SUPLEMENTO
DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 71 – Diciembre
de 2016 – Año VII
ISSN 2250-5385
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido,
ciudad y país
(se le
avisará cada nuevo número trimestral).
“Aristófanes”
Mónica Villarreal (2016)
(Carboncillo, 30 cm x 22 cm)
Serie "Poetas Clásicos
Griegos"
|
Sumario
• Enrique JARAMILLO LEVI (Panamá)
• Asmara GAY (México)
• Víctor Hugo DÍAZ (Chile)
• Edith VULIJSCHER (Argentina)
• Alberto QUERO (Venezuela)
• Milagros LÓPEZ (España)
• Federico SPOLIANSKY (Argentina)
• José Luis DÍAZ CABALLERO (España)
• Lucía Angélica FOLINO (Argentina)
• Atilano SEVILLANO BERMÚDEZ (España)
• Adriana MAGGIO –Dirbi– (Argentina)
• Jordi MATAMOROS SÁNCHEZ (España)
ENRIQUE JARAMILLO LEVI
Escritor panameño, nacido en Colón
en 11/12/1944, autor de más de cincuenta libros de cuento, poesía y ensayo, así
como de numerosos artículos. Muchos de sus cuentos han sido incluidos en
diversas antologías nacionales e hispanoamericanas. Su trayectoria y títulos de
sus obras pueden consultarse en la página de Wikipedia citada al pie. También
fue galardonado con varios premios literarios.
Licenciado en filosofía y letras con
especialización en inglés y profesor de segunda enseñanza por la Universidad de Panamá,
tiene maestría en creación literaria y maestría en letras hispanoamericanas por
la Universidad
de Iowa, Estados Unidos, y estudios completos de doctorado en letras iberoamericanas
en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Se ha desempeñado como docente
en instituciones panameñas y mexicanas, así como también en cátedras
universitarias. También ha sido coordinador de numerosos talleres literarios
particulares e institucionales en ambos países, además de promotor y asesor
cultural. Entre sus actividades se cuentan la de editor de múltiples autores
panameños y extranjeros.
Ha colaborado en Realidades y Ficciones
con un interesante artículo para la revista Nº 22 sobre composición literaria,
cuyo texto puede leerse en: http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2015/09/realidadesy-ficciones-revista-literaria_1.html
Fundó, edita y dirige la revista
literaria “Maga” en sus cuatro épocas: 1984-1987, 1990-1993, 1996-2007 y 2008 a la fecha.
EL
RONRONEO
Enrique Jaramillo Levi ©
No le gustaba ese ronroneo
impertinente del animal ahí cerca, trepado en la repisa junto a sus libros, su
insistente indolencia, esa pasividad agresivamente incisiva. No le gustaba. Y sin
embargo no entendía por qué se sentía obtusamente fascinada, absorta, incapaz
de meterse en su trabajo de una buena vez y terminar de cotejar semejanzas y
diferencias en las citas de ambos textos asignados cumpliendo con la maldita
tarea.
Por un rato pudo al fin
concentrarse, avanzar un poco, no más de diez minutos, pero la presencia del
felino volvió a distraerla, esta vez porque había subido de tono su enigmática
cadencia. Ahora se tornaba densa, sincopada, como un mantra. Y la miraba, no
dejaba de mirarla como si quisiera entrar en su cabeza, en su alma misma,
literalmente engatusándosela. Comprendió que se trataba de un macho cuando lo
vio cambiar de posición, ladearse incómodo, erguido. Se estremeció toda.
Un rato después, sin pensarlo dos
veces dio un ágil salto y desbaratando el precario equilibrio de tres libros en
la repisa estuvo junto a él, lamiéndolo, ronroneándole su deseo.
DESDE LA VENTANA
Enrique Jaramillo Levi ©
Desde la ventana, por la calle
solitaria la vio venir, tan bella como siempre, con esa sensualidad suya que
podía tocarse a distancia con las yemas de los dedos, con el olfato,
saborearse, pese a todo. Ligeramente cabizbaja, se dejaba no obstante mirar, y
trataba de no hacer lo propio, sin lograrlo. Otra vez estaré con él, pensó comenzando
a sentir la taquicardia, me besará hasta quitarme el aire, mis pechos se
dejarán sorber por sus labios ávidos, en mi cintura su brazo sostendrá mi
cuerpo para que, vulnerable y frágil, su fuerza no quiebre del todo mi falta de
voluntad. Una vez más me dejaré querer, entrará en mí como Pedro por su casa,
me hará gozar, como siempre gozaremos. Y cuando finalmente ella toca a su
puerta y él no la deja entrar, cuando lo oye decirle en tono altanero,
desafiante, que para qué ha venido si esa relación ya no existe, si ya sabes la
verdad, lárgate de mi vida de una buena vez, ella se pasma, lo ve cerrar
bruscamente la puerta, desaparecer por completo su figura tras la ventana, irse
para siempre de su existencia. Entonces, temblorosa, da media vuelta y se aleja
lamentando su debilidad, esa vieja estupidez que la ata al pasado, y masculla
entre dientes eres un malagradecido del carajo, jamás tendrás a alguien como
yo, una mujer casada que quiere a su esposo, que por ti lo ha traicionado, que
estaba dispuesta a dejar su hogar por irse contigo, ¡y tú, hijo de puta,
maldito maricón de mierda, me dejas por otro hombre!
INVEROSÍMIL
COINCIDENCIA
Enrique Jaramillo Levi ©
Tras discutir con sus empleados en
la fábrica el magnate salió por la entrada principal, caminó decidido hasta su
lujoso auto, abrió la puerta, entró. Al arrancar, la explosión hizo volar por
los aires despedazados trozos de aquel cuerpo elegantemente vestido y
pulverizados residuos de metal ardiente en aquel fragor de llamas y
apocalíptico estruendo. Una y otra vez la misma violencia en estas películas
gringas, tan previsibles siempre, piensa. Aburrido, en su amplio estudio apaga
el televisor plasma. Al voltearse lo ve ahí parado, apuntándole, la cabeza
envuelta en oscuro pasamontañas, y en seguida siente el dolor del fogonazo que
lo lanza violentamente hacia atrás. Lo cual me hace despertar. Y es entonces
—inverosímil coincidencia— que finalmente soy abatido sin misericordia por el
mismo sicario anónimo del sueño, alter ego del que en la película, prefigurando
mi final, había mandado al infierno al magnate explotador de inmigrantes que
fui.
BORROSO
Enrique Jaramillo Levi ©
Casi no veía ya, la vista se le
había ido empañando desde hacía como una hora hasta llegar a este punto sin
retorno. Ignoraba la causa, y estaba asustado. Muy asustado. Todo se veía
borroso, movido pero fijo, terriblemente fijo como en una película muy vieja, o
defectuosa. Aunque no tenía precisamente una visión 20-20, toda la vida había
visto bien, bastante bien, sin necesidad de usar lentes. Y ahora, de repente,
esto. ¿Y si avanza y ya no veo más? Homero y Borges supieron convivir
genialmente con su ceguera pero yo no podría. Leo y escribo con mis ojos,
gracias a ellos, no sabría trabajar de otra forma, no quisiera verme obligado a
aprender. Entonces, tratando de zafarse del absurdo, parpadeó dos, tres veces,
y volvió a ver bien. Pero ahora todo era visión externa, la forma clarísima de
las cosas. Sus perfectos detalles. Solo él —su cuerpo, su mente misma— no
existía ya.
ASMARA GAY
(Ciudad de México, 1975). Poeta,
narradora y ensayista. Maestra en apreciación y creación literaria por el
Centro de Cultura Casa Lamm y licenciada en ciencias de la comunicación por la UNAM. Colabora en
diversas revistas especializadas y ha obtenido interesantes premios.
Más datos sobre su biografía y
trayectoria literaria, así como algunas obras de su autoría, en las tres
publicaciones siguientes:
Revista Realidades y Ficciones Nº
17:
Suplemento de Realidades y Ficciones
Nº 60:
Suplemento de Realidades y Ficciones
Nº 68:
ALBOR… Y
FUEGO
Asmara Gay ©
Toba jaló el gatillo. El hombre
estaba muerto. Con un impulso que no pudo contener, se acercó y le orinó
encima. Se sentía bien, de vez en cuando, experimentar esas ráfagas de
electricidad en el cuerpo: la muerte de otros. Ahora tenía que salir de la casa
para revisar que nadie quedara vivo. Esa fue la orden. Y quemar el pueblo.
Recordaba. Cuando salió, oyó cerca el grito de una mujer y varias detonaciones.
Luego silencio. Al parecer sus compañeros, Gabalú y Besh, habían terminado el
trabajo.
El aire, a esa hora de la masacre,
era ya perturbador. Los cuerpos se empezaban a descomponer; la sangre, mezclada
con pólvora y excremento, era nauseabunda. Era hora de prender el fuego; en
fin, si alguien quedaba vivo, las llamas lo descubrirían. Una bala, cerca de la
mejilla, interrumpió sus reflexiones. En otra casa, sus camaradas le hicieron
señas. Se agachó y avanzó cautelosamente hacia ellos. Los disparos pasaban
cerca. Nadie, sin embargo, podía distinguirse tras los espesos matorrales que
rodeaban la recién arrasada aldea.
El lugar del que salían las
detonaciones no estaba lejos. Debían llegar hasta allá y aniquilar al sujeto.
Tomarían senderos diferentes. Eso fue lo que acordaron. Gabalú y Besh irían por
las orillas y Toba sería el cebo acercándose por el centro. Con un movimiento
audaz, Toba salió primero y avanzó hasta un árbol de mango. La metralla silbó a
su costado. Salió Gabalú. Con rapidez fue a esconderse tras el jeep que los
había traído. Apretaba los labios, como si al hacerlo intentara fundirse con el
vehículo en un intento por pasar desapercibido. Sudaba. Besh abrió fuego
mientras alcanzaba un punto de resguardo. Era el turno de Toba, pero antes de
que pudiera moverse una nueva ráfaga de impactos se escuchó cerca de él. Movió
la cabeza y vio que Gabalú estaba tumbado en el piso revuelto en sangre, trozos
de cráneo y proyectiles. Sus ojos abiertos vestían el vacío. Era preciso acabar
con esto.
En un arrebato, se desplazó
violentamente hasta el jeep y agarró el arma de Gabalú. Las detonaciones
seguían. Toba corrió hacia los matorrales a la vez que disparaba sus dos armas
de fuego. Escondido, se dio cuenta de que en la plaza también había caído Besh.
Yacía de espaldas al sol. Seguramente, ya estaba delante de la puerta oscura,
esperando a Hash, el portador de las almas, para que lo condujera con el de las
milpresencias y milposturas.
Estaba solo. Se agachó y arrastró su
cuerpo lentamente. Avanzaba apoyándose con las manos y las rodillas. La tierra
era irregular y las llagas aparecieron ensanchándose en su cuerpo. Un metro
antes pudo verlo, tendido sobre el peso de su cuerpo, con el temor en sus ojos
y apuntando a cualquier cosa viva. Era un niño de ocho años.
Recordó, en ese instante, la
violenta intrusión de Moanmar en su pueblo: sus padres corrieron buscando
refugio en su casa, pero Moanmar y sus hombres los alcanzaron. No hubo una
muerte piadosa, su hermana y su madre fueron violadas hasta la saciedad de los
seis hombres que irrumpieron en el pueblo. Luego fueron degolladas. Su padre y
los otros hombres del pueblo fueron atados a los árboles para cercenar, uno a
uno, cada miembro de los cuerpos. Todo esto frente a los niños, que se irían
con ellos como parte de la pandilla de la muerte que liberaría el corazón de
África. Eso les habían dicho la primera vez que les dieron un rifle. Pero desde
entonces había vivido el saqueo, el incendio, el miedo, la esclavitud… Moanmar
era el responsable de todo esto, de tanta mentira. Tal vez, se dijo, si no me
hubieran capturado… Tal vez, siguió, este niño tiene una salida. Lo llevaré
lejos de Moanmar y sus hombres. Lejos de la muerte. Me aseguraré de que llegue
a salvo a otra tribu o, mejor, yo mismo me haré cargo de él… Toba no terminó
sus pensamientos. El niño jaló el gatillo.
VÍCTOR HUGO DÍAZ
Nació en Santiago de Chile, en 1965. Ha publicado La comarca de senos caídos en 1987, Doble vida en 1989, Lugares de uso en 2000, No
tocar en 2003, Segundas intenciones
en 2007, Falta en 2007, Antología de baja pureza en 2013. En
1988 obtuvo la primera Beca de Creación Taller Pablo Neruda; en 2002 la Beca de Creación del Consejo
Nacional del Libro y la
Lectura y en 2011, 2012 y 2013 el Proyecto Escritos de Sur a
Norte, Poesía de Chile en México, apoyado por el Fondo del Libro y la Lectura. El año 2004
ganó el Premio Pablo Neruda en su centenario, otorgado por la fundación del
mismo nombre. Es reconocido como una de las voces poéticas vivas más importantes
de Chile.
http://www.letras.s5.com/archivodiaz.htm/
Víctor Hugo Díaz Riquelme ©
Esta ciudad no se hunde
por el drenaje de sus aguas
ni zozobra bajo el peso de piedras
sangre y frutas de estación
Sino por el de plumas que danzan
pies, epicentro de la onda expansiva
que a nadie deja escapar
obsidiana que abre el pecho al
silencio florido
de una promesa no cumplida.
El humo pesa, las plumas y los
colores pesan
Por ejemplo, la Flor de Navidad es roja
y pesa como el tiempo
Regresa puntual cada año para la
cena
a la hora en que hasta los juguetes
que nunca envejecen de rostro
pueden adornarse en papel de regalo
muñecas viejas sonrisa infantil
que aunque las entierren no mueren.
De noche las bocinas
y el zumbido de motores
son la rogativa por más lluvia
de estos vehículos que no avanzan.
El mapa de turista sirve de abanico
En la esquina, un sacrificio humano
a exceso de velocidad.
Víctor Hugo Díaz Riquelme ©
Todo lo que falta es parte
de la felicidad,
en un país de
oportunidades.
Su primera hembra fue una dálmata
que no nació en Europa
Es cierto, tenía tez blanca
pero con manchas negras y lengua.
Siempre pensó que llevar una
bitácora
no valía la pena, un privilegio
entre las manos sucias
el gran tumor benigno.
Mejor conservar las cosas en las
manchas del mantel
y en sus quemaduras
Las quemaduras conservan mejor los
días.
Todo sucede a la vuelta de la
esquina
Primero pasa a la vuelta de la
esquina
y a su tiempo, hay que contar casi
hasta cien
y salir a buscar
Como esa carga de escombros
afuera de la casa en remodelación
Donde no basta con expulsarlos
Hay que pagar para que se los
lleven.
El armisticio es siempre rotundo y
desechable
Es ver a todo un ejército joven
rendirse
entre las ruinas escarchadas de una
ciudad enemiga
Un intercambio de banderines y
regalos
que se devuelven con violencia
a su verdadero dueño
buscando un puesto más favorable
desde dónde negociar
un lugar cómodo entre los colores
del arco iris
que se forma
en la última lágrima, justo antes de
caer
mirando este sol de invierno
bailando en medio de un desierto
lleno de amigos.
Él siempre decidió con los órganos.
Sentado en el living de esa casa no
ve pasar a nadie.
Es solo un amnésico crónico con
pasado
que no lleva nada en los bolsillos
que valga
Solo la condena a olvidarlo todo
y ser olvidado.
Afuera el viento mueve las nubes
Parece cambio de estación
Su primera hembra fue una perra
dálmata, tenía lengua
Alguien lo dijo, quién lo dijo
De qué hablábamos.
Nota: Estos poemas se encuentran en el libro Antología de baja pureza.
EDITH VULIJSCHER
Buenos Aires, Argentina. Licenciada
en psicología por la
Universidad de Buenos Aires. Después de haber ejercido
durante muchos años su profesión, y quizás por haber sido una apasionada
lectora desde su juventud, comenzó a incursionar en la escritura, siempre en el
género de cuento corto, y posteriormente en el de minicuentos. En este último
género, es una de las moderadoras del taller de CiudadSeva, al cual pertenece
desde el año 2007.
En 2006 fue invitada por el escritor
puertorriqueño Josué Santiago de la
Cruz para participar con un cuento en el semanario bilingüe
Community Focus/Enfoque Comunal en Philadelphia, Estados Unidos, para la
edición La magia del microrrelato.
En 2014 obtuvo mención de honor con
su cuento infantil Revolución en la
cocina en el Primer Certamen Internacional de Literatura Infantil
organizado por Ediciones Mis escritos, formando parte de la publicación Travesuras, realizada con los cuentos
premiados.
Actualmente ha sido convocada para
participar de una antología de microrrelatos eróticos que está organizando en
Puerto Rico el escritor Emilio del Carril.
ENTRE
RUINAS
Edith Vulijscher ©
“Un paredón, me corrige
mamá,
esto es un paredón, me
aclara
otra vez, y con el brazo
que está
suelto, el del otro lado,
hace un
ademán muy amplio
señalando
la pared abarcándola”
(“La pared”, Irma Verolín)
Caminamos estupefactas, yo agarrada
de la manga derecha de su abrigo que cuelga llovida, inútil, por momentos
siento escalofríos y por otros un calor que me sube desde el pecho.
Vamos en silencio como otros a
nuestro alrededor, mirando todo, tratando de entender.
De repente me parece insólito lo que
veo asomando de los escombros, y exclamo señalando hacia el horizonte:
—Mirá esa pared, alta, larga, tan
campante ocupando toda la cuadra.
—Es un paredón —me corrige ella y,
para dejar bien clara la diferencia, señala toda la longitud con un además de
su único brazo y repite—: ¡pa-re-dón!
Me parece ridícula su aclaración,
¿acaso importa que sea pared o paredón? También me parece ridículo que miremos
como buscando su brazo, y pienso: se dice que los delincuentes vuelven a la
escena del crimen y creo que también las víctimas lo hacemos. Aunque no
entendamos por qué.
ODIO
MORTAL
Edith Vulijscher ©
Desde hace dos meses, todos los días
a las siete de la tarde, sonaba el teléfono de mi casa. Era mi ex marido que
llamaba para seguir con los reproches; en la segunda semana ya fueron insultos.
Entonces no me pude contener y comencé a responderle; nos trenzamos en una
pelea que me dejó con un fuerte dolor en el pecho y la espera ansiosa de
continuarla al día siguiente, porque él colgó y no alcancé a decirle todo lo
que hubiera querido. Pero eso no fue todo. Me di cuenta de mi metamorfosis
recién a los treinta días cuando observé en el espejo, con horror, que mis
labios se estaban desdibujando y apenas quedaban dos líneas bien finas. Igual
no me importó, solo quería seguir diciéndole lo que pensaba de él.
Ahora ya no interesa, mi boca
desapareció por completo y no sé si moriré de inanición o del odio que invade
mi pecho y envenena mi mente.
PECADO DE
OMISIÓN
Edith Vulijscher ©
Un fatídico día del año 1633 llegó a
un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Londres un vendedor ambulante. Acomodó
su carromato junto a la plaza principal y comenzó a exponer y publicitar con un
altavoz sus productos “maravillosos y de última generación”.
Ungüentos, bebidas energizantes,
hierbas famosas con efectos anhelados por los hombres y esperados por las
mujeres, que garantizaban una vida plena y feliz; libros nuevos y otros
clásicos y la última edición de la
Biblia “que ya no puede faltar en ningún hogar”.
El hombre pensaba quedarse dos
semanas, pero lo hizo por más tiempo pues fue tanta la demanda que tuvo de la Biblia , que debió encargar
otra remesa a la editorial y esperar por ella.
Parecía que la edición de Barker y
Lucas, editada dos años antes, obraba el milagro de hacer más devota a la gente
de ese lugar.
Cosas extrañas comenzaron a suceder
al poco tiempo y continuaron después de la partida del vendedor.
Los habitantes, religiosos y muy
apegados a sus costumbres, se fueron transformando poco a poco. Mujeres y
hombres casados miraban con ojos ardientes de deseo a otros del sexo opuesto.
Se los podía ver en la calle, en los negocios, en el parque, conversando con
naturalidad, apartados del resto, y a la vista de todos, sin cuestionarse ni
sentir culpa. La intimidad avanzó, al mismo tiempo que los adulterios, que al
integrarse al transcurrir natural de los matrimonios, no fueron incluidos en
sus confesiones. Solo ocultaban con pudor lo relativo al sexo, pues de eso
nunca se hablaba y menos delante de la familia.
Al cabo de unos meses, las
profesionales del chisme, graduadas con honores en pueblo chico, comenzaron a
inquietarse. No se sabe si porque quedaban fuera de los sucesos o si por
verdadera preocupación, pero sus dichos llegaron a oídos del párroco, que,
espantado, no daba crédito a lo que escuchaba, y con varios rosarios en las
manos y velas nuevas encendidas al pie de cada santo, organizó un encuentro
privado con algunos matrimonios involucrados, para esclarecer qué estaba
sucediendo.
Esa reunión terminó en escándalo,
las mujeres desmayadas, los hombres mudos como si hubieran visto aparecidos y
el cura con un ataque al corazón.
Paulatinamente las familias fueron
vendiendo todo y mudándose, el pueblo comenzó a quedar semidesierto; el
sacerdote retirado por cuestiones de salud. La parroquia abandonada, y en lo
que terminó siendo un pueblo inexistente solo quedaron volando al viento hojas
sueltas de la Biblia ,
en la que por un error de impresión podía leerse en el Sexto Mandamiento:
“Cometerás adulterio”.
ALBERTO QUERO
Licenciado en letras, magister en literatura
venezolana y doctor en ciencias humanas por la Universidad del Zulia.
Miembro de la
Sociedad Iberoamericana de Escritores, el Parlamento
Internacional de Escritores de Barranquilla y la Asociación Venezolana
de Semiótica.
Galardonado con diversos premios
literarios en Venezuela, ha publicado además seis libros de cuentos y un
poemario.
Sus narraciones han aparecido
también en dos antologías venezolanas, en tanto que sus poemas en inglés fueron
publicados en varias recopilaciones en Inglaterra, Canadá y los Estados Unidos.
Ha sido citado en dos diccionarios
de personalidades venezolanas.
Desde 2014 es corresponsal literario
para América Latina en “Literary News”, transmitido por la CKCU 93.1 FM, en Ottawa,
Canadá. A través de esta radio, presta un gran servicio como difusor de la
literatura latinoamericana.
ISTI MIRANT STELLA
Alberto Quero ©
Robin Hood se hallaba en una
terrible disyuntiva. En uno de los apartados senderos del bosque de Sherwood,
dos hombres lo rodearon; ambos estaban deseosos de que la justicia fuera
servida.
A la diestra de Robin se detuvo un
acaudalado señor; al otro lado un campesino paupérrimo. Robin vio una
diferencia entre ambos y tuvo desconfianza, así que les ordenó a los dos
hombres que se despojaran de sus vestidos. Cuando los hombres estuvieron en
calzones, Robin notó que ambos eran exactamente iguales, lo que difería eran
sus trajes. Entonces sí se sintió menos a disgusto.
Robin preguntó cuál era el motivo de
su querella. Tanto el señor como el campesino dijeron que era la vida del
reino. Robin consintió en que las cosas no marchaban en forma conveniente; por
eso pidió a cada uno que le explicara mejor sus motivos. El hombre pobre dijo
que se moría de hambre y que la culpa de ello la tenían los opulentos
latifundistas, como el que estaba frente a él.
—Yo te conozco —dijo Robin,
sentencioso y grave—, tú eres un jornalero de Nottingham; es cierto que la
realeza se aprovecha de tu trabajo y tú no ves el fruto de tu esfuerzo. En
verdad creo que deberías vivir más cómodamente.
Y, daga en mano, despojó al hombre
rico de la bolsa con monedas de oro que había escondido entre sus prendas
interiores; en seguida dio el dinero al otro. El aristócrata dijo que aquellas
monedas eran su único tesoro; por eso, a partir de ese instante, él pasaba a
ser un nuevo indigente.
Robin reflexionó largo tiempo: si le
quitaba el dinero al hombre que había sido pobre y se lo entregaba al que había
sido rico, entonces la situación volvería al principio y, por lo tanto, la
batalla entre los dos hombres y sus familias sería interminable. Robin no sabía
qué hacer. Se apartó hacia otro sendero, llamó al fraile Tuck y le pidió un
consejo.
—Dale a cada uno lo que merezca
—dijo sabiamente—. Eso será lo justo.
Robin regresó muy satisfecho. Dijo a
los dos hombres que daría las monedas al que se hubiera esforzado más; para
mayor aval, dijo que la idea le había sido sugerida por su compañero monje.
Mas, apenas supieron el origen de la conseja, ambos contendores la rechazaron
al unísono y sin mayores miramientos. Así que Robin debió valerse solamente de
su astucia.
—Cierto es que tu paga es ínfima
—dijo nuevamente al que había sido pobre—, pero he visto yo cómo la
desperdicias en la taberna de Malcolm O’Callahan, el norteño. Por eso, la rabia
que sientes hacia los duques y los barones es injustificada: la mitad de tu
hambre no la causa los príncipes ni los condes, sino tú mismo, que desperdicias
las pocas monedas que consigues.
El campesino se sintió descubierto y
avergonzado. Con cara risueña, el aristócrata dijo que, dado que el campesino
era un irresponsable, el dinero debía corresponderle a él, que siempre había
sido su dueño.
—Parte de tu riqueza es bien habida:
yo sé que tus abuelos fueron lugartenientes del noble rey Guillermo y con
gallardía lucharon en Hastings. Pero la otra parte proviene de los abusos que
cometes contra los aldeanos; para nutrir tu holgazanería, tú les asignas
impuestos que no pueden pagar.
El patricio también se sintió
abochornado y sorprendido. Robin no estaba de acuerdo con algunas cosas, que no
podían permanecer como estaban porque no sería equitativo. Entonces Robin
intuyó que todos debían ser igualmente ricos y pudientes, para que así vivieran
siempre felices y dichosos.
Así resolvió dar al hombre rico y al
hombre pobre la mitad de todo el dinero. Pero al instante se arrepintió de su
idea: le pareció que eso no era del todo justo con el patricio, porque una
porción de su oro le pertenecía legítimamente. Y lo que le pareció peor era
que, a partir de entonces, el labriego se haría a la idea de abandonar sus
cosechas de trigo porque sabría que, en caso de necesidad, le bastaría con
acercarse de nuevo a solicitar la intervención del paladín. Y eso tampoco era
provechoso.
De modo que Robin acabó por
exasperarse. Y perdió la paciencia: hizo oídos sordos y no concedió la razón a
ninguno de los dos hombres. Más bien tomó el dinero, la espada del rico, las
flechas del pobre y los dos trajes.
Luego, sin importarle que ambos
quedaran desnudos y a la intemperie, les dio la espalda y se largó de allí. Así
salió del trance.
Pasmados por el escándalo, tanto el
aristócrata como el labriego permanecieron inmóviles durante todo el día y toda
la noche siguientes. Solo cuando vieron de nuevo asomarse la estrella de la
mañana, comprendieron que el tiempo había pasado y que estaban solos en medio
de la nada.
MILAGROS LÓPEZ
Nació en Murcia, España. Licenciada
en filología inglesa con Premio Extraordinario por la Universidad de Murcia.
Docente y escritora. Como poeta ha publicado
A ras del mar (Madrid, Torremozas, 2014) y ha participado en numerosas
antologías como Voces del Extremo Poesía
y Resistencia (Amargord, 2013), Desde
el mar a la estepa (poetas del
Sureste español, Albacete, Chamán Ediciones, 2016), Por un puñado de poemas (Playa de Ákaba, 2016), Contra, poesía ante la represión (Región
de Murcia, 2016), Mujeres sin Edén
(Playa de Ákaba, 2016), etc. Sus poemas han sido publicados y traducidos al
francés, inglés, holandés, rumano y polaco. Asimismo ha participado en
festivales y otros encuentros poéticos como Voces del Extremo Madrid 2013 y
Moguer 2014, Festival Internacional Grito de Mujer 2015, Recital Pasado
Continuo UM, Asociación Genialogías, etc.
Como narradora ha ganado diversos
premios de relato breve: Narraciones Cortas Villa de Torre–Pacheco 2001;
“Emilia Pardo Bazán”, 2000; “Letra Joven”, Molina de Segura, 2000 y una mención
Murcia Creajoven, 2000. Su obra narrativa ha sido recogida en antologías y
revistas literarias.
@milamans
SERME EN
TU MEMORIA
Milagros López ©
Quiero posarme en tu tiempo,
ser hilo constante en el engranaje
de tus recuerdos.
Quiero hacerme vida en un pasado
remoto
del que olvidaste el comienzo.
Quiero estar cuando mires atrás,
detrás de todo,
más allá de ti.
Quiero ser cristal de tu rutina,
átomo de tu primer bostezo,
cabo de tu último pensamiento.
Quiero serme en ti
y que pase el tiempo...
(A ras del mar,
Madrid, Torremozas, 2014)
DICES…
Milagros López ©
Dices que no te conozco.
Yo, aun en la distancia,
te tomo el pulso cada día,
instante a instante, te respiro.
Te leo
en el vaivén de tus mareas.
Te descifro
en el atlas oculto de tus anhelos.
Navego
a merced de tus risas,
de tus temores,
de tus ansias de mí.
Cuando me acercas
cuando me alejas
cuando me adoras,
cuando detestas las sombras
que voy desplegando
en lo que te parecía
la vida.
Te conozco.
Yo siempre estuve.
(A ras del mar,
Madrid, Torremozas, 2014)
POESÍA
Milagros López ©
Escribir de puntillas
para no despertar al centinela,
calibrar el espacio que
va del infinito a este
horizonte preciso
que me filtra las sílabas,
buscar en mis manos ríos
que dictan horas.
Recorrer esta noche
tras el dios de la palabra,
tras la fuente que sacie a
la mantis, hiena en mis soles.
Fijar alas al reloj,
sufrir la levedad del soplo en la
escarcha,
la fugacidad en nuestra arena.
Resistir la luz,
ese brillo siempre al borde de la
dermis.
Y el anhelo
de vestirme criatura,
anhelo de sombras,
de oscuridad,
de común oscuridad.
(Antología Desde
el mar a la estepa, poetas del sudeste español,
Albacete, Chamán Ediciones, 2016)
***
Creí que todo lo salvaría con
poesía,
del verso al asilo,
del alarido a la derrota de los
injustos,
pero ahí seguían la carne y sus
enigmas,
subsuelo del extravío y la tortura;
ahí los fantasmas vistiendo
delirios,
tapadera del vacío y su distancia.
Y aun así, soñaba poesía de rescate,
el cabo al pozo, oxígeno al ahogado.
Más allá de tu piel y nuestra
muerte,
la tierra sigue crujiendo poesía.
(Antología Por
un puñado de poemas, Playa de Ákaba, 2016)
***
Cinco plantas de hormigón
te salvan de la gravedad.
Construyes cuerpo sobre vacío.
Esta ofensa a las aves
conjuga livianos tus pulmones,
calcáreos tus huesos,
porosos tus órganos,
y asoman plumas donde tus abuelos
engarzaban sus costillas flotantes.
(Revista “El Coloquio de los perros”, 2016)
FEDERICO SPOLIANSKY
Nació en Buenos Aires, Argentina, en
1970. Estudió en Londres y obtuvo el master en realización de cine (London Film
School). Es licenciado en psicología (UBA). Cursó estudios de régie en el
Instituto Superior de Arte del Teatro Colón y de música en la Universidad Católica
Argentina.
Publicó Atlántov (prosa poética y microficción, Buenos Aires, Ediciones del
Dock, 2016), Duda patrón (poesía y
microficción, Buenos Aires, Alción Editora, 2010) y El agujero (cuentos, Buenos Aires, Ediciones Florida Blanca, 1995),
por el que recibió el Primer Premio del XVII Concurso de Cuento de la Municipalidad de
Puerto Madryn / Fondo Nacional de las Artes. También obtuvo el Primer Premio
Nacional Iniciación de Poesía (Producción 1991-1992), otorgado por la Secretaría de Cultura,
Ministerio de Cultura y Educación de la Nación.
Escribió y dirigió los cortometrajes
C´est Tout y I & Thou. Este último ganó el Premio a la Mejor Producción
en el IV Festival de Cine UNIACC de Chile y el Premio al Mejor Corto
Experimental en el IV Festival Internacional de Cortometrajes de Miami.
POEMAS
Federico Spoliansky ©
Vivo en un país de ríos; no son ríos
mansos. Camino hacia la estación frente al río, tren y río, tren y río hay en
mi país. En mi país hay pejerreyes, dorados y surubíes, rellenos y desnutridos;
merenguitos, pastafrola, pastelera, churros. Si hay azúcar impalpable debe ser
mi país rico.
Los trenes dividen el paisaje donde
sea que haya vía. El tren le escapa al sol, es tren. ¿Anda el tren? Anda mal,
el paisaje anda mal. En mi país sobran las palabras. Cuando sobran las palabras
hay goteras. Sobramos donde sea: taco, puntera, suela, entresuela, cordón,
capital, provincias. Sobrar trae goteras. Sobran forros y plantillas.
¿Cuál es el panorama? Conocer el
latido del girasol, cómo responde el corazón del girasol al humor del viento,
al humo de un caño de escape. No hablo sobre girasoles, hablo con ellos; el
diálogo con los girasoles es el poema lindero. Algunos capataces trompearían,
le darían una tunda al girasol que se rehusase a rotar. Que los girasoles sigan
el rumbo sin detenerse por entuertos.
No existe mortaja para vela. No
existe cementerio ni momento vela. Una vela no recibe pensión ni se jubila,
trabaja hasta el no doy más. El lugar para una vela es un zaguán, un oratorio,
un estar vecino al kohinoor, una partida de chinchón. ¿Qué profesión puede
elegir? “¡Vamos!, ¿de profesión?”. “Vela”. “¿Qué hace?”. “Velo”, responde
trans. ¿Cuántos avatares puede resistir? Le exigimos a una vela más que a un
percherón.
Qué sol, qué superficie puede
albergar al corazón de un alcaucil. Atrapado en un remolino de aceite, como si
disfrutara chupado, como si le hubieran dicho que Aceite, Disney y el Chavo son
del mismo palo, el alcaucil muere, no de un síncope.
¿Qué es trampa? Pescar mojarritas es
trampa. Mirar al cielo no es trampa, el cielo es suelto, líbero, encierra
nubes. ¿Pescar nubes es trampa? Chaplin está en la tele, en el cine, en la
fábrica. ¿Pescar chaplines trampa?
Una lombriz no es mascota. Un perro,
un gato, una cobaya sí. Una lombriz no es almuerzo ni cena, un bife de entraña
sí. Un bife está lleno de nervios, tragamos los nervios bajo amenaza: “Si no
comen les meto por un embudo la entraña”.
Si tiramos baldes con agua y
lavandina, las lombrices salen de la tierra. Tiramos baldes, las lombrices salen,
las ponemos en un frasco, damos vuelta el frasco. Son mascotas por un rato.
Una lombriz no tiene ni perfil. Ni
cola. Tiene perfil y cola si la fileteamos y ponemos al filete de perfil, sin
pinza, microscopio ni saber de anatomía.
Una lombriz no tiene pedigrí. Una
garrapata tampoco.
Una lombriz y una garrapata no
comparten perfil.
POEMAS
DEL LIBRO ATLÁNTOV
Federico Spoliansky ©
Anoche había tres marías
Santa
Niña Pinta
por la mañana un estuario.
El mar hace lo suyo, indiferente
hace lo suyo; tiene todo presto, agendado, no se toma vacaciones ni pega el
faltazo; permanece. Abierto todo el año.
Bach nunca abandonaba el bajo
continuo.
Bach no se abandona en el bajo
continuo.
El cultivo debe volver al vientre,
transitarlo una vez más, ser cosecha que se mira, como mira el grano al sol
cuando acopiado lo lleva el camión.
La vizcacha va por el monte,
deslizándose, deslizándose pegada a la tierra, va soldada, la vizcacha montesa
del Sur.
El agua inquieta mueve aguas.
El cuerpo cantante no olvida, rescata
del italiano: Vibrare.
JOSÉ LUIS DÍAZ CABALLERO
(Madrid, España, 1979). Licenciado
en Derecho, ejerce la abogacía desde hace quince años. En 1997, fue galardonado
con el premio Los nuevos de Alfaguara por su relato La agonía lánguida del Santo Patrón. Actualmente publica sus
relatos cortos en el blog Viajando entre lo infinito, cuyo enlace se encuentra
al pie. El rugido de las sombras es
su primera novela. Aquí, adelantamos su primer capítulo.
EL RUGIDO
DE LAS SOMBRAS
José Luis Díaz Caballero ©
(Primer capítulo)
“…y hubiera pospuesto así
el aprendizaje de lo que
su padre sin estudios se había empeñado tanto
en
enseñarle: la terrible, la
incompresible manera en
que las elecciones más
triviales, fortuitas e incluso
cómicas obtienen el
resultado más desproporcionado”.
Philip Roth, Indignación.
Madrid
Madrugada
del 24 de diciembre de 2011
Francisco Labranca tiene las manos
cubiertas de sangre. A las 0:35 horas de la noche aún la ve correr entre sus
dedos. Las gotas han dibujado una sombra roja en el suelo. Los reflejos
diagonales de la calle cristalizan su interior. Observa en ella la mitad de su
rostro y comprueba que el ojo izquierdo se encuentra completamente cerrado. Con
su espalda pegada contra la pared eleva débilmente ambos brazos. Mira los
cortes profundos. La sangre seca se mezcla con la húmeda mientras esta penetra
por el interior de la chaqueta. Francisco piensa en un último esfuerzo porque
aún tiene tiempo. Cierra los ojos para expulsar el sudor frío que fermenta en
sus pupilas. Limpia su nariz con el dorso de la mano izquierda y la introduce
en el bolsillo del pantalón. Saca de él un sobre amarillo doblado por la mitad.
Lo abre cuidadosamente con la yema de los dedos. Francisco no quiere
desprenderse de la sangre que circula por la palma de sus manos. Extrae del
sobre tres folios, los despliega por el vértice exterior y lee. Carta del
general Robert Mubumba fechada en Madrid el día 4 de noviembre de 2011. Ha sido
esta y no otra. Francisco sabe que tan solo quedan tres o cuatro minutos.
Entonces tendrá que dejar de leer. De momento, la primera línea corta su
respiración como un hacha recién afilada.
El general era culpable. La carta
que tiene entre sus manos confirma que el día 3 de febrero de 1999 un batallón
del MLA-52, formado por treinta y cinco hombres, atacó brutalmente la ciudad de
Masisi. Mubumba se encontraba al frente. Él ordenó que los asesinatos se
produjeran a punta de machete. Los milicianos descuartizaron sin piedad a
hombres y mujeres. Quemaron los miembros mutilados al pie de las cabañas
mientras se emborrachaban sin reparo con whisky y vino de palma. Hubo torturas
y violaciones masivas. Tan solo sobrevivió un grupo de ochenta niños a los que
luego convertirían en soldados o trabajadores esclavizados en las minas de
coltán. Entre ellos estaba él.
El general Robert relata los
detalles del encuentro. El objetivo había sido tomado y ya no se escuchaba el
ruido de las ventanas rompiéndose ni tampoco el grito intermitente de los
ejecutados. Los milicianos degollaban a los moribundos y saqueaban las cabañas
en grupos de dos. Las columnas de humo superaban los tres metros de altura y la
sangre licuada se mezclaba lentamente con el lodo de las esquinas. Mubumba
descansaba en un banco con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en la pared
de una cabaña. Miraba intensamente al cielo mientras sostenía su Biblia con la
mano derecha. Primero la besó y luego esbozó una ligera sonrisa; de su boca se
escapó un murmullo orgulloso de victoria.
El niño apareció por algún sendero
que subía del río Epulu. El general reconoce que al principio le vio como una
sombra enemiga. Un primer impulso le hizo agarrar fuertemente el machete;
también irguió la espalda, tensó el cuello y puso la barbilla en línea con el
suelo. Comprobó que el niño caminaba con paso lento hacia el centro de la
pequeña plaza sin advertir su presencia. Se levantó del banco y caminó hacia
él. El pequeño se volvió al escuchar sus pasos y comenzó a temblar. Sin llorar,
pero con los labios vacilantes, retrocedió medio metro mirando hacia ambos
lados de la plaza. El general guardó la Biblia en el bolsillo derecho de la guerrera y le
ordenó parar. Se acercó lentamente y le acarició la barbilla con el pulgar;
prometió gravemente que no le mataría.
Francisco sabe ahora que la madre
salió de una cabaña con el torso inclinado y la mano derecha apretando el
centro del abdomen. La otra empuñaba con fuerza una Smitt & Wesson del
calibre 32. Avanzó con dificultad hacia el centro de la plaza. El líquido
oscuro que colgaba entre sus piernas indicaba que había sido violada; la herida
del estómago era producto de un violento machetazo. Se derrumbó a tan solo dos
metros del general. Desde el suelo le apuntó decididamente con el revólver. Las
heridas hicieron que agachara la mirada y hundiera su antebrazo derecho en el
estómago. La muñeca de su mano izquierda giró hacia el interior mientras el
cañón dibujaba círculos abiertos a su alrededor. Le dijo con la voz rota que
soltase a su hijo. El general contestó con una carcajada.
La mujer quiso enderezar la culata
del revólver. Envolvió el gatillo con el dedo índice e hizo un gesto afirmativo
de impulso. Quería e iba a disparar, pero hundió sus ojos en el suelo cuando
tres milicianos se acercaron por la espalda. Negó tres veces con la cabeza
hasta que el brazo izquierdo se venció como un peso muerto. Todo a su alrededor
era un charco espeso de saliva y sangre.
La escupieron los tres al unísono.
Uno de ellos la llamó zorra; otro, de nombre Kouré, se maldijo por no haberla
rematado dentro de la cabaña. El tercero, Lahar, apuntaba con un AK-47. Mubumba
les ordenó que no la tocasen. Se agachó ante ella agarrándole el pelo de la
coronilla. Ella elevó el revólver un par de centímetros. El general cegó la
salida del cañón apuntándolo contra el aire. Dijo que se sentía
condescendiente. Sabía que solo le quedaba una bala porque de otro modo no habría
intentado asegurar el tiro de esa forma. Le daba la oportunidad de utilizarla
para matarse. Giró la muñeca de la mujer y la condujo hacia la sien. Añadió que
si no lo hacía los tres milicianos le dispararían en la mano y luego la
volverían a violar. A continuación la degollarían. Su hijo sería testigo de
todo. La vería desangrándose, revolviéndose en el aire mientras intentaba
respirar.
El general se incorporó, cruzó las
manos por la espalda y dio un par de pasos. En ese momento la mujer dirigió el
revólver hacia su hijo y le disparó. La bala atravesó la manga de la camisa,
reventando las hebras de tela. La sangre dibujó un pequeño cerco alrededor del
agujero abierto por el impacto. El niño cerró los ojos y encogió la clavícula;
luego miró con asombro la herida y la cubrió con la palma de la mano derecha.
Ella rompió a llorar mientras soltaba el revólver.
Francisco también considera
irrelevante que Mubumba le ordenase al niño el asesinato de su propia madre.
Poco importaba que este le diese a la mujer una patada en la palma de la mano
derecha, otra en el costado y una última en la nuca. También carecía de
importancia que uno de los milicianos la sujetase por las muñecas y otro por
los tobillos; que el niño la mirase con la boca abierta y los labios cubiertos de
saliva; que este negara tímidamente con la cabeza o que ella gimiese mientras
escupía gargajos abiertos de sangre.
Pero hay un detalle que Francisco no
pasa por alto. Algo que lee y le hace apretar con fuerza los ojos, doblar el
cuello hacia atrás y mancharse la mandíbula con los restos colgantes de una
herida. Un dato del que no pudo o no quiso saber en su momento. Un dato que
debió conocer si hubiese recordado cómo discernir entre lo superfluo y lo
irremediable; algo que pudo hacer cuando supo que ya no visitaría jamás la sala
de comunicaciones de la cárcel.
El último pasaje de la carta dice
que el general desenfundó su machete y sostuvo la hoja en el aire durante al
menos dos segundos. La empuñadura estaba envuelta por una tira de cuero blanco.
Hizo que el niño colocase las palmas hacia arriba, dejándolo caer en línea
horizontal. Aquello era inhumano, descarnado; aquello era absolutamente
previsible.
¿Cómo iba a intuir Francisco que el
pequeño sostendría la empuñadura con la mano derecha y que retiraría la
izquierda con un grito de dolor? ¿Cómo iba a saber que Mubumba tuvo que recoger
el machete del suelo y clavar él mismo la punta en el estómago de la mujer?
¿Cómo iba a adivinar que el niño volvió a gritar cuando el general cogió
nuevamente su mano izquierda para posarla con fuerza en la base de la
empuñadura? ¿Cómo iba a sospechar que aquel niño cerró los ojos mientras mataba
a su madre porque no soportaba el dolor de una herida infectada y plagada de
pústulas?
La culpa que recae sobre Francisco
no es irreal. Podría haber advertido con meridiana claridad que era una herida
de quemadura. Aunque el accidente se había producido dos meses antes del
ataque, la falta de antibióticos pudo hacer que empeorase hasta extremos como
el relatado en la carta. En ese caso —y se hubiera percatado de un dato tan
evidente— habría buscado la forma de contactar con él aunque ello hubiese
supuesto una violación del secreto de confidencialidad entre abogado y cliente.
Posiblemente frecuentase la misma cafetería de la Travesía de San Mateo en
la que tuvieron el primer encuentro. Está convencido de que durante los últimos
treinta y cinco días esperó pacientemente una noticia como aquella. Sabía
cuáles eran sus planes. Habría evitado el riesgo que hubiese supuesto una
llamada a la Embajada
o al Ministerio de Interior de su país. Lo más probable es que hubiese viajado
hasta Brazaville en el primer vuelo de la compañía KLM. Un primo suyo que
trabajaba en el Hotel Memling de Kinshasa podría haberle llevado en coche hasta
Ituri. Sin embargo, disponía de un contacto en el puesto fronterizo de Ngobila
que le hubiera conducido a tan solo diez kilómetros de la zona de control. Una
vez dentro habría logrado identificarse con las manos en alto y una fotografía
en el pecho antes de que nadie, incluso él, le hubiese descerrajado un tiro en
la frente.
Pero otra vez ha sucedido. Otra vez
el mismo final. Otra vez el mismo abrigo olvidado, el mismo sobre amarillo, el
mismo gesto al entrar en casa, la misma posición junto a la mesa, el mismo
cerco de polvo, el mismo error, la misma consecuencia, la misma maldita sombra
que lo envuelve todo mientras ruge en sus oídos con violencia. De nuevo un solo
detalle, en este caso la herida de un niño, podría haberlo cambiarlo todo.
Francisco abre su mano izquierda y
deja caer los papeles en el suelo. El rumor nocturno de la calle Gran Vía
asciende hasta la novena planta del número 60 y se cuela por la ventana del
baño. El reguero de sangre se desliza por debajo de la puerta y cruza en
diagonal el suelo del salón. Observa con la cabeza torcida que la luz permanece
encendida. Se pregunta si merece la pena malgastar el próximo minuto en
recorrer el camino de vuelta para apagarla.
LUCÍA ANGÉLICA FOLINO
Abogada, docente y poeta, publicó en
2004 su primer libro: Retablo de duelos,
cosmogonía poética que ha recibido elogiosa crítica. Su segunda obra: Acuario plateado por la luna, en una
pequeña edición de autor, fue editado en 2005. En 2007 se difundió su libro de
poemas eróticos Veinte sonetos
pornográficos y una pasión estrafalaria, publicados y distribuidos en
internet por suscripción virtual.
Una buena parte de su obra aparece
en prestigiosas antologías nacionales e internacionales en formato papel y
revistas literarias virtuales y blogs digitales.
Escribe letras de canciones
—registradas en SADAIC y SIAE— entre las que se destacan poemas y traducciones
en la opera prima del músico italiano Lorenzo Gabetta: Salvando las distancias, lanzado en Milán en 2012. El virtuoso
compositor puso música y voz a otras canciones de Lucía, inéditas en el mercado
del disco, entre las que destacan La corista
y Perdiendo la fe en los hexámetros, poema que apareció por primera vez en
el prólogo del libro del poeta ubetense Abelardo Martínez titulado De colores, presentado en la librería
Railowsky.
Ejerció la abogacía durante tres
décadas en Argentina (con un frondoso currículo laboral, ya que ejerció su
actividad en la ciudad de Buenos Aires y el área metropolitana adyacente en
múltiples ramas de la ciencia jurídica), encontrándose vigente su matrícula en
el C.A.L.P.
Dictó cursos y clases personales en
talleres de poesía y letras de canciones tras haber participado en numerosos
talleres de poesía, narrativa y letrística en SADAIC. Fue vocal del
"Centro cultural Alejandra Pizarnik" de Avellaneda durante dos años.
Venas al
menudeo
es su tercer libro publicado en el año 2015.
INTRUSOS
EN EL ESPECTÁCULO
Lucía Angélica Folino ©
Saroyan en su lecho de muerte:
“Creí que nunca moriría.”
Me contemplo desde
la inmortalidad de mi presente.
En la pantalla del televisor
gesticulan y cuentan
chismes de modelos desconocidas
de la mediocre farándula nacional.
No siempre se crea
Poesía
escuchando a Vivaldi
o a Andrey Kiritchenko
ni brindando a la salud
de Hölderin o Bonnefoy.
Diría mejor, casi nunca.
Somos esto. Estamos acá.
¡Qué insensibles parecen
los que no aprecian
la música erudita del siglo XVII,
el trabajo de los genios
de la pintura holandesa
o los sublimes yámbicos griegos!
Como un borracho
en la taberna,
nos preguntamos:
¿Para qué todo?
Si por mucho camino
que ande
—lo juro pese a haber encontrado
el Santo Grial—
seguirán muriendo
los asesinos y los gatos
—siete vidas también se extinguen—
y los jazmines no crecerán
si alguien
no los cuida de las hormigas.
Mas,
cuando no quede otro alguien
y siga viva
¿querré permanecer sola
en el desierto
como un personaje bíblico?
He visto envejecer
a verdaderas beldades,
caer en la degradación
a galanes notablemente hermosos,
mentir a los presidentes más amados
y desaparecer
¿dónde han ido?
a niños, mariposas y tamberos.
Y los tipos de
“Intrusos en el espectáculo”
siguen vendiendo
productos para adelgazar,
correas para perros,
alarmas antirrobo
juegos frutales
y mujeres sintéticas
sin gusto ni calorías,
como si
la tarde fuera un chicle
pegado sobre la mesa
o
una latita de atún
desmenuzado.
2.
Sin hacer
tanta alharaca
A ciencia cierta,
y sin hacer tanta alharaca
entramos al futuro del pasado
cual nobles vagabundos
de una estirpe apodíctica del miedo,
reticente,
crujiente y atonal,
en aras de una vida sin retorno.
La caravana aplaude
dejándose atrapar por la sevicia
de un sentimentalismo degradado,
lloricas episódicos
con una perspectiva letárgica
y ausente
confunden con su esgrima
la parálisis.
Antiguos enanismos perfunctorios
de extrema recurrencia
farfullan sus lecturas subrepticias.
El mundo gira en forma
y se descula el porvenir
mientras vamos recuperando
palabras olvidadas,
por temor a que caigan en el pozo
comarcal
y sigan siendo fúnebres testigos
del sueño de una noche de verano.
ATILANO SEVILLANO BERMÚDEZ
Nació en Argusino de Sayago
(Zamora), España, el año 1954. Creció y realizó estudios en la ciudad del
Tormes. Tras década y media en Barcelona, desde 1994 reside en Valladolid.
Doctor en filología hispánica y licenciado en teoría de la literatura y literatura
comparada, ejerce como profesor de lengua y literatura en enseñanza secundaria.
Poeta y narrador imparte talleres de
escritura creativa y cultiva la poesía visual. Ha realizado numerosa
exposiciones de su poesía visual.
Es cofundador de la revista
salmantina "Aljaba. Papeles literarios" y de las barcelonesas
"Poiesis. Revista de crítica y creación poética" y "Cármenes
Revista de poesía, creación, teoría y crítica".
Finalista del IV Concurso de
Microrrelatos ACEN 2014 - Castellón (España). Sus poemas visuales Armonía y La última frontera han sido seleccionados en el XXIV Premios Otoño
Villa de Chiva 2014 - Alicante (España).
Está incluido en la Antología internacional de relato breve contemporáneo,
Madrid, Asociación Cultural de Estudios Universitarios y Punto Didot, 2013.
Tiene publicados dos poemarios: Presencia indebida (Devenir, 1999), que
lleva prólogo del poeta Claudio Rodríguez, y Hojas volanderas-haikus (Celya, 2008). Con De los derroteros de la palabra (Celya, 2010), se interna en el
mundo de la minificción. Su último libro publicado es Lady Ofelia y otros microrrelatos (Amarante, 2015). Colabora con
sus textos en diversas revistas españolas e hispanoamericanas.
Es coautor del libro de texto Literatura española y universal
(McGraw-Hill/interamericana de España, 1999).
Está incluido en el Diccionario de autores españoles de la cátedra
Miguel Delibes, en Poetas del Siglo
XXI - Antología, y en la
REMES , entre otros.
CREACIÓN
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Para el séptimo día ya había
terminado todo lo que se propuso. Comprobó que el guion que había escrito a lo
largo de la semana era bastante aceptable. Sus personajes ya habían improvisado
algunas escenas y se habían realizado algunas tomas. Por todo ello decidió
tomarse un breve descanso. Al octavo día: luces, cámara… ¡acción!, ¡cooorteeen¡
gritó el Creador. El estreno resultó todo un taquillazo.
DESENCUENTROS
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Adán perseguía a Eva por el jardín
edénico, pero no le dio alcance. Se encontraba posando para otro cuadro. Caín
perseguía a su hermano Abel por el páramo, pero no le dio alcance. Se
encontraba protagonizando otra película.
PENÉLOPE
Atilano Sevillano Bermúdez ©
La achacosa y vanidosa Penélope de
cabellos canos (no en vano habían transcurrido muchos y muchos años desde la
partida), oculta tras unos cortinajes, sonreía con malévola sonrisa y se
frotaba las manos apergaminadas antes de sucumbir en su fuero interno a sus
fornidos pretendientes.
RELATO
(DE)CONSTRUIDO
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Carta de amor incriminante, escrita
por prostituta a su amante. Pistola. Prueba incriminatoria de asesinato. Loción
para después del afeitado confiscada. Libro de tarot abierto por la lección
nueve de sánscrito, encontrado en la mesita de noche también confiscado.
Fotografías del estado en que se encontró el fiambre tras ser arrojado desde el
noveno piso como evidencia. Falso carné de identificación policial usado por el
proxeneta. Media de seda utilizada por el psicólogo en el interrogatorio
policial. Desaparecida “pata de cabra”, herramienta utilizada para forzar la
entrada.
CENICIENTA
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Miss, mademoiselle, fräulein,
signorina, señorita no se pierda la oportunidad de su vida.
Por solo doscientos cincuenta euros
pruébese el anillo encantado. Si le sienta como un guante envíe inmediatamente
la palabra “Cenicienta” al 666 y, al instante, el príncipe le mandará la
limusina con su chofer. Pero no fue así, en su lugar apareció un vehículo con
el rótulo “Taxi gratis”. El hecho provocó en la destinataria una cierta
inquietud, la desconfianza naïf del crédulo.
FANTASMAS
DE LUZ
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Cuando cerré los ojos me dije: ¿a
quién pertenece ese rostro en primer plano y esos ojos que atraviesan la
pantalla? Esta se funde en negro y, al instante, un desconocido la ocupa
sentado en un sillón orejudo de cuero. Se oye el sonido del agua de la ducha
sobre un cuerpo. Frente al espejo la imagen del desconocido con un cigarrillo
en la mano. La voz en off dice que la acompañará al tren. Ahora llena la
pantalla el autor escribiendo en un cuarto en penumbra. Luego, casi sin transición,
me veo deslizándome por la avenida de los cines. Después me dormí del todo.
CARTOGRAFÍA
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Mohamed Al-Nadir anda enfrascado en
dibujar un mapamundi que no es en rigor un mapamundi sino apenas un bosquejo
del desierto que envuelve su pequeña aldea. Lo primero que llama la atención en
el mapa de Al-Nadir es el complejo entramado de ríos y montañas que lo cruzan
como tela de araña. Menos llamativo debería resultar, sin embargo, el hecho de
que el mapa tuviese forma de corazón.
AMOR
VERTEBRADO
Atilano Sevillano Bermúdez ©
Amaba a su mujer por encima de todas
las cosas. Era, sin duda, la columna vertebral de su vida. Llegó el día en que
ella murió. Al día siguiente de la incineración lo encontraron tetrapléjico en
la cama.
EPITAFIO
II
Atilano Sevillano Bermúdez ©
El que aquí yace no se repuso nunca
de la primera impresión. Se le infectaron unos puntos suspensivos. La familia
hizo todo lo imposible, pero no hubo manera de salvarle. Lo enterraron con una
nota a pie de página.
ADRIANA MAGGIO (DIRBI)
Nacida en la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Profesora de lengua y literatura, licenciada en la enseñanza de esas dos disciplinas.
Nacida en la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
Profesora de lengua y literatura, licenciada en la enseñanza de esas dos disciplinas.
Escritora de narrativa y poesía.
Tiene publicados cuatro libros de poemas: Te
doy mi palabra, Borrador de eternidad, Estrategia de la víctima y Caballo de aire. Además, publicó textos
narrativos, poéticos y académicos en antologías con otros autores, revistas
literarias, educativas, académicas y culturales, por cable y por internet. Sus
poemas han sido traducidos al catalán y al polaco.
Recibió varios premios y
distinciones en certámenes literarios nacionales e internacionales.
Coordina actualmente talleres de
escritura en dos nosocomios de su ciudad natal. Ha presentado y prologado
libros de poesía.
VADIM
GLUZMAN
Adriana Maggio (Dirbi) ©
Toma la música
se hace
arco
y la adelgaza
hasta volverla
espina
de
aire
hilo
de
luz
camino
de
astros
que
llueven.
Voz aguda
que burila el hielo
de ese
lago nuestro
y lo hace glaciar esculpido
obra de arte que se quiebra
y se
derrite
en la desgarrada inquietud del agua.
Toma la música
la
enamora
se cincela
en la
armonía
se afina
hasta volverse nota
de
cristal
destello
sombra
de los fantasmas
del aire.
(Del libro inédito Imposible poema color salmón)
S/T
Adriana Maggio (Dirbi) ©
toda la noche en busca
de un
poema color salmón
pero los versos no
solo su color rosado
y las piernas de tela
de andar las sábanas
tras la huella que se borra
se me muere el tiempo
y los pasos que no alcanzan
el poema que espera
conseguir/su color
en la
sombra
se enmascara el insomnio
llena de humo
mis
huesos
me crucifica en el aire
toda la noche en busca
de peces que se sonrosan
y van a resbalar
en el agua de la mañana
(Del libro inédito Imposible poema color salmón)
PARTO
Adriana Maggio (Dirbi) ©
No siempre
los días nacen solos.
A veces
hay que meter las manos en la aurora
y ayudarlos a salir
como a potrillos.
Sostenerlos erguidos
sobre sus patas trémulas
limpiarles la oscuridad
que les dejó la noche
y empezar a alimentarlos
como a hijos.
Luchar contra la sombra
a puro instinto maternal
para que vivan.
(Del libro Caballo
de aire, Buenos Aires, Tahiel Ediciones, 2015)
JORDI MATAMOROS SÁNCHEZ
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Nació en Badalona (Barcelona),
España, en 1967, lugar en el que reside. Cursó tres años de filosofía y letras
en la Universidad
Pompeu Fabra de Barcelona.
Le gusta ahondar en aquellos temas
que hacen aflorar los sentimientos, fusionando un mundo ficticio y real,
haciendo referencia a la dualidad humana y a todos esos miedos sobre los que no
queremos ni pensar a pesar de conocer su existencia.
Autor de El gran cultivador (septiembre 2012), obra finalista en “La isla de
las letras” y coautor de diversas antologías: Cataluña, golpe a la corrupción (junio 2013), En un segundo (marzo 2014) y Cataluña,
golpe a la violencia de género (octubre 2014).
@jordimatamoros
LOS
MUNDOS DE ÚT...
Jordi Matamoros Sánchez ©
Ahora, todo ha terminado. Ante el
ataúd, metido en el hueco de su sepulcro, observo cómo la gente llora. El
sepulturero, lentamente, va colocando bien alineados, un mahón junto a otro. No
parece tener prisa, tampoco parece que esté demasiado afectado. Me pregunto
cuántos muertos debes emparedar para que se convierta en algo tan mecánico como
cambiar las ruedas de un coche.
Hoy parece que termina la historia
que empezó hace tanto. Hoy parece culminar el sueño roto de una familia, mi
familia.
Recuerdo que una vez, paseando por
la gran enciclopedia virtual, encontré un microrrelato que me impactó; rezaba
así:
Lentamente
se sentó, observó con aire distraído el arma sobre la mesa. Tras meditarlo
detenidamente, la atrapó con la mano. Miró a su alrededor por si alguien lo
veía, pero estaba solo. En ocasiones la soledad no es buena consejera.
Introdujo
el cañón de la pistola en su boca, cerró los ojos y pensó en la cara de
sorpresa que pondría su hermano al día siguiente cuando fuese a buscar su
pistola de chocolate y viera que alguien se había comido el cañón.
Por
desgracia para él, su hermano vio todo desde un rincón. La rabia lo invadió.
Esperó a que su hermano se acostara y entonces se acercó con el revolver de
papá. Accionó el percutor y disparó.
Al acto,
el pobre niño murió. Sus sesos estucaban la pared como si fuera un obsceno
tributo a la Parca. El
niño había perdido media cabeza. Su hermano se agachó y le susurró una pregunta
al cadáver: “¿Parece que te sentó mal mi pistola de chocolate, no?”
Espeluznante ¿no? Difícilmente
hubiera podido imaginar que mi familia se pudiese ver envuelta en algo similar.
Cuando uno lee esas salvajadas, escritas por mentes perturbadas, se siente
horrorizado, escandalizado, asqueado... Pero lo que jamás quisiera sentirse es
identificado.
Tengo claro que siempre deambulamos
por los bordes de una delgada línea; a un lado, todo aquello socialmente
aceptado, al otro, anhelos inconfesables. Nuestra vida anda siempre en ese
precario equilibrio del que muchas veces depende nuestra integridad mental y,
aun y así, de tanto en tanto, como ladrones furtivos, nos adentramos de lleno
en esa parte oscura, casi tenebrosa, que rebasa los límites del bien.
Podría decir que todo empezó un frío
día de invierno, podría decir que una tormenta azotaba el tórrido lugar, pero
sería faltar a la verdad. El sol brillaba con fuerza, con esa fuerza especial
que le otorgan los primeros días de agosto.
Estábamos ultimando los preparativos
para nuestras vacaciones. Al día siguiente, a las seis de la mañana, teníamos
pensado iniciar el viaje a Vélez Rubio, pueblo natal de mis padres. Pero el
caprichoso destino había marcado otra ruta en nuestro camino.
Hacía tan solo dos días que había
terminado de pintar la fachada de mi casa. ¡Maldita la hora en que no recogí la
escalera!
Los gemelos, Víctor y Abel, jugaban
en el jardín. De pronto escuchamos a Víctor chillar. Su grito denotaba pánico.
Tanto mi mujer como yo dejamos de inmediato lo que estábamos haciendo y
acudimos raudos en pos de nuestros hijos. Absolutamente nada en el mundo nos
hubiera preparado para la dantesca imagen que nos aguardaba.
Al pie de la escalera, tumbado en
una postura antinatural, se encontraba Abel. Sus dos piernecitas yacían sobre
su espalda, hasta a simple vista quedaba claro que estaban rotas. El hueso
cúbito del brazo derecho asomaba como una amenazante asta. Pero lo peor era su
cabeza... De una grotesca hendidura brotaba sangre; no demasiada, pero junto a
ella se derramaba una sustancia grisáceo blanquecina. Al ver brotar la masa
encefálica de su cráneo no pude evitar pensar en lo peor.
Rápidamente comprobé su pulso que
aunque débil, era notoriamente palpable. Mi niño no había muerto. Sentí una
brizna de esperanza al saber que solo estaba inconsciente. El lugar del accidente
y las fracturas de mi hijo evidenciaban que había caído de lo alto de la
escalera, como más tarde confirmó su hermano. Alcé la mirada y repasé
visualmente cada centímetro de los doce metros que me separaban de la parte
alta de la misma, mientras una gran mancha de sangre iba extendiéndose debajo
de mi niño.
Víctor, abrazado a su desolada
madre, permanecía en pie junto a Abel, parecía anclado en aquel inhumano grito.
Su rostro no podía estar más pálido. El susto le había hecho mearse.
A partir de aquel instante, todo fue
muy rápido y confuso. No recuerdo el momento exacto en el que llamé a
emergencias, pero Rosa, mi mujer, me aseguró después que había llamado yo.
La ambulancia no tardó en llegar.
Aquellas primeras horas las viví como si fueran un sueño, con esa irrealidad
que nutre nuestras pesadillas. A veces, creo que ese día se instauró en mí una
manera distinta de percibir la realidad, como si la viera a través de un filtro
que la deformase.
Tras colocar cuidadosamente a Abel
en una camilla, la ambulancia se dispuso a abandonar la lujosa urbanización de
Sant Fost de Capcentelles donde residíamos. Podría decirse que habíamos hecho
realidad el sueño de tener una economía holgada.
Horas después nos desmoronábamos en
una fría sala de espera de Can Ruti. Se unieron a nosotros familiares y amigos.
Rosa, sacando fuerzas de la desesperación, fue comunicando la noticia.
Los minutos parecían horas y, a
pesar de la lentitud, las horas no paraban de sumarse. La incertidumbre no
paraba de crecer.
En momentos así, la mente parece
funcionar al margen de uno mismo: ¿Por qué dejé solos a los niños? ¿Por qué no
recogí la escalera? ¿Por qué coño se subió el crío?… ¡Dios, por favor, cámbiame
por el niño! ¡Llévame a mí, es muy joven, tan solo tiene doce años! Víctor, ¿por
qué dejaste que Abel subiera?... Preguntas y más preguntas, dudas, ruegos… En
momentos de angustia, de impotencia, la mente es una bomba de relojería.
Notaba cómo la ansiedad me devoraba
por dentro, sin embargo, Rosa parecía calmada. Su rostro relajado tan solo
mostraba unas negras ojeras como signo de que algo no funcionaba bien. A Víctor
lo habían sedado y estaba siendo atendido por un psicólogo.
Una imagen recurrente venía a mí con
fuerza: veía a Víctor y a Abel al nacer, mis dos preciosos bebés, mis dos
preciosos gemelos; cada momento de nuestras vidas en común, y luego, como por
ensalmo, veía a Abel desparramando sus sesos.
Llegó un momento en que ya no podía
ni llorar. No se me ocurría nada más desesperante que perder un hijo. Tiempo
después, para mi desgracia, entendí que existían cosas mucho más mortificantes
que eso...
Preguntamos mil veces a enfermeras,
a médicos... Solo sabían decir que aún era pronto, que la gravedad era extrema
pero que, por otra parte, la juventud le dotaba de una gran fuerza vital. Pero
sus rostros decían: “Chato, puedes dar a tu cachorro por muerto”.
Casi veinticuatro horas después, un
doctor se dirigió a nosotros. Se presentó como el cirujano que había atendido a
Abel. Abreviando diré que nos anunció sus daños de la misma manera que un
mecánico nos enumera las averías de nuestro auto:
Cúbito y radio del brazo derecho
rotos. En cuanto a las piernas, las fracturas eran múltiples. También había
sufrido rotura de la cadera. Pero lo que revestía mayor gravedad era la herida
de la cabeza. Efectivamente había perdido masa encefálica. Hasta que el niño no
despertara, no podrían decir con exactitud las secuelas provocadas por dicha
pérdida.
—¿Tardará mucho en despertar?
—aquella pregunta hizo que el semblante del doctor se tornara más severo.
Estaba claro que se sentía incómodo
con lo que tenía que anunciarnos. Pronunció un discurso extenso y tan técnico
que a duras penas pude entender.
—Por favor, doctor, no se pierda en
tecnicismos —me miró silenciando su discurso.
—Su hijo está en coma y no sabemos
ni cuando ni si saldrá de él. Su pronóstico es reservado —lo acababan de
trasladar a la UCI.
Reconozco que me sentía abrumado.
Rosa se sumió en un llanto apagado. Durante los primeros días ni siquiera nos
dejaron verlo. Cuando por fin nos lo permitieron, las lágrimas afloraron en mis
ojos sin poder evitarlo. Hicimos piña alrededor de aquel inerte y entubado niño
que tan poco se parecía al Abel vivaracho que hacía nada jugaba feliz, siempre
con una sonrisa en los labios.
Éramos el perfecto cuadro de una
familia derrotada por el dolor.
Los días pasaron con lentitud, las
semanas, los meses... Parece mentira cómo somos capaces de adaptarnos a
cualquier adversidad. Habíamos pasado del desconsuelo más feroz al control más
absoluto.
El negocio funcionaba gracias a
nuestros empleados. Aun y así, era necesaria una supervisión, de ello me
encargaba yo. Rosa solo salía del hospital de vez en cuando para darse una
ducha y cambiarse de ropa. Y de Víctor se encargaban mis padres.
Una mañana me despertó un grito. Al
abrir los ojos sobresaltado, en un primer momento no sabía ni donde estaba. Por
un segundo reviví la imagen de Abel en el suelo sobre aquella obscena y
creciente mancha de sangre. No me dio tiempo ni de levantarme de la cama,
Víctor cayó sobre mí abrazándome con fuerza. Estaba alterado y sudoroso, pero
el sudor no era debido a la reciente carrera desde su habitación; era el
pegajoso sudor que nos aporta el pánico.
—Tranquilo, cariño —lo intenté
calmar mientras lo abrazaba.
—Papá. He tenido una pesadilla —me
dijo con voz trémula.
—Cálmate. Ya ha pasado.
—Era un sueño tan real... ¿Sabes una
cosa, papá?
—Dime.
—El día que Abel cayó de la escalera
—por fin hablaba de ello—, estuve a punto de subir yo, pero tuve miedo. Abel
dijo que era un cobardica y subió a toda velocidad. Tendría que haberlo
impedido.
—No cariño. Fue una fatalidad,
simplemente eso. Por desgracia no podemos volver atrás en el tiempo, pero no te
culpes. Pasó y desgraciadamente no podemos evitarlo, debemos asumirlo.
—He soñado con aquel día.
—¿Quieres contarme tu sueño?
Me miró. Una lágrima resbalaba por
su mejilla y ante mi sorpresa, empezó a narrar su pesadilla:
—Abel y yo teníamos ante nosotros la
escalera, solo que esta vez era yo el que estaba decidido a ascender. Puse un
pie en ella. Abel me dijo:
—Sube, “út”.
—¿Cómo? —le pregunté al no entender
qué era lo que decía.
—“…út”, “tú” al revés. Como somos
gemelos, cada vez que nos miramos es
como mirar en un espejo ¿no?
—Sí —asentí.
—Pues como el espejo nos refleja al
revés, si pudiera hablarnos en vez de “tú”, diría “út”.
Los dos reímos como locos.
—No había dejado de hacerlo aun
cuando, peldaño a peldaño, fui ascendiendo hasta la parte más alta y una vez
allí, Abel la emprendió a patadas con la escalera.
“—¡Eh! ¿Qué haces? —le increpé—.
Pero no se detuvo. Golpeó aún con más
fuerza.
“De repente, perdí el equilibrio.
Noté como una mano invisible tiraba de mí hacia atrás. Por un instante, dicha
mano me sostuvo en el aire. Intenté asirme a la escalera, pero no pude,
irrealmente caía al suelo de espaldas, pero era más como flotar que como caer.
Todo ocurría con lentitud. Entonces empecé a ver mi entorno como si fuera un
negativo de una fotografía. De fondo escuchaba la risa incesante de Abel, que
una y otra vez decía con rabia:
“—Aquí caes, út, aquí caes, út.
“Entonces me he despertado.”
Nos miramos durante un instante. La
magia quedó rota por el insolente timbre del teléfono. Los dos dimos un
respingo.
—¿Dígame? —contesté perturbado aún
por el extraño sueño.
—Cariño, soy Rosa. Abel ha
despertado. Ven lo antes posible.
La voz de Rosa no sonaba con la
alegría que debería acompañar a tan esperada noticia. Conduje hasta Can Ruti
agobiado por una creciente desazón. La voz apagada de mi mujer al teléfono me
hacía presagiar lo peor.
Después de dar mil vueltas por el
parking del hospital, conseguí aparcar. Ansiaba llegar lo antes posible junto a
mi hijo, a la vez que deseaba retrasar el momento. Una parte de mí no quería
saber lo que me deparaba. Finalmente entré al recinto. Junto a mí, Víctor
sumido en sus propios pensamientos.
En aquella aséptica sala atestada de
aparatos emitiendo diversos sonidos, estaba Abel, un Abel con los ojos
abiertos, un Abel distinto... No había ni rastro de sonrisa en su rostro y su
mirada había perdido aquel brillo que le confería un aspecto vivaracho.
El niño, desde su cama, paseó la
mirada por nosotros, por su familia. Examinó con atención el rostro de Rosa. No
pareció reconocerlo. Con gran esfuerzo, giró su cabeza hacia mí, después de
escudriñarme centímetro a centímetro, tampoco hizo ademán de reconocerme. Por
último, se centró en Víctor. Este, al sentirse el foco de su mirada, alzó la
mano hasta encontrar la mía y la agarró con fuerza.
Abel se quedó observando largo rato
a su hermano. Lentamente alzó un poco su labio superior mostrando sus dientes y
gruñó igual que lo haría un animal salvaje.
Víctor agachó la cabeza y sin mediar
palabra, me abrazó.
Tras aquella inesperada
exteriorización de odio, las facciones de Abel se fueron relajando hasta quedar
dormido. Incluso entonces se podía percibir un rictus amargo en su rostro.
Al día siguiente se inició un
verdadero calvario para el pobre Abel. Los efectos secundarios de la pérdida de
masa encefálica eran atroces: era incapaz de andar, de recordar, de hablar,
incapaz de controlar sus esfínteres...
A pesar de todo, los médicos no se
cansaban de repetir que tenía suerte de seguir vivo. ¡Joder! ¡Que hijos de puta
más cínicos! “Suerte” era la última palabra que asociaría a mi pobre niño.
El tiempo transcurrió y la esperanza
dio paso a una brizna de luz en nuestras vidas. Contra todo pronóstico, Abel
fue recuperándose, muy lentamente, con un esfuerzo sobrehumano, y como no, la
labor constante de los miembros que lo trataron en el Instituto Guttmann de
Badalona.
Por nuestra parte, tampoco fue
fácil, pero ir viendo el progreso nos fue devolviendo lentamente la alegría.
Todos nuestros movimientos se vieron supeditados a girar alrededor de Abel,
pero nuevamente volvíamos a ser una familia.
Al año de empezar el tratamiento,
Abel era capaz de andar con muletas, eso, por desgracia, era una herencia de la
que jamás se desprendería.
Su memoria iba llenando espacios en
negro de su mente y las palabras saldrían de su boca con una carencia de
arrastre para siempre. Estaba seriamente incapacitado para los estudios. Había
pasado de “niño normal” a “nuevo necio” en lo que se tarda en reventar una
cabeza contra el suelo.
Para que engañarnos: no volvió jamás
a ser el mismo. Su sonrisa se desvaneció, así como el brillo de sus ojos.
Muchas veces me he preguntado si
realmente tenemos alma y de ser así, dónde reside. ¿Quizá en el cerebro? ¿Y si
Abel la perdió en aquel brutal impacto? ¿Y si esa falta de alma era lo que
provocaba aquel apático comportamiento?
Había una cosa que me tenía muy
preocupado: su rechazo hacia Víctor. Era como si lo odiara y ese odio se hacía
más y más irracional cada día que pasaba. A veces lo sorprendía mirando de una
manera extremadamente dura y fría a su hermano. Víctor se daba cuenta, pero no
decía nada. Procuraba estar el menor tiempo posible con él, procuraba ni
mirarlo, pero cuando lo hacía, lo hacía con miedo.
Preguntamos a su psicólogo sobre
este odio. Nos dijo que probablemente era algo inconsciente y que se le pasaría
con el tiempo, pero que por otro lado, debíamos estar atentos a que no se
convirtiera en algún tipo de odio patológico. En definitiva, no me dijo nada
que yo mismo no hubiera deducido ya.
Con el paso de los días el odio fue
en aumento. Abel empezó a sufrir brotes sicóticos en los cuales una rabia interna
explotaba. Era dantesco verlo gritar, arrastrando las palabras de aquella
manera. En sus reiteradas maldiciones, culpaba a su hermano de su desdicha.
La medicación, una dosis periódica
de Olanzapina, apaciguaba su ira, aun y así, esta persistía en su mirada.
Una noche, unos cuatro años después
del condenado accidente, mi mujer y yo nos despertamos sobresaltados por un
inhumano grito. En principio no supimos ubicar la procedencia del mismo, pero
inmediatamente, otro chillido rompió el silencio de la noche. Esta vez
reconocimos la voz de la que procedía. Nos miramos un instante. Rosa abrió
desorbitadamente los ojos, saltó de la cama gritando el nombre de Víctor. Al
instante la seguí. Aquello no tenía buena pinta. Antes de llegar a la
habitación, otro estremecedor alarido llenó la casa.
La puerta estaba abierta de par en
par. Al mirar dentro me sentí morir. Víctor, tumbado en la cama, intentaba
contener a Abel. Este sujetaba un cuchillo de sierra y luchaba con todas sus
fuerzas para clavárselo. Rosa no se lo pensó dos veces, intentó acercarse,
chillaba como una posesa. Nunca olvidaré su histérica súplica.
—¡¡¡NO LO HAGAS, CARIÑO!!!
Aquella desgarrada voz a sus
espaldas captó su atención. Se giró hacia su propia madre con determinación y
sin pensarlo dos veces le atravesó la mano limpiamente. Su mirada imperturbable
se mantenía fría como el acero.
Rosa retrocedió sangrando en
abundancia. La sorpresa se percibía en su rostro. Debido a aquella puñalada, mi
querida mujer perdió la movilidad de dos dedos de su mano derecha.
Abel se giró rápidamente hacia su
hermano y esta vez no encontró resistencia alguna. Sin dar crédito a lo que
estaba sucediendo, Víctor miraba estupefacto la sangre que manaba de la mano de
mamá. Cuando recibió la primera puñalada en el pecho, este rápidamente se tornó
carmesí.
Corrí raudo hacia ellos en un vano
intento de evitar lo inevitable. Antes de darme cuenta ya había propinando seis
rápidas puñaladas más. Mientras saciaba sus instintos alzaba su grotesca voz
repitiendo una y otra vez: “Muérete usurpador. Muérete engendro demoníaco.”
Intenté detener a Abel. Este
rápidamente me propino una cuchillada con una fuerza brutal y luego otra y otra
más; tres puñaladas que hicieron que me tambaleara. Mientras miraba de
recuperarme, aquel homicida, mi puto hijo, arremetió de nuevo contra Víctor,
una y otra vez le clavaba con odio el cuchillo.
Tomé una drástica decisión, no me
quedó más remedio: le propiné un descomunal golpe en la cabeza con una figura
de madera que cogí de una de las estanterías. El impacto fue tan contundente,
que Abel se desplomó al instante. Rosa paró mi impulso y libró a Abel de un
segundo y posiblemente nefasto golpe, pues reconozco que mi sangre hervía por
matar a aquel engendro.
La imagen de aquella habitación era
absolutamente dantesca, parecía el escenario de una película gore. La sangre lo
empapaba todo, su férreo olor me provocaba nauseas.
Rosa y yo aún permanecíamos
abrazados y llorando mientras irremediablemente tomábamos conciencia de aquella
circunstancia, cuando la policía irrumpió en la casa haciendo saltar la puerta
por los aires con un ariete. Ellos tomaban el control de la situación;
sinceramente, nosotros no hubiéramos sido capaces.
Uno de los policías cogió de mi mano
la figura de haya manchada de sangre que yo había utilizado para abatir a Abel,
para abatir a mi propio hijo, al cabrón de mi hijo.
Junto a los policías, entraron
también dos médicos que inmediatamente atendieron a Víctor. Otro hijo en la
frontera entre la vida y la muerte.
Mi familia estaba desecha,
desmembrada de raíz por una fatalidad, por un puto accidente del cual, aunque
intentaba autoconvencerme a toda costa de que no había sido culpa mía, mi
conciencia difería al respecto.
Víctor estuvo casi tres meses
hospitalizado. Dieciséis puñaladas le habían pasado una gran factura física.
Había perdido un riñón y varios músculos estaban dañados de por vida, por no
hablar de los daños psicológicos. Durante años despertaba cada noche con gritos
estremecedores. Cada noche las pesadillas revivían en él aquel día en que fue
apuñalado por su propio hermano.
En cuanto a Abel, pasó los
siguientes seis años en distintas instituciones psiquiátricas. Tengo que
admitir que durante todo aquel tiempo me negué en redondo a verle. Soy
consciente de que todo fue debido al accidente, pero aun y así... ¿Cómo dominar
los sentimientos? ¿Cómo hacer compatible el profundo odio que siento por él,
con el amor que a la vez le profeso? Si Dios existe —y esto es una prueba, como
decía el párroco del pueblo—, no me cabe duda de que este es un cabrón de mucho
cuidado.
Víctor, con el tiempo,
empezó a hacer vida “casi” normal. Personalmente, en él centré mi existencia,
en él y en nuestro negocio.
Rosa, sin embargo, siempre fue más
piadosa, durante la ausencia de Abel siguió de cerca su evolución. Día a día
iba a ver a su pequeño. Supongo que, al igual que me ocurría a mí, se debatía
entre odiarlo o quererlo, solo que, al contrario que yo, ella se decantaba
ligeramente por quererlo. Francamente, a mí me era imposible.
¿Cómo aceptar el retorno de Abel al
redil? Francamente, en mi caso, a contra corazón, pero le daban el alta.
—Doctor, ¿está curado?
—No, jamás lo estará. La medicación
lo mantiene estable.
—Pero... ¿puede ser violento?
—Con la medicación, casi seguro que
no.
A aquel psicólogo solo le faltó
añadir: aunque francamente, me importa una mierda. El Estado acaba de quitarse
el muerto de encima, y como progenitores, ahí tenéis al engendro y sus posibles
brotes sicóticos con toque homicida.
No creáis que es fácil volver a tener
en el hogar a un hijo así, pero sobre todo, no penséis que es fácil dormir con
él rondando por casa, aunque lentamente y confiando en la medicación que le
administrábamos estricta y rigurosamente cada día a la hora convenida, bajamos
la guardia, este fue, sin duda nuestro mayor error...
Una noche, tan solo seis meses
después de que el Estado nos lo entregara, llegué a casa a eso de la ocho de la
tarde. Al entrar y cerrar la puerta, percibí el silencio como algo con entidad
propia. Percibí que algo no funcionaba como era debido...
—¡Rosa! —llamé en voz alta.
Pero esta no contestó.
—¡Víctor!
Tampoco hubo respuesta.
—Abel… —y al pronunciar su nombre
bajé la voz hasta convertirla en un susurro.
Nada.
Saqué el móvil de mi bolsillo y con
pulso trémulo marqué el número de mi mujer. Me sobresaltó escuchar la melodía
de Calle melancolía, ese era el tono
de su móvil en mi habitación. Un escalofrío recorrió mi espalda, algo andaba
terriblemente mal.
Lentamente y sin colgar aún el
teléfono me dirigí hacia el lugar del que procedía la música deseando, a pesar
de saber que no ocurriría, que en cualquier momento Rosa contestara alegremente
a mi llamada. Abrí la puerta y mis peores temores se hicieron realidad: Rosa
yacía sobre la cama, inmóvil, con los ojos abiertos como platos y degollada. La
sábana aún degotaba sangre al suelo. En su móvil sonaba una estrofa de aquella
canción de Sabina que tanto había gustado a mi mujer: “...quiero mudarme hace tiempo, al barrio de la alegría...” Lo cual
daba surrealismo a la escena. Me dirigí a la habitación de Víctor, aunque sabía
perfectamente que mi hijo ya no vivía. Las lágrimas caían con fluidez por mis
mejillas.
La puerta de su habitación estaba
abierta y efectivamente, Víctor yacía sobre la cama, degollado al igual que su
madre, y como ella, con el terror impreso en una última mirada ya sin brillo...
Escuché un sollozo proveniente del
lavabo, este daba puerta con puerta a la habitación de Abel. Hacia el sollozo
encaminé mis pasos. Dentro de la bañera estaba Abel, empapado en la sangre de
su monstruosa violencia, acurrucado como un niño asustado y con una enorme
navaja en la mano.
—No temas, papá —me dijo al
percatarse de mi presencia—. No pienso hacerte daño, tan solo me lo haré a mí
mismo.
Diciendo esto, dirigió la navaja a las
venas de su muñeca y se me quedó mirando.
—¿A qué esperas, maldito bastardo?
—acerté a decirle.
—Simplemente quiero contarte una
cosa, papá. Tan solo déjame hablar y no temas, luego segaré mi vida. Para serte
sincero, la odio. Odio este ahora, odio esta circunstancia...
Dicho esto empezó a narrar:
—Papá, al despertar del coma, nada
era como debía ser. No entendía qué pasaba. Cuando me contaron que todo había
sido debido a un accidente desde una escalera, no podía creerlo. ¡Aquello no
podía ser! En Út no había sucedido así.
—¿Dónde has dicho, Abel? —le
pregunté, recordando el sueño que años atrás me había contado Víctor, y no pude
evitar estremecerme.
—En Út, papi. ¡En nuestra ciudad,
joder! ¿Badalona? ¿Sant Fost?... ¿Qué coño son? Nosotros vivimos en Út. Y en
Út, quien sufrió el accidente fue Víctor y no yo. Odio a ese hijo de puta.
Estoy seguro de que todo es culpa suya. De alguna manera ha invertido la
realidad... ¡Pues que se joda! —gritó entre lágrimas—. Ahora no es más que un
cadáver.
Aprovechando la rabia que sentía en
aquel momento, en un acto preciso, segó sus venas. La sangre brotó con alegre
fluidez. Me quedé allí con él sin ayudarlo, esperando su muerte, disfrutándola
en realidad. No me moví de su lado hasta que el brillo de sus ojos se apagó.
Cuando esto sucedió las lágrimas anegaban mis ojos.
SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 71 – Diciembre de 2016 – Año VII
ISSN 2250-5385
Exp. 5316575
del 20/10/2016, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.
Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº
56:
Colaboradores
Noelia Natalia
Barchuk Löwer
Resistencia
(Chaco), Argentina
Currículo en Suplemento
de Realidades y Ficciones Nº 72:
Mónica
Villarreal
Scottsdale
(Arizona), Estados Unidos
Monterrey
(Nuevo León), México
@mon_villarreal
Currículo en
revista Realidades y Ficciones Nº 17:
@RyFRevLiteraria
@RyF_Supl_Letras
Las opiniones vertidas en los artículos de esta
publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.
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