, Perú,
Chile, Venezuela, Brasil, España, Dinamarca y Estados Unidos. Galardonada con
el Premio Interamericano de Poesía Jóvenes Creadores Sinaloa 2007, donde
publicaron su primer poemario “Universo
de Náufragos”. Parte de su obra fue incluida en la antología “Semilla Desnuda”, selección de noventa
poetas mexicanos editada por el INBA/CONACULTA. Traducida al portugués en la Antología “Tenhgo tanta palabra”, ediciones
México/Brasil. La
Secretaría de Cultura de Morelos editó su segundo poemario “A Contracorriente”.
DE NOCHE
MAR Y TIERRA
Aída Valdepeña Jiménez ©
Aquellos arenales no se limitan a
quedarse en su mar
lleva el propio mar
a algunos campos donde caminan
ciervos
llevan brillando el sol
a alcantarillas huecas de una ciudad
sin nombre
Infatigablemente buscan juntar
varios caminos
por eso,
aunque los confundamos con
luciérnagas,
a veces vemos peces volando entre
las ramas.
CADA
PALABRA UN ÁRBOL
Aída Valdepeña Jiménez ©
Son letras las hojas de los árboles:
párboles, paroles
de modo que si encuentras
un abeto creciendo,
y tienes el silencio
de una estatuaria roca,
escucharás un himno.
ÁMBAR
Aída Valdepeña Jiménez ©
Dedos que se atrevan
a tocar firmemente
las piedras que nacen bajo el río,
que provoquen sonidos para atraer
ballenas,
que se muevan y muevan
la mitad encantada de algún oscuro
bosque.
Dedos que por sí solos
cuenten la historia de dulces viejos
cuentos
y un par de cantos que unan la luna
a la mañana.
PÁJARO Y
VUELO SOBRE EL MISMO AIRE
Aída Valdepeña Jiménez ©
Llega al jardín la luna;
pero al sauce lo habita,
al pinar lo alimenta
y al abeto lo viste de un color
transparente.
CONTORNO
DE FLOR
Aída Valdepeña Jiménez ©
Al llegar a tus labios
la forma de la brisa se transforma
llenándote de cantos las palabras.
TIEMPOS
Aída Valdepeña Jiménez ©
En tu cuerpo hubo un río
lo sé
por las pequeñas plantas
que aparecen de pronto
entre tu almohada,
porque al tocarte
mis manos se humedecen,
y si miro tu pecho me refleja.
En tu cuerpo hubo un río,
lo delata el amor que te tienen los
peces
los árboles se alargan para oírte,
la brisa moja cuando tú sonríes,
y al abrazarte,
hay un descanso fresco
que dura lo que el agua de lluvia.
HEBERT POLL GUTIÉRREZ
Nacido
en La Habana
en 1977, vive en Matanzas, Cuba. Licenciado en Comunicación Social es escritor,
narrador oral escénico, dramaturgo, guionista de cine, radio y televisión,
animador turístico y comediante. Miembro de la Asociación Hermanos
Saiz (AHS), está graduado del VII Curso de Técnicas Narrativas, auspiciado por
el Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Suele utilizar el
seudónimo Grafitti. Por su labor ha obtenido varios premios.
Biografía
y trayectoria literaria en:
LOCURA
AZUL
Hebert Poll Gutiérrez (Grafitti) ©
PERSONAJES
Hombre 1
Policía
Griot
Hombre 3
Voces
Satanás
ESCENA I
(Telón bajo)
Un personaje enmascarado, el Griot, se mueve por dentro el
público.
Griot (Pregonando): ¡Extra, extra! ¡Cuídese! ¡Protéjase! ¡La locura azul
está aquí! ¡La locura azul invade el país!
El Griot, de vez en cuando incita al público a que repita el
pregón. El teatro es estremecido
por un relámpago. El Griot abandona el escenario por uno de
los laterales. Abre el telón y…
ESCENA II
La escena representa un parque. A la izquierda se halla un
hombre de tez negra ala derecha un policía.
Policía (Dirigiéndose a Hombre 1): ¡Oye, tú, ven acá!
Hombre 1 no responde.
Policía (Dirigiéndose a Hombre 1): ¡Oye, tú, ven acá!
Hombre 1 no responde.
Policía (Dirigiéndose a Hombre 1): ¡Oye, tú, ven acá!
Hombre 1 sigue sin responder. El policía se acerca.
Policía: ¡Oiga, ciudadano!
Hombre 1: Diga.
Policía: ¿Usted está sordo?
Hombre 1: No.
Policía: ¿Entonces por qué no me
hizo caso cuando lo llamé?
Hombre 1 (Irónico): ¡Ahhh! ¿Era conmigo?
Policía: ¡Claro que era contigo!
¿Con quién más podía ser?
Hombre 1: Por eso no le respondí.
Tengo nombre, no me llamo “Oye tú ven acá”.
Policía: ¿Qué te pasa, negro payaso?
Hombre 1: Es verdad, realmente es
verdad.
Policía: ¿Qué es verdad?
Hombre 1: Es verdad que soy negro y
estoy orgulloso de serlo. Es verdad que soy payaso y cobro por mis payasadas,
pero también soy Licenciado en Comunicación Social, escritor, narrador oral
escénico, colaborador del periódico Girón, dramaturgo, guionista de cine, radio
y televisión, animador turístico y comediante. Miembro de la Asociación Hermanos
Saiz (AHS). Graduado del VII Curso de Técnicas Narrativas, auspiciado por el
Centro de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. (Pausa y Transición) ¿Entendiste, “Oye tú ven acá”?
Policía: Identrifilación.
Hombre 1: ¿Qué?
Policía: Identrifilación.
Hombre 1: ¿Qué cosa?
Policía (Lo repite más despacio): Identrifilación.
Hombre 1: No entiendo.
Policía (Lo repite más lento pero con cierto enojo): Identrifilación.
Hombre 1: Ya entiendo.
Hombre 1 saca su identificación personal y se lo entrega al
policía.
Hombre 1: Aquí tiene el carné de
identidad, oficial.
Policía (Le arrebata molesto la identificación): ¡Dame acá, negro payaso!
El policía intenta leer el carné de identidad y no lo
consigue. Tartamudea, se traba al decir las palabras.
Policía: Nombre.
Hombre 1: Si no sabe leer, ¿para qué
me pidió el carné?
Policía: Ciudadano.
Hombre 1: ¿Qué pasa?
Policía: Me está faltando el
respeto.
Hombre 1: ¿Le estoy faltando el
respeto? No, oficial. Falta de respeto es usted que el Estado le paga mil
quinientos pesos al mes, usted gana más que un licenciado y no sabe leer. Al
menos gaste la mitad del sueldo y cómprese un diccionario o un cerebro.
Policía: Me está faltando el
respeto. ¡Yo soy la ley!
Hombre 1: ¿Su jefe sabe que tú no
sabes leer?
Policía: ¡Tú no, usted! ¡Respete a
la ley!
Hombre 1: Ya ve.
Policía: ¿Qué cosa tengo que ver?
Hombre 1: Vio qué mal uno se siente
cuando no lo llaman por su nombre.
Policía: Ciudada…
Hombre 1 (Interrumpe): ¿Su jefe sabe que tú, digo, usted no sabe leer?
Policía: ¿A ti que cojones te
importa?
Hombre 1: Claro que me importa. Me
estás haciendo perder el tiempo. ¿Les suben el salario por hacerles perder
tiempo a los civiles?
Policía: Nombre.
Silencio.
Policía: Ciudadano. ¿No me va a
decir su nombre?
Hombre 1: De acuerdo, (Deletreando) M-i-g-u-e-l M-a-r-t-í-n-e-z
O-l-i-v-a-r-e-sólo
Policía: ¿Por qué hablas así?
Hombre 1: ¿No quería saber mi
nombre?
Policía: Si.
Hombre 1: Entonces…
Policía: Entonces… ¿por qué cojones
me hablas así?
Hombre 1: Subteniente.
Policía (Molesto): Teniente.
Hombre 1: De acuerdo, Teniente.
¿Deletrear el nombre propio es un delito?
Policía: No.
Hombre 1: ¡Uhmmm! Ya veo. Entonces…
Policía: ¿Entonces qué?
Hombre 1: Nada.
Policía: ¿Cómo qué nada?
Hombre 1: Nada, teniente. Solo le
pregunté si deletrear el nombre propio era contra la ley.
Policía: Y yo le acabo de decir que
no. ¿Cuál es el problema?
Hombre 1: Ninguno. Ahora estoy más
tranquilo. Pensaba que estaba infringiendo la ley por deletrear. Como en este
país se cambian cada cinco minutos las leyes y los ministros.
Policía: ¡Cuidado con la lengua,
ciudadano!
Hombre 1: Artículo 19.
Policía: ¿Arti qué?
Hombre 1: Todo individuo tiene
derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no
ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir
informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras,
por cualquier medio de expresión. Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
Policía: ¿De qué cojones hablas,
negro payaso?
Hombre 1: Libertad de expresión,
teniente.
Policía: ¿Libertad de expresión?
Hombre 1: Si, teniente. (Deletrea) Li-ber-tad- de- ex-pre-sión.
Pue-do- de-cir- lo- que- me- da- la- ga-na- Li-ber-tad- de- ex-pre-sión.
Policía: No me hable más así. Yo no
soy ignorante.
Hombre 1: Disculpe, es verdad.
Policía: ¿Qué es verdad?
Hombre 1: Usted no sabe leer, no
sabe escuchar, pero no es ignorante.
Policía: ¿Se está burlando de mí?
Hombre 1: No, digo lo que veo.
El policía saca su walkie talkie y se enoja al ver que este
no funciona.
Hombre 1: Teniente, al final no me
dijo por qué me detuvo.
Policía: ¿Estás apurado?
Hombre 1: Claro, por eso le
pregunto.
Policía: Es un chequeo de rutina.
Hombre 1: ¡Ahhh! Ya veo, ya veo.
Policía: ¡Qué cojones ves?
Hombre 1: Una cosa.
Policía: ¿Qué cojones es?
Hombre 1: Me pides el carné por ser
negro.
Policía: ¿Qué coño dijiste?
Hombre 1 (Deletreando): Me pi-des el- car-né por- ser- ne-gro.
Policía: ¡Cállate la boca, negro
payaso!
Hombre 1: ¡Ve que es verdad! Me
pides el carné por ser negro.
Policía: ¡Mentira! Yo soy negro
igual que tú.
Hombre 1: Eso es lo que más me
molesta, carajo.
Policía: ¡Cuidado con su lengua!
Hombre 1: ¡Mira quién habla! El
diccionario andante de las malas palabras. ¿A cuántos negros le has pedido el
carné hoy, en el mes… para realizar tu chequeo de rutina?
Policía: ¿A ti qué cojones te
importa?
Hombre 1: ¡Claro que me importa!
¿Desde cuándo eres esclavo de los blancos?
Policía: ¡Calla…!
Hombre 1: Por negros como tú, el
racismo se ha fortalecido en este país. Negros como tú han regalado nuestras
raíces a los blancos. Además, no olvides que aquí ser negro es una desgracia.
Nuestro único derecho un ataúd y eso si hacemos un contrato inviolable con el
director del cementerio: las tumbas también son para los blancos.
Policía (Molesto): ¡Cállate, cállateeeee!
Hombre 1: Después ustedes se ponen
bravos cuando nosotros los artistas los acusamos de racistas, abusadores,
ignorantes, corruptos.
Policía: ¿Qué pinga te pasa? Yo no
soy ningún corrupto.
Hombre 1: Usted no, oficial.
Policía (Molesto): Teniente, cojones, tenienteeeeeee.
Hombre 1: ¿Qué pasa teniente, le
molesta la verdad?
Policía: ¡Qué verdad ni verdad!
Mentiras es lo que dices.
Hombre 1: ¿Es mentira que aquí hay
corrupción? ¿Es mentira que aquí violar los derechos humanos es parte de la
rutina? ¿Es mentir que maltratar al cubano es parte de la política interior del
Estado?
Policía: Ciudadano, no le permito
que hable mal de la Revolución.
Hombre 1: La verdad es la verdad.
Policía: ¿Eres guapo?
Hombre 1: No, sólo digo la verdad.
Policía: ¡Qué verdad ni verdad!
Tengo unas ganas de reventarte la cara y meterte preso.
Hombre 1: ¡Imagínese usted! Si cada
vez que diga las verdades que la prensa y los artistas con miedo no se atreven
a decir, me darán golpes y me meterán preso, bueno… ¡Son cincuenta y tres años
diciendo mentiras, perdón, omitiendo la realidad!
Policía (Enojado): ¡Está bueno ya, cojones!
El policía se abalanza sobre su interlocutor y trata de
esposarlo, no consigue su objetivo.
Policía (Enojado): ¡Ciudadano, no luche, está en desacato!
Hombre 1: ¡No estoy luchando,
oficial! ¿Es mi culpa que usted sea enano? ¡Yo no lo voy a cargar hasta la
estación!
Hombre 1 logra quitarse al policía de arriba.
Policía: ¿Ya se calmó? ¿Me acompaña
tranquilo hasta la estación?
Hombre 1: No hay problema. Quien no
la debe, no la teme.
El policía se aparta y deja que el ciudadano que lo saco en
más de una ocasión de sus cabales pase adelante.
Hombre 1: ¿Puedo hacer una llamada?
Policía: No.
Hombre 1: Es para que mi familia
sepa donde estoy.
Policía: Hazla, será la última
llamada que hagas, negro payaso.
Hombre 1: Gracias, oficial.
Policía (Enojado): ¡Teniente, cojones, tenient….
Hombre 1 da dos palmadas y el policía se congela en escena.
Hombre 1 saca un celular y marca un número.
Satanás en off: Hola.
Hombre 1: Hola. Con Satanás, por
favor.
Satanás en off: Es quien le habla.
¿Qué desea?
Hombre 1: Satanás, soy yo, Dios.
Satanás en off: Habla rápido. Tengo
un día ocupado.
Hombre 1: Satanás, tenías razón. La
locura azul ataca solamente a los negros.
Escuchamos el coro de una canción del grupo Los Aldeanos:
Hermano, ya ponte de pie,
que esta lucha aún no se acabó.
(¡Aún no!)
Y luchar en honor a qué.
(¡Lucha!)
Por esto se sacrificó.
(¡Claro que sí!)
Solo tienes que ser valiente.
(¡Si nos unimos!)
Sin necesidad de usar un arma.
(¡Allá ellos!)
Solo se trata de alzar tu frente.
(¡Si!)
Que esa es la bandera de tu alma.
…
¡Policía, Policía! Tú tienes cerebro.
El día que en este país
haya mas revolucionarios que chivatones
yo voy a ver de qué tamaño
van a empezar a construir los camiones...
Baja el telón.
LILIA MORALES Y MORI
(México, 22/2/1946). Estudió
Biología en la Facultad
de Ciencias de la UNAM. Es
narradora, poeta, diseñadora de arte fractal e inventora de juegos y modelos
matemáticos. En 2010 adquirió la nacionalidad española de origen, de la región
Catalana, con el nombre de Lilia Morales Mori.
Biografía
y trayectoria literaria en:
VIEJOS
HÁBITOS
Lilia Morales y Mori ©
Mirad la ciudad a lo lejos
inadvertido páramo encendido
entre las calles de su fuego
eléctrico.
Nocturno mar de flujo luminoso
navío grotesco de horas volátiles
como sus ecos
Babel de un laberinto involuntario
sombrías aguas de precarios aires.
¡Debe ser la muerte!
esa perversa muerte que sabe a
humedad y polvo
esa maligna forastera que nos sonríe
en la hora suprema
de infaustas despedidas.
Más allá del cosmos habitado
que nos aguarda anhelante
con signos de ignotos ideogramas
trazados en las paredes de piedra
avenidas de graffiti que sangran
pertinaces
como los espectros de una vieja
taberna.
Mas, ¡qué peregrino camino!
acantilado de un piso de tierra
ruinosas y misteriosas huellas
crepúsculo de un rumor
crujir de cristales
viejos hábitos que renacen
al morir la tarde
con la fuerza de la costumbre.
BUENA
SUERTE - MALA SUERTE
Lilia Morales y Mori ©
En el aciago camino
viose un hombre diletante
que reía muy campante
su coraje y su destino
más la suerte lo previno
de mortal despeñadero
entre piedras y un madero
surgió un cofrecillo de oro
que presto agarró el tesoro
hundiendo su cuerpo entero.
TERMINAL
DE TRENES
(cuento de terror)
Lilia Morales y Mori ©
Velino Gómez Chico se ajustó el
cuello de la gabardina y el sombrero gris de fieltro casi a la altura de los
ojos. Resguardado bajo el toldo del café Córdoba, vigilaba la puerta de acceso
a las oficinas de la terminal de trenes en Alpuyeca. Hacía seis meses había
desaparecido inexplicablemente y sin dejar rastro, uno de los tres socios de la
creciente empresa ferroviaria y principal transportadora de caña a la factoría
de aguamiel, piloncillo y melaza de la región. Durante ese tiempo había
entrevistado en varias ocasiones a todos los posibles sospechosos de la
familia, los empleados, clientes habituales, amigos y posibles enemigos y
prácticamente a todos los habitantes de Alpuyeca.
Eleuterio Gracián, hombre taciturno
de cincuenta y siete años había salido un día de su casa, sin compañía, en su
Ford azul-verde con el capacete descubierto, como siempre solía hacerlo y jamás
se supo en qué tramo de los diez kilómetros que recorría a diario por las
empedradas calles del pueblo fue secuestrado. Su esposa Doña Margo, insistía en
el secuestro aunque nadie hasta la fecha había pedido rescate alguno. De sus
dos hijos y socios de la empresa ferroviaria, Gerardo el primogénito, suponía
sin lugar a dudas que su padre los había abandonado en busca de alguna
aventura. Marcelo en cambio, daba por un hecho que lo habían asesinado, pero
sin cadáver no había delito que perseguir.
El tiempo pasaba y la familia
parecía no sucumbir ante la desdicha y los jóvenes empresarios Gracián
continuaron su vida sin mayores contratiempos. Tal acontecimiento pareció
importarle sólo a Velino el circunspecto detective asignado por el Alcalde de
Alpuyeca y amigo personal del ahora desaparecido. Gómez Chico no descartaba la
posibilidad de que alguno de los hijos de Eleuterio o la misma esposa tuvieran
algo que ver en el penoso asunto. La lluvia había arreciado y un aire frío lo
invitó a entrar al café. Se sentó en una mesa junto a una ventana donde podía
vigilar con comodidad la puerta de acceso a las oficinas y al mismo tiempo
observar el movimiento del portón que resguardaba el estacionamiento de los
vehículos particulares. Nada extraño advirtió ese día ni los siguientes dos
meses que estuvo de guardia en los alrededores de la terminal ferroviaria.
Desalentado de esa rutina decidió
viajar por tren hasta la factoría del endulzante, propiedad también de los
Gracián. El viaje era muy placentero, principalmente porque duraba apenas unas
ocho horas y el paisaje majestuoso se entreveraba por senderos boscosos,
antiguos puentes de piedra y un gran lago, famoso por la pesca de tilapia, que
daba de comer a todos los habitantes de la región. El fuerte olor a melaza lo
alertó de la proximidad de la fábrica. Descendió del tren a eso de las cuatro
de la tarde y lo primero que hizo fue dirigirse al mercado donde comió el
magnífico pescado que se preparaba frito con ajo y se servía siempre con un
buen plato de arroz. Vagó un rato por los alrededores y al filo de la noche
tomó un cuarto de hotel. Temprano en la mañana ingresó a las instalaciones de
la factoría donde recibió por parte del gerente todas las facilidades para
realizar su metódica investigación. Su libreta de notas y observaciones hasta
ese momento no aportaban nada más relevante de lo que tenía hasta entonces.
Habiendo permanecido una semana en
la región de la factoría y a falta de pistas o cualquier indicio sospechoso,
había decidido comenzar nuevamente desde el principio las averiguaciones del
desaparecido. Se despidió del gerente prometiendo volver pronto, el ejecutivo
de la factoría le agradeció su estancia y le ofreció un ticket gratis de ida y
vuelta hasta Alpuyeca. Velino, ni tardo ni perezoso fue a recoger el billete a
la oficina del despachador pero como éste parecía discutir con un individuo
joven, se mantuvo a cierta distancia sin poder evitar el tema de la disputa.
Finalmente el encargado le entregó al muchacho un ticket y un sobre tamaño
carta. Gómez Chico temió por un momento que le pretendieran negar también a él
el billete, pero no, el detective recibió su boleto con una amplia sonrisa.
Antes de las ocho de la mañana las
salas estaban llenas de gente ansiosa por subir al tren. Velino esperaba con
paciencia el arribo de éste cuando vio al joven que discutía con el despachador
formado en la fila de tercera clase. En ese momento se percató que el muchacho
era lisiado, cojeaba un poco de la pierna izquierda y el brazo derecho, a la
altura del codo lo tenía un tanto deforme. A pesar de eso, el chico sostenía
con la mano del brazo afectado un envoltorio y con la otra cargaba una caja que
a Velino a simple vista le pareció algo pesada. Durante el recorrido no volvió
a acordarse del extraño personaje y durmió como bendito hasta que la locomotora
soltó sus silbatos y pitidos en los andenes de la estación de Alpuyeca.
Agapito Fonseca llevaba tres años en
la alcaldía y se había postulado de nueva cuenta como candidato en el pueblo de
Alpuyeca. Esa tarde Velino había pasado a sus oficinas a felicitarlo cuando
solicitó permiso un comandante para informar de la desaparición de Gerardo
Gracián. El alcalde y Velino enmudecieron en el acto y sin más aspavientos se
dirigieron de inmediato a la casa del empresario. Margarita, la esposa, estaba
inconsolable. No tardó en llegar la suegra con su hijo Marcelo, la esposa de
éste y sus dos pequeños. El detective inició un riguroso interrogatorio a
todos, incluyendo por supuesto también a los miembros de la servidumbre e
incluso, el mismo alcalde fue objeto del severo interrogatorio.
Diez meses después de la primera
desaparición, un día como cualquiera Marcelo no acudió a trabajar a la terminal
ferroviaria y no regresó a su casa esa noche. No se volvió a saber más de él,
ni de su hermano ni de su padre en ningún lugar, ni en ninguna parte donde se
conociera la fatídica historia de los Gracián. Velino continuó con el caso
revisando día a día sus notas y las observaciones que se habían acumulado sin
pistas reales a lo largo de todo ese tiempo. Repasando sus apuntes se encontró
sorpresivamente con el ticket de ida y vuelta que el gerente de la factoría de
endulzantes le hubiera obsequiado tiempo atrás. Sin pensarlo dos veces abordó
el tren sin saber exactamente a qué iba. Caminaba por el pueblo entre el olor
de la melaza y el pescado frito cuando vio en una bocacalle cruzar al muchacho
lisiado. Por una actitud tal vez instintiva comenzó a seguirlo a cierta
distancia, el chico a pesar de su afección se movilizaba con destreza entre los
plantíos por donde parecía iba cortando camino.
Al llegar a campo traviesa el
detective se dio cuenta que el muchacho lo había advertido acelerando el paso
hasta un lugar boscoso donde la tarde empezaba a declinar. Velino se apresuró
de igual manera y aunque con torpeza, no le perdía la vista al extraño sujeto
ni entre las sombras de la oscura noche. Al llegar a una pequeña colina, Gómez
Chico alcanzó a ver la silueta de una antigua edificación y pudo precisar cómo
el lisiado penetraba por una arcada que daba a un patio central con varias
puertas. Eran tres o cuatro pero ignoraba si el sujeto había entrado por alguna
de ellas, esperó un momento, las piernas le temblaban y sentía que una sed
demoledora le secaba la garganta.
De repente se dio cuenta que una luz
tenue salía de la primera puerta que estaba entreabierta. De esa habitación no
se apreciaba ninguna ventana hacia el exterior así que no alcanzaba a ver nada.
Avanzó un poco cuando tropezó con algo, era un madero de buen tamaño que pensó
podría usar en caso necesario como defensa. Con gran sigilo empujó la puerta,
no había nadie en la habitación que estaba iluminada con una lámpara de aceite.
Una sala antigua, un piano cubierto con una chalina, un librero con algunos ejemplares
de ingeniería mecánica, algunos tapetes, varios muebles viejos y muchos cuadros
en las paredes distraían su vista cuando sintió a sus espaldas la respiración
agitada del lisiado. Velino se dio la vuelta con un giro vertiginoso y al ver
al tipo de frente se descubrió apuntado por una pistola que sostenía el
individuo con la mano izquierda.
—Como detective eres lento, te
esperaba hace meses.
—¿Quién eres?
—No estás en posición de hacer
preguntas y a punto de morir de nada te servirán las respuestas.
—Creo que debemos hablar —dijo
Velino apretando con su mano el madero que sostenía casi al ras del suelo.
—No soy buen conversador y será
mejor que tires el tronco —el lisiado cortó cartucho y al instante se escuchó
el golpe del madero caer sobre el piso.
—Muévete —le ordenó el desconocido
al detective indicándole que avanzara hacia una puerta lateral.
Mientras caminaba con los brazos en
alto sintió que su mano derecha topó con el poste de una lámpara de piso,
instintivamente la agarró y se la arrojó a su agresor quién dejó escapar una
bala que fue a impactarse en el techo de la habitación, mientras el lisiado caía
al piso golpeándose la cabeza en el hierro de la base de una máquina de coser.
Velino se paralizó por un instante,
bastante agitado se aproximó al lisiado y comprobó que seguía con vida, trató
de moverlo para auxiliarlo pero su vista se detuvo en la base del pedal de la
máquina, que ostentaba claramente el símbolo de la compañía ferroviaria y el
nombre de una mujer con todas sus letras. En medio de la penumbra y en esa
aterradora soledad escuchó un ruido que venía de abajo y se aproximaba a la
puerta lateral. Como un resorte se puso de pie y salió de estampida, alejándose
torpemente, dando tumbos por la zona boscosa. Sin medir sus pasos cayó por la
ladera de la colina donde rodó hasta la orilla de una carretera.
Habían pasado cinco años del
episodio que mantuvo internado al detective por más de un mes en la cama de un
hospital. Unos trabajadores de la fábrica lo habían encontrado inconsciente y malherido.
El diagnóstico después de su convalecencia lo mantenía atado a fuertes
medicaciones de analgésicos por terribles dolores de cabeza, alucinaciones y
conjeturas por demás inexplicables. Un grupo de personas calificadas, mientras
Velino se encontraba aún en recuperación, habían ido a la supuesta edificación
en el bosque y solo habían encontrado los restos de una ruinosa casa que en
otros tiempos había sido una próspera hacienda.
La descripción que el detective
había hecho de la sala era totalmente fantasiosa, la habitación de la primera
puerta estaba completamente desierta, no había rastros de sangre en el piso, ni
siquiera una máquina de coser, ni mucho menos una bala impactada en el techo.
Nadie en el pueblo sabía gran cosa del lisiado ya que no era oriundo de la
región, y el despachador de billetes de la factoría había muerto de un infarto
algunos meses antes del incidente.
Velino se fue a vivir a la ciudad de
Tezoyuca y Agapito Fonseca que se dedicaba a atender un despacho de abogados
era prácticamente su vecino. Cierto día una cliente del despacho solicitó la
asesoría del ex alcalde de Alpuyeca para unas inversiones que pensaba realizar
en su negocio de antigüedades. Agapito acudió al comercio y después de una
charla amistosa con la dama, convinieron en un proyecto para un convenio legal
de la compraventa de algunas piezas de colección. El ex alcalde se despidió de
la señora que le entregó un catálogo de los principales artículos que pensaban
adquirir. Fonseca se retiró con prontitud ya que había quedado de verse con
Gómez Chico en un café cercano.
—Te dije que te gustaría este
trabajo, es sencillo, sólo tienes que hacer un archivo de seguimiento histórico
de los artículos que adquiera el negocio de antigüedades —dijo muy vehemente
Agapito quién le entregó el catálogo a Velino—. Ya estás muy mejorado y toda la
información te llegará sellada por correspondencia.
Gómez Chico comenzó a hojear el
cuadernillo con evidente curiosidad cuando sus ojos se paralizaron frente a una
página que mostraba una máquina de coser.
Dio tremendo grito que provocó que
todos los comensales voltearan a mirarle.
—¡Ésta es, estoy totalmente
seguro...! ¡Ésta es!
—¿Qué cosa?
—La máquina de coser, acércate, velo
con tus propios ojos. Ahora lo recuerdo bien, Carmen,
Carmen era el nombre de la mujer.
Agapito se quedó perplejo, en efecto, la foto de la base del pedal de la
máquina mostraba el símbolo de la compañía ferroviaria y con todas sus letras
el nombre de Carmen.
Velino regresó a la vieja hacienda
acompañado de Agapito y de un grupo de ingenieros que sin muchas dificultades
lograron desentrañar el misterio de la habitación de la primera puerta. El
cuarto vacío era una estructura movible que se corría hacia la derecha
encajando perfectamente bien en un hueco que no era visible por fuera. Al
correr la cámara desierta apareció la habitación que había visto Velino, no se
encontraba absolutamente nada en su interior pero en el techo permanecía la
bala incrustada y en el piso era evidente una mancha que podía ser de sangre.
La puerta lateral donde había
escuchados los pasos que le paralizaran el corazón momentáneamente estaba
atrancada como aquel día. El jefe de ingenieros tomó con firmeza la cerradura,
abrió y descendió a esa especie de sótano iluminándose con una linterna, le siguieron
los demás hombres y al final Velino ya no podía contener el ruido que sus
dientes hacían al castañear violentamente sus mandíbulas.
La pieza era bastante grande, las
paredes estaban decoradas con muchos cuadros familiares, o mejor dicho con uno
que se repetía decenas de veces en las imágenes de Eleuterio, Carmen y su
pequeño hijo, así lo señalaba el letrero sobrescrito en una de las fotografías.
En una sala, sentados en un mueble, representando una absurda y macabra escena
estaban los esqueletos de Eleuterio Gracián y Carmen tomados de la mano.
Escasos objetos personales, libros y recuerdos se veían repartidos sobre
algunas mesitas y al fondo, horrorosamente clavados en el muro estaban las
osamentas de Gerardo y Marcelo.
Los especialistas dictaminaron que
la mujer había muerto de inanición encerrada en el mismo lugar y que los
cadáveres de los hombres habían sido fracturados y vueltos a armar con
pegamento y alambre. Un diario entreabierto mostraba de cada lado sendas actas
de nacimiento. Eleuterio y Carmen eran hermanos. Para Velino todo adquiría
sentido pero en esa horrorosa escena familiar faltaba un personaje, el niño.
Cuando llegaron a las oficinas de la
terminal de trenes de Alpuyeca, Oliverio se había suicidado. La autopsia de su
cadáver dictaminó una cirugía reconstructiva en la pierna izquierda y en el
brazo derecho. En un diario había escrito minuciosamente los detalles de cómo
había descuartizado los cuerpos de su padre y sus medio hermanos y los habían
transportado en cajas embebidos en melaza que traía desde Alpuyeca. No le fue
difícil secuestrarlos, Los cuatro solían verse en secreto en una casa cerca de
la terminal de trenes. Lo que nunca se imaginó Marcelo que era su cómplice, es
que él correría con la misma suerte.
JOSÉ FRANCISCO SASTRE GARCÍA
Nació
en San Sebastián (Guipúzcoa), España, en 1966. Desde el principio tuvo una gran
inquietud por la lectura, leyendo todo lo que caía en sus manos, desde la
literatura infantil y juvenil de la época hasta obras como la Odisea
de Homero.
Reside
en Valladolid desde 1980. Escribió sus primeros relatos por aquella época,
presentándolos a diversos premios sin resultado alguno. Posteriormente le
llegaría la afición por R. E. Howard y H. P. Lovecraft de la mano de los cómics
de “La Espada Salvaje de
Conan” y los libros de Alianza Editorial hasta el punto de conseguir la
bibliografía casi completa del maestro de Providence y las novelas canónicas
del cimmerio publicadas por Fórum.
A
raíz de su pasión por el personaje del genio tejano, comenzó a publicar en el
cómic ya mencionado reseñas y artículos, que llamaron la atención del grupo
madrileño El Círculo de Lhork, que contactó con él para ofrecerle unirse a
ellos, proposición que aceptó.
Desde
ese momento, su producción literaria comenzó a multiplicarse: relatos de todo
tipo y condición, dejando de lado, al menos temporalmente, el género de ciencia
ficción, al que no era proclive en el papel escrito, tan sólo en el cine, y
artículos acerca de diversos temas relacionados de forma directa o indirecta
con la narrativa fantástica que lo sedujo.
En
estos momentos, su producción literaria abarca prácticamente todos los géneros
de la narrativa fantástica: fantasía épica, espada y brujería,
intriga-misterio-terror, ciencia ficción, ficción histórica, aventuras, fantasía.
EN LA CIUDAD PERDIDA
José Francisco Sastre García ©
A veces, el exceso de imaginación, o
incluso la mera cordura, pueden volvernos tan locos como aquellos pobres ilusos
que aguardan su destino entre las grises paredes de los psiquiátricos. En mi
caso, no sé si se trata de una cosa u otra, mas de lo que estoy seguro es de
que no sé si lo que he vivido es estremecedoramente real, o una simple ilusión
de mis sentidos: se lo contaré, y dejaré que juzguen ustedes.
Nuestra expedición se había
internado en la selva amazónica tras los pasos del malogrado coronel Fawcett,
en busca de la ciudad prehistórica en la que había creído fervientemente. De la
cincuentena de hombres que habíamos comenzado, quedábamos treinta: el resto
habían sucumbido víctimas de la cruel selva y sus feroces habitantes: criaturas
venenosas, letales carnívoros... Pero lo peor, con abrumadora diferencia,
habían sido las mortíferas aguas que iban a desembocar al Amazonas. Aún
recuerdo en mis pesadillas a uno de los hombres, mientras se asfixiaba
lentamente, envuelto en una siniestra pátina transparente, de ligeros reflejos
amarillentos, tras bañarse en uno de los legendarios ríos de la muerte de la
región; no pudimos hacer nada por él, pues la sustancia se había adherido de
tal manera a su cuerpo que no había forma de desprenderla, y había tapado todos
los poros del infortunado, impidiéndole la transpiración.
Después de varios días de vagar sin
rumbo fijo por la meseta del Mato Grosso, desesperados y deseando regresar
sobre nuestros pasos, llegamos al destino al que se suponía había arribado
anteriormente el desaparecido coronel: unas ruinas ciclópeas, tan cubiertas por
la vegetación, que resultaban indistinguibles del entorno aun buscándolas desde
el aire.
Al principio pensamos que sólo eran
restos pétreos, mudos testigos de una civilización olvidada: entre lo que
quedaba en pie vimos delicadas columnas salomónicas, figuras de piedra tan
perfectas como las griegas, aunque vestidas con ropajes holgados de una factura
que no pudimos reconocer, y otras maravillas que nos animaron a acampar junto a
la perdida ciudad. Algunos de los hombres murmuraban acerca de los ojos de la
selva, y, francamente, yo me sentía vigilado, aunque no era capaz de distinguir
ninguna figura amenazadora en la oscura espesura.
Fue la noche la que nos trajo la
sorpresa, tan inesperada como alucinante: uno de los hombres que estaban de
guardia vino a mi tienda a despertarme, agitado, gimiendo algo acerca de unas
luces que se movían entre las piedras. Vistiéndome apresuradamente me asomé,
quedándome helado por el pavoroso panorama que se me ofrecía: toda la
expedición, aterrorizada, pálidos como muertos, señalaban una confusa masa de
luces que se agitaban entre la masa de rocas de la ciudad perdida, aullando
como almas en pena ante lo que calificaban como los espíritus malignos de los
antiguos, que venían a robar sus almas en venganza por haber entrado en su
territorio.
En unos instantes, y antes de que
pudiera hacer algo por evitarlo, el campamento se había convertido en un
pandemónium y todos habían salido corriendo hacia la selva entre gritos de
pánico y horror al comprobar que las luces se acercaban.
Solo ante lo desconocido, rodeado
por la atemporalidad del lugar, hipnotizado por el ambiente, no pude moverme ni
apartar la mirada de las fluctuantes luminarias que parecían acecharme.
Parecían perfilar entre ellas vagas siluetas fantasmagóricas, tenues, que
hicieron que mi corazón latiese como un caballo desbocado, que mis manos y
frente se perlaran de un sudor frío.
Cuando estuvieron lo suficientemente
cerca como para observarlas con claridad sentí un extraño sentimiento de
alivio, pues las gentes que me rodeaban, portadoras tan sólo de antorchas,
vestían igual que las tallas de la ciudad. No parecían demostrar una actitud
hostil, sino más bien curiosa, aunque vi algunos rostros oscuros fruncirse
duramente, como si no desearan extranjeros por aquellos parajes.
Se acercaron cautelosamente,
observándome de arriba a abajo, palpando mis ropas y señalando la funda de la
pistola que colgaba de mi costado; finalmente, entre largos parlamentos de una
lengua que no conseguía entender, me sujetaron suavemente y me guiaron entre
los monumentales restos hasta llegar al portalón de lo que alguna vez fue un
gran templo. En su exterior, las tallas de aberrantes dioses y demonios,
totalmente distintos de las habituales deidades sudamericanas, unas cosas
repletas de garras, colmillos y tentáculos, de vaga apariencia humanoide y
fungosa, parecían burlarse de mí entre escenas de sacrificios y danzas.
El interior estaba razonablemente
limpio, despejado de escombros; un camino central, flanqueado por columnas de
aspecto corintio, o al menos eso me pareció, nos guiaba hasta un altar de
ominoso aspecto, sobre el que se veían manchas oscuras que identifiqué
inmediatamente como restos de sangre seca; más allá del ara, la oscuridad
envolvía lo que pudiera haber. Aterrado por las implicaciones que la situación
sugería intenté liberarme violentamente, huir de aquel tenebroso lugar, mas me
resultó imposible: a pesar de que en ningún momento mis captores se mostraron
peligrosos, sus brazos me sujetaban firmemente y me llevaban hasta el altar.
La luz de las antorchas fue
retirando paulatinamente la oscuridad que ocultaba el fondo del templo,
mostrando poco a poco una extraordinaria figura: un hombre de la misma raza que
los demás, de tez morena y alta estatura, aunque vestido de una manera
completamente distinta: sobre una especie de túnica romana llevaba diversos correajes
de cuero cruzándole el pecho, cubría su cabeza con un enorme tocado de plumas,
y de su espalda colgaba una capa, también de plumas, que aparentaba unas
grandes alas. En su mano, un cetro de oro; y lo más sorprendente, en su costado
¡llevaba una pistola enfundada!
Quitándose el ornado tocado lo
depositó sobre el altar, dirigiéndose a mí en aquel extraño idioma que no podía
identificar, una lengua de sonidos suaves, musicales, aunque con ciertas
estridencias que me recordaban un poco a los idiomas orientales. Comprobé que
se trataba de un joven apuesto, de cabello rubio y mirada brillante, que me
observaba sin demasiado asombro.
Al ver que sus esfuerzos de
comunicarse eran vanos, empleó otra lengua más comprensible, que he de
reconocer que me cogió por sorpresa: inglés. Así que, finalmente, había
encontrado el lugar: Fawcett había conseguido llegar hasta aquí. Había tenido
serias dudas al respecto, había habido un momento, durante la expedición, que
creí que nos habíamos extraviado irremisiblemente, pero ahora tenía la completa
seguridad de que nuestra misión se había saldado con el éxito.
Realmente no tengo idea de inglés,
por lo que a duras penas nos entendimos: hubimos de recurrir al lenguaje
universal de los gestos. Le conté mis aventuras, y él me respondió con la
historia de su pueblo. Al parecer, eran esencialmente pacíficos, y el hecho de
aceptarme tan pronto parecía indicar que los hombres blancos que habían
conocido no habían sido gentes especialmente malas.
Su pueblo, me dijo, era muy antiguo;
las leyendas hablaban de un tiempo en que dominaron todo el continente,
procedentes de algún lejano lugar al Este. Habían vivido allí desde tiempos
inmemoriales, y me consideraban como uno de los suyos, llegados desde su mundo
de origen.
Mientras hablaba, el joven se apartó
y mis ojos contemplaron una maravilla mayor aún de las que había visto hasta
entonces: adosada al fondo se erguía una estatua de tamaño natural, que
representaba inequívocamente a un hombre blanco, más concretamente al
desaparecido coronel Fawcett. Había visto fotos, y aquellos rasgos eran
decididamente los suyos: la talla mostraba tal cantidad de detalles, estaba tan
trabajada, que no pude por menos que mirarla de arriba a abajo varias veces
hasta fijarme en sus ojos.
A primera vista había creído que
eran simples cavidades, mas en realidad se trataba de un par de ópalos negros,
profundos, cuya mirada perdida en algún punto de la entrada del templo tenía un
algo de misterio que me aterrorizó.
No había estado haciendo caso a las
palabras del muchacho, por lo que éste me observó divertido mientras
contemplaba la extraordinaria estatua. A continuación, la señaló y dijo que era
su padre.
Por un momento me invadió un
sentimiento de repugnancia ante semejante revelación, aunque se me pasó de inmediato:
había tenido ocasión de constatar que las gentes de aquella ciudad eran bien
parecidas, y no resultaba demasiado extraño que alguien atrapado en este lugar,
literalmente en medio de la nada, intentara hacer su vida lo más cómoda y
agradable que pudiera. Al parecer, sobrevivían apenas a base de lo que les daba
la naturaleza: frutas, carne y pieles.
Su explicación acerca de la llegada
del coronel y su estancia en la ciudad fue farragosa, ininteligible; apenas
pude entender algunas palabras, ya que tan pronto mezclaba el inglés con la
lengua nativa de aquellas gentes. A pesar de todo, creo que habló de algo que
hizo Fawcett, algo terrible, y de la cólera de los dioses.
Con un gesto, un par de hombres me
guiaron a lo que parecían una serie de nichos en los laterales del templo,
ocultos por las columnas; una vez dentro, se agrandaban hasta convertirse en
unas habitaciones cuadradas de unos tres metros por tres, y escasamente dos
metros de altura.
Por lo visto, aquéllas iban a ser mis
habitaciones durante el tiempo que estuviera entre ellos. No sabía aún si se me
estaba tratando como un invitado o un prisionero, pero pronto lo descubrí.
Pasé alrededor de un mes entre
aquellas pacíficas gentes, descansando y tratando de aprender algo más sobre
ellos; pero no conseguí nada, me resultó imposible siquiera comenzar a entender
su idioma, y por lo que se refería a ellos mismos, tan sólo recibía vagas
referencias al altar. ¿Acaso pensaban sacrificarme?
Por fin, una noche, cuando creí que
todos dormirían, salí de la estancia que ocupaba y me acerqué en silencio al
objeto de los desvelos de aquel pueblo. Me repugnaba tocarlo con aquellas
manchas de sangre seca sobre su superficie, aunque hice un esfuerzo y me
dediqué a estudiar las intrincadas tallas de los laterales. Se repetían los
motivos de la fachada del templo sobre dioses y demonios, aunque aquí había,
además, sorprendentes motivos de figuras geométricas extrañas y mareantes
espirales que giraban tan pronto en una dirección como en otra, amén de la
eterna svástica, tanto dextrógira como levógira, que parecía indicar un culto
al Sol o algo similar.
Durante la investigación descubrí en
uno de los dibujos una ligera grieta que lo bordeaba; por un momento pensé en
un botón y, sin pensarlo dos veces, lo apreté.
Cual no sería mi sorpresa al
comprobar que, en el más completo silencio, el altar pivotó sobre uno de sus
lados, dejando al descubierto unas escaleras que descendían hacia una estigia
oscuridad. Armándome de valor, tomé una antorcha encendida y bajé al infierno,
pues aquello no podía ser otra cosa que el infierno: un calor sofocante,
tonalidades rojizas arrancadas de las paredes, un hedor malsano, dulzón... Y
los cadáveres. ¡Por Dios, era un cementerio! A medida que me alejaba de la
entrada, veía las figuras momificadas cada vez más arcaicas, cada vez más
extrañas. Y, al final del camino, en la tumba más suntuosa, un hombre de más de
dos metros, de rizado pelo negro, con una expresión tal que diríase dormido en
lugar de muerto, guardado por dos estatuas de piedra de tamaño natural,
guerreros de tiempos remotos, con ojos opalescentes y apretados ropajes de piel
de jaguar entre los que se distinguían las vainas de unas espadas o grandes
machetes.
A la trémula luz de la antorcha me
pareció ver una especie de movimiento, unos brazos oscuros que bajaban lenta,
suavemente, hacia las caderas, por lo que retrocedí apresuradamente hasta las
escaleras, dominado por una extraña e irracional sensación de miedo. Al mirar
hacia atrás no vi nada raro, todo seguía igual que lo había dejado, por lo que
pensé que se había tratado de una ilusión. ¿Cómo podía ser que unas simples
estatuas... Volví momentáneamente sobre mis pasos, pero a mitad de camino mis
piernas comenzaron a flaquear, mi mente se llenó con un absurdo temor, una indefinible
sensación de apremio, como si algo me gritara que diera media vuelta y saliera
de aquel macabro lugar. Y eso fue exactamente lo que hice.
Para mi sorpresa, arriba me estaba
esperando el joven, con su bárbaro atuendo y una lanza recamada en la que se apoyaba
con aspecto triste. Mirándome fijamente denegó con la cabeza, y alzó el cetro
dorado. No sé por qué, pero su expresión dolida, al tiempo que firme, me hizo
pensar que había cometido un grave error, que le había ofendido y que debía
pagar por ello. Supuse que su gesto con el cetro sería una sentencia de muerte,
así que le aparté rápidamente de un empujón, antes de que pudiera reaccionar, y
salí corriendo de aquel lugar como alma que lleva el diablo, en medio de una
lluvia de gritos y con el sonido metálico de una lanza golpeando el suelo cerca
de mis pies.
Mas, para mi perdición, antes de
abandonar el templo volví la cabeza y mis ojos se cruzaron con los de la
estatua de Fawcett, iluminada en aquel momento por el fulgor de una multitud de
antorchas, que portaba un grupo de hombres que trataban de ayudar a levantarse
al joven. En aquel momento, con un aullido de terror, la cordura me abandonó y
me lancé a una salvaje carrera por la selva hasta que unos misioneros me
encontraron, medio muerto de hambre y sed, en un estado febril lindante con la
muerte. Pues en aquella perfecta estatua, creí ver que la cabeza estaba algo
inclinada, más que cuando la observé por primera vez, y que sus ojos se
dirigían hacia mí. ¡Y en ellos, tras la profundidad cósmica de un negro vacío
sin estrellas que eran los ópalos, tras una oscuridad imposible de penetrar
para los mortales, creí distinguir el dolor, el tormento eterno de un alma
atrapada para toda la eternidad! ¡Por todos los cielos! ¿Qué clase de pecado
cometió el desdichado?
No tengo la esperanza de que me
crean, ni siquiera yo mismo sé qué debo creer. Los misioneros que me recogieron
me dijeron que murmuraba frases relativas a antiguos y vengativos dioses, a
estatuas vivas, a un horror apenas vislumbrado procedente de la más remota
antigüedad y de un malsano conocimiento... Gracias a sus cuidados es por lo que
ahora estoy escribiendo estas líneas, y el hecho de haber sufrido atroces
sufrimientos en la selva amazónica tal vez haya servido de acicate a mi
calenturienta imaginación. Sólo por eso, ruego al cielo que sólo haya sido una
pesadilla.
MARÍA ISABEL CLAUSEN
Narradora
y poeta. Nació y reside en General Roca, Provincia de Córdoba, Argentina. Ha
sido distinguida repetidas veces.
Biografía
y trayectoria literaria en:
LOS FANTASMAS DE LA NOCHE
María
Isabel Clausen ©
Deambulaban
en medio de la otoñal niebla. Descendían al mundo en el que habían sido humanos
cuando el sol ya no podía dañarlos con su luz, eran cómplices amigos de la luna
quien les prestaba su penumbra para poder moverse con libertad entre todo lo
que amaban.
Fue
una noche de marzo, hacía frío en las calles y en los patios, en que, de común
acuerdo decidieron entrar a las que fueron sus casas y ver si algo les indicaba
que aún los recordaban.
Loreta,
la fantasma más inquieta decidió ser la investigadora. Era la primera aventura
de entrar a través de las paredes. Recorrer cada lugar sería fácil, ellos no
ocupaban espacio, eran invisibles, podían andar sin inconvenientes en la
oscuridad, ver a los seres que amaban, escucharlos, saber si eran felices o si
los recordaban.
Refugiados
detrás de los abetos cuchicheaban inquietantes esperando el regreso de Loreta.
La
vieron acercarse lentamente, acurrucada entre sus blancas vestiduras, no dijo
palabra hasta que reaccionó con un chirrido histérico que asustó a la lechuza
que dormitaba en la rama más alta del abeto.
—¡Los
muy canallas! —dijo furiosa— han quitado mi retrato del salón, lo reemplazaron
por otro de la familia, pero no está completa, falto yo. Además mi dormitorio
ya no es mío, sino de los huéspedes. Mis muebles están en la casa de los
porteros, ellos duermen en mi cama. ¡Qué falta de ética!
Los
demás se miraban sin hacer comentarios, hasta que la dulce voz de Anna sonó a
susurro cuando dijo:
—Tal
vez no pasó igual en nuestro caso, ¿por qué no continuamos averiguando?
—Me
da un poco de miedo —contestó Naif, un fantasma muy tímido.
—¿Miedo
a qué? —preguntó el atropellado Alex.
—¿
Y si todos descubrimos que ya no nos recuerdan?
–Los
molestaremos mientras duerman hasta que lo hagan —respondió Alex.
–Somos
fantasmas, no monstruos, dejémoslos en paz —dijo Nelva, la más viejita de
todos.
—Y
bien, ¿qué hacemos? —insistió Anna.
—Entremos
—decidió Alex— después de todo apenas somos seres irreales que ya no pertenecemos
a este mundo. Nadie nos verá.
—Sì
,pero fuimos parte de su vida y les dimos lo mejor de nosotros, ¿o no? Y nos
olvidan, es triste —se lamentó Loreta ya calmada.
—Quizás
piensen que no les diste lo mejor de ti, alégrate que no sufran tu ausencia —respondió
alguien del grupo.
—Yo
voy —dijo Anna y comenzó a caminar hacia la que fuera su casa, otros la
imitaron y salieron navegando entre la niebla hacia distintos rumbos.
Pero
Anna tenía algo diferente a sus amigos, ella aún conservaba sus lentes de
contacto, los cuales brillaban en la oscuridad como dos pequeñísimas estrellas
movedizas.
Al
cruzar la pared de su habitación grande fue su sorpresa. Todo permanecía igual,
sólo que en su cama alguien estaba durmiendo. Se acercó, pero en la oscuridad
no podía ver sus facciones, acercó su nariz y reconoció el olor, ¡lo había
amado tanto!, ¿cómo olvidar el olor fresco y dulce de la piel de su niña?
Tanteando en la oscuridad, ubicó su rostro, le dio un beso con sus labios fríos
de fantasma, lo cual hizo que Mara, su nieta, se sobresaltara y le diera un
cabezazo que le hizo saltar sus lentes de contacto.
Como
si Mara presintiera su presencia, encendió la luz. Sólo distinguió dos
lucecitas como pequeñas estrellas, una en el suelo y la otra enfrente de su
cama. Vio con asombro que una se movía y parecía mirarla, la otra estaba pegada
a la alfombra, la recogió y la miró, reconoció en ella la lente de su abuela y
recordó que el día en que partió hacia el cielo los había llevado guardados en
sus retinas, entonces con una sonrisa llena de ternura preguntó:
—¿Abuela
estás aquí? Soñaba que venías a verme y sentí tu beso, ¿se te cayó, quieres que
te lo coloque cómo antes? Hazme una señal, por favor! ¡Te extraño tanto! —y
movía su dedo con la lente por todo el espacio buscando encontrar una imagen
que no podía ver.
Anna,
conmovida, a pesar de ser fantasma, acercó su rostro invisible a la cara de
Mara y esta alcanzó a ver que la pequeña lucecita que se le acercaba tenía como
una perla de lágrima pegada. Temblando colocó la lente cerca de la otra y con
la imaginación del amor creyó ver los ojos de su abuela envolviéndola en esa
tierna mirada que no podía olvidar.
Eleonora,
la mamá de Mara, se despertó y sintió la necesidad de ir hasta la habitación de
su hija:
—¿Ocurre
algo? —preguntó.
—Vino
la abuela a visitarnos —le respondió.
—Niña,
deja de soñar, ella no puede venir, pero su amor siempre estará con nosotros y
el nuestro con ella.
Escondida
en las sombras de un rincón, Anna escuchaba emocionada, comprendió que aún
podía amar porque los fantasmas conservan el alma y eso la llenó de gozo.
Transpuso
nuevamente la pared, cruzó el jardín, miró a su rosal y le dijo:
—Florece,
florece, que no haya día en que no tengas una flor, De esa manera seguiré
estando aquí.
Después
se perdió entre la niebla en busca de sus compañeros de aventura.
Unos
estaban felices como ella, otros no tanto.
—Mañana
inaugurarán esta avenida y la llenarán de luces, ya no podremos volver —comentó
Mauro, el fantasma periodista.
—Deberíamos
hacer una manifestación de protesta, los fantasmas tenemos derecho a la
oscuridad —dijo Alex.
Todos
rieron de tal ocurrencia y se perdieron entre la niebla.
—¡Qué
hermoso es el rosal de la abuela, florece durante todo el año y sus flores
parecen mirarte —comentó un día Eleonora a Mara. Esta no respondió pero guardó
una idea.
Pasaron
los años, la joven se convirtió en una pintora de renombre e inauguró una
exposición en una famosa galería de de París.
Entre
los cuadros había uno que llamaba mucho la atención, por el colorido, la
imagen, la luz que irradiaba.
Un
pintor de renombre se acercó a la artista y le dijo:
—Te
felicito, jamás vi en un cuadro ojos tan bellos, ni que irradiaran tanta luz.
Mara
sonrió, miró su obra, una bellísima rosa roja con los ojos pintados en sus
pétalos irradiaba reflejos de luz.
Era
llamativo ver a la autora de tal belleza acariciar cada tanto la rosa, es que
sólo ella sabía que de alguna manera misteriosa dos lentes de contacto se
habían pegado a la pintura, pero únicamente podían ser palpados por su tacto.
ANDRÉS FORNELLS FAYOS
Español
que, por haber conocido un gran número de países se considera ciudadano del
mundo. Su vocación de trotamundos le ha permitido hacer amigos entre las gentes
de otras razas, culturas y religiones. Este bagaje viajero y humano queda
reflejado en el cosmopolitismo que encontramos en muchos de sus libros. Ha sido
profesor de idiomas, intérprete, leñador, guía turístico, restaurador,
hotelero, etc. Ha obtenido galardones en relatos cortos y novelas. Tres amantes y un revólver (ganadora del
I premio de novela NQP 2012), Los
placeres de la hija del embajador (ganadora del II Premio Incontinentes 2011)
El seductor y la rica heredera
(finalista del premio de novela Ciudad de Almería 2009), El pueblo de los milagros (finalista del premio internacional de
novela Territorio de la Mancha
2006 –Miami—, La muerte tenía figura de
mujer hermosa, Jazmín significa amor voluptuoso, y Never love a foreigner. Ha aparecido en diversas antologías de
narrativa, entre las que destacan "Sexto Continente", "Antología
del Relato Negro I, II, III, IV", "Yo también escuchaba el parte de
RNE", "Las estratagemas del amor", “El sabor de tu piel” “El
hombre que se ríe de todo”, "Eros de Europa y América”, “Hiroshima,
Truman”, "Microantología del microrrelato I, II y III", “París”,
“Viena”, Nueva York”, “Ciencia Ficción 2099” , “Historias de la imposición yanqui sobre
Hispanoamérica y España”, “Demasiado viejo para el rock and roll”, “Los mejores
terrores en relato”, etc.
Colabora
todas las semanas con el Periodicoirreverentes. Interviene también en Radio
Televisión Marbella en el programa La vida es bella, con Noticias Insólitas.
NEGOCIOS
SUCIOS
Andrés Fornells Fayos ©
A
Susi la saqué de un burdel de carretera donde me detuve una noche. Andaba más
caliente que los palos de un churrero y pegar un polvo me hacía tanta falta
como el comer. Era un local pequeño. Mobiliario funcional. Bebidas alcohólicas
en las estanterías con un espejo detrás para verse el careto. Iluminación
escasa y roja, el color del morbo. Docena de clientes y cuatro empleadas. Ella
atendía la barra. Tenía el pelo color caoba, los ojos negros y los labios
mamones.
—¿Me
invitas a una copa, rumboso? —me preguntó provocadora la mirada, buena parte de
sus tetas igual que naranjas de buen año asomadas por encima del gran escote,
cuando se inclinó delante de mí.
—Vengo
demasiado caliente para perder el tiempo con protocolos (dándomelas de tío
culto). ¿Qué me vas a cobrar por un completo?
—Desesperado,
¿eh? Cincuenta euros y pongo mi envase bien calentito y jugoso para tu botella
cargada de leche —irónica, cachonda.
Saqué
del bolsillo de mis pantalones vaqueros un rollo con dinero (las carteras para
los finolis y amariconados) y le di un billete. Me gustó que lo cogiera sin
prisas, risueña, sin mostrar codicia. Se lo metió en un bolsillito de su
exagerada minifalda. Acto seguido abrió un cajón, tomó de su interior una llave
y guiñándome un ojo me dijo que la siguiera. Cogimos la escalera. El alfombrado
rojo que cubría los escalones estaba sucio, desgastado y con pegotes negros de
esos cerdos que mastican chicle y cuando se cansan de castigarlo con las
herramientas de comer lo sueltan en cualquier parte.
Ella
me había cogido la delantera y mis ojos gozaron viendo la casi totalidad de sus
piernas bien torneadas y su culo que movía con tanta voluptuosidad que me puso
la sinhueso a punto de disparar. Entramos en el cuarto y entonces se volvió
hacia mí, los ojos medio entornados, su boca carnosa de color frambuesa
entreabierta, balanceando levemente el cuerpo, la cabeza algo ladeada y la
mitad de su melena sirviendo de cortina a su rostro atractivo.
—¿Qué
hacemos para empezar?
—Quítatelo
todo menos las medias negras y los zapatos —eran de tacones muy altos y hasta
con ellos puestos era más baja que yo.
Se
dio prisa porque leyó en mis ojos que lo mío era muy urgente. Tiró la ropa
sobre una silla. En contra de lo habitual en las hembras, se quitó las bragas
primero y el sujetador después. Le caían un poco los pechos, pero en cambio
tenía unos pezones con grandes areolas que siempre me han gustado a mí.
—Arrodíllate
y vacíame las pelotas que llevo llenas a reventar —le dije, convirtiendo mis
pantalones en un acordeón al desabrochármelos y dejarlos caer patas abajo.
Igual
como digo que ningún ser humano es igual a otro, afirmo que tampoco lo es una
boca. La de Susi tenía magia, y yo tardé demasiado poco en darle todo lo que
tenía de sobra.
En
esto iba pensando mientras mi moto devoraba carretera. Tenía uno de esos días
cabrones en que uno piensa que su vida debería ser otra. Uno de esos días en
que yo me arrepentía de haber dejado mi tranquilo empleo de albañil para
meterse en negocios tan peligrosos como el que iba a realizar aquella noche.
Arrepentimiento que se me pasaba nada más recordar la mierda de sueldo que
ganaba todo el día subido en andamios o tejados. Mierda de sueldo con el que
nunca habría podido comprarme la magnífica Harley Davidson que estaba
conduciendo en aquel momento.
El
encuentro con el Manosnegras (apodo que aquel hijo de puta se había ganado por
llevar guantes de piel de cabritilla de este color, lo mismo en verano que en
invierno) a las doce de la noche en la abandonada fábrica de ladrillos lo
consideraba sumamente peligroso. No me fiaba de él, aunque quien nos había
puesto en contacto, en la gasolinera del Cruce, me había asegurado que era
fetén. Sin embargo yo vi algo en el fondo de sus ojos que no me gustó.
Llegué
al lugar de encuentro, puntual. El potente círculo de luz de mi motocicleta lo
enfocó. Se hallaba con el culo apoyado en el capó de su descapotable. “Este
hijo de puta está forrado”. Detuve la Harley Davidson
junto a su lujoso automóvil manteniéndola al ralentí.
—Apaga
las luces, coño, que me ciegas. ¿Has traído la guita, tío? —preguntó él con su
voz áspera, desagradable.
La
luna se hallaba en avanzado cuarto creciente y nos procuraba la suficiente
claridad para vernos
—¿Y
tú la nieve? —quise saber a mi vez.
—En
la mano la tengo. Hagamos lo acordado. Yo te doy la nieve con una mano y cojo
la guita con la otra, al tiempo que tú haces lo mismo.
Lo
hicimos así.
—¿Está
toda la pasta? —preguntó para distraerme al tiempo que su mano libre la metía
por dentro de la chaqueta.
Siempre
tuve muy buenos reflejos. Así y todo antes de poder arrollarlo con mi moto, el
muy cabrón tuvo tiempo de meterme una bala en el costado. La herida era
dolorosa, pero no mortal. Conduciendo con una mano y taponándome el boquete de
la bala con la otra, conseguí llegar a la chabola de un menda que ejerce la
medicina aunque no tiene título. Mientras él preparaba los instrumentos con los
que iba a extraerme el proyectil, rompí una esquina de la bolsa que me había
dado el Manosnegras, le hundí un dedo previamente humedecido y me lo llevé a la
boca. Le dediqué al Manosnegras tan exagerado chorro de maldiciones que me
quedé sin aliento:
—Antes
que me metas el bisturí voy a hacer una llamada —le dije al guarro mugriento
que acababa de desinfectarlo con la llama de un mechero.
Llamé
a Susi y le dije que viniera a buscarme con el coche de segunda mano que yo le
había comprado.
—¿Estás
bien? Te noto la voz rara.
—Es
que me estoy riendo por dentro.
Y
era verdad. Yo me había quedado con los polvos talco y una bala, y el hijo de
puta del Manosnegras con un buen puñado de recortes de periódico y el atropello
mío.
CRISTINA KALBERMATTER
Vive en Libertador San Martín, Entre
Ríos, Argentina. Licenciada en Pedagogía con Orientación Psicológica por la Universidad Nacional
de Córdoba. Magister en Psicopedagogía Clínica por la Universidad de León
(Barcelona), España.
Coordinó gabinetes psicopedagógicos
durante quince años y fue fundadora y directora de la Escuela Borel
Maissony y del Instituto de Rehabilitación Van der Wort. Luego se desempeñó
como docente en la
Universidad Adventista del Plata. Es cofundadora de la ONG Servicio de
Orientación Social, institución especializada en los distintos tipos de
violencia, que funciona en su ciudad de residencia desde hace diez años.
Autora y coautora de varios libros.
Algunos de ellos son: “Aprendiendo en
familia”, “Violencia, ¿esencia o construcción” y “Resiliente se nace, se hace, se rehace”, editados por Editorial
Brujas, Córdoba; “De qué lado estás, bullying” (Casa Editora Sudamericana, Buenos
Aires); “Sobrevivientes” (Editorial Universidad Adventista de Perú); “Hambre de Padres” (Editorial U.A.P.).
Le complace también escribir narraciones
y poemas.
INSTANTÁNEAS
DEL RECUERDO
Cristina Kalbermatter ©
Tardía noche invernal.
El cruce de las vías ofrecía una
densa y cavada oscuridad.
Aquel previsto pasaje de una ruta a
otra, luego del descenso del micro interurbano era el paso obligado hacia mi
hogar.
A pocos metros, la vieja estación
había tomado el aire abstracto, propio de la noche, cuando la sombra y el
silencio lo simplifican todo.
Súbitamente escuché sus pasos.
En vano fatigué mi marcha, pisando
erizada entre los durmientes, porque él también apresuraba los suyos.
Pronto mis pies se apretaron al
asfalto en acuciante lucha, ansiando una insólita salida.
Solos, parecíamos dos cómplices
taladrando la noche a pasos agigantados.
Sentí cómo un pánico insidioso
invadía toda mi conciencia.
Cerrar los ojos, apretar los
dientes, beber el propio aliento, ¿puede llegar a salvarte?
Al abrirlos, lo presentí a mi lado.
Nos cruzamos destellos y miradas penetrantes.
Mi alma era una migaja para esos
dientes de metal.
Su cara era oscura y aplanada, sus
ojos mafiosos como puñales, todo vestido de negro caminaba con movimientos
compactos, casi felinos.
Mi corazón palpitaba tan fuerte que
era audible a sus oídos y mi boca súbitamente seca, ahogaba el grito aterrador.
Mis manos, apretadas en puños,
paralizadas al cuerpo, ¿de qué me servirían?
A poco, escuché su sórdida voz: “¿Tenés
miedo, no?”
Cerré los ojos y aguardé el golpe,
dejando que la noche jugara su destino aciago.
—“Se… se… ño… ño… ra… Yo… yo también
ten… ten… go mie… mie… do. Soy Re… re… no, ¿pue… pue… do ir con usted?”
Mi corazón acompasó su latido.
Súbitamente reconocí al sujeto, era
un jovenzuelo débil mental que vivía a pocas cuadras de mi casa.
Los esqueletos de los árboles
pelados se erguían mudos ante tan desatinada confusión y una carcajada traviesa
aflojó mi cuerpo calmando los recientes, irónicos, miedos.
ANTES QUE
LLEGUE LA NOCHE
Cristina Kalbermatter ©
(dedicada
a las víctimas de violencia)
Antes que la aciaga noche nos cubra
ocultando la violencia en los
rostros camuflados,
surgirán más voces que se alzarán
certeras
y pujarán rompiendo el abismal
silencio.
Antes que más luces rojas de niños
abusados
se enciendan en ocultas cámaras
filiales,
habrá más oídos percibiendo sus
lamentos
y librarán sus vidas de tan brutal
infamia.
Antes que la autodestrucción mine a
nuestros jóvenes
con el fatídico alcohol y las
atrapantes drogas,
surgirán más ojos que mirando vean
y avisadas mentes que ayudar
pudieran.
Antes que la inercia de la
indiferencia amorfa
Silencie nuestros labios y nos
paralice a todos,
romperá cual ola gigantesca
la fuerza que derriba paredes
fantasmales
el amor que sana, la caridad que
entrega.
Antes que tú y yo tengamos que
callar
habrá relámpagos y truenos
refulgentes
en este cielo de aparente calma.
Y sonarán clarines despertando al
pueblo
unirán las manos, doblarán rodillas,
y el horizonte espejeando cristalino
devolverá la imagen de las víctimas
dolientes
metamorfoseadas en nuestros
hermanos.
EMBELESO
IRRACIONAL
Cristina Kalbermatter ©
(Por qué
niña tan crecida
pediría a
su padre el regalo
de un
peluche tan grande?)
Embeleso irracional
áureo peluche de felpa,
juguete de vidriera
ojos de azabache.
Corazón quinceañero
en pos de una quimera.
Embeleso irracional
derroche de ternura
profundo llamado,
insistencia y porfía
conmoción de llanto,
concesión paternal.
Embeleso irracional
de niña muy crecida,
idilio compulsivo
abrazo de una ausencia.
Objeto transicional,
entre la madre inerte
y ese vacío filial.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 67 – Diciembre de 2015 – Año VI
ISSN
2250-5385
Exp.
5259277 del 21/10/2015, Dirección Nacional del Derecho de Autor
Propietario
y Director: Héctor R. Zabala
Av.
Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad
de Buenos Aires, Argentina
(currículo
en Suplemento Nº 56)
Noelia
Natalia Barchuk Löwer
Resistencia
(Chaco), Argentina
(currículo
en revista Realidades y Ficciones Nº 13)
Mónica
Villarreal
Scottsdale
(Arizona), Estados Unidos
Monterrey
(Nuevo León), México
@mon_villarreal
(currículo
en revista Realidades y Ficciones Nº 17)
@RyF_Supl_Letras
@RyFRevLiteraria
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